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El federalismo judicial en México y la autonomía constitucional de los estados

Jorge Chaires Zaragoza

Introducción

En los últimos años se ha hablado y escrito mucho en México sobre la necesidad de crear tribunales constitucionales locales, a efecto de darle verdadero sentido a nuestro sistema federal. Los partidarios de una reivindicación del sistema federal dual, apelan a la existencia de un derecho constitucional local, habida cuenta de una supuesta libertad y soberanía de la que gozan o deberían gozar las entidades federativas.

Se dice que para que se pueda hablar de una autonomía constitucional de los estados, se requieren tres presupuestos básicos: el presupuesto material consistente en la existencia de una declaración de derechos fundamentales en las constituciones locales; un presupuesto institucional consistente en la existencia de una jurisdicción constitucional propia, es decir, un tribunal constitucional local; y, por último, un presupuesto procesal consistente en la existencia de un recurso de amparo ante su propia jurisdicción con la finalidad de salvaguardar la propia declaración de derechos fundamentales (Gavara, 2010).

No obstante, la simple asimilación de estos tres presupuestos en los ordenamientos locales, no nos conduce indefectiblemente a una verdadera autonomía constitucional local. Una reflexión más profunda nos llevaría a cuestionar, primero, si México tiene las características para ser un Estado federal y, segundo, si las constituciones de los estados se pueden considerar, en estricto sentido, verdaderas constituciones, que justifique el contar con un derecho constitucional autónomo y, en consecuencia, con tribunales constitucionales propios.

La pretensión “romántica” de una autonomía constitucional local va más allá de un simple catálogo de normas fundamentales y de mecanismos de protección. Para que exista debe responder a una defensa de competencias originarias propias y no derivadas de la Constitución General. Una teoría constitucional debe suponer el reconocimiento de ciertos principios y valores institucionales propios de una identidad nacional, situación que los estados de la república por supuesto carecen. En todo caso, la creación de tribunales constitucionales locales se puede concebir como una instancia procesal más que terminará por ser supervisada por el máximo tribunal del país.

El objetivo del presente capítulo es reflexionar sobre dos aspectos de nuestra vida constitucional de México, en la que prácticamente no nos detenemos a pensar, porque lo consideramos como dogmas poco menos que religiosos: el federalismo y las constituciones locales. Intentaremos comprobar nuestra hipótesis en el sentido de que México no tiene las características para ser un país federal, por lo que los estados de la república no cuentan con una autonomía constitucional que justifique la creación de tribunales constitucionales locales.

Federalismo y las facultades originarias

Tocqueville (1998: 159) atribuyó el éxito del sistema federal norteamericano conformado por dos soberanías perfectamente trazadas, a un pueblo habituado desde largo tiempo a dirigir por sí mismo sus negocios, y en el cual la ciencia política había descendido hasta las últimas capas de la sociedad. Tocqueville afirmaba que el fracaso del federalismo mexicano se debía a que había copiado el modelo norteamericano sin tomar en cuenta el espíritu que lo había vivificado.

Es evidente que en 1824 el pueblo mexicano, con una tasa de analfabetismo que rondaba el 99%, no estaba habituado a dirigir por sí solo sus negocios. A diferencia de las trece colonias norteamericanas, los mexicanos durante toda la colonia nunca creamos leyes o instituciones propias que nos gobernaran. Nunca dirigimos por nosotros mismos los asuntos públicos, mucho menos tuvimos los conocimientos mínimos de ciencia política. De acuerdo con Meyer (2007: 64), para el constituyente de 1824 no fue tarea fácil imaginar un país más homogéneo, educado, con experiencias exitosas de democracia local previa a la independencia y un movimiento autonomista mucho menos largo y costoso. Incluso, se puede decir que en la actualidad en la gran mayoría de los municipios la población no tiene los conocimientos básicos sobre sus derechos y obligaciones como ciudadanos, por lo que no está habituada a dirigir por sí misma los asuntos públicos.

Hoy en día prácticamente nadie se cuestiona que México sea una federación, ya que se piensa que es un hecho irrefutable de nuestro devenir histórico; es el adn del pueblo mexicano, porque aparentemente refleja nuestra diversidad cultural. Sin embargo, resulta oportuno preguntarnos si realmente tenemos las características para ser un país federal que nos permita suponer la existencia de una justicia constitucional local.

La única razón para que varios pueblos decidan perder parte de su soberanía para unirse en una federación es la construcción de un Estado más grande y fuerte, que les suponga ciertos beneficios. Para Montesquieu (1987: 99), el federalismo consistía en una alianza, según la cual varios cuerpos políticos consienten en convertirse en ciudadanos de un Estado mayor que se propone formar: “Se trata de una sociedad constituida por otras sociedades y susceptible de ir aumentando en virtud de la unión de nuevos asociados”.3

Estos pueblos si bien acuerdan unirse para crear un Estado federal, deciden conservar sus competencias originarias, a fin de preservar, dentro de lo posible, los usos, costumbres y tradiciones que les dan identidad como pueblo; este fue el caso de Estados Unidos, Canadá, Suiza, Alemania o Bélgica.

