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La profesión de abogado

Juan Peláez y Fabra

Abogado

I. ¿Qué es o qué debería ser el abogado?

Hoy en día coexisten distintas modalidades de ejercer la abogacía, pero la que mejor puedo definir es la que dio comienzo a la profesión. La que tiene la misión de pedir, de abogar, esto es, el ejercicio ante los Tribunales. Y es la que puedo describir estos días en Alella porque desde hace ahora algo más de cincuenta y un años me he dedicado a ese noble menester.

Lo primero que cabe destacar es que se requiere una sólida vocación. Vocación que puede no manifestarse en los principios del ejercicio profesional, sino que puede ir surgiendo a lo largo del mismo, cuando se comprueban las variadas y –a veces– trascendentales consecuencias de ese ejercicio para el cliente, que en ocasiones repercuten en toda la sociedad.

Hay que entregarse a la profesión con todas las capacidades y fuerzas que cada cual tenga. No hay fiestas, no hay horarios, no hay noches, cuando el cliente nos necesita o el plazo nos obliga. Hay que estar pronto para ejercer el ministerio de abogar siempre que se sea requerido. Y todo eso es imposible sin tener una clara vocación, a la par que sentir pasión, por el oficio de abogado que se desempeña.

La segunda característica que merece poner de relieve es la de que el abogado debe sentir amor a la Justicia. Creer que existe. Es evidente que el mundo está plagado de injusticias, pero también es evidente que se puede y se debe luchar contra ellas. Y si se está animado por el espíritu de lucha y se está convencido de que la razón y la justicia están de su lado con frecuencia se consigue que triunfe esa justicia en la que se cree.

La tercera, pero no menos importante que las otras dos, es que el abogado debe sentir una acendrada solidaridad. El fundamento de la profesión es la representación y defensa de intereses ajenos. En tal empeño debe identificarse con el caso –no siempre con el cliente, que en ocasiones tiene criterios equivocados– para lograr una solución satisfactoria, a cuyo fin tiene que ordenar y distinguir todas las circunstancias concurrentes, calibrando los aspectos favorables y los adversos, decidiendo lo que hay que resaltar y lo que hay que omitir, todo ello para lograr comprender la singularidad del asunto en relación con el cliente, con el que muchas veces hay que oficiar de psicólogo, cuando no de confesor, y en todos los casos ayudarle en lo que se pueda y sepa, haciendo gala de templanza, ponderación y objetividad, huyendo de triunfalismos, pero con un cierto aplomo que le infunda seguridad.

El deber del juez es defender la verdad y el del abogado –a veces– es defender la apariencia (Cicerón, De Officiis, Liber II) en defensa de los intereses que le hayan sido encomendados, pero siempre con el límite de no transgredir nunca sus convicciones éticas.

La extendida costumbre de identificar al abogado con los clientes o con los intereses que defiende, es tan infantil como identificar al actor con los personajes que interpreta.

II. Breve apunte sobre la profesión y las cualidades para su ejercicio

Como me decía el Decano Pedrol durante los siete años en los que tuve el honor de colaborar con él en la Junta de Gobierno del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid, ésta es una profesión en la que la gran mayoría de los abogados que ejercen ante los tribunales realizan su labor de manera callada y desconocida para el público, salvo cuando nos necesitan; muy lejos de los modelos que muestra la cinematografía americana.

Es la única profesión en la que el oponente es un colega, a veces más sabio o más hábil, cuya misión consiste en criticar lo que hace o dice el contrario. Hay que tener una apreciable dosis de humildad para recibir esas críticas –y las del juez– con buen talante.

El abogado se desenvuelve dentro del conflicto. Sus servicios son requeridos cuando se rompe la armonía, y eso puede suceder en el ámbito de cualquier actividad social, ya sea familiar, económica, política o de otra índole. Y muchas veces carece de todo el sosiego que le gustaría disponer para meditar los diversos asuntos que se le encargan, ya que se desenvuelve en un pluralismo heterogéneo producido por la diversidad de los temas que requieren su atención. Tiene que estudiar problemas agrícolas, artísticos, científicos, médicos, etc. Y atender a varios pleitos de esas especialidades al mismo tiempo.

