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Una nueva vida

Praga, siglo XIX.

Un mes después se casaron y pasaron su luna de miel visitando a sus familiares en Marsella y a sus amigos en Paris. A su regreso la casa estaba lista. Sus familias les dieron la bienvenida. La pareja estaba exultante y deseando comenzar su nueva vida.

La primera noche en la casa ella se levantó en silencio, durante largo rato se quedó mirando las escaleras que llevaban al desván. Siendo muy pequeña era su lugar favorito, se pasaba las horas jugando con los tesoros que había entre el polvo. Sé escondía en los armarios, debajo de las mesas, entre las sombras, era parte del lugar. En ocasiones jugaba al escondite con sus padres y no la encontraban hasta que ella salía. Ahora, a oscuras, descalza y con la respiración de Barak de fondo, se acercó a la ventana, llovía mansamente. Cuando era niña hubo un momento en el que todo comenzó. ¿Pero qué pasó entonces? Casi no salía de casa, su padre se pasaba las horas fuera y mama tenía su sombrerería, su niñera casi nunca le permitía jugar fuera. El desván era su lugar secreto donde todo era posible y entonces llegó alguien para acompañarla en su soledad.

Barak se la encontró sentada en la puerta de la casa, con la mirada perdida y llorando desconsoladamente mientras susurraba:

—No dejes que me lleve, papá. No dejes que me lleve.

El pasado quedó olvidado por un tiempo. Lo real era el presente: las obras. Bitia dibujó la bailarina. Barak la llenó de vida.

Ella solía bajar cada mañana, muy temprano, con un tocado diferente. Veía como sus dibujos se hacían realidad. Los vacíos se llenaron de estanterías, las paredes se revistieron de maderas y papeles de pared de brillantes colores. El mostrador se labró a diferentes alturas para que los niños pudieran ver todo lo que había más allá.

Un lugar diáfano, con cristaleras por donde entraba la luz y escaparates en los que su imaginación ya creaba futuras escenas en movimiento para los más pequeños y los no tanto.

La casa fue haciéndose habitable y hasta acogedora. Había dos secretos por descubrir para Barak, por qué su mujer escondía su cabello con aquella variedad de tocados, sombreros, turbantes. En Praga era conocida por su originalidad, pero en la intimidad aquello no era tan curioso. Lo que casi siempre era original, a veces le resultaba molesto.

Por otro lado, Barak intentó varias veces que subieran al desván. Todavía no se sentía preparada. Fue bajando cajas para que entre ambos decidieran qué se hacía con cada cosa.

La señora Zimmermann acompaño a Barak a su nuevo hogar, había trabajado durante años en la casa de rabí Cohen y ahora que ya no había tanto trabajo aceptó encantada ayudar a la pareja.

El tiempo fue pasando, la tienda prosperó y tuvo una primera ampliación. Lo que empezó siendo un escaparate curioso se convirtió en un referente en la ciudad. La precisión del joven y la imaginación de ella se complementaban en los talleres y en la tienda.

Su aprendizaje junto a los Heinz sobre el reloj del ayuntamiento acabó siendo una colaboración que fue alargándose en el tiempo. Bitia, mientras, buscaba lugares que la invitaran a pintar, en ocasiones, dentro de la misma casa. Los temas para los escaparates también requerían mucho trabajo. Por eso comenzó a buscar objetos que pudieran usarse y dieran originalidad.

Recordó sus juguetes y fueron poco a poco abriendo habitaciones de la segunda planta que habían permanecido cerradas. Entonces se acordó de las colecciones de cuentos que estaban en la biblioteca y le habían hecho pasar muy buenos ratos.

Comenzó a pasar mucho tiempo allí, se llevó la mayoría de su material de dibujo y estableció su lugar de trabajo. Tenía unas bonitas vistas a las traseras donde los tejados daban paso al río Moldava. Mandó volver a tapizar un par de sillones que colocó cerca de las ventanas y que podían moverse fácilmente cerca de la chimenea.

Cuando cumplieron su primer aniversario, Bitia le hizo un regalo que el joven no olvidaría jamás. En la intimidad de su habitación ella deshizo lentamente su tocado y, por primera vez, le mostro su cabello que, aunque el intuía cuál era su color por haberlo visto en otras partes, lo dejó sorprendido. El cabello caía en cascadas rojizas sustentadas por una banda que recordaba a las que llevaban las nativas americanas.

Él le pregunto por la banda y ella le habló de una cicatriz que se había hecho siendo muy niña y que la avergonzaba. Segundos después, ambos se olvidaron de lo que ocurría fuera.

Pasaron los meses y cada cosa fue ocupando su lugar. La pareja era feliz, tan solo una pequeña sombra se escondía en un rincón en lo más alto de aquel hogar. El aniversario de la muerte de sus padres, Bitia solía pasarlo despierta, leyendo en la biblioteca cerca del fuego. Era la única noche del año en la que todo parecía más oscuro y ella escuchaba sonidos que provenían del desván y que creía fruto de su imaginación. Entonces buscaba coraje en la foto que le había dado Barak en la que aparecía su mentora, le hacía sentirse más segura. A veces miraba a su alrededor y Rebeca aparecía, casi etérea. Supo por su marido que la noche de la muerte de sus padres, ella los había visitado y después la tierra se la tragó. También Barak le confesó que desde niño él creía que la joven estaba allí. No solo por el fantasma que había visto Alois, sino porque lo creía así.

Bitia le hablaba y la imagen del recuerdo de Rebeca paseaba por la habitación. Bitia sabía que ella estaba allí para protegerlos de algo. Ella siempre le decía:

—Nunca esperes que te lo cuenten, descúbrelo por ti misma.

Aquella madrugada no se quedó dormida como en los aniversarios anteriores y Rebeca le habló por primera vez:

—Ten cuidado con Melog.

Le señaló un cuadro que colgaba encima de la chimenea. Lo miró. Era una imagen onírica del barrio judío: la sinagoga Nueva Vieja y el cementerio bajo una luna llena. Y entre aquellas sombras acertó a ver una figura cerca del río que parecía surgir de la orilla del Moldava. Aquel cuadro había estado desde siempre en la casa, en el mismo lugar, y nunca le había prestado demasiada atención hasta aquella noche.

Amanecía. Sintió frío y entró en la cama donde Barak dormía. Soñó con una sombra de su pasado que tenía nombre propio: Melog. Sintió temor, un miedo antiguo, casi oxidado, encerrado en su mente y que ella no había dejado salir. Pero entre todo aquel miedo, había un destello de alegría infantil de aquellos tiempos en los que los amigos invisibles eran la mejor de las amistades.

Barak la abrazó, al parecer estaba teniendo una pesadilla. Sintió su calor y la necesidad de que su abrazo no acabara nunca. Aquella mañana llegaron tarde a sus tareas y casi nueve meses después nació su hija Débora. A partir de entonces, la señora Zimmermann tuvo más trabajo; sobre todo, ante los miedos e inseguridades de los primerizos padres.

Melog

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