En el caso de México, la situación fue muy distinta, ya que las diferentes provincias o estados de la Nueva España no decidieron unirse a una federación para conservar competencias originarias, sencillamente porque no las tenían, sino que eran las mismas competencias en todo el territorio (salvo, por supuesto, las comunidades indígenas, las cuales no fueron consideradas para la construcción del Estado mexicano). No eran naciones independientes, sino que eran parte de una misma “nación” (que era España), con un mismo sistema de justicia, instituciones de gobierno, religión, idioma, moneda, etcétera.

El sistema de justicia fue idéntico para todos los territorios españoles en ultramar, el cual se conoció como derecho indiano. Con la incorporación de las Indias a la Corona de Castilla, y como un proceso lógico, el derecho de Castilla se trasplantó de forma íntegra a ese territorio, de modo que, en un principio, las leyes e instituciones de Castilla se trataron de adaptar a la vida del Nuevo Mundo. Posteriormente, y de acuerdo con las circunstancias sociales de las Indias, muy diferentes a las de la Península, fue necesario crear leyes e instituciones para regir la vida en esas tierras, las cuales se aplicaron de manera general a todas las posesiones de América (Tomás y Valiente, 1983: 339).

El Consejo Real de Indias, con sede en la Península, era el órgano de mayor jerarquía para todos los asuntos de las Indias. Estaba directamente subordinado al monarca y servía como órgano consultivo y cuerpo legislativo de donde emanaban todas las leyes que debían regir en aquellos territorios.

El mayor órgano jurisdiccional en las tierras de las Indias fueron las Reales Audiencias, que conocían todos los asuntos civiles y criminales, “según y cómo deben y pueden conocer los oidores de las audiencias y chancillerías de Valladolid y Granada”. Sólo el Consejo Real de Indias como representante de la autoridad real estaba por encima de ellas.

Como se puede ver, no había nada que supusiera un sistema de administración e impartición de justicia original y particular en cada una de las regiones de la Nueva España, que justificara la adopción del sistema federal. Entonces, ¿por qué se decidió por un sistema federal?

El federalismo como la única respuesta al centralismo

Los constituyentes de 1824 en la edificación de una nueva nación independiente se enfrentaron a un serio dilema, que era diseñar un sistema estatal que rompiera con un pasado tirano y opresor, a la vez que se tenían que inhibir los intentos independentistas de las distintas provincias y territorios que conformaban la Nueva España (Gutiérrez, 1983: 337).

Una de las razones que nos condujeron al federalismo fue el rechazo a todo lo que hediera al antiguo régimen colonial. Se buscó un sistema que rompiera con el férreo centralismo de la Corona española (Vázquez, 1993: 621-631). Se concibió al federalismo como la antítesis del centralismo, por lo que todo lo que no fuera un sistema federal dual similar al sistema norteamericano, se consideraba centralista y, por lo tanto, era descalificado.

Las posturas de Mier (2013) o Alamán (1985) son conocidas porque consideraban que el país no estaba preparado para un sistema federal similar al de Estados Unidos, sino que más bien eran de la idea de que se debería llevar a cabo una evolución paulatina de dicho sistema; ideas que los llevaron a ser señalados como traidores a la patria por llegar a proponer medidas que no correspondían a un federalismo dual, compuesto por estados libres y soberanos.

Los federalistas, con toda razón, demandaban una mayor descentralización política, administrativa y judicial. No obstante, ello no te conduce inexorablemente al federalismo y mucho menos a un federalismo dual. Para que exista debe contar con un fuerte componente histórico y cultural, el cual los estados de la república no tenían.

Todos los cargos oficiales importantes, como se sabe, eran designados desde España. Los asuntos administrativos y judiciales se tenían que llevar en las audiencias de México o de Guadalajara y, en última instancia, por el Consejo de Indias con sede en Madrid. Por lo que muchos de ellos vieron en la abdicación de los reyes de España, la oportunidad de reivindicar la soberanía del pueblo mexicano, proclamando la autodeterminación para participar directamente en los asuntos de gobierno (De la Torre, 2000: 457). Al ser relegados los criollos de los cargos más importantes, la emancipación les abría la oportunidad de participar directamente en la toma de decisiones en los asuntos de gobierno en sus comunidades.

Pero también estaban aquellos quienes vieron en el federalismo la oportunidad de no responder ni rendir cuentas a nadie. Consideraron la idea federalista conformada por estados independientes, libres y soberanos, el argumento político y jurídico suficiente para constituirse en oligarcas en sus regiones. El movimiento secesionista de varias provincias, encabezado por Jalisco, no fue motivado por la defensa de competencias originarias que, como ya vimos, no las tenían, sino como defensa de los intereses económicos de los grandes terratenientes y, en su caso, para buscar una mayor descentralización para no rendir cuentas.4 Rotos los lazos que unían a la Nueva España con la Corona española, los nuevos grandes hacendados vieron la oportunidad para gobernar ellos solos grandes extensiones de tierras, sin tener que pagar impuestos, rendir cuentas a alguien o crear algún mecanismo efectivo de contrapeso democrático, en donde el Congreso y el Poder Judicial locales no eran independientes, sino que siempre estuvieron sometidos a la oligarquía local. Como bien lo señala Valadés (2014), en México el sistema federal se planteó para atenuar la tradición centralizadora virreinal, pero sin construir un sistema democrático que impidiera la formación de dictaduras y cacicazgos.

