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Capítulo II

La fragilidad del contrato social en Chile: marco conceptual

Las regiones de Francia que fueron el foco principal de esta revolución fueron precisamente aquellas que más habían progresado (…) de modo que se diría que los franceses encontraban que su posición se hacía más insoportable cuanto más mejoraba. (…) Los males soportados con paciencia porque eran considerados inevitables parecen intolerables cuando se concibe la posibilidad de liberarse de ellos. Todo abuso que se elimina parece resaltar más los que subsisten y los hace más intolerables.

Alexis De Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revolución

En los últimos 30 años, Chile ha progresado como nunca en su historia. El nivel del ingreso per cápita se elevó hasta ser el más alto de América Latina. El salario mínimo en términos reales se multiplicó casi tres veces. La medida más estricta de pobreza disminuyó desde 1990 a nuestros días desde un 40% de la población al 15%. La inflación, que por más de un siglo fue un problema insoluble para los gobiernos, desde Federico Errázuriz en adelante, desapareció y la solvencia financiera del Estado mejoró de manera sustancial. Es decir, todos los chilenos hemos mejorado nuestra calidad de vida. Siguiendo esta lógica, nuestro devenir político, social y económico debiera ser plácido. La calidad de vida ha mejorado para todos; la generación entre 35-55 años ha tenido más oportunidades que la generación de sus padres, los ingresos han subido y se respetan más los derechos ciudadanos hoy. ¿Por qué hay conflicto entonces? ¿Por qué cunde la desconfianza?

A nivel global, el surgimiento de movimientos populistas y fuerzas de extrema derecha que desconfían de la democracia representativa es una manifestación de cuánto recelan algunos sectores de la sociedad acerca de cómo resolver los desafíos que plantea la prosperidad económica. Esto se ha dado en Europa, EE.UU. y América Latina, por supuesto, no se ha salvado de esta ola. En Brasil, durante la Copa del Mundo de 2014, hubo grandes manifestaciones debido a los enormes costos de infraestructura invertidos para el campeonato, en circunstancias que había muchas necesidades no resueltas, incluso apremiantes, todo lo cual tenía, como telón de fondo, la sospecha generalizada de corrupción.

En cuanto a los movimientos sociales, Chile ha sido un protagonista decidido, como lo confirma la Encuesta Mundial de Valores Sociales. Las manifestaciones estudiantiles de 2011 movilizaron literalmente a millones de personas en las calles que solicitaban educación gratuita, y fueron seguidas en 2014 por movimientos igualmente masivos que exigieron mejoras en las pensiones, así como en 2018 con la cuarta ola feminista. Por supuesto, el estallido social de 2019 fue la “guinda de la torta” de ese proceso de creciente activismo social. Así, hemos vivido permanentes muestras multitudinarias de protesta e inquietud social. Los grados de conflictividad van en aumento; en la zona de La Araucanía hay violencia política, los actos de corrupción siguen sorprendiendo y el desprestigio de la clase política no cesa de agudizarse. Las protestas y los disturbios sociales han sido invitados estelares en la política chilena como en ningún otro país latinoamericano.

El problema es el siguiente: el progreso material generalizado no implica paz social. Esa forma de pensar deriva de una visión utilitaria de la sociedad. La formulación clásica de Jeremy Bentham dice que “la mejor acción es la que trae la mayor felicidad al mayor número”, pero esto no ocurre en la realidad. Si fuera cierta, los chilenos deberíamos estar completamente satisfechos con las instituciones actuales. Sin embargo, si hay más medios materiales a disposición de todos, ¿por qué en la elección presidencial de 2014 todos los candidatos a la Presidencia enarbolaban la necesidad de un cambio a la Constitución actual, la de 1980-88-2005, que había producido niveles de prosperidad muy por sobre el promedio histórico?

O siguiendo la formulación de Von Mises, si pensamos que el rol del Estado es generar más medios para que cada uno persiga el objetivo que desee, ¿por qué, si todos hemos mejorado, todos tenemos más medios, más del 50% de los chilenos no vota y una parte importante de ellos protesta?

Por supuesto, no es la primera vez en la historia donde en medio de un período de progreso, la desazón y la inquietud social se instalan en una sociedad. Ya lo advirtió Tocqueville (1856), citado en el epígrafe de este capítulo para explicar la Revolución francesa. Por su parte, en Chile, Enrique Mac Iver señalaba en 1900 en su Discurso sobre la crisis moral de la República:

No sería posible desconocer que tenemos más naves de guerra, más soldados, más jueces, más guardianes, más oficinas, más empleados y más rentas públicas que en otros tiempos; pero ¿tendremos también mayor seguridad, tranquilidad nacional, superiores garantías de los bienes, de la vida y el honor, ideas más exactas y costumbres más regulares, ideales más perfectos y aspiraciones más nobles, mejores servicios, más población y más riqueza y mayor bienestar? En una palabra: ¿progresamos?

Tanto Tocqueville como Mac Iver sugieren que el progreso económico no es una medicina contra la inestabilidad política. Tal lectura resulta demasiado lineal de una realidad llena de texturas y recovecos.

¿Por qué es tan dañino un sistema político que persistentemente favorece a algunos? ¿Por qué es tan nociva la corrupción? ¿Por qué el mal uso del monopolio de la fuerza por parte del Estado es brutalmente destructor, como lo ha demostrado el caso de Camilo Catrillanca?

La razón que esgrimiremos es que destruyen la lógica de asociación voluntaria contractualista. Si no se adquiere el mismo derecho que se cede, ¿a título de qué un ciudadano responsable daría algo suyo a la sociedad? ¿Por qué pagar impuestos si hay despilfarro y corrupción? ¿Por qué adherir a leyes que están hechas para favorecer siempre a los mismos? ¿Por qué respetar las instrucciones de los poderes públicos, si la violencia estatal siempre recae en los mismos?

Tenemos que enriquecer el análisis del capitalismo democrático. Muchas personas, la mayoría de los analistas y casi todos los economistas piensan usando un enfoque utilitario. ¿No es razonable que, si hay más bienes y servicios disponibles, deberíamos estar satisfechos con el funcionamiento de la economía? Esta es la paradoja actual: la riqueza privada, el seguro social y los bienes públicos están en sus niveles históricos más altos, y sin embargo hay operando importantes fuerzas destructivas.

El utilitarismo es seductor, pero no nos permite comprender esta paradoja, menos aún proponer una salida razonable y práctica.

El enfoque utilitario o unidimensional

Desde el punto de vista de la economía política, juzgar el diseño de instituciones desde una perspectiva utilitaria es engañoso. El criterio de juicio utilitarista clásico se basa en los efectos de las instituciones y las políticas sobre la disponibilidad general de bienes y servicios. Sin embargo, las instituciones son multidimensionales. Cuando un parámetro de eficiencia se mueve en una dirección, es probable que un parámetro de equidad lo haga en la dirección opuesta. Más allá de la tensión conocida entre eficiencia y equidad, hay otras tensiones en la sociedad y es el rol de las instituciones gestionarlos.

El hecho de que todos hayamos mejorado nuestra calidad de vida no es un argumento suficiente para comprender el malestar actual. La mayor disponibilidad de bienes y servicios no puede explicar por qué las instituciones han sido desacreditadas, por qué persiste el malestar social y por qué el populismo gana audiencia. No se entiende, desde el punto de vista utilitario, el descrédito de las instituciones —políticas y económicas— que han permitido estos avances objetivos.

El utilitarismo es un guía incompleto para sugerir cómo enfrentar los desafíos del mañana. Una reforma que promete más crecimiento alivia la situación, pero difícilmente por sí sola reconstruirá la confianza en las instituciones. Sin embargo, algunas personas insisten en que el problema es la competencia y el crecimiento. En un artículo de The Economist, en la edición del 24 de agosto de 2019, llamado “¿Para qué son las empresas? Los accionistas de las grandes empresas y la sociedad”, su título introductorio dice: “La competencia, no el corporativismo, es la respuesta a los problemas del capitalismo”. Si bien estamos de acuerdo en que el corporativismo no es la respuesta adecuada, es insatisfactorio pensar que el problema se reduce a la falta de competencia y crecimiento.

Al leer un artículo como este en The Economist, se podría pensar que el utilitarismo es de derecha. No es así. Si pensamos en el utilitarismo de manera más amplia como el uso de criterios unidimensionales para evaluar el impacto de instituciones, entonces hay claramente utilitaristas de centro e izquierda. Basta reemplazar el criterio de disponibilidad de bienes y servicios por el de cómo estos están distribuidos, para pasar de un utilitarista de derecha a uno de izquierda. Ambos son imperfectos para evaluar instituciones que por su naturaleza deben gestionar tensiones entre eficiencia y equidad, autointerés, confianza y cooperación, libertad y seguridad, competencia y ética, entre otros.7

Una digresión es importante en este punto: esta visión unidimensional de derecha o izquierda tiene como protagonista, aunque no exclusivo, a economistas. Estos, en ambos lados del espectro político, utilizan regularmente el principio de utilidad en el sentido ampliado que definimos aquí para llevar a cabo sus análisis.8 Es difícil pensar en otra disciplina académica que tenga tanta primacía en la configuración de las políticas públicas hoy en día. Mientras el economista de derecha usa el impacto sobre el PIB como variable decisoria sobre lo deseable de una política, el de izquierda usa el coeficiente de Gini. Ambos enfoques son útiles para evaluar políticas específicas, pero son insuficientes para evaluar instituciones.