Por tal motivo, en la especialidad muy acusada en una rama del Derecho, hay un fondo de renuncia que no existe entre los que pretenden tener un conocimiento más general de las diversas ramas. En esa línea, lo que hay que conocer muy bien es la Constitución, el Título Preliminar del Código Civil y los Principios Generales del Derecho, y luego estudiar a fondo los asuntos concretos. El abogado de tribunales, en fin, tiene que ser una difícil mezcla de hombre de despacho reflexivo, y de hombre de acción para la toma de decisiones rápidas. Se mueve entre la especulación discursiva y el sentido práctico.

Finalmente decir que, en la solución del conflicto se entremezclan la satisfacción del amor propio, la satisfacción intelectual y la satisfacción de poder ayudar a alguien con problemas que con frecuencia está perdido o desesperado.

III. El abogado en el Estado de Derecho

La forma de organizarse una sociedad y de regentar el territorio en el que se asienta se denomina Estado, y está compuesta por sus diferentes órganos de gobierno, dicho sea, en sentido lato. El adjetivo “de Derecho” es predicable cuando asume y acata los derechos humanos provenientes del pensamiento alumbrado en las Revoluciones americana y francesa. Consecuentemente, se puede afirmar que la finalidad del Estado es procurar el bien y el desarrollo en todos los órdenes de sus ciudadanos. “El orden social y su progresivo desarrollo” dice la Gaudium et spes.

De ahí que el deber primordial del Estado sea respetar y proteger la dignidad de las personas. No obstante que las declaraciones de las leyes en este sentido sean frecuentes, el poder ejecutivo, por razones de oportunidad, tiende siempre a forzar el límite de tan loables aserciones legales y en esa circunstancia es donde el abogado puede y debe tener un papel crucial, entregándose con todas sus fuerzas a la defensa de los derechos humanos con las únicas armas de que dispone que no son ni más ni menos que la palabra –ya sea oral o escrita– y su saber. Ese flatus vocis es la herramienta que nos sirve a los hombres para expresar los razonamientos y para ejercer la persuasión. La palabra ha conseguido remover obstáculos que parecían insalvables, y ha hecho volver de sus decisiones al poder, como sucedió con el famoso J’accuse de Émile Zola que ha quedado para la historia. Pues bien, ese es el arma principal del abogado; parodiando a Heidegger podría decirse que el lenguaje es la esencia del abogado.

IV. Digresión sobre la temática del libro

Solo una rápida reflexión sobre el Juicio de Núremberg, para decir que los abogados siempre estamos sujetos a la lege data, y por ello es inadmisible a nuestra concepción del derecho, mejor de la Justicia, el “Juicio del vencedor” que es lo acontecido en Núremberg.

Ese juicio fue jurídicamente correcto solamente en las formas seguidas en su desarrollo, es decir, los acusados estaban asistidos por abogados y tuvieron ocasión tanto ellos como sus letrados de argüir todo aquello que estimaron conveniente a su defensa, y hubo una posibilidad de apelación ante el Alto Consejo Aliado. Pero, se transgredieron los principios más elementales del Derecho Penal.

La Carta de Londres que fue promulgada el mismo día de la victoria aliada, el 8 de agosto de 1945, instituyó el Tribunal Penal Militar Internacional estableciendo su competencia para juzgar a los responsables nazis, definiendo los tipos delictivos de crímenes de guerra, contra la humanidad y contra la paz hasta entonces inexistentes, que se aplicaron retroactivamente a los atroces hechos cometidos por los acusados. También sentó los principios y procedimientos de los juicios. Por lo que es evidente que, al no estar tipificados los delitos, se obvió el antiguo principio de nulla poena sine lege basado en el texto de Ulpiano.

Este Tribunal, establecido ad hoc para la ocasión, no tuvo continuidad hasta que en 1998 el Estatuto de Roma, siguiendo los principios de la Carta de Londres, creó la Corte Penal Internacional. Merece resaltar que, si bien Estados Unidos terminó suscribiéndolo, no lo ratificó hasta años más tarde.

En mérito de lo expuesto fuerza concluir que por muy inhumana, cruel y vesánica que fuera la conducta de los acusados –que lo fue– y por muy reprochable que fuera desde cualquier punto de vista –que lo es– lo que resulta claro es que los Juicios de Núremberg no fueron ajustados a Derecho; además las sentencias se fundamentaron en el Derecho Natural con la carga de subjetividad que comporta su interpretación.

El nazismo a través del cine jurídico

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