Se ha querido encontrar el sustento histórico al federalismo mexicano a partir de la hipótesis de la historiadora norteamericana Benson (2012), quien pretendió encontrar el origen del sistema federal en las diputaciones provinciales de la Constitución de Cádiz, por lo que la idea de una distribución territorial de la Nueva España en pequeños reinos o provincias es, para Benson, el argumento suficiente para pensar en un sistema federal propio.5 Sin embargo, al contrario de lo que afirma esta hipótesis, podemos decir que México no contaba con una historia de competencias originales que sustentara la adopción del sistema federal. Las diputaciones provinciales previstas en la Constitución de Cádiz se reduce a una división territorial, la cual no tomó en cuenta la historia, cultura y tradiciones de las regiones, sino que se debió a cuestiones económicas, administrativas, políticas o geográficas.

La división territorial de la Corona española en América en virreinatos, reinos, capitanías, provincias, corregimientos, alcaldías mayores, señoríos, audiencias, etc., se hicieron desde un escritorio, tomando como base la distribución territorial de España y las condiciones geográficas y económicas de la Nueva España, con la única finalidad de colonizar y explotar el territorio, nada que implicara la defensa de competencias originarias, usos, tradiciones culturales como el idioma, religión, formas de gobierno o de justicia, que justificara la necesidad de hacer un pacto o convenio para conformar una federación. Incluso, la distribución territorial en intendencias llevada a cabo por las reformas borbónicas en 1786, que con la Constitución de Cádiz dieron pie a las diputaciones provinciales, tienen que ver con mejorar la recaudación de las rentas. Por lo que la hipótesis de Benson de que una distribución territorial de la Nueva España en pequeños reinos o provincias es el argumento suficiente para pensar en un sistema federal propio, simplemente es insuficiente.

A diferencia de Estados Unidos, nuestra historia democrática y federal inicia con las ideas liberales que se materializaron en los textos constitucionales de principio del siglo xix. En nuestro país no hubo una evolución paulatina de instituciones y prácticas democráticas, sino que llegaron en barco, a través de los libros que traían consigo quienes tenían oportunidad de estudiar en Europa o extranjeros partidarios de la Ilustración; lo que sí hubo fue una continuidad de las prácticas despóticas y autoritarias herederas del feudalismo español.

En tal sentido, se puede llegar a concluir que en la adopción del sistema federal en México confluyeron tres aspectos. Primero, el rechazo a las políticas centralizadoras implementados por la Corona española. En segundo lugar, las legítimas demandas de los que pedían una mayor autodeterminación y una descentralización administrativa. Finalmente, los intereses personales de los grandes terratenientes y caciques de la Nueva España, quienes vieron en el federalismo, compuesto por estados libres, soberanos e independientes, como el argumento perfecto para no rendir cuentas a nadie.

Federalismo como técnica constitucional

México configuró su modelo de administración e impartición de justicia sobre la base de las experiencias de otros países, con muy pocas aportaciones originales nacionales, por lo que fue muy difícil adaptarse a la realidad del pueblo mexicano. Así, por ejemplo, en el aspecto estructural se siguió el modelo de Estados Unidos, adoptando un doble sistema de tribunales: los tribunales federales y los tribunales de los estados de la república. Este modelo de tanto éxito en Estados Unidos, tuvo grandes problemas para adaptarse al sistema mexicano, lo que se entiende si tomamos en cuenta que México nunca tuvo un pacto constituyente similar al pacto de las trece colonias de Norteamérica, del que emanaría su Constitución. Por otro lado, el sometimiento del poder judicial al legislativo a través de la subordinación del juez a la ley, sin poder hacer pronunciamientos sobre los hechos, es decir, jueces considerados como simples aplicadores mecánicos de las disposiciones legislativas, fue adaptado de la idea del constituyente gaditano y francés.

En México se le otorgó al federalismo una condición autónoma del fenómeno histórico que lo había creado e, incluso, se le redujo a una mera técnica constitucional o un ordenamiento jurídico, por lo que se consideró que el sistema federal norteamericano bien podía ser importado y, como refiere Tena (2001: 108), utilizado por pueblos que no habían recorrido una trayectoria histórica similar a la del país vecino,6 ya que la conveniencia y eficacia del sistema federal para cada país no se mide conforme a las necesidades de Norteamérica, sino de acuerdo con las del país que lo hace suyo.

