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Regreso a Levi Hall

Praga, siglo XIX.

Las caras de los niños se quedaban pegadas al cristal. La Bailarina era el lugar preferido de pequeños y mayores. Cada semana en sus escaparates nacía una nueva maravilla que atraía a espectadores y compradores.

Barak y Bitia eran los artífices de aquel lugar mágico donde los problemas quedaban en la calle y dentro sobraba sitio para la magia, la fantasía, y los juegos.

En los talleres comenzaba aquel milagro. Fabricaban títeres, cajas de música, carruseles, caballitos, trenes, maquetas, muñecas. Todo lo que un niño pudiera desear y, si no estaba allí, podía encargarse.

La Bailarina había nacido cerca de Josefov, el barrio judío de Praga. Barak regaló a Bitia la primera caja de música que había creado, en la que danzaba una pequeña bailarina de nácar. Así nació su negocio, aquella caja presidía la tienda y en la fachada del edificio una reproducción de llamativos colores se abría y la joven giraba sobre sí misma.

La casa había pertenecido a la familia de Bitia durante varias generaciones. Siendo niña sus padres fallecieron salvándose ella milagrosamente. Durante más de quince años la casa permaneció cerrada acumulando telarañas y polvo.

Bitia llevaba siempre el pelo cubierto. Nadie había visto su cabello y, aunque después de la tragedia la mandaron lejos, muchos miembros de la comunidad especulaban desde hacía años que su pelo se había vuelto rojo después de lo ocurrido, que llevaba una marca en medio de la frente por algo que habían hecho sus padres.Toda serie de cuentos e historias que corrían por el barrio.

Su padre había sido un erudito muy respetado y su madre pertenecía a una de las más antiguas familias de la ciudad, descendiente del famoso rabí Loew. Después de la tragedia la pequeña se había ido a vivir con unos familiares lejanos de su madre a Marsella. Las primeras semanas tras la catástrofe se convirtieron en noches vacías, sin ningún recuerdo. Lo había bloqueado todo, eso es lo que decía el médico de la familia, y de la historia que le contaban fue creando recuerdos que sabía no eran del todo ciertos. Pasaron los años y aunque no olvidó, las costuras fueron quedándose dentro. Creció, floreció y se enamoró de Paris y de sus rincones. Durante varios años residió allí, conoció amantes de la pintura como ella. Pintó desde los grises hasta los azules y brillantes cielos de la capital francesa. Notre Dame, el corazón de la Cité, la Lutecia romana rodeada por el rio Sena fueron escenario de muchas de sus obras. Después, el regreso.

El coche de caballos pasó ante aquella casa. Por primera vez en muchos años se dio cuenta de que aquella puerta aún permanecía abierta en su mente. El frío de la mañana se colaba en su memoria, todo era silencio. Arriba, allí ocurrió todo, solo quedaban dos cuerpos vacíos, arena y barro. Se estremeció apretando su caja de pinturas, mientras el coche continuaba su camino.

Se contaban historias morbosas sobre la casa cerrada: que se habían encontrado a la pareja muerta en el desván, que la pequeña había estado enferma y milagrosamente se curó. Lo único cierto era que estaba sola aquella mañana, sentada en la escalera, esperando. Tan solo una casa y una niña huérfana.

La gente miraba desde sus ventanas. Decían que en las buhardillas, en ocasiones, se veían luces, se escuchaban gritos. Algunos comadreaban y recordaban que Jokanan, el padre de Bitia, había movido cielo y tierra para salvar a su pequeña, incluso buscando en los libros prohibidos que una vez se abrieron y nadie había vuelto a hacerlo hasta entonces.