Ostrom (2005) define las instituciones como la forma en que “los humanos organizan todas las formas de interacción repetitivas y estructuradas”, explicando que “las oportunidades y restricciones que los individuos enfrentan en una circunstancia determinada, la información que obtienen, los beneficios que reciben o de los que son excluidos y cómo ellos razonan dicha situación” están críticamente determinadas por la existencia o ausencia de reglas que la estructuran. Una institución no pretende lograr un objetivo particular, sino arbitrar muchas cosas deseables.9

El utilitarismo clásico, el criterio de Pareto y la compensación

Volvamos al utilitarismo clásico, aquel que se preocupa por la disponibilidad total de bienes y servicios, digamos su eficiencia, pero que minimiza las preocupaciones por otros problemas como los efectos distributivos de políticas e instituciones. Si como consecuencia de una política al menos algunos mejoran y nadie empeora, es una buena opción de política. Por ejemplo, focalizar el gasto social hace que se usen eficientemente los escasos recursos públicos financiados por los impuestos porque mejora la situación de los más pobres, pero deja a un lado a la clase media, haciendo de esta solo algo menos vulnerable a la pobreza. En la política tributaria, el instrumento preferido por los utilitaristas es el Impuesto al Valor Agregado porque penaliza el consumo y no la generación de ingresos, a pesar de que, por la misma razón, recae desproporcionadamente sobre aquellos cuyos ingresos y consumo son similares, es decir, las clases medias y pobres.

Si una política mejora la capacidad general para la creación de riqueza, debe ser deseable. ¿Y si en el camino algunas personas, pocas o muchas, pierden? ¿Importa si algunos pierden si el resultado agregado es mejor? La respuesta de los economistas es doble.

Por un lado, una política es deseable si nadie empeora su situación y al menos uno gana. Esto es lo que llamamos óptimo de Pareto. Es un criterio atractivo, pero pensemos que ocurre en una situación repetitiva: ¿es deseable que siempre ganen los mismos, aunque los otros no pierdan? Es lo que ha pasado en Estados Unidos en los últimos 30 años, en que el ingreso del 0.1% más rico de la población ha aumentado del 3% al 10% del PIB,10 mientras el ingreso absoluto del resto de la población no cayó en este período. Una fracción importante de la población considera que este argumento no es razonable. Implícitamente, la mayoría de la gente piensa que la prosperidad debe ser compartida.

Por otro lado, los economistas dirían que, en la medida en que aparezcan los perdedores, la política puede seguir siendo óptima en tanto se realicen transferencias para compensar las pérdidas de estos grupos.

Hay tres tipos de problemas que las políticas compensatorias deben abordar. Primero, un shock como una pandemia o una política pública como la apertura comercial pueden tener efectos permanentes. Las transferencias pueden mitigarlos, pero no debieran impedir que las personas afectadas modifiquen su comportamiento para que sea compatible con las nuevas circunstancias. Las transferencias, en este caso, subsidios de cesantía, pueden prevenir o retrasar dicho cambio. Por lo tanto, habrá presión para cesar esas transferencias.

En segundo lugar, las transferencias son financiadas por el Estado, pero existen restricciones presupuestarias. Cada compensación debe analizarse desde una perspectiva prudente de política fiscal. En el Chile de la pandemia, ya se alzan voces diciendo que habría un límite prudente de endeudamiento fiscal en torno al 45% del PIB, y que más allá de eso, se pone en riesgo la calidad crediticia soberana. Con el aumento de la deuda pública, la capacidad de compensar a posibles perdedores de reformas es menos factible. A medida que aumenta la deuda pública, la lógica compensatoria pierde fuerza.

Finalmente y en tercer lugar, aparecen restricciones ideológicas. En 1975, Chile inició una amplia apertura unilateral de su economía. La reasignación de recursos fue masiva, porque los requisitos de los sectores emergentes no coincidían con los de los sectores en declive. Además, en 1982, como resultado de graves errores de política económica, el país sufrió una fuerte recesión en dos años consecutivos, en los que el PIB cayó un 17%. Entre 1975 y 1988, cada año la tasa de desempleo promedio nacional superó por lejos el 10% con un máximo de 19%. El subempleo fue masivo, con un máximo estimado cercano al 35%.

Los ingredientes estaban allí para justificar la compensación: reformas importantes, como la apertura comercial, o errores de política macroeconómica que imponían un costo gigantesco a la sociedad. La dictadura solo creó programas de empleo de emergencia para evitar la pobreza extrema. De hecho, no había indicios de diseñar una transferencia paretiana. Eso fue entonces.

En 2019, antes del estallido y la pandemia, Chile tenía una de las capacidades de compensación más altas dentro de la OCDE. En el marco de la discusión previsional, Chile estaba en condiciones de compensar a los perdedores de los años 80. El mecanismo de transmisión es el sistema de pensiones. Este es un mecanismo de ahorro forzado según el cual la pensión es proporcional a los ahorros acumulados. Se esperaba que las pensiones reflejaran su esfuerzo de ahorro de por vida; un excelente incentivo para ser responsable y ahorrar. Sin embargo, a veces las personas no ahorran por factores ajenos a ellos. No es irresponsabilidad, sino imposibilidad. En un sistema de puro ahorro, los intereses no son devengados porque siendo joven, la persona no pudo ahorrar, producto del alto desempleo involuntario, lo cual tiene un peso enorme en el nivel de las pensiones de 40 o 45 años más tarde. Es decir, ahora y para los próximos años.

La ausencia de compensación de la dictadura es un hecho. La pregunta es, ¿por qué no hacerlo hoy? Ahora surgen restricciones ideológicas, porque para hacer esa transferencia se requiere alguna forma de reparto, como un sistema de seguro de longevidad para la cuarta edad o alguna forma de reparto tradicional.

En otras palabras, la compensación que es tan necesaria en la lógica completa del utilitarismo clásico, tiene debilidades de implementación de corto, mediano y largo plazo. Sin embargo, el utilitarismo tiene un gran atractivo, una gran fortaleza.

El atractivo del utilitarismo

¿De dónde viene este atractivo del utilitarismo? Hay dos razones principales. Por un lado, la métrica de utilidad habitual (PIB o consumo) tiene una enorme ventaja, ya que se puede medir el impacto de las políticas públicas. Podemos estimar el impacto de los controles de capital o la inflación en el bienestar, es decir, en el PIB o el consumo. En principio, esto debería permitir una mejor gestión económica al evitar especulaciones sin sustento empírico. Por otro lado, a los economistas se nos ha dicho —y decimos regularmente— que la economía es una ciencia positiva; nuestro objetivo es describir el mundo tal como es, evitando hacer juicios de valor explícitos. El enfoque de maximización de la utilidad se convierte así en una forma conveniente. Sin embargo, en su búsqueda de ser positivistas, los economistas a menudo no nos damos cuenta de que hay al menos un juicio de valor que pasamos por alto: el utilitarismo mismo.

Utilitarismo y maximización de la utilidad

El utilitarismo es una teoría moral, mientras que la maximización de la utilidad es una herramienta metodológica inspirada en la primera, pero no limitada por ella. Por lo tanto, ambos están relacionados y su vínculo se ha fortalecido con el tiempo, pues la simplicidad de la maximización de la utilidad aumenta cuando se usa para resolver problemas inspirados por pensadores utilitarios.

Desde finales de la década de 1960, la economía como disciplina ha soñado con acercarse lo más posible a una ciencia dura, y la formalización matemática de los modelos ha avanzado significativamente. Partiendo de supuestos de racionalidad individual, la economía usa el cálculo para maximizar la utilidad del agente representativo. Con este instrumento, podemos ofrecer soluciones intuitivas y elegantes en muchos campos. Solo tenemos que acordar qué es la racionalidad.

La estrategia de usar matemáticas garantiza que los resultados sigan un camino lógico, con cuyos resultados “las personas honestas no pueden estar en desacuerdo”. Esta es una frase de Robert Lucas, ganador del Premio Nobel de Economía y uno de los economistas más influyentes en el último cuarto del siglo XX, uno de los líderes de esta revolución neoclásica.

De Vroey (2010) analiza la visión de Lucas sobre el vínculo entre teoría e ideología. En una carta a Cristopher Sims, Lucas dice: “Trabajar de esta manera es productivo, no porque resuelva los problemas de política de una manera que las personas honestas no puedan estar en desacuerdo, sino porque canaliza la controversia (las cursivas son mías) en pistas potencialmente productivas, porque nos hace hablar y pensar sobre temas en los que podemos progresar”. Esta “canalización de la controversia” incluye disputas ideológicas. El punto es que “hacer que la conversación sea matemática”, es decir, lógica, le permite al economista poner la ideología solo al comienzo del proceso; el resto es solo lógica garantizada por las matemáticas. Por lo tanto, la matematización de la economía se ha guiado por el deseo de ordenar el debate ideológico. En lugar de intentar discutir ideologías, uno debe discutir los supuestos subyacentes y dejar que los resultados sean consecuencia de la lógica matemática pura.

Aunque esta podría haber sido una estrategia bienintencionada, sigue siendo un enfoque incorrecto para tratar con ideologías e instituciones. No todas las ideologías pueden escribirse simplemente en unas pocas ecuaciones y competir con otras. Además, se convierte en una trampa, pues para mantener las soluciones matemáticas razonablemente manejables, cada vez se necesitan más supuestos simplificadores convenientes. Si cambiamos la definición de racionalidad, como han sugerido los psicólogos, nuestros resultados elegantes y simples se convierten en ecuaciones matemáticas complejas; cuanto más relajamos las condiciones restrictivas de la maximización de la utilidad, más complejo se vuelve todo. Además, si introducimos más argumentos en la función de utilidad, si permitimos que los agentes interactúen estratégicamente, si consideramos varios sectores de la economía con precios endógenos, si estimamos fallas del mercado (bienes públicos, externalidades), costos que introducen algunas rigideces, o si permitimos la incertidumbre o el riesgo, la consecuencia es que la trazabilidad matemática de los modelos se vuelve casi imposible. Si, además de esto, consideramos argumentos no económicos, como creencias, cultura o política, entonces la palabra “casi” puede cambiarse por “verdaderamente”.

La matematización de modelos basados en la maximización de la utilidad es útil, pero, como decimos los economistas, incluso aquí hay rendimientos decrecientes. El hecho de que esto haya arrojado algo de luz sobre los problemas relevantes, no significa que la maximización de la utilidad sea la forma de analizar todo tipo de problemas económicos, en particular cuando interactúan con problemas no económicos. Hay problemas que son difíciles o incluso imposibles de analizar utilizando modelos matemáticos. La matematización, en principio, nos evita hacer juicios de valor, pero muchas veces solo oculta el propio juicio del modelador.