Se creyó que la adaptabilidad del modelo federal norteamericano era perfectamente viable en nuestro país, porque el federalismo finalmente era un asunto jurídico o una mera técnica constitucional, que estaba supeditado al cumplimiento del contrato o pacto celebrado. Su éxito dependía del simple acatamiento de las nuevas reglas del Estado democrático de derecho y de pacto federal. También se asumió que los estados y municipios, como entes libres y soberanos, se autogobernarían, lo cual los conducirían inexorablemente a mejorar las condiciones de vida, que el centralismo de la Corona española les había arrebatado; y si el poder central no se involucraba en los asuntos internos de los estados y de los municipios, estos serían capaces de desarrollarse por sí solos, de acuerdo con las características propias de cada una de las regiones del país.

A partir de que los juristas se apropiaron del Estado (Bobbio, 1997),7 se concibió al Estado federal, más que como una alianza política, como un pacto de carácter jurídico reducido a un conjunto de normas plasmadas en un texto constitucional. En 1865, Proudhon (2011) le dio al federalismo un sentido eminentemente jurídico, alejado de su contexto histórico y cultural al percibirlo como un pacto o contrato.

Federación, del latín foedus, genitivo foederis, es decir, pacto, contrato, tratado, convención, alianza, etc., es un convenio por el cual uno o varios jefes de familia, municipios, grupos de municipios o Estados se obligan recíproca e igualmente los unos para con los otros, con el fin de cumplir uno o varios fines particulares que desde entonces pesan sobre los delegados de la federación de una manera especial y exclusiva (p. 255).

La doctrina constitucional mexicana contribuyó a mitificar el modelo federal desde el punto de vista jurídico, al grado de que caímos en el error de creer que el Estado –y con él la federación– podía ser estudiado sin considerar el tiempo y el lugar. Se partió de un presupuesto inadmisible al establecer que el Estado era algo fijo, invariable e independiente de aquellas condiciones que le dieron origen (Heller, 1995: 155).

Muchos son de la opinión de que si nos apegamos al pie de la letra (como simple receta de cocina) a los principios y postulados constitucionales de reparto de competencias del sistema federal dual, nuestro país no estaría pasando los problemas que ahora tiene; y que si regresamos a los principios de la soberanía de los estados y la autonomía municipal del constitucionalismo decimonónico, no sólo honraríamos a la Constitución y a los padres fundadores de la patria, sino que el sistema funcionaría taumatúrgicamente (Covarrubias, 2004). Cualquier reparto de competencias que no se apegue al sistema federal dual, lo consideran como una violación grave a los principios fundamentales del sistema constitucional mexicano, y juzgan a sus promotores como traidores a la patria que pretenden resucitar el centralismo en México.

No obstante, como lo hace ver Burdeau (1985: 202), “el federalismo no es el resultado de la aplicación estricta de un cierto número de normas o recetas; no implica tampoco la adopción de instituciones preestablecidas; procede ante todo de cierta tendencia a incluir el máximo de vida fundada en las tradiciones y los intereses locales dentro de un marco que permita satisfacer los imperativos comunes”.

En el mismo sentido, Fernández (2003) señala, siguiendo a Scheuner, que el Estado federal en razón de su complicada construcción y de su estrecha vinculación con las cambiantes situaciones históricas, debe siempre adaptarse a cada caso concreto. Afirma que su imagen debe ser construida más bien desde una consideración histórica-pragmática, antes que desde una teoría abstracta, ya que la estructura móvil del Estado federal requiere ser comprendida y vivida antes que ser construida teóricamente. En tal sentido, subraya que “el federalismo debe ser contemplado como un proceso dinámico y no como un proyecto estático, cualquier designio o modelo de competencias o jurisdicciones será meramente, como lo refiere Friedrich, una fase, un ensayo de cierta realidad política en constante evolución” (p. 105).

El problema cesionista que está viviendo España se ha reducido a un asunto jurídico, cuando en realidad es más un problema histórico y cultural. La judicialización de los problemas del Estado ha llevado a que sea un tribunal (tribunal constitucional) el que determine los límites nacionalistas; no hay ley que impida a una persona el no sentirse español. El proceso independentista ha polarizado a los españoles, entre quienes defienden el Estado de derecho y los que piden que se respete la libertad de decidir (García, 2014).

El 1 de octubre de 2017, el gobierno de Cataluña llevó a cabo un referéndum, a efecto de consultar a los ciudadanos si querían la independencia de España. La votación se hizo sin ninguna garantía de validez y equidad (como reconocieron incluso los observadores internacionales invitados por los propios convocantes), y en el que participaron en gran medida los electores independentistas, lo que lógicamente aseguró un triunfo arrollador (Sánchez, 2018): el 90.18% votó por el sí y tan sólo el 7.83% por el no.

No obstante que el referéndum fue declarado ilegal por el tribunal constitucional por ir en contra de la Constitución española, el Parlamento de Cataluña proclamó de forma unilateral la independencia el 27 de octubre de 2017, con el argumento de que era la voluntad de la gran mayoría de los catalanes. El gobierno español, amparado en la Constitución, destituyó al gobierno que había dirigido el proceso de independencia, disolvió el Parlamento y convocó a elecciones regionales.

Las nuevas elecciones se llevaron a cabo el 21 de diciembre de 2017 y evidenciaron el engaño del referéndum del 1 de octubre. Las elecciones terminaron por ser de nueva cuenta un referéndum entre independentistas y constitucionalistas, con resultados muy distintos que mostraron una sociedad catalana claramente dividida. El 47.5% de las ciudadanos votaron por un partido político que apoya la independencia (2 060 361), en tanto que el 43% votaron por uno de los tres partidos que claramente se pronunciaron por el no (1 902 061).

Nadie en España duda de la ilegalidad del proceso de independencia, incluso por parte de los mismos catalanes que apoyan la independencia, sin embargo, su legitimidad todavía es objeto de debate. ¿qué hacer con los dos millones de catalanes que no quieren ser españoles?

El fracaso del federalismo judicial en México

A los pocos años de consumarse la independencia y proclamado que los estados serían independientes, libres y soberanos, comenzaron los problemas del federalismo, no sólo por las grandes dificultades que conllevaba levantar una estructura judicial desde los cimientos, sino también por los graves abusos que se estaban cometiendo en las distintas regiones del país (Vázquez y Serrano, 2012).

El informe de la Suprema Corte de Justicia de la Nación sobre la creación e instalación de los juzgados de distrito y tribunales de circuito en 1834, nos pone en contexto sobre la situación de la impartición de justicia en esos años (Cabrera, 1986). En dicho informe se advierte sobre los grandes problemas a los que se enfrentó la corte para su debido funcionamiento en todo el territorio nacional:

[…] había jueces pero no existían locales donde atendieran. No tenían personal por falta de recurso. Muchos eran abogados sin experiencia, pues lo únicos centros de práctica judicial habían sido las residencias de las antiguas audiencias. […] Casi todos los abogados deseaban ocupar cargos en el centro del país y no trasladarse a los desiertos del Norte ni a las selvas tropicales. […] En 1826, el Ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos hacía comentarios sobre la falta de candidatos para jueces federales en Coahuila y Texas, Sonora y Sinaloa, Tamaulipas, Alta California y Nuevo México. Los puestos de personal administrativo, como ahora se dice, también permanecieron vacantes por unos años. Otros jueces renunciaron rápidamente en los juzgados de Distrito de Coahuila-Texas, Nuevo León, Tamaulipas, Michoacán, Tabasco, Chihuahua y Yucatán. […] El 29 de diciembre de 1837 la Corte tomaba nota de lo que ocurría en Tamaulipas: “En diversas comunicaciones ha manifestado aquel gobierno la paralización absoluta de la administración de justicia, por falta de tribunales y jueces de primera instancia y de letrados que poder nombrar para ello [sic]; y por resistirse los afectados a conocer de los asuntos judiciales a virtud de las nuevas leyes” (p. 60).

El nuevo país carecía de la estructura normativa básica que diera sustento al Estado de derecho, recogido en la Constitución de 1824. La inestabilidad política en la que se sumió el país después de consumada la independencia, impidió que se promulgaran leyes y se establecieran los debidos contrapesos democráticos. La codificación fue un proceso muy lento que no se consolidó sino hasta la década de 1870 (Cruz, 2010). Los Congresos locales no pudieron sesionar regularmente, además de que junto con el Poder Judicial se vieron sometidos a la voluntad del cacique en turno.

Las graves injusticias cometidas en los estados pronto alertó a los legisladores federales, quienes buscaron alternativas para controlar los abusos de la clase gobernante, cuidando de no vulnerar el principio federalista. Mariano Otero, en su voto particular al Acta Constitutiva y de Reformas de 1847, advirtió no sólo de la insubordinación de varios Congresos locales, sino también de las graves violaciones cometidas a los particulares por parte de los gobiernos de los estados, que lo llevó a proponer el juicio de amparo:

Ninguna otra cosa, señor me parece hay más urgente que esta, porque el mal lo tenemos delante, y es un mal tan grave, que amenaza de muerte las instituciones. En un tiempo vimos al Congreso general convertido en árbitro de los partidos de los estados decidir las cuestiones más importantes de su administración interior; y ahora apenas restablecida la Federación, vemos ya síntomas de la disolución, por el extremo contrario. Algunas legislaturas han suspendido las leyes de este Congreso; otra ha declarado expresamente que no se obedecerá en su territorio ninguna general que tenga por objeto alterar el estado actual de ciertos bienes; un estado anunció que iba a reasumir la soberanía de que se había desprendido; con las mejores intenciones se está formando una coalición que establecerá una Federación dentro de otra; se nos acaba de dar cuenta con la ley por la cual un estado durante ciertas circunstancias confería el poder de toda la unión a los diputados de esa coalición, y quizá se meditan ensayos todavía más desorganizadores y atentatorios. Con tales principios, la Federación es irrealizable, es un absurdo, y por eso los que la hemos sostenido constantemente, los que vemos cifras en ella las esperanzas de nuestro país, levantamos la voz para advertir el peligro.

Mas por esto mismo, y por la teoría fundamental que ya indiqué al expresar las razones por las cuales tocaba al poder general arreglar los derechos del ciudadano, es necesario declarar también que ninguno de los estados tiene poder sobre los objetos acordados por todos a la unión, y que no siendo bajo este aspecto más que partes de un todo compuesto, miembros de una gran República, en ningún caso pueden por sí mismos, en uso de su soberanía individual, tomar resolución alguna acerca de aquellos objetos, no proveer a su arreglo, más que por medio de los poderes federales, ni reclamar más que el cumplimiento de las franquicias que la Constitución les reconoce.

Los ataques dados por los poderes de los estados y por los mismos de la federación a los particulares, cuentan entre nosotros por desgracia numerosos ejemplares, para que no sea sobremanera urgente acompañar el restablecimiento de la Federación con una garantía suficiente para asegurar que no se repetirán más. Esta garantía sólo puede encontrarse en el Poder Judicial, protector nato de los derechos de los particulares, y por esta razón él sólo conveniente (Otero, 2019: 297).

En los debates del constituyente de 1857 se pueden leer los argumentos que lo llevaron a implementar el juicio de amparo. El diputado Mata señaló: “Es necesario que los ciudadanos de los estados, que los son de la República, encuentren amparo en la autoridad federal contra las autoridades de los mismos estados cuando atropellen las garantías individuales o violen la Constitución” (Zarco, 1956: 994). Como se sabe, en la Constitución de 1857 se estableció el juicio de amparo como un mecanismo de control contra los abusos de la autoridad, incluidas la locales. En el artículo 101 se dispuso que los tribunales de la federación resolverán toda controversia que se suscite por leyes o actos de cualquier autoridad (federal o local) que violen las garantías individuales.

Dentro de un federalismo dual en donde se respeten los postulados constitucionales de una federación compuesta de estados libres y soberanos, son estos a quienes les correspondería establecer los mecanismos de control (Serna, 2008: 263). Sin embargo, los constantes abusos y arbitrariedades cometidas por las autoridades de los tres niveles de gobierno, sobre todo a nivel local, llevó al constituyente mexicano a crear la institución del juicio de amparo y una autoridad federal (juez de distrito), como responsable para vigilar el respeto a las garantías individuales consagradas por la Constitución federal (Fix-Zamudio, 2005: 124-125).

La incapacidad de los Congresos locales para emitirse leyes ha sido una constante durante toda nuestra historia, por lo que se han tenido que promulgar leyes de carácter general, no sólo para homologar y unificar criterios en todo el país, sino para cubrir los vacíos legislativos en las entidades federativas. Tanto la Ley Federal del Trabajo como el Código de Comercio de aplicación en todo el país, son el claro ejemplo de la incapacidad de los estados para establecer su propias leyes.

La autonomía constitucional de los estados

de la república

Se dice que una característica propia de los estados miembros de una federación es que disponen de autonomía constitucional, es decir, el derecho de tener una constitución propia de contenido distinto al de la Constitución federal (Nettesheim y Quarthal, 2011). No obstante, habrá que preguntarnos primero si las constituciones de los estados son efectivas. El tema, de igual manera, es inexplorable en nuestro país porque parece ser una obviedad: los estados de la república, como entidades libres y soberanas, deben contar con una constitución propia que los legitime.

Tomamos como base para esta reflexión el trabajo de Martí (2002), para quien las constituciones locales no lo son en sentido estricto, sino que más bien se trata de una ley reglamentaria de algunos apartados de la Constitución General de la República que guarda una posición de jerarquía, principalmente en relación con la organización de los poderes estatales.

La autora después de hacer un breve análisis respecto al concepto de soberanía y de la Constitución, llega a concluir que

del mismo modo que por inercia legislativa o por retórica se plasmó en la Constitución General, que los estados son libres y soberanos, y esa noción se repite en cada una de las Constituciones estatales, cuando en realidad el atributo que les corresponde es el de autonomía, por motivos semejantes se continúa denominando Constitución a un ordenamiento que no reúne ninguna de las características que ese concepto exige. En resumen las entidades federativas son calificadas de soberanas sin serlo y las Constituciones estatales no llegan a tener ese carácter a pesar de que reciben tal denominación (pp. 658-659).

El querer afirmar si las constituciones de los estados pueden llegar a considerarse como tales no es un tema menor, porque ello nos puede conducir no sólo a definirnos por una justicia constitucional local, sino a una redefinición y reconfiguración de la misma estructura del Estado mexicano. Es decir, el problema no es tan sólo semántico, si podemos hablar de constituciones en estricto sentido o, por el contrario, de una ley reglamentaria o estatuto de gobierno. Hablar de un constitucionalismo local supone una autonomía constitucional, que implica una teoría constitucional, una justicia o un derecho constitucional, así como mecanismos de defensa constitucional propios.

En Estados Unidos se puede hablar de una autonomía constitucional, a partir de que cada una de las trece colonias comenzaron a conformar un sistema de gobierno propio, ciertos derechos ciudadanos y mecanismos para su protección, lo cual comenzó a estructurarse desde el momento en que llegaron a América. Diferentes cartas o documentos dan cuenta de cómo los propios colonos nombraban a sus gobernantes y decidían la forma en que se debería gobernar, incluso desde antes de que desembarcaran en América, como sucedió con el famoso pacto de Mayflower, firmado el 21 de noviembre de 1620 por cuarenta y un peregrinos adultos que venían a bordo. En el documento se encuentran elementos embrionarios de un pacto social y ciertos principios semidemocráticos, que sentaron las bases para la edificación del sistema de autogobierno de los primeros habitantes asentados en Massachusetts. Otro documento que explica el autogobierno de las trece colonias, es la cédula otorgada por Isabel i a sir Walter Raleigh el 25 de marzo de 1585, en donde se dispone:

Y otorgamos y garantizamos a dicho Walter Raleigh que en dichas remotas tierras, tendrá la más plena y alta autoridad para corregir, castigar, perdonar, gobernar y dirigir, de acuerdo a su buen discernimiento y sagacidad tanto en causa capitales o criminales como civiles […], siempre y cuando dichos estatutos, leyes y ordenanzas sean, en el mayor grado posible, cercanos y conforme a las leyes, estatutos, gobierno y política de Inglaterra.

De igual manera, en la cédula de Jacobo i otorgada a Virginia el 10 de abril de 1606, se concede cierta libertad para gobernar:

Y ordenamos, establecemos y aceptamos, asimismo, en nuestro nombre […], que cada una de dichas colonias, establezcan un consejo que gobierne y ordene en todas la materias y causas que pudiese surgir, desarrollarse u ocurrir, dentro de los límites de las distintas colonias, conforme a las leyes, ordenanzas e instrucciones, que para esos fines otorgamos y firmamos […]; que cada uno de dichos consejos se compondrá de trece personas, elegidas, establecidas y removidas de cuando, en cuando conforme se señala e incluya en las mismas instrucciones […].

Virginia creó la House of Burgesses (Cámara de los Ciudadanos o Cámara de Burgueses) en 1619, como un gobierno electo de la colonia formada por el gobernador, un Consejo de Estado y dos representantes elegidos por cada asociación y plantación, la cual es considerada por algunos como la primera Asamblea Legislativa del Nuevo Mundo. En Connecticut en 1639 se instaló la Corte General, un órgano colegiado compuesto por hombres libres para dictar leyes y reglas para su autogobierno, conocidas como Ordenanzas Fundamentales de Connecticut. En tanto que en Pennsylvania, Willian Penn promulgó en 1682 lo que se conoce como “marco de gobierno”, un tipo de estatuto o Constitución en donde se fijan las bases para un gobierno colegiado, además de prever la existencia de una Asamblea Provincial compuesta por el gobernador y 72 hombres “libres” de la provincia (freemen of the said province), responsable de elaborar todas las leyes y elegir a los funcionarios de gobierno (Rey, 2002).

New Hampshire fue la primera colonia en promulgar su Constitución el 5 de enero de 1776, casi diez años antes de la Constitución de los Estados Unidos (1787). En el preámbulo se puede leer:

Se vota que este Congreso forme un gobierno civil para esta colonia en la manera y forma que sigue, a saber.

Nosotros, los miembros del Congreso de New Hampshire, elegidos y nombrados por libre sufragio del pueblo de dicha colonia, y autorizados y facultados por él para reunirse y utilizar los medios y aplicar las medidas que consideremos más adecuadas para el bien público, y en particular para establecer una forma de gobierno, siempre que el Congreso Continental recomiende tales medidas [y] habiéndosenos transmitido por dicho Congreso una recomendación a tal fin.

El 26 de marzo se promulgó la Constitución de Carolina del Sur y tres semanas más tarde, el 15 de abril, el denominado como Congreso de Georgia aprobó las Rules and Regulations of the Colony of Georgia como su texto constitucional provisional. Dos meses después (12 de junio de 1776) se dictó la Declaración de Derechos de Virginia, en donde se encuentran elementos que refieren a las teorías del derecho natural, soberanía popular o democracia de John Locke o Montesquieu (Dippel, 2010: 27). En tanto que en la Constitución de Vermont, promulgada en 1777, se estableció un amplió catálogo de libertades y derechos ciudadanos.

Algunas colonias establecieron mecanismos de defensa de la Constitución a través de Consejos de Censores, conformado por dos representantes por cada ciudad o condado (Pennsylvania y Vermont), o un Consejo de Revisión integrado por el gobernador, el canciller y jueces del tribunal supremo (Nueva York). Otros adoptaron el modelo del judicial review of legislation, que sirvieron de precedente para el control difuso de la Constitución estadounidense: Commonwealth vs. Caton (virginia 1782), Trevett vs. Weeden (Rhode Island 1786), Bayard vs. Singleton (Carolina del Norte 1787) (Blanco, 1994: 122 y ss.).

Como bien lo hacer ver Tejera (2005), con estos documentos se creó desde temprana fecha un sistema de autogobierno parlamentario, así como de gobiernos provinciales y locales en la vieja tradición inglesa. Cabe destacar que la independencia de las trece colonias con Inglaterra, no significó un rompimiento de la vida institucional de las colonias, sino que representó más bien una adaptación de sus instituciones y leyes preconstitucionales o semiconstitucionales a las nuevas reglas del Estado constitucional. Incluso, como se sabe, algunas colonias promulgaron su propia Constitución antes de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, las cuales sirvieron de inspiración para la Constitución de los Estados Unidos. En ellas se fijaron las bases para un gobierno sujeto a los pesos y contrapesos, se reconocen ciertas libertades y derechos ciudadanos, así como algunos mecanismos de defensa de la constitución que sentaron las bases para la judicial review of legislation del sistema norteamericano.

Conclusiones

En los últimos años hemos sido testigos, quizá más que nunca, de una tendencia unificadora de nuestro sistema de reparto de competencias (Sistema Nacional de Seguridad Pública, Sistema Acusatorio Penal, Sistema Nacional de Evaluación Educativa, Instituto Nacional Electoral, Sistema Nacional de Transparencia, Sistema Nacional de Fiscalización, Sistema Nacional Anticorrupción, entre otros).

Esta transformación o adaptación (para muchos desviación o degeneración) del federalismo en nuestro país tiene una razón de ser muy concreta, que es la incapacidad de los estados y municipios para hacerse cargo de las atribuciones que constitucionalmente le fueron conferidas; los recientes casos de corrupción de muchos de los gobernadores y presidentes municipales lo evidencian.

Nuestro sistema federal ha evolucionado y se ha ido adaptando a la realidad del país, en un proceso de ensayo y error (mal haría si no). Aunque muchos piden, más con nostalgia que con razón, el volver al federalismo dual decimonónico para restablecer un esquema en donde el reparto de competencias entre el gobierno federal y los gobiernos estatales y municipales están perfectamente definidas y separadas (Gamas, 2001: 30). No obstante, ello resulta ser una quimera que no se ajusta a nuestra realidad actual (modelo que por cierto ya ni Estados Unidos sigue).

Los defensores del federalismo son partidarios de que los estados cuenten con tribunales constitucionales, lo que implicaría el reconocimiento de una autonomía constitucional y, con ello, una supuesta justicia constitucional propia. Sin embargo, los estados en México históricamente no cuentan con esa autonomía constitucional, como sí la tienen otros países por dos razones concretas. Primero, México no tiene las características para ser un país federal con estados libres y soberanos como erróneamente reza nuestra Constitución. No existe una cultura federal de autogobierno de los estados. Nunca se han podido consolidar los principios democráticos, con poderes legislativos y judicial independientes que sirvieran de contrapeso al poder ejecutivo local.

Segundo, las constituciones de los estados en estricto sentido no son constituciones. Para que un estado pueda contar con una y, por consiguiente, con tribunales constitucionales que la defiendan, debe reconocerse la existencia de una teoría constitucional propia que caracterice su identidad nacional, en donde se refleje una estructura de gobierno y un sistema de derechos fundamentales resultado de su devenir histórico, diferente a los demás estados de la república.

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3 “C’est une société de sociétés, qui en sont une nouvelle, qui peut s’aggrandir par de nouveaux associés qui se sont unis”, en su idioma original.

4 Se tiene documentado que ricos e importantes hacendados, comerciantes y mineros, apoyaron con recursos económicos la independencia de México, como miembros pertenecientes a los llamados Guadalupes. Entre ellos destaca José Mariano Sardaneta y Llorente, marqués de San Juan de Rayas quien, de acuerdo con Virginia Guedea, era amigo y representante de Iturrigaray.

5 Grandes juristas mexicanos, como Jesús Reyes Heroles, Antonio Martínez Báez, Mario de la Cueva, Emilio Rabasa, Ignacio Burgoa, José Gamas Torruco, entre otros, tomaron como referencia la obra de Benson para criticar duramente los argumentos de quienes consideran que nuestro sistema federal era una copia del sistema norteamericano.

6 A pesar de que Tena inicia el capítulo vii señalando que el federalismo es ante todo un fenómeno histórico, más adelante afirma que el sistema federal se independizó del fenómeno que lo hizo aparecer, por lo que había llegado a ser una mera técnica constitucional.

7 De acuerdo con Bobbio, desde que los juristas se adueñaron del concepto de Estado, su estudio debía hacerse desde los tres elementos constitutivos: pueblo, territorio y soberanía, “concepto jurídico por excelencia, elaborado por los juristas y aceptado universalmente por los escritores de derecho público” (p. 128).

El juez en el constitucionalismo moderno

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