Barak era el hijo pequeño de rabí Yosef, el rabino de la sinagoga Vieja Nueva. Como casi todos los niños de Praga, tenían prohibido acercarse, bajo castigo severo, a la casa encantada. Los más grandes solían usarla como prueba de valentía. Entre los chavales se contaban muchas historias; de noche nadie se atrevía a entrar, la casa parecía tener criterio propio: la puerta solía abrirse y extrañas luces y sombras aparecían en el desván. Las historias que contaban los padres para asustarlos, mezcladas con las de los niños, creaban un puzle sombrío difícil de completar. Pero había una historia que se repetía a menudo y aunque era aterradora y misteriosa podía tener un origen real. Rebeca, hija de Abraham, rabino de la sinagoga Vieja Nueva por entonces, cenó en la casa la noche de la tragedia con los fallecidos. Sus padres la vieron por última vez cuando regresó aquella noche o, por lo menos, eso dijeron a los demás; no volvieron a verla nunca más. Todo fue muy extraño, ya que el resto de la familia, unos días después, se marcharon con destino desconocido y nada más se supo de ellos.

Barak, siendo niño, en la lejanía imaginaba que se asomaba a aquellas ventanas; allí dentro había un mundo diferente lleno de misterios y seres de otros tiempos. Una noche regresaba con dos amigos, se acercaron a la casa. Barak miró hacia el desván. Creyó ver una luz y una sombra de gran tamaño. Fue un segundo, un destello. Entonces la puerta principal comenzó a abrirse delante de los tres muchachos. Durante unos segundos se quedaron petrificados: después, salieron corriendo sin mirar atrás.

Pero ya no era solo la casa maldita de los Levi. Él y su familia formaban parte de la historia, ya que vivían en la casa que había pertenecido a Rebeca y su familia. La casa había permanecido algunos años abandonada y a la venta. Hasta que el padre de Barak fue nombrado rabino de la sinagoga Nueva Vieja cuando murió rabí Jacob, un hombre anciano y bueno que había tomado las riendas de la sinagoga ante la desaparición de rabí Abraham y su familia. Entonces pensaron en mudarse a una casa más grande y amplia donde poder recibir a más personas y tener más espacio y libertad para cumplir sus nuevas funciones. Abraham había trabajado en otras sinagogas de Praga y, cuando el rabino Jacob fue nombrado rabino de la SinagogaVieja Nueva, se llevó aAbraham con él como ayudante. Así comenzó rabí Abraham a conocer los secretos de aquel lugar.

Su madre había dejado algunos de los muebles de los antiguos inquilinos como parte del mobiliario, ya que le parecieron de buena calidad y perfectos, sobre todo, para el salón de las visitas. Ahora Barak tenía su propia habitación con una gran cama y aunque no llegaba al suelo se sentía mayor. Investigó la habitación de cabo a rabo, buscando algún objeto que pudieran haberse dejado los antiguos inquilinos. Mientras su madre y sus hermanas vestían la casa, él se dedicó a vivir aventuras y buscar algún hilo del que tirar, pues estaba seguro de que la clave del misterio comenzaba en la casa y acababa en la casa maldita de los Levi.

Pasaron los días y la casa se fue llenando de muebles, de cortinas y de los objetos personales de la familia. Barak fue colocando sus libros, sus juguetes. Poco a poco la antigua vida, los recuerdos de los otros, se fueron mezclando con los suyos. Una tarde en la que ya casi todo estaba colocado, encontró una caja detrás de la puerta. No era de las suyas. Se acercó lentamente, la saco del rincón y la puso sobre la cama. Durante casi diez minutos imaginó qué podía haber en ella. Encontró algunas fotos y una vela a medio consumir con letras en hebreo que seguramente su padre sabría leer, sacó un par de fotos y la vela la escondió en lo más profundo del armario.

Entregó a su madre las fotos y esta las colocó sobre la mesa. Se sentó junto a ella y miró con curiosidad. Su madre se los fue nombrando: rabí Abraham, su mujer y sus tres hijos. Entre ellos, reconoció a Rebeca, la hija mayor. La joven solía acompañar a su padre en sus visitas y le encantaba charlar con los niños. Siempre llevaba algún dulce o una palabra para cualquier niño con el que se cruzara. Barak recordaba haber recibido en más de una ocasión su afecto y su dulce sonrisa. Volvió a mirar la foto y una idea pasó por su mente. Ella debía sentirse muy sola en la casa de los Levi.

Años después, una noche de juerga universitaria, acabó con varios compañeros en la puerta de la casa maldita de los Levi. Alois y Jan, cuyas deudas en las tabernas ya no les permitían beber, decidieron apostar con sus compañeros que Alois sería capaz de subir hasta el desván. Barak se quedó al margen de la apuesta, no le gustaban los juegos en los que se movía dinero y no se fiaba de ninguno de los dos. Y la casa le daba respeto.