A los economistas modernos, como Lucas, no les gusta hacer juicios de valor explícitos. Adam Smith era profesor de filosofía moral, promovió ciertas políticas como el libre comercio y la especialización laboral, porque pensaba que eran mejores para la sociedad. Hizo juicios de valor explícitos. En los libros de texto de economía pública, por ejemplo Stiglitz (1988), la estrategia es buscar formas en que los juicios de valor sean innecesarios. En el análisis del bienestar, construye funciones de utilidad social que dependen del consumo de agentes, apareciendo así cierto espacio para el juicio de valor: establece diferentes formas de la función de utilidad social, utilitaria o rawlsiana. Sin embargo, incluso aquí la mecánica del análisis es la misma: o maximizamos el consumo de cualquier persona en la sociedad (utilitarismo) o de los menos acomodados (rawlsianismo).

Por lo tanto, desde esta perspectiva, el utilitarismo es útil porque permite el desarrollo de modelos matemáticos estilizados que, eventualmente, permitirían a los economistas evitar entrar en juicios de valor y disputas ideológicas. O eso piensan algunas personas. Es que el utilitarismo no es malo siempre, solo en dosis exageradas.

Las consecuencias políticas de la hegemonía utilitarista

La lógica utilitaria era “lógicamente” más entusiasta para los economistas neoclásicos. En una entrevista con la Reserva Federal de Minneapolis, Robert Lucas dice: “Creo que Chicago tiene un sesgo promercado o tal vez una mejor manera de expresarlo es que solo tiene un escepticismo sobre la eficacia de los programas gubernamentales. La belleza de la economía neoclásica es que no es un tipo revolucionario de todo o nada”. De hecho, a partir de cualquier modelo estilizado de maximización de la utilidad, la intervención del gobierno genera diferentes formas de costos sociales. Este enfoque conduce naturalmente a discursos políticos que limitan la acción gubernamental, como los sugeridos ex ante por Lucas. Este resultado apareció de modelos que fueron diseñados para “canalizar la controversia” de modo que “las personas honestas no puedan estar en desacuerdo”. ¿Qué sucede cuando la sociedad valora algunas de esas intervenciones gubernamentales? Ese es el punto de partida de la economía keynesiana.

La revolución neoclásica liderada por Lucas, Sargent o Wallace a comienzos de los años setenta tuvo una gran influencia en el keynesianismo. Lucas sugiere que incluso antes, comenzando con Paul Samuelson, “hubo un esfuerzo por unificar la economía keynesiana con la economía neoclásica”, en el sentido de proporcionarle microfundamentos. Paradójicamente, agrega: “A medida que avanzamos más y más hacia encontrar algo que parecía ser una base microeconómica común, la economía se hizo cada vez menos keynesiana. Finalmente, algunos decidimos que no era keynesiana en absoluto”.

Por lo tanto, el enfoque del gobierno limitado se instaló dentro del campo keynesiano mediante esta herramienta metodológica. A lo sumo, hubo acuerdo en que la distribución del ingreso resultante de un mercado eficiente podría ser demasiado desigual o que algunos bienes “de mérito” debían ser distribuidos de una manera no mercantil (Tobin, 1970). Uno de los focos importantes de la economía neokeynesiana, que es la mezcla de objetivos keynesianos con instrumentos neoclásicos, era precisamente sobre las desigualdades. La relevancia de esa línea de investigación ha estado creciendo en las últimas dos décadas, a medida que la distribución de ingresos ha empeorado en el mundo desarrollado.

El utilitarismo y el poder de los números

Otro elemento atractivo del análisis utilitario son los números y su análisis estadístico. La disponibilidad de grandes bases de datos está aumentando, y el análisis estadístico se vuelve cada vez más sofisticado. El uso de datos tiene la intención, nuevamente, de canalizar debates ideológicos: “dejemos que se hable de datos” es una frase que se escucha a menudo entre los economistas.

De nuevo, este es un objetivo razonable. Sin embargo, hay fuentes de error no evidentes que pueden llegar a ser importantes. Una es absurda: la calidad de los datos puede ser mala (fuentes poco confiables, cambios en los criterios estadísticos, empalmes de series mal realizados, errores administrativos). Otra es más sofisticada: los modelos empíricos generalmente centran su atención en la evaluación de mecanismos particulares tratando de agrupar otros efectos. Esto puede producir sesgos en las estimaciones; a medida que el trabajo académico se sucede, no es poco común que los nuevos trabajos adviertan que la investigación anterior tenía sesgos, pero sin reconocer que ellos mismos pueden tener algunos, solo que aún no lo han descubierto. Los economistas hacemos un serio esfuerzo para producir números duros y análisis empíricos sofisticados, pero nos falta la humildad y la prudencia en la interpretación de ellos y a darlos a conocer al público.

Lamentablemente, la prudencia no es popular. Los números le dan a su creador una dosis significativa de poder. Las métricas utilizadas en economía tienen un alto valor comunicativo. Es difícil oponerse a una política pública que supuestamente aumenta el PIB en un X%, en particular si ese número proviene de un análisis reflexivo. Tomemos, por ejemplo, el informe de productividad de la reforma de las pensiones del segundo gobierno de Piñera en Chile: “El impacto de la tasa de contribución en la economía se estima a través de un modelo que tiene en cuenta cómo un mayor ahorro impacta la economía. (...) El mayor ahorro, 2%, es expansivo con respecto al stock de capital, 4.1%, y del PIB, 1.5%. Mientras que los salarios reales caen un 1,5% y el empleo formal disminuye un 0,9%. Es decir, aproximadamente 52.000 empleos”. Es atractivo para las políticas públicas tener datos sólidos que supuestamente provienen de modelos bien diseñados y estimados.

Sin embargo, existe una falta inherente de precisión debido a que las políticas se implementan en un entorno determinado. Cada reforma se acompaña de un contexto político, social y económico que afecta en cómo los agentes económicos dan forma a sus expectativas y creencias. Esto determina de manera crucial cómo reaccionarán los agentes ante los estímulos que trae una reforma. Su impacto debe incorporarse desde el exterior, lo cual es difícil de medir y se presta a manipulaciones bruscas.

La conclusión es que la disponibilidad de datos y la sofisticación de los modelos desafortunadamente no garantizan un mejor debate público. Lo que se supone que facilita el debate y lo hace transparente, puede terminar logrando lo contrario. Cualquier analista con cierta solvencia profesional puede defender razonablemente sus modelos y números. El público solo puede “creer” en la versión de uno u otro. Hay más información, pero no necesariamente hay más transparencia y calidad en el debate.

Más allá de eso, muchos economistas olvidan las limitaciones del análisis utilitario. El debate entre pares los induce a extender y naturalizar esta lógica. La mayoría de los análisis de bienestar utilizados en documentos y libros económicos, a pesar de que eventualmente pueden proporcionar medidas alternativas y advertencias sobre las limitaciones del análisis, generalmente terminan utilizando flujos de ingresos o consumos de un individuo representativo. En estos análisis formales usualmente no hay interacción entre las personas, ni hay interacción con las instituciones. Por lo tanto, es una visión unidimensional del bienestar, desprovista de tensiones respecto de variables no económicas.

Este enfoque utilitario ha sido utilizado masivamente por economistas de derecha, pero también de centro e izquierda. Los economistas de centroizquierda, sin olvidar el criterio de disponibilidad de bienes y servicios, incorporan en sus análisis un contrapeso relacionado con su distribución. Si al leer a Lucas o Friedman lo único que importa es generar condiciones para que los mercados maximicen el crecimiento, al leer a Piketty pareciera que el rol del Estado es optimizar científicamente su capacidad distributiva.

La gracia de una política unidimensional es que es muy claro qué pretende. Esto le permite a todo el mundo tomar posición a favor y en contra. El problema es lo que esa batalla olvida.

El desafío olvidado de la fraternidad

En la literatura económica más tradicional, el uso del enfoque utilitario mezclado con consideraciones distributivas, puede leerse como la intención de usar un enfoque científico para hacer compatibles la eficiencia y la igualdad. Un caso claro es la discusión sobre el régimen tributario óptimo (como en Diamond y Saez o en el Mirrlees Review). Entre estos dos valores —eficiencia e igualdad— hay una tensión. Resolver este dilema ha tenido un costo. Se llama fraternidad.

Varios autores han advertido que la expansión de la lógica de mercado liberada por la caída del Muro de Berlín y el triunfo ideológico neoliberal ha tenido consecuencias importantes en otras áreas. En 2013, Michael Sandel señaló que, sin límites, la expansión de la lógica de mercado podía transformar la naturaleza de ciertos valores que son importantes.

Ese mismo año, en El otro modelo (Atria et al., 2013) postulábamos que era necesario encontrar un punto intermedio entre el régimen del Estado —que fija las condiciones en las que el Estado provee derechos sociales— y el régimen privado —que fija las condiciones para que el sector privado maximizador de utilidades desarrolle sus actividades—. Ese régimen, que denominamos “régimen de lo público”, pretende generar condiciones para que los privados puedan proveer derechos sociales sin poner en peligro la descomodificación que estos pretenden.

Más recientemente, en 2018, Paul Collier en The Future of Capitalism señala que la socialdemocracia europea se olvidó de construir una lógica y un discurso sobre las obligaciones recíprocas (lo que veremos es la esencia de la lógica contractualista), y se dedicó más a optimizar la eficiencia de las políticas de ingresos redistributivos, que a minimizar los desincentivos para trabajar e invertir.

Según Collier, esto generó un efecto no deseado: las obligaciones morales interpersonales se depositaban cada vez más dentro del alcance del Estado. Para decirlo en términos del lema de la Revolución francesa, los economistas intentan maximizar la libertad y la igualdad, con resultados positivos en el primero y resultados negativos en el segundo, pero olvidando el tercer componente: la fraternidad.

