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Providence, Rhode Island, ahora. Las ideas de Henry.

Mi cliente es un padre absolutamente normal y responsable. Sufrió de niño una situación traumática: un incendio que hizo que fuera testigo de la muerte de su madre. Teme al fuego. Lleva años visitando a un terapeuta. ¿Acaso se ha negado a admitirlo? ¿Tener miedo al fuego significa algo más que ser racional? Piénselo. Este hombre revisará diez veces su casa antes de poder dormir tranquilo. ¿Es una manía? Quizá; hay manías saludables.

La cuestión no era la saludable manía, sino la tutoría de Henry, hijo único, que deseaba independizarse como adulto a los dieciséis. Sentenciaron en su contra. Su padre, sin mancha alguna durante sus años como docente, con su terror hacia el fuego, sin multas de tráfico, sin escándalos ni deudas, era su tutor legal. Punto.

Henry dejó pasar el tiempo. Terminó el curso, disfrutó del verano, evitó enfrentamientos. Luego empezó a mover sus piezas. Tiró de la vieja soga de la escalera del altillo y las lanzas de luz sobre polvo le parecieron mágicas y hermosas. Oyó la voz de Daniel, su padre. Controlada. Tensa. Le dijo que, ya que era lo bastante mayor como para sacar la licencia de conducir, lo era para reclamar una habitación propia, no aquel cubículo infantil muro con muro de la que fuera de sus padres. Y respiró muy despacio.

—Las buhardillas arden fácilmente.

—Si hay en ellas algo que pueda arder aparte de las vigas, papá.

—Tienes razón.

—Créeme, no me gusta el fuego. A nadie le gusta. Solo es una preciosa buhardilla. Y ya no lloro por las noches.

—Me gustaría mucho que no me tomaras por loco, Henry.

—Un loco no pide ayuda, papá. Te da miedo el fuego, como a cualquier persona razonable.

—No.

—Claro que sí. Y temer el fuego salva vidas, ya has visto como lo hacen en Japón.

—El fuego empezó en esa buhardilla. En la chimenea.

Henry también había ido durante años al psicólogo. Estaba entrenado. Sonrió.

—No, papá. Fue un cortocircuito. Eras muy niño.

—Aléjate de ese lugar.

—No quiero chimeneas. Calefacción central. Podemos pagarla, supongo.

—Claro. ¿Cenamos? Prométeme que no buscarás la chimenea.

—Jamás la encenderé. Te lo prometo.

Henry era el primero de su promoción y el tercero en deportes, una mezcla que rara vez sucede. Un desastre con las chicas, un enemigo sin desearlo con los chicos y un tipo con suerte. De los que siempre caen de pie. Claro que, si desde los seis años te llaman hijo de un loco y heredero de casa maldita, quedan pocas salidas. Primero, comerse alguna paliza. Después, crecer y pensar, devolverlas y a ver qué pasa. Luego mirar mejor a las chicas del pueblo y soñar con otra cosa que no fueran aseos de discoteca o traseras de auto. No por nada concreto, excepto que tales lances acaban en la vicaría con una necia como garrapata. Mejor hacerse pajas. Llevó a su padre a los tribunales porque estaba harto de ser el adulto racional. Le robaron la infancia cuando mamá murió. Le habían robado los años irresponsables, le robaban el tiempo que jamás vuelve. Los adultos nunca creen a un menor, debía haberlo pensado antes de abrir una herida que no se cerraría. Tarde. Terminó de acomodar todo lo suyo en la buhardilla. Estaba hecho. Con cierto toque diáfano, vacío, oriental, tatami incluido. Era su cumpleaños. Disfrutó de la sensación de poder recién adquirido, como si absorbiera la vetusta realidad de las vigas. Mío. Es mío. Me lo he ganado. Y una punzada de realidad le mordió las tripas. Él sigue abajo y no me ha llamado.

Había una cierta tibieza en la cocina. Su padre lo miró, sin atención para parecerle casual, y señaló el horno.

—Está perfectamente apagado, pero conserva el calor. Si me haces el honor, he cocinado.

—¿Costillas alemanas?

—Sí.Y cerveza.Ahórrate decirme que no la has probado antes.Te vas a sacar la licencia de auto y un vicario te casaría, así que se supone que eres casi un adulto, Henry. Con buhardilla propia.

—¿Tengo que decir algo, papá?

—No estoy muy seguro. Siéntate, cenemos.

La abundancia de costillas crujientes con su penetrante aroma a romero y la costra de miel lograron que la cerveza fuera un ritual y no una borrachera de novato. El lavaplatos no funcionaría hasta que llegara la señora Sánchez al día siguiente y el hecho de que su padre comprobara espitas de gas y luces le pareció por primera vez tan solo una leve manía razonable. Cogió una botella de agua, trepó a su ático y durmió sin sueños. Ni pesadillas.

Melog

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