Alois, por un par de cervezas, era capaz de cualquier cosa. Intentó abrir la puerta sin ningún éxito. Se abalanzó sobre ella un par de veces antes de caer casi derrotado al suelo. Barak contemplaba un poco apartado y miró hacia arriba. El mismo destello y la misma sombra visible durante un instante parecían vigilarlos. Entonces la puerta se abrió sola y lentamente.

Alois se levantó ante los ánimos de sus compañeros y de su socio en la apuesta. Los jóvenes lo jaleaban. Entró dispuesto a todo comenzó a subir las escaleras hacia el primer piso, con paso firme, y desapareció de la vista de todos. No habían pasado más de unos segundos cuando regresó y salió por la puerta como si de un zombi se tratara. Los compañeros comenzaron a gritar a Jan y a quitarle el dinero de las manos. Cuando Alois llegó a la altura donde estaba Barak, se volvió y con la mirada perdida le dijo:

—Rebeca sabe que volverás. Y te pide que sigas guardando la vela.

Barak intento detener a su compañero: entonces se vio luz tras una ventana. Un vecino les gritó, amenazando con llamar a la policía por el escándalo que estaban montando. Todos salieron corriendo. El dinero quedó en el suelo y la puerta abierta. No fueron capaces de encontrar a su amigo en los días siguientes. Mientras lo buscaban le rondaban en la cabeza aquellas palabras. Recordaba que, siendo niño, sus padres hablaban sobre la desaparición de la joven y que en más de una ocasión sintió el impulso de contarles que ella seguía en la casa. Otra parte de él le decía que su amigo llevaba una curda considerable y que podía ser fruto de la misma.

Dieron con Alois dos días después, vagaba a orillas del Moldava, mudo y con signos de hipotermia. Lo ingresaron en una casa de reposo fuera de la ciudad y nunca más fue el mismo. Barak lo visitó varias veces y el joven parecía no estar allí. Con el tiempo fue recuperándose, pero la mención de aquella noche lo trastocaba completamente. No recordaba nada y parecía no tener muchas ganas de ni siquiera intentarlo.

Un sábado, a la salida de la sinagoga, Barak descubrió a una joven que acompañaba a una pareja de mediana edad. Lo que más le sorprendió era que llevaba el cabello cubierto. Y cada sábado llevaba algo diferente que se convirtió en un evento entre los que asistían. Se llamaba Bitia y era la dueña de la casa encantada.

La pasión de Barak eran las cajas de música; siendo niño las había visto nacer de las manos de su abuelo materno. Se quedaba durante horas viéndolo trabajar. Ahora formaba parte de aquella magia, había aprendido todo lo que sabía de él. Sus creaciones eran únicas. Las jugueterías de Praga visitaban el taller buscándolas. Y hasta algún inversor le había ofrecido la oportunidad de empezar su propio negocio.

Mientras estudiaba, descubrió los relojes. Se quedaba ensimismado cada vez que pasaba junto al ayuntamiento.Todos los niños de Praga conocían las leyendas sobre el gran reloj, sus favoritas. Hizo amistad con los Heinz, la familia que se ocupaba del él. Una obra maestra: desde su primera visita a sus entrañas supo que su ambición era construir una maquinaria que pudiera medirse con aquella. Pasaba tanto tiempo allí, que ya casi parecía ser parte de él.

Dejó el ayuntamiento atrás, iba ensimismado imaginando su reloj. No vio que en sentido contrario venia alguien tan distraída como él. Tras el choque, Barak le tendió la mano mientras Bitia acomodaba su turbante.

—Discúlpeme, señorita Levi. Suele pasarme a menudo, me quedo ensimismado y no miro por donde camino —le dijo.

—No se preocupe, sigo entera. Usted es el hijo del rabíYosef.

—Barak Cohen, es un placer haber chocado con usted. La última vez me di de bruces con el señor Trinker, el que tiene una carnicería un par de calles más allá de la sinagoga Nueva Vieja, y vino a cobrarle a mi padre un filete de vaca que se había tenido que poner en el ojo cuando se le puso morado por nuestro choque. Al final lo pagué yo y me lo comí.