Y la fraternidad es algo que podemos experimentar en grupos pequeños. Raghuram Rajan, hasta cierto punto reconoce esto en su libro El tercer pilar (2019), cuando argumenta a favor del desarrollo de relaciones basadas en la comunidad.

La gran víctima del utilitarismo de derecha e izquierda ha sido la fraternidad.

Utilitarismo y comportamiento racional

El enfoque utilitario se basa en una lógica bien desarrollada en teoría económica. Los economistas piensan en el ser humano como un ser racional, cuyo objetivo es la maximización de la utilidad, en particular, el consumo. Si alguien no cumple con este principio, decimos que él o ella no es racional.

Pensadores prominentes como Daniel Kahneman dicen hoy que tal visión de los seres humanos no es realista. Durante mucho tiempo, dentro de la corriente económica principal, la opinión predominante fue la de John Harsanyi, un influyente pensador neoliberal. Según Harsanyi (1977), “los filósofos y los científicos sociales no se dan cuenta de cuán débiles son los postulados de racionalidad”, y continúa: “Todo lo que necesitamos es el requisito de preferencias consistentes, un axioma de continuidad”. Estos dos elementos son condiciones extremadamente estrictas para mantener. Acordemos que es una posición extrema.

Una crítica a esto viene de la sociología. Gérald Bronner en L’empire des croyances (2003), cuestiona esta forma de entender la racionalidad. Dice que, en lugar de imponer una forma precisa de entender la racionalidad humana, como lo hace el economista, el sociólogo procede a la inversa. Comienza a identificar un determinado comportamiento, por ejemplo, en el caso de Bronner, el extremismo, y se pregunta qué razones, lógica, prioridades y preferencias hacen que el extremista actúe, algo racional desde la perspectiva de quién lo ejecuta. El economista piensa en la racionalidad desde donde observa al agente. El sociólogo piensa la racionalidad desde la posición del propio agente.

Desde la perspectiva del utilitarismo, el trabajo del sociólogo nos recuerda que no todos los seres humanos valoran igualmente los criterios de mayor disponibilidad de bienes y servicios para pensar que cualquier política dada es deseable.

Pero el ataque más fuerte contra el homo economicus ha surgido de la psicología, particularmente gracias al trabajo de Daniel Kahneman y Amos Tversky, ganadores del Premio Nobel de Economía. Ellos consideran que la forma en que los economistas pensamos en la racionalidad humana es crudamente simplista. Al ser unidimensional —la única cosa que importa es el bienestar material—, no es capaz de identificar con precisión y claridad las tensiones que siempre acompañan las decisiones de política pública. El desarrollo de la economía del comportamiento está abriendo nuevos campos de comprensión sobre cómo desarrollar mejores políticas públicas que, a la vez que busquen incentivos de crecimiento, puedan identificar mejor las compensaciones que surgen. Una sofisticación de la metodología económica en este sentido ayudará naturalmente a superar el utilitarismo.

Por ejemplo, Jonathan Haidt, en The Righteous Mind: Why Good People are Divided by Politics and Religion (2012), plantea dos ideas interesantes. Primero, que las intuiciones morales del ser humano aparecen automáticamente y casi instantáneamente, mucho antes de que el razonamiento comience a funcionar. Esto hace que sea muy complejo para el razonamiento ignorar las intuiciones morales que lo condicionan. Una persona con intuiciones morales conservadoras usará su racionalidad de tal manera que minimice la disonancia cognitiva que podría ocurrir si racionalmente concluye algo más de lo que cree. El corolario obvio es que es necesario prestar atención a los argumentos que justifican cierta posición moral como si fuera racional en sí misma.

Segundo, los valores morales que son importantes para los seres humanos de diferentes culturas y niveles socioeconómicos, van más allá de la preocupación por la justicia y el dolor. Según Haidt, las personas tienen otras intuiciones morales muy poderosas, como las relacionadas con la libertad, la lealtad, la autoridad y la santidad (en el sentido de no degradación).11 Los economistas tendríamos problemas para maximizar una función con seis argumentos, lo que requeriría seis restricciones, casi todas las cuales serían inconmensurables.

En el estado actual de desarrollo de la economía, la principal ventaja del enfoque utilitario es que se adapta muy bien a una metodología simple y elegante. Esta discusión, sin embargo, nos dice que el enfoque utilitario para analizar fenómenos complejos como el malestar en las sociedades modernas es, en el mejor de los casos, incompleto.

El utilitarismo nos lleva por caminos en los que no encontraremos la solución que buscamos para restablecer la confianza en nuestras instituciones. Desde su perspectiva, el problema se resolvería con una buena agenda a favor del crecimiento. Esto es necesario, pero está lejos de ser suficiente. Para avanzar en el análisis de las instituciones, debemos modificar el curso; es necesario adoptar otra perspectiva.

La principal alternativa al utilitarismo es el contractualismo, cuya obra reciente más destacada es Teoría de la justicia (1971), de John Rawls. Para el economista, el enfoque contractualista es más complejo, pero tiene una importante herramienta a la mano para analizarla: la teoría de juegos. Si el utilitarismo usa la maximización de la utilidad como su marco analítico, el contractualismo puede usar la teoría de juegos.

Hablemos del contractualismo antes de entrar plenamente en el análisis institucional en sí.

El enfoque contractualista o de expectativas autocumplidas

Podemos entender mejor las sociedades modernas si adoptamos un enfoque alternativo al utilitarismo, a saber, el contractualismo. Este enfoque puede definirse generalmente como aquel que sostiene que la obligación de seguir las normas depende del consentimiento de quienes están cubiertos por ellas.

Sin embargo, hay numerosas formas de entender este consentimiento.

Varios contractualismos

Schwember (2014) clasifica las diferentes corrientes contractualistas de acuerdo con cuatro dimensiones: función del contrato, incentivos del agente, alcance del contrato y su estado ontológico. Estas dimensiones dan lugar a varias categorías y las distancias entre ellas no son triviales. La categorización más aceptada se basa en los filósofos que las inspiraron. Siguiendo a Schwember, existen al menos tres formas de contractualismo, todas las cuales comparten la opinión de que el contrato no es un hecho histórico.

Un contractualismo hobbesiano postula que antes del contrato no hay una regla de justicia ni ningún vínculo normativo, por lo que el contrato cubre cualquier cosa. Schwember califica este tipo de contractualismo como “fuerte”, precisamente porque todo es posible dentro del contrato; no hay derechos válidos antes de él. Es un contractualismo egoísta, porque es válido siempre que permita a los agentes alcanzar sus propios objetivos. Incluso podríamos decir que esto es un contractualismo utilitario.

Un contractualismo lockeano es en el que los agentes tienen un amplio margen de maniobra para acordar cosas muy diferentes con respecto al orden político, “pero no tienen libertad para (re)configurar el orden moral de la ley natural”, porque en el estado de naturaleza hay libertad perfecta. Este es un contractualismo débil e individualista. De hecho, Locke no ve ninguna razón para obligar a los agentes a adherir a un contrato que les sirve mal. Sin embargo, se les pueden imponer algunas restricciones porque, como en el estado de naturaleza hay alguna forma de cooperación, “pueden aparecer algunas restricciones que hacen posible la cooperación mutua” en virtud del contractualismo lockeano. Schwember afirma que este es un contractualismo libertario, porque los hombres son “dueños de su propia persona” y también le pertenecen “el resultado del trabajo de su cuerpo y sus manos. (...) Cada vez que cambia el estado de algo como la naturaleza lo dejó (...) es su propiedad”. Para Locke, los derechos de propiedad son precontractuales.

Finalmente, en un contractualismo rousseauniano-kantiano, el pacto tiene como objetivo salvar la libertad humana contra la opresión y hacerla efectiva en la vida social. Esto también es un contractualismo débil, pero es universalista en el sentido que supone que nuestros propios intereses son tan válidos como los de los demás y, por lo tanto, el contrato debe ser imparcial y pluralista. Para hacerlo, el contexto de imparcialidad y pluralismo es la adhesión a los principios de justicia.

Un aspecto particular de este debate que marca una diferencia con Locke es que la propiedad de Rousseau pertenece al alcance del contrato. De hecho, Rousseau es flexible en su enfoque de la propiedad porque pertenece al alcance del contrato. Por lo tanto, cuando habla del primer ocupante de una tierra, dice que “obtuvo la posesión no por medio de una ceremonia simple sino por el trabajo y la cultura, único signo de propiedad que, sin ninguna documentación legal, debe ser respetada”. Hasta aquí se parece a Locke, pero más adelante en el mismo párrafo, cuando habla de propiedad comunal, dice que “el derecho de cada individuo a su propia tierra está subordinado al derecho de la comunidad a todo”. Esta tensión entre derecho del individuo a la propiedad y el de la comunidad a todo para garantizar el ejercicio de la libertad de cada individuo es un punto conflictivo.

Aunque la concepción original de este enfoque universalista proviene de Rousseau, Kant se clasificó con él cuando declaró su imperativo categórico según el cual un acto es correcto si sigue principios que podrían haber sido aceptados por todos los demás. Un corolario de este enfoque es que se trata de un contractualismo igualitario, en el sentido de que, a pesar de sus diferencias naturales de fuerza y genio, “todos los hombres se vuelven iguales por convención y por ley”.

Si bien no pretendemos entrar a fondo en este debate, tenemos la intención de algo más modesto, basado en un elemento que comparten estas tres escuelas de pensamiento contractualistas: el hecho de que las obligaciones mutuas en la sociedad surgen de una mezcla de conveniencia con respecto a los resultados (por ejemplo, interés propio) y restricciones en nuestro comportamiento a las que adherimos voluntariamente.

Primera visión sobre la estabilidad del contrato social

La paradójica situación chilena que discutíamos al inicio es de una potencial inestabilidad de nuestro contrato social, que la visión utilitarista no tiene cómo analizar satisfactoriamente. Esto se discute más en detalle en Larraín (2020 a). En breve, se postula que esta depende de una frágil relación entre, por un lado, la supuesta voluntariedad de la adhesión a las reglas establecidas y, por otro, la materialidad de las disposiciones que por algún mecanismo representan la voluntad general.

Las propiedades de estabilidad pueden analizarse siguiendo cualquiera de las tres escuelas discutidas anteriormente. Para este propósito, la elección de una u otra es secundaria. Comenzaremos con el enfoque de Rousseau,

ya que su formulación es sorprendentemente cercana al concepto de “equilibrio de Nash”.

Antes de seguir, hagamos dos definiciones: equilibrio y equilibrio de Nash. Un equilibrio es una situación en la cual los individuos de alguna manera ejercen fuerzas opuestas que se neutralizan entre sí, y el resultado es que algo que les interesa a todos no cambia. Para que un equilibrio cambie, para que deje de ser estable, algo debe suceder: un shock externo o un cambio en las preferencias de los individuos.

En cuanto al equilibrio de Nash, es un tipo particular de equilibrio. En esta situación, los jugadores conocen las estrategias de los demás, es decir, cada jugador sabe lo que es conveniente para los otros jugadores. Estos agentes estarán en equilibrio si este conocimiento los induce a desarrollar una secuencia de acciones, de tal manera que cada acción sea la mejor

respuesta a las acciones del resto. Un caso ilustrativo es por qué conducimos por la derecha o la izquierda; no hay una razón a priori para preferir una u otra alternativa. Pero si crees que todos lo harán por la izquierda, debes hacerlo por el mismo carril. En el Reino Unido, no intentes conducir por la derecha; todos en ese país esperan que lo hagas por la izquierda y aceptarás hacerlo.

Volvamos al contrato social y su interpretación. Según Rousseau, el contrato social es uno en el que:

En resumen, cada uno entregándose a todos, no se entrega a nadie; y dado que no hay un asociado sobre el cual no adquirimos los mismos derechos que le concedemos sobre nosotros mismos, ganamos el equivalente de todo lo que perdemos y más poder para preservar lo que tenemos.12

Esta formulación es lo suficientemente amplia como para representar todas las ramas del contractualismo, y será clave en lo que viene después.

Antes de esto, necesitamos discutir dos cosas. Primero, ¿en qué sentido violar algunas de las dimensiones mencionadas puede convertirse en una amenaza para la estabilidad del contrato social? Segundo, ¿cómo lidiamos con el problema de que enfrentamos una familia de contratos sociales, y no solo uno, cuya estabilidad es nuestro foco de análisis?

La estabilidad del contrato social se relaciona con el cumplimiento de sus condiciones internas de operación. Por ejemplo, la existencia de condiciones precontractuales significa que el contrato puede discutir muchas cosas salvo aquellas. En el caso de Locke, es la propiedad: una resolución deficiente de los conflictos relacionados con los derechos de propiedad es una fuente de inestabilidad. En el caso de Rousseau-Kant, el problema surge con la justicia. A pesar de que Rousseau tiene cuidado con legitimar los derechos de propiedad adquiridos dudosamente —como los reclamados por Núñez de Balboa en nombre de la Corona española en las Américas—, las reglas internas del contrato social son tales que podemos decir que el problema es de justicia o falta de ella. El tratamiento injusto de los conflictos de derechos de propiedad también conduce a fuentes de inestabilidad. Obviamente, según Rousseau, este conflicto es menos amenazador para la estabilidad del contrato social que según Locke.

Para identificar los contratos sociales más frágiles, procederemos de la siguiente manera: supongamos que podemos ordenar contratos sociales (H, hobbessiano; L, lockeano y RK, rousseaiano-kantiano) de acuerdo con la fragilidad de sus condiciones de estabilidad. Por ejemplo, acabamos de decir que H es un fuerte contrato social en comparación con L o RK, porque en H no hay condiciones precontractuales que limiten lo que se pueda discutir dentro del contrato. Esto significa que L y RK son más sensibles a cómo interpretar los acuerdos precontractuales. Como en H no es admisible ningún acuerdo precontractual, todo debe discutirse dentro del contrato social; ninguna discusión puede crear inestabilidad en un contrato así diseñado. Este criterio parece poco útil dado que, de hecho, vemos que hay contratos sociales que colapsan o arriesgan colapsar. Por lo tanto, podemos centrarnos en los requisitos impuestos por L o RK, para quienes algunas discusiones no son toleradas porque se resuelven fuera del contrato (propiedad en el caso L y libertad e igualdad en el caso RK). El siguiente cuadro basado en Schwember (2014) intenta identificar los aspectos clave de la discusión de este tema.

Cuadro II.1. Identificación de los puntos frágiles del contrato social


Fuente: elaboración propia, basada en Schwember (2014). Con fondo gris aparecen los criterios que aparecen como más estrictos en el sentido de que su violación arriesga que el contrato social sea inestable. Esto se interpreta como mayores requisitos de estabilidad.

El cuadro anterior sugiere que el marco conceptual del contrato social RK tiene estándares de estabilidad más altos que el contrato social lockeano y que este tiene requisitos de estabilidad más altos que el hobbesiano. Independiente de a cuál versión del contrato social uno adhiera, en la medida que se cumplan las condiciones de estabilidad del contrato RK, las otras se cumplen inmediatamente. Si se cumple el estándar más alto, es decir, el RK, se cumplen automáticamente los estándares menores, H o L.

Analicemos un poco más en detalle. RK y L son similares, excepto en la dimensión de motivación del agente. ¿En qué sentido RK es más estricto? Porque en el caso L, la prevalencia de un enfoque individualista relega a un segundo plano la prioridad que RK le da a la justicia. Es más simple tener un sistema que permita a los agentes maximizar sus propios intereses que establecer un sistema neutral con respecto a esos intereses. La violación de un principio de justicia en el enfoque RK es una causa de inestabilidad, mientras que no lo es en el esquema L.

En resumen, como el enfoque RK tiene condiciones de estabilidad más estrictas que L podemos centrar nuestra atención en el enfoque RK. Por lo tanto, si se cumplen las condiciones para la estabilidad del contrato social de RK, automáticamente nos ocuparemos de condiciones de estabilidad para el enfoque L también.

Comprender la estabilidad de los contratos sociales de Rousseau-Kant y Locke

Aunque no se interpretó de esa manera en el momento —Nash nació 166 años después de que Rousseau escribiera El contrato social y en particular la frase citada previamente—, se puede apreciar que el contrato social es un equilibrio en el que cada uno da y obtiene algo a cambio. Al hacerlo, contribuyen a financiar al Estado, lo que les permite obtener una mayor protección que en autarquía. Para la estabilidad de este equilibrio, es crucial que lo que cada miembro da y que obtiene (o más precisamente, cree que da y cree que obtiene) sean comparables.

Dado un equilibrio inicial, si algún actor comienza a dar menos y/o a recibir más, puede cambiar las condiciones del contrato social e inducir un nuevo equilibrio. Por ejemplo, alguien que evade impuestos y/o recibe subsidios gracias a acciones corruptas, cambiará las condiciones de estabilidad del contrato social. Si esas acciones no se combaten, otros actores pueden considerar natural hacer lo mismo. Pero si todos evaden o corrompen, el contrato social es inviable; cuando la evasión y/o la corrupción adquieren relevancia pública, el contrato social está en riesgo. Esta es la conclusión del enfoque RK.

Para proteger el contrato social, las autoridades deberán reaccionar. ¿Aumentará la supervisión fiscal o el sistema político intentará compensar su debilidad en un área fortaleciéndose en otra? ¿La evasión fiscal crecerá como una enfermedad contagiosa y el desprestigio de las autoridades caerá? No podemos decirlo, pero algo sucederá. Volveremos a esto más adelante porque este es el corazón del problema que enfrenta Chile.13, 14

Rousseau, la voluntad general y la parte indivisible del todo

Aunque la lógica del argumento de Rousseau es impecable, mucha gente no se siente llamada por ella. Dedicaremos algunas páginas a explorar esto.

Una razón proviene de la frase que sigue a la anterior en El contrato social (Rousseau, 1762):

Entonces, si dejamos a un lado todo lo que no pertenece a la esencia del contrato social, veremos que podemos reducirlo a los siguientes términos: cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y a cambio cada miembro se convierte en una parte indivisible del todo.

El punto es cuál es la “voluntad general” y en qué sentido uno es una “parte indivisible” del todo. Algunos sostienen que la “voluntad general” no existe y que no es más que una excusa para justificar la opresión de la minoría por la mayoría. Otros protestan porque una “parte indivisible del todo” es inaceptable, ya que niega los derechos del individuo.

No creemos que sea absurdo especular que si Rousseau pudiera reescribir este párrafo, si hubiera podido prever cómo posteriormente algunas fuerzas políticas interpretaron la “voluntad general”, por ejemplo bajo el comunismo, probablemente dudaría en usar expresiones como “cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder” bajo la dirección suprema de la voluntad general, que en ese caso particular corresponde al partido único.

Lo que nos hace pensar esto es el objetivo declarado por Rousseau al inicio de la obra, y que debe iluminar la interpretación de sus escritos. Rousseau, como Locke y Montesquieu, busca establecer la legitimidad del gobierno sobre la base de la conveniencia individual de cada ciudadano bajo una lógica de libre adhesión. A pesar de su aspiración a derechos universales, el enfoque de Rousseau a fin de cuentas se puede situar dentro del individualismo metodológico, debido a que su contrato social requiere que cada individuo considere que su adhesión le conviene.

Así, Rousseau plantea al comienzo del capítulo VI que su objetivo es:

encontrar una forma de asociación que pueda defender y proteger con toda la fuerza de la comunidad a la persona y la propiedad de cada asociado, y por medio de la cual cada uno, junto con todos, puede obedecer solo a sí mismo y permanecer libre como antes. Tal es el problema fundamental del que el contrato social proporciona la solución.

No debería ser necesario hacer más comentarios a esta prosa tan clara.

La lógica contractualista aspira a la existencia de un gobierno legítimo; uno que pueda requerir a cada ciudadano que aporte lo que en términos de justicia le corresponde aportar. Según algunas interpretaciones, tal gobierno puede alcanzar un tamaño considerable. Sin embargo, el tamaño del Estado y la opresión de los ciudadanos son dos problemas diferentes. Posiblemente hoy no existen países donde haya más libertad que donde tienen más gobierno; o sí, un ejemplo, Escandinavia. Y a su vez, posiblemente no hay países donde no se ejerza mayor opresión del ciudadano común que donde el gobierno sea muy débil o casi inexistente, como en muchos países africanos. En algunos de estos casos, las sociedades están sujetas a dos formas diferentes de opresión.

Una es la opresión del Estado; algo a lo que el contractualismo se opone fervientemente. Otra es la opresión de otros agentes privados. Por lo general, esto no es una consideración directa del contractualismo, pero ciertamente debería ser una de manera indirecta. De hecho, la opresión entre las partes privadas puede explicarse por la negligencia o las fallas de supervisión del Estado respecto del ejercicio de la fuerza entre privados.

Creemos no exagerar si postulamos que la paz y la libertad son siempre responsabilidad de los gobiernos e, independientemente de quién provoque la opresión, los ciudadanos esperan que sus autoridades creen las condiciones para que haya paz y libertad.

La caricatura del Leviatán

El problema, de acuerdo con Binmore, radica en que tanto la izquierda como la derecha caricaturizan el Estado, el Leviatán.

La izquierda piensa en un Leviatán “ingenuo”, inclinado hacia el bien común. El Estado es enorme, parece sólido e inmutable, pero es víctima de fracasos, captura y corrupción. Es sincero asumir una inclinación innata del Leviatán hacia el bien común. Sin embargo, la búsqueda del bien común debe ser el estándar por el cual juzgamos las acciones del Estado. La búsqueda del bien común no debe ser un supuesto de trabajo con el que analizar el Estado, sino un estándar con el que medimos lo que hacen los funcionarios y las políticas estatales. Es con respecto a ese estándar que podemos identificar las fallas del Estado e inducir reglas, condiciones e incentivos para que el resultado se acerque al bien común.

Con respecto a la derecha, Binmore dice, reflexionando sobre la idea de Margaret Thatcher de que no existe la “sociedad”, que el rechazo del ingenuo Leviatán se transforma en la derecha en un rechazo a cualquier forma de Leviatán. Tal posición no puede defenderse, excepto por razones estrictamente ideológicas.

Dejemos de lado los bocetos y busquemos soluciones realistas en el mundo del segundo mejor.

Desde la lógica contractualista, una política pública es deseable si aumenta la libertad de las personas y fortalece la cohesión de la ciudadanía. Tal cohesión no significa igualdad y menos dictadura. Esto último es lo que, según Binmore, Thatcher temía: que cualquier Leviatán que no sea el mínimo se vuelva tiránico.

En la lógica de la teoría de juegos que desarrolla Binmore, la interpretación de la cohesión es sutil: se trata de generar, en un contexto de incertidumbre e información imperfecta, condiciones de igualdad suficiente para que prevalezca un mínimo de lealtad entre los participantes que el contrato social permite.

¿Podríamos cambiar, en la oración anterior, la palabra igualdad por bienestar o ingresos? Supongo que la respuesta es no. La razón principal es que la igualdad a la que nos referimos no se trata de ingresos, sino de igualdad en términos de derechos y deberes.

Igualdad de derechos y deberes versus desigualdad de resultados

Los derechos en los que estamos pensando tratan de que los ciudadanos obtengan beneficios directos derivados de ser parte del contrato. Esos beneficios deben nutrirse permanentemente. Es un error pensar que este cálculo que se le pide al individuo es un evento único; más bien, es un ejercicio permanente.

La “mayor fuerza para proteger lo que tienes”, que plantea Rousseau, es un beneficio que, una vez establecido, las sucesivas generaciones lo consideran natural. La igualdad de los ciudadanos ante la ley no se valora, excepto cuando un país entra en dictadura. Este claro beneficio contractualista, ya no recibe el mismo reconocimiento hoy que cuando se alcanzó durante los siglos XVIII y XIX. La estabilidad del contrato social requiere que los ciudadanos reciban beneficios directos que valoren. Ellos sirven para reforzar su necesaria lealtad hacia aquellos a los que entregamos parte de nuestra libertad.

Paralelamente, es crucial solicitar a los ciudadanos que cumplan con sus obligaciones. La visión conservadora es que esto es de naturaleza moral: dado que una persona obtiene beneficios que se derivan de ser parte de una asociación, se le debe exigir a esa persona para que cumpla con su contribución. El conservador busca evitar el free riding, es decir, el abuso por parte de algunos, del esfuerzo al que muchos contribuyen.

Desde el punto de vista contractual, el requisito de hacer cumplir deberes es de una dimensión superior. Este es necesario por una razón abstracta y lejana a las preocupaciones de los ciudadanos: la existencia misma del contrato social, su estabilidad. El free riding es indeseable porque fomenta un tipo de comportamiento incompatible con la existencia del contrato social. De aquí surge un imperativo de exigencia de deberes de la mayor relevancia.

Cristina Bicchieri (2005), en The Grammar of Society, sostiene que las instituciones —en un sentido amplio— se basan en expectativas autocumplidas. Es decir, si las personas creen que un grupo suficientemente grande de personas actúa de acuerdo con una determinada norma, entonces ellas mismas se sentirán inclinadas a comportarse de acuerdo con ella. Así, por ejemplo, se dice que la disposición a pagar impuestos depende de cuán

frecuente sea el pago de impuestos en una sociedad.

Un estudio realizado por investigadores del Instituto Universitario Europeo muestra que la evasión fiscal promedio es similar entre los ciudadanos suecos e italianos. Sin embargo, es más probable que los suecos sean completamente deshonestos y produzcan grandes fraudes. Por su parte, los italianos muestran con mayor frecuencia un comportamiento moderadamente deshonesto. En Suecia, como la evasión fiscal está fuertemente penalizada, en las instituciones formales e informales, una vez que alguien decide cometer fraude, es más probable que sea grande. En Italia, como la sociedad es más permisiva, el delincuente no está excluido de la vida social si es moderadamente deshonesto. Las instituciones importan.

La necesidad de exigir deberes no proviene de la moralidad individual, sino del impacto sistémico de no cumplirlos: para que las instituciones funcionen, es necesario que los miembros tengan razones para creer que su contribución es proporcional a las contribuciones de otros; es por eso que aquellos que no colaboran deben ser penalizados. Para que el contrato social funcione lo más cerca posible del ideal de la asociación voluntaria, es necesario evitar crear condiciones para que las personas piensen que su contribución es injusta. Si usted ve que alguien no cumple con sus obligaciones y evade impuestos, o no separa la basura en los lugares adecuados, probablemente usted no permanecerá inmutable. Es razonable plantear que usted estará inducido a pensar que la acción del vecino implica que probablemente la contribución que usted hace —el monto que paga en impuestos o su esfuerzo de reciclaje— es excesiva. Así, va a tener alguna razón para pensar en eludir impuestos o poner menos esfuerzo en el reciclaje. Para reforzar la eficiencia del contrato social y, por lo tanto, la naturaleza voluntaria de la asociación, es necesario exigir a quienes se beneficien de él que cumplan con su parte del acuerdo.

No se trata solo de que los ciudadanos aporten su parte a la asociación, sino de que la distribución de los cargos y beneficios sea percibida como justa. Para que haya justicia, se requiere que, en diferentes dimensiones, ciudadanos iguales sean tratados por igual. En el lenguaje de la teoría de las finanzas públicas, debe haber equidad horizontal. Esta igualdad no es absoluta.

Una asociación libre tolera desigualdad en los resultados o desigualdad vertical. El punto es que estas desigualdades no provengan de un desequilibrio entre derechos y deberes en el contrato social —como desigualdades protegidas por instituciones anquilosadas o privilegios anacrónicos—, sino como consecuencia de elementos adscritos a cada individuo. Algunos de esos elementos son parte de la “lotería natural” y algunos pensadores pueden incluso sugerir que las loterías naturales son injustas. Este es un punto político relevante, pero supongo que aquellos no son de primera importancia. De hecho, vemos personas superdotadas que no tienen problemas para mostrar su riqueza y no vemos personas quejándose de ello. La gente se queja de los salarios de los banqueros, pero porque sospechan que no hay habilidades particulares que los expliquen.

De esta manera, en los países más desarrollados observamos que hay desigualdades tolerables. La explicación más razonable es que son compatibles con la noción de asociación libre aquellas desigualdades resultantes de diferentes preferencias para el trabajo, debido a las habilidades inherentes de la persona o los diferentes grados de exposición al riesgo. En un contrato social estable, es necesario crear condiciones para que los participantes consideren que las desigualdades se atribuyen más a diferentes formas de mérito (esfuerzo, habilidades, disposición), y no a diferentes formas de privilegio (exclusión, segregación, violencia).

La construcción de la voluntad general

Con respecto a la “voluntad general”, diremos que es la voluntad que surge del proceso democrático que la sociedad se da libremente y que se caracteriza porque contempla mecanismos de protección a las minorías. No desconocemos que en este proceso existe el riesgo de que la minoría sea oprimida por la mayoría. Obviamente, la materialización de tal riesgo iría en contra del principio de asociación voluntaria que buscamos. Una minoría que sienta que sus derechos no son respetados, dirá que no tiene sentido adherir al contrato y, en lo posible, se alejará. Ejemplo de esto es el caso de Escocia dentro del Reino Unido, de Cataluña en España, de Quebec dentro de Canadá y eventualmente del pueblo mapuche en Chile. En algunos casos, si dicho alejamiento no se puede manifestar democráticamente, la experiencia de Irlanda respecto de Gran Bretaña o del País Vasco respecto de España, indica que el alejamiento ocurre en las formas de protesta, boicot o incluso terrorismo.

El problema es que también es posible lo contrario: la minoría puede oprimir a la mayoría.

Eso sería una violación flagrante del principio de la libre asociación. La opresión de la minoría está asociada con gobiernos autoritarios de diferentes tipos. En el caso de Chile, esto se ejemplifica brutalmente en la dictadura, cuando su ideólogo principal, Jaime Guzmán, declaró que la gran virtud de la institucionalidad que estaban planteando era que “cuando los otros gobiernen”, es decir, cuando él sea minoría y la oposición a Pinochet sea mayoría, la Constitución no les permitirá hacer algo muy distinto de lo que lo que él mismo haría. A pesar del prestigio que Jaime Guzmán tenía en ese momento entre los constitucionalistas, esta frase es un error analítico serio. Sin embargo, de cara al futuro, la opresión de la mayoría por parte de la minoría parece de menor prioridad analítica. Aceptando que se nos pueda acusar de ser ingenuos, no profundizaremos en ello.15

Lo que interesa es el riesgo más frecuente: que la mayoría sea opresiva, en el sentido de que, utilizando mecanismos democráticos, esa mayoría no respete los derechos básicos de la minoría. El desafío es identificar las normas y criterios que, protegiendo los intereses de la minoría, permiten a los intereses mayoritarios una acción de gobierno.

El espíritu del contractualismo requiere asegurar que, bajo condiciones de libre asociación, la construcción de la voluntad general respete los derechos de las minorías, pero que la orientación de las políticas refleje los intereses y preferencias de la mayoría. Esto requiere un diseño cuidadoso de procedimientos, tanto en sustancia como en forma. De esta manera, Larraín (2020 a) plantea que esto significa identificar los contornos de un marco institucional y reglas de funcionamiento interno que mejoren el proceso democrático.

El uso de la coerción estatal

Cada individuo debe estar razonablemente dispuesto a dar de sí mismo a toda la comunidad y debe percibir que “adquiere (respecto del resto de la comunidad) por lo menos el mismo derecho que cede”. Para esto, no solo las reglas de la política deben ser preestablecidas y razonables, sino que se debe garantizar a los ciudadanos un razonable y transparente uso de los poderes coercitivos del Estado, lo que supone un sistema judicial independiente y eficaz. Esto quiere decir que un buen sistema institucional no puede “cargar los dados” en algún sentido; una institucionalidad que persistentemente favorece a algunos grupos es perniciosa. La estrategia de los republicanos en Estados Unidos que pretende “conquistar” la Corte Suprema para influir en la interpretación de las leyes pone en riesgo un elemento crucial, como es la neutralidad ex ante del órgano interpretativo de la Constitución.

La corrupción y el mal uso del aparato represivo del Estado son formas, desgraciadamente más comunes hoy de lo que quisiéramos, que desequilibran esta relación entre lo que cada uno contribuye y recibe del contrato social. La corrupción sesga el uso de algún organismo del Estado en favor de intereses económicos. El frecuente y desproporcionado uso de la fuerza represiva contra grupos identificables, como el caso de la muerte de Camilo Catrillanca, ciudadano chileno de origen mapuche, o el asesinato de George Floyd, ciudadano afroamericano en Estados Unidos, son ejemplos de ello.

Todas esas acciones destruyen la lógica de asociación voluntaria que pretende el contrato social. Si el derecho que se otorga sobre uno mismo no se retribuye en alguna proporción razonable, ¿en virtud de qué ciudadanos razonables optarán por ser leales con las instituciones que los gobiernan? ¿Por qué pagar impuestos si el Estado es ineficiente y corrupto? ¿Por qué adherir a leyes hechas para favorecer sistemáticamente a las mismas personas? ¿Por qué respetar las instrucciones de los poderes públicos si la violencia estatal recae con demasiada frecuencia en las mismas personas?

La deslegitimación de las instituciones democráticas está relacionada con esta dinámica.

Importancia y debilidades del contractualismo

John Rawls, en A Theory of Justice (1971), propone que el contractualismo de Locke, Rousseau o Kant nunca ha tenido la intención de señalar que en los hechos se alcance algún contrato, sino que se busca algo más sutil e inteligente: un principio de justicia subyacente para que la sociedad pueda funcionar lo más cerca posible de un esquema voluntario.

Tal principio permitiría que las personas libres e iguales acuerden obligarse mutuamente. En términos económicos, esta obligación mutua debe entenderse en dos sentidos. Primero, como una obligación de contribuir a la provisión de bienes públicos necesarios para que la sociedad funcione correctamente. En segundo lugar, como tolerancia a las diferentes formas de intervención estatal, esencialmente coercitivas, pero necesarias para promover el interés público, como la regulación.

De existir, este principio permitiría argumentar que las obligaciones mutuas son autoimpuestas por miembros autónomos de esta sociedad. El requisito básico que debe caracterizar al grupo de obligaciones mutuas es que su carga sea equitativa. Es en este sentido que, en la perspectiva rawlsiana, cuando se habla de justicia, se piensa en “justicia como equidad”. Si la carga de las diversas obligaciones mutuas se distribuye equitativamente, el contrato social es viable. Desde esta perspectiva, la justicia es la característica principal de las instituciones en una sociedad libre y democrática. Esta noción de justicia no se refiere a los resultados, sino a la carga de las obligaciones recíprocas.

En la teoría contractualista, el principio de justicia se estableció como uno de igualdad en una “posición original”, que se consideraba como el estado de la naturaleza. Por supuesto, esto no se refiere a un momento histórico preciso, ni a la situación existente en alguna cultura primitiva. La posición original era, por lo tanto, un concepto difuso.

La contribución de Rawls a esta reflexión es que la posición original debe entenderse como esa situación hipotética que permite desarrollar un principio de justicia sin prejuicios. El problema es que nuestra idea de justicia probablemente esté influenciada por la posición que ocupamos en la sociedad. Los ricos considerarán que lo que tienen les pertenece en justicia porque, ellos o sus antepasados, han hecho esfuerzos para acumularlo. Los pobres afirmarán que la sociedad no les ha dado las oportunidades correspondientes y que su precaria situación obedece a las condiciones que se les han impuesto desde hace mucho tiempo. Los ricos pedirán al Estado medidas que, desde la perspectiva de los pobres, pueden ser amenazantes, como la flexibilidad laboral. Los pobres votarán por medidas redistributivas que los ricos considerarán inaceptables y contrarios a los incentivos económicos. Así, la idea de justicia que cada uno tiene se correlaciona con su posición en la sociedad.

Rawls necesita excluir estas posiciones subjetivas del principio de justicia. Una característica que debe tener la posición original es que en ella nadie sabría (ex ante) el lugar que tendría en la sociedad, su clase social, su estatus, fortuna, inteligencia o fuerza. Tal principio de justicia, argumenta Rawls, solo puede surgir detrás de un “velo de ignorancia”, un esfuerzo deliberado para no considerar toda esa información. Solo de esta manera el principio de justicia resultante puede favorecer a alguien en particular.

¿Qué cobertura y qué calidad deben tener los servicios de salud pública? ¿Cuál debería ser el procedimiento para fijar el monto de una expropiación? ¿Cuál debería ser el beneficio de pensión básica? ¿Cuál debería ser el motivo de las fuerzas de seguridad? ¿Debería haber un ingreso básico universal? ¿Cómo facilitar que las empresas innoven y adopten nuevas tecnologías para ser competitivas? ¿Deberíamos buscar una forma de proteger a los desempleados como resultado del cambio tecnológico?

Para responder estas preguntas en un contexto rawlsiano, debiéramos ignorar nuestra posición como empleado o empleador, propietario del capital o proveedor de servicios laborales, del sector agrícola o minero, ambiental o industrial. Solo si cada miembro de la sociedad lo piensa separándose de sus intereses particulares, es posible que surja el interés público. Siguiendo este principio de justicia, se puede argumentar que las obligaciones recíprocas que surgen de él podrían ser el resultado de un acuerdo equitativo (justo) y libre entre los individuos.

La crítica comunitarista

El punto de partida de esta escuela es una doble reacción a la teoría rawlsiana. Por un lado, Rawls tiene una aspiración universalista, en el sentido de que aspira a alcanzar un principio único de justicia. Para el comunitarismo cualquier juicio dependerá de cómo las personas vean el mundo y no tiene mucho sentido buscar un principio al abstraerse de las creencias, prácticas e instituciones reales en las que viven los individuos. Por otro lado, Sandel y otros dentro del movimiento comunitario critican a Rawls por su visión excesivamente individualista del ser humano, dado que el contrato social al que aspira es uno en el que cada individuo se adhiere sobre la base de su conveniencia personal.

Sandel dice en Justicia: ¿qué es lo correcto? (2010) que “es cierto que la mayoría de nuestros argumentos tratan de promover la prosperidad y respetar la libertad individual”, pero no podemos ignorar que de hecho nos importa “qué virtudes son dignas de honor y recompensa, y qué forma de vida debería promover una buena sociedad”. Sandel argumenta que no existe oposición entre la búsqueda de la prosperidad y el respeto de las libertades individuales, y este aspecto del paradigma de la justicia que se refiere a cómo se debe vivir una buena vida.

Después de ilustrar su punto con muchos ejemplos, como suele escribir Sandel, el autor concluye que el consentimiento no es un argumento suficiente para respetar un contrato en todos los casos imaginables. Según Sandel, hay dos límites morales para el contrato. Primero, ese consentimiento no garantiza la equidad del contrato. De hecho, hay muchos casos imaginables (y reales) en los que existe el consentimiento de las partes, pero en los que la posición negociadora es totalmente asimétrica. Un ejemplo obvio ocurre con un monopolista y un consumidor que aceptan un contrato de venta, pero en condiciones desproporcionadamente favorables para el primero. Segundo, el consentimiento puede no ser suficiente para crear una obligación. En una relación comercial, las partes están obligadas a hacer algo bajo el contrato. Esa obligación es exigible en los tribunales. En el caso social, sin embargo, la “obligación” surge de un contrato ficticio. Lo que buscamos es crear condiciones para una adhesión probabilística a los términos del contrato, no obligaciones mutuas reales. No es una obligación exigible, porque al ser un acuerdo político, más bien se trata de generar condiciones para que sea más probable que se cumpla. Esto no sucede en casos extremos. Según Sandel, el contractualismo tendría una dosis de ingenuidad que puede conducir a una mala interpretación.

La dinámica del contrato social para borrar la violencia encarnada

Dentro de la tradición contractualista, Binmore (1996) ofrece un enfoque alternativo basado en la idea de que el “velo de la ignorancia” es un requisito demasiado estricto para ser aplicable. Utilizando la teoría de juegos, Binmore afirma que un contrato social puede entenderse como un equilibrio en el que ningún jugador tiene incentivos para apelar a la posición original con el fin de justificar una reforma. Esto supone que la posición original no puede ser, como argumenta Rawls, un concepto absoluto, un “limbo atemporal” o un “momento fundacional mítico”. El argumento rawlsiano supone un ejercicio sobrehumano: por un lado, hacer una abstracción de cómo se constituye la sociedad en los hechos y, por otro, una abstracción del proceso histórico mediante el cual la sociedad alcanzó su estado actual.

Además, Binmore señala que “cualquier estándar ideal de justicia que elijamos defender debería ser viable en al menos un mundo posible. Además, debería ser un mundo posible que se pueda obtener del mundo en el que actualmente vivimos mediante un proceso que es en sí mismo posible”. El atractivo del velo de la ignorancia es que permite el surgimiento de un principio de justicia; sin embargo, es un requisito excesivo para entrar en funcionamiento. Binmore sugiere una propuesta aplicable pero controvertida en la que el estado de la naturaleza no es nada sino el statu quo actual.16

La gran ventaja del statu quo, en comparación con cualquier alternativa, es que contiene toda la memoria histórica de los miembros de la sociedad. A diferencia de la posición de Rawls, Binmore afirma que esa memoria no puede descartarse ni es posible planificar el futuro de la sociedad como si no existiera.

El problema, por supuesto, es que ese statu quo puede encarnar la violencia pasada. Como dijo Tocqueville, “los abusos del pasado, que se consideraban naturales, dejan de serlo cuando uno percibe la posibilidad de deshacerse de ellos”.

Los arreglos constitucionales en particular, argumenta Shane (2006), tienden a incluir negociaciones políticas controvertidas y caóticas, pero son necesarias para llegar a un acuerdo. En sus propias palabras, al analizar la Constitución de Estados Unidos:

Aunque las palabras “esclavo” y “esclavitud” nunca aparecen en el documento, en un gesto a las sensibilidades de los estados libres, la Constitución prohibió al Congreso detener o incluso gravar el comercio internacional de esclavos antes de 1808 (Art. I, § 9). (...) El artículo que rige la enmienda constitucional protegía la “ventana” de la trata de esclavos por 20 años al prohibir cualquier enmienda que la acortara (Art. V). La Constitución (agrego yo: ¡aún en 2020!) dice que ningún estado puede promulgar leyes que pretendan dar de baja del “servicio o trabajo” a cualquier persona que se escape a ese estado desde otro en el que legalmente están “obligados al servicio o trabajo”. Cualquiera de estos escapados “se entregará a solicitud de la parte a quien se le deba dicho servicio o trabajo” (Art. IV, § 2).17

En este sentido, el marco institucional actual puede “encarnar la violencia pasada”.18 La ilegitimidad de origen que se reclama de la Constitución chilena tiene el mismo problema: encarna violencia pasada.

Binmore sugiere que cualquier persona debe ser capaz de invocar a la posición original para revaluar lo que es justo, porque nadie está obligado a respetar los acuerdos hipotéticos alcanzados en el pasado. Esto quiere decir que los acuerdos precontractuales deben ser pocos si queremos que el contrato social evolucione y borre lo que quede de violencia incrustada en las instituciones actuales. El contrato social debe mejorarse constantemente y esto debe hacerse dentro de un marco institucional que lo permita.

Desde esta perspectiva, la principal falla de la Constitución chilena actual son sus condiciones de reforma para reflejar las aspiraciones ciudadanas. Esas reglas no solo contemplan un alto quorum para el cambio constitucional mismo, cosa que es común, sino que también la numerosa presencia de Leyes Orgánicas Constitucionales con quorum supramayoritarios más la existencia durante los primeros 15 años de democracia de senadores designados y durante 25 años de un sistema electoral que beneficiaba a la derecha.

La noción de contrato social como equilibrio da la impresión de que el contrato social es precario. Es una observación precisa en nuestra opinión. El contrato social es una institución que necesita ser cuidada y perfeccionada permanentemente, y para eso debe evolucionar. Tal evolución obviamente plantea riesgos para aquellos que se benefician del statu quo, pero no hay alternativa: a medida que cambian las expectativas de los actores, los objetivos de los participantes en una comunidad política evolucionan, las circunstancias los hacen revaluar su pertenencia a esa comunidad, y el marco institucional debe estar sujeto a revisión, si la “voluntad general” así lo desea.

Binmore, quien se declara un defensor de las condiciones de vida burguesas, señala que los más ricos de la sociedad deben entender que “los derechos de propiedad de aquellos que disfrutan dependen del reconocimiento de esos derechos de los más desposeídos”. El conflicto es inevitable desde el momento en que todos los actores sociales “juegan” equipados con diferentes aspiraciones e intereses. En una sociedad sana, hay un equilibrio entre los beneficios de la cooperación mutua y el desgaste que produce la lucha interna. La existencia de un equilibrio requiere convenciones sobre cómo coordinar comportamientos, es decir, cómo resolver conflictos, cómo distribuir las oportunidades, riesgos y costos. El contrato social como equilibrio puede interpretarse como un sistema de coordinación de estas

convenciones.

La institución emblemática del contractualismo:

el Estado de bienestar

En la definición de Rousseau, que afirmamos se puede aplicar a todas las familias contractualistas, el objetivo es generar condiciones para que los individuos maximicen su potencialidad de desarrollo y su libertad, tanto respecto al Estado como a otros ciudadanos. En cuanto a la autonomía respecto del Estado, esto supone imponer al poder político ciertos principios, como la separación de poderes (judicial, legislativo y ejecutivo), la alternancia en el ejercicio del poder y el régimen representativo democrático. En cuanto a la autonomía con respecto a los ciudadanos, esto supone la igualdad de deberes y derechos.

El que cada uno esté disponible para “darse” a la comunidad de manera que nadie obtenga menos de lo que otorga, es posible si el Estado favorece la satisfacción de necesidades que son importantes dado el tipo de vida que llevan los ciudadanos de este contrato social. En muchos casos, esas necesidades se resuelven usando el mecanismo de mercado. Sin embargo, usualmente los mercados segmentan clientes proponiendo soluciones de distinta calidad en función del ingreso. El problema aparece cuando el sistema produce una segmentación de calidad que ofende ciertos valores sociales. Por ejemplo, cuando la ley permite que una clínica o un hospital exija dejar una garantía para acceder al servicio de urgencia, está permitiendo que pacientes de menores ingresos no reciban tratamiento cuando más lo necesitan.19 Cuando la satisfacción de alguna necesidad requiere una forma de distribución especial, alejada de la lógica de mercado, estamos en presencia de un derecho social.20

La forma por excelencia de satisfacción de estas necesidades en los países occidentales ha sido el Estado de bienestar que, con distintas estructuras, coberturas y objetivos, está presente en todos los países desarrollados.

Hay críticas al Estado de bienestar, cuyo objetivo real es cuestionar la existencia de un contrato social. De esta manera, vale la pena detenerse un poco en este debate.

Sandel (1996) señala que los defensores del Estado de bienestar lo hacen dentro de la lógica contractualista porque “respetar la capacidad de las personas de elegir sus propios fines significa proporcionarles los requisitos materiales necesarios para la dignidad humana, como alimentos y vivienda, educación y empleo”. En otras palabras, desde un punto de vista contractualista, una consecuencia del Estado de bienestar es expandir los espacios de libertad que disfrutan los individuos.

Entre las muchas dimensiones que tiene este problema, una que es importante para nuestra discusión se refiere a la descomodificación del servicio provisto. Lo que hace especial al Estado de bienestar es que reconoce la dignidad de los receptores, por lo que requiere crear condiciones que hagan posible el tratamiento humano. El Estado de bienestar proporciona servicios que, desde la perspectiva del receptor, podríamos calificar como de gran relevancia existencial. El Estado de bienestar provee servicios cuando las personas se encuentran en una situación precaria: una mujer embarazada que va a dar a luz, una paciente con enfermedad terminal que lucha por su vida, una anciana que requiere una pensión de vejez o niños huérfanos que requieren una pensión de la supervivencia son casos extremos de eso.

Es por eso que autores como Gosta Esping-Andersen (1990) afirman que “el criterio principal de los derechos sociales debería ser el grado en que permitan a las personas desarrollar niveles de vida independientes de las fuerzas del mercado puro. En este sentido, los derechos sociales disminuyen el estatus de ‘mercancía’ de los ciudadanos”, y por lo tanto aumentan su libertad.

Es curiosa la contradicción entre esta interpretación del Estado de bienestar como fuente de libertad, y la visión exactamente opuesta de Hayek, a saber, que el Estado de bienestar es un “camino de servidumbre”. De hecho, en 1942, cuando Beveridge publicó el informe que dio origen al Estado de bienestar británico, Hayek, traumatizado por los Estados totalitarios nazis y soviéticos, predice que la extensión del Estado de bienestar es solo el comienzo de un camino de sumisión de los individuos al capricho de los estados y sus gobernantes.

Es evidente a nivel teórico que ambas concepciones se pueden defender y/o atacar de forma aislada. Uno puede imaginar políticos corruptos que explotan los beneficios del Estado de bienestar para sobornar a los beneficiarios, en cuyo caso perderían la libertad y se someterían a sus deseos. Pