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Warwick, Rhode Island, ahora. Cuando la marea sube.

Daniel Herzog dedicaba los lunes a asuntos de su departamento y tutorías.Antes de media mañana estaba de regreso. Había dormido perfectamente, comprobado un proyecto comunitario en el que iba a participar la Universidad, con voluntariado y fondos propios, y sostenido una amena charla con dos de sus alumnas más aventajadas. El día otoñal era perfecto. Sin embargo, percibió una tensión inusual apenas cerró la puerta. La señora Sánchez no estaba cantando. Mala noticia. Colin Johnson rumiaba más que audibles palabrotas desde la buhardilla. Inaudito.Y su vecina, la viuda Foster, aporreaba la puerta de la cocina con golpes bruscos e impertinentes.

—Ya abro yo, señora Sánchez. —Intentó sonreír a su eficaz empleada sin encontrar el menor eco de empatía—. ¿Algún problema?

—La leche se ha agriado como si le hubiera dado la luna, doctor. El triturador de basura se ha vuelto loco, algo le pasa a la secadora y voy tarde con la comida.

—Tal vez Colin pueda echarle una mano con las máquinas.

—Tiene sus propios problemas. ¿Qué querrá ahora esa vieja cotilla avinagrada? Su gato se ha colado por el sótano, supongo, y ha hecho sus cosas en mi cocina. Lo envenenaré, dígale eso. Y que se vaya al infierno.

Por supuesto, Daniel no se molestó en explicarle que la luna no agria la leche ni los electrodomésticos son eternos ni que los gatos macho sin castrar marcan territorios a su propia manera. Respiró hondo abriendo la puerta. La viuda Foster, con su cara de hurón, el pañuelo bajo un sombrero de jardinería y el cinturón de aperos sobre el delantal, dejó oír un bufido.

—Esa portuguesa de Fox Point ha matado a mi gato.

—Buenos días, señora. Es mexicana. Y, sin duda, su gato está cortejando a alguna gata después de haber dejado arañazos y orines en mi cocina. Las cosas son así si no se los castra, no merece la pena enfadarse. ¿Una taza de té, tal vez?

—No pienso castrarlo. Lo encierro hasta que se le pasa.

—¿Y cree que Luisa Sánchez ha entrado en su casa y envenenado a su gato? ¿Dónde está el cadáver?

—Huele a cementerio en todo su jardín, profesor Herzog.

—¿Piensa que matamos gatos y los enterramos? Lo que usted huele es abono, señora. Para que en primavera florezcan las rosas, la madreselva, las orquídeas y esas flores que tanto le gusta recoger, estirándose un poquito sobre los setos, y que luego coloca en jarrones por toda su casa.

—El gato ha estado como loco toda la noche. No soportaba el olor ni yo tampoco. Y su espantapájaros es de muy mal gusto. Menos mal que lo ha quitado temprano.

—Su gato estaba vivo anoche, en tal caso. Y lamento decirle que no pongo espantapájaros, aunque tal vez acaba usted de darme una buena idea…

—Lo vi perfectamente cuando tanto llovía, desde mi cocina. Un espantapájaros con vieja ropa larga, embarrada.

—Posiblemente, vio la silueta de algún árbol ya desnudo de hojas.

—Odiáis los gatos, lo sé. Todos los judíos los odian. Si no aparece, llamaré a la policía. Y a sanidad.

—Como guste, señora. Que tenga un buen día.

—Maleducada. —Luisa sacudió con cierta violencia las verduras recién lavadas—. Racista. Y eso que se dice de odiar a los judíos, ahora no recuerdo la palabra, doctor Herzog.

—Antisemita. Solo es una pobre mujer que conoció tiempos mejores, señora Sánchez. Y mi abuelo ahorcó a uno de sus gatos, hace muchos años. No lo ha olvidado.

—Merecido lo tendría.

Colin estaba en la puerta, tan blanco como el yeso de sus ropas de faena. Tragó saliva con dificultad.

—Voy a buscar más lana de roca.

—¿Te encuentras bien?

—Es el polvo.

Vieron como salía. Luisa Sánchez se encogió de hombros, suspirando.

—Todo el mundo tiene un mal día. Salga de mi cocina, doctor Herzog, hágame ese favor. Voy a encender cerillas.

—Vamos, puedo soportarlo.

—Pero yo no su respiración en mi cogote. Hoy no.

El martes la psicóloga se rio mucho a costa del relato deliberadamente exagerado que su paciente le hizo sobre la fiesta a la que había asistido. Por supuesto, eso no evitó ninguna pregunta. No, no sentía atracción por la esposa de su colega. Sí, había tenido algunos conatos de relación durante sus años de viudez, de eso ya habían hablado cien veces. Claro que se masturbaba, como todo el mundo. Tampoco creía que su fobia fuera vergonzosa, era más sencillo: un trabajo, un hijo complicado y muy pocas ganas de sumar más tareas a su vida. ¿Alguien más joven? No, gracias. ¿Más o menos de su edad? No, gracias; tenía ya un hijo. Como le había repetido hasta la saciedad durante años. Y las mujeres de su edad también solían tenerlos, las un poco más jóvenes deseaban tenerlos o eso solían decir. Aparte de que ninguna le había resultado tan especial ni tan interesante como para lanzarse a la aventura. ¿Y cuándo envejeciera? Desde luego, no sería bombero voluntario en la residencia de ancianos. Todo eso ya lo esperaba Daniel: la rutina. Como si por preguntar eternamente lo mismo algo fuera a cambiar. Su seguro médico pagaba una garantía muy útil para ellos y para él mismo. Se dio cuenta, tarde, de que había fruncido el ceño. La terapeuta ya estaba sonriendo. Salvado por la campana. Por supuesto, hablarían de ello el siguiente martes. Para entonces estaría mucho más atento, pensó. Cada sesión era un pasaporte de normalidad, madurez, civismo y esfuerzo. Algo que se valoraba tanto en el mundo cotidiano como para no renunciar a ello. Sin ese enorme dosier favorable, tal vez Henry hubiera conseguido independizarse de su tutela. Lo había intentado. Cuando ella lo despidió, repitiendo su frase positiva, «nunca olvide que es usted un buen padre», no movió ni un músculo más de lo necesarios para devolverle la sonrisa. Por supuesto, no la creyó.

Colin Johnson tenía pendiente renovar las tejas inútiles de su tejado. Lo había hecho cien veces. Luego, su esposa e hijas preparaban una barbacoa en el patio: el albañil, el tejador, el plomero, el electricista, el pintor de brocha. Los colegas, las mujeres de los colegas, los hijos de los colegas. Igual. Siempre. Siempre igual. Siempre.

Los compañeros, en plena barbacoa, se empeñaron en que Colin rematara la obra de su nuevo tejado colocando una bandera. Da mala suerte no hacerlo. Y aunque él no creía en esas supersticiones, si sabía que jamás hay que ofender a tu gremio. De modo que cogió el banderín y volvió andamio arriba mientras pedía su hamburguesa poco hecha y su cerveza muy fría. Eso fue todo. Resbaló y cayó. Sobre el bordillo.

Daniel se puso la kipá, llamó a la puerta de la viuda y le dio el pésame. Por supuesto, no era responsable. Por supuesto, se sentía responsable. No porque fuera judío. Porque quedaba una mujer con un sueldo y tres hijas.

No se lo contó a Henry. Lo mismo daban dos días más o menos. Dormía bien. Trabajaba bien. Nada lo perturbaba. Volvió a casa del que fuera su empleado para pagar escrupulosamente su sueldo más una donación personal que no contravenía las leyes judías, algo referido a cuidar de viudas y huérfanos. Y, antes de que Rachel sacara su orgullo, le entregó un segundo sobre con recomendaciones detalladas. Para mejores empleos posibles. A eso ella no objetó nada. Muchísima gente acudió al entierro, apreciaban a Colin. La mayoría. Y todos valoraban sus trabajos. Daniel volvió sobre sus pasos, dando un largo paseo mientras cesaba la lluvia y la tarde mortecina boqueaba niebla desde el suelo embarrado. Todos los tejados goteaban. Pensó en la buhardilla y en quién iba a terminar lo que faltaba antes de que Henry ya no pudiera dar más excusas para sus vacaciones improvisadas. Por supuesto, se sintió culpable. La viuda Foster le gritó algo sobre el espantapájaros que no existía. En su porche aguardaban los compañeros de Colin, más sombras entre la niebla blanca. Ellos terminarían la faena sin cobrarle, ya sabían lo que había hecho por Rachel. Se negó.

—Os agradezco que acabéis el trabajo, es la habitación de mi hijo. Pero será pagado, no hay nada más que hablar. Pasad, por favor, casi hace frío. —Sostuvo sus miradas—. No soy capaz de encender una chimenea, pero tal vez un whisky os caliente. Y hacedlo pronto. Mi hijo considera que tiene derecho a vacaciones mientras haya goteras en su cuarto. Ya sabéis lo listos que son los chicos.

Se rieron discretamente. Bebieron, ajustaron cuentas y se fueron, pensando que trataban con un hombre cabal.

Melog

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