Bitia comenzó a reírse como no lo había hecho en mucho tiempo y hasta la gente se paraba y los miraba.

—Yo no le voy a cobrar un filete, pero si me invita a merendar, quedamos en paz.

Barak enrojeció durante un instante y asintió. Pasearon hasta llegar a la Serpiente de oro, un edificio antiguo en el que se abrió siglo y medio atrás el primer café de manos de un armenio que se las vio y se las deseó para sacar el negocio adelante.

Tomaron un café, mientras se iban relajando y hablando sobre sus vidas, como dos buenos amigos. Bitia le contó cómo se sentía de vuelta en la ciudad en que nació, pero que ahora le era tan extraña. Y más extraña aún le era la casa de su familia, la que visitaba durante horas buscando respuestas. Barak se confesó con ella: los planes de los suyos eran que buscara un buen empleo y formara una familia con una honrada chica judía. Él se sentía demasiado joven, muy presionado. El único que le decía tómate tu tiempo era su abuelo materno.

En sus siguientes cafés hablaron de Paris, de pintura, de cajas de música, del reloj, de sus sueños y de sus deseos. Una tarde, mientras paseaban por el puente de Carlos, Barak le contó las dos aventuras que le habían ligado a su casa y cómo ahora vivía en la antigua casa de su mentora, Rebeca. Bitia le dijo que no era capaz de subir al desván desde aquella fatídica noche y estaba segura de que la clave de lo que ocurrió seguía allí arriba. Se cogieron de la mano. Contemplaron como el agua corría bajo sus pies. Prometieron que hallarían la verdad juntos.

Llegó el otoño y el caer de las hojas. Los dorados se plasmaron en los lienzos de Bitia y en las pupilas de ambos; largos paseos por cada rincón de la ciudad compartieron sus mundos interiores creando un espacio donde convergían. Fueron abriendo la casa poco a poco y la luz entró a través de los cristales, traspasando el polvo y el abandono de años.

En invierno la nieve convirtió la ciudad en un escenario de cuento y, cuando llegaron las navidades, el taller del abuelo de Barak recibió algunos encargos de figuras y mecanismos para belenes. Bitia solía acompañarlo a hacer las entregas y, de paso, contemplaba los que se creaban en las casas católicas más pudientes. Aquellos belenes fueron el germen de una idea que fue creciendo en la mente de la joven.

El cuaderno de dibujo fue llenándose de bocetos, de viñetas, de ideas; todo permanecía dormido fuera, pero dentro la mente de la joven bullía y se plasmaba en aquellas páginas que se llenaban de colores y de vida.

Su madre había tenido una sombrerería que ocupaba parte de los bajos de la casa, asomando a una de las calles más concurridas del centro. Bitia entró con el cuaderno en la mano. Fue imaginando el lugar, basándose en sus pinturas. Entonces alguien tocó en una de las ventanas que daban a la calle. Era Barak. Le dejó entrar.

Le mostró los bocetos y las ideas que había ido teniendo aquel invierno. Caminaban y ella no dejaba de hablar, él la miraba andar de un lado para otro; pequeña, grácil. Le recordaba a una bailarina. Cuando acabaron ella le preguntó:

—¿Qué te parece?

—Me gustan tus ideas. Pero hay una cosa en la que no has pensado.

—¿En qué? —preguntó con curiosidad.

—El nombre para tu negocio.

—Por tu cara pícara, tienes uno ¿verdad?

—Es posible… Además, tiene mucho que ver contigo.

Barak sacó algo de entre sus ropas y se lo tendió.

—Fue la primera caja que hice y me recuerda a ti.

Bitia la abrió. Sonó una hermosa melodía y la figura de una mujer de nácar giraba sobre sí misma.

—La bailarina…

Barak asintió.

Bitia tomó de las manos a Barak y comenzaron a dar vueltas cada vez más aprisa hasta que acabaron en el suelo, riendo a carcajadas.

—Sé mi esposo y compañero, Barak

—Pensé que no me lo ibas a pedir nunca.

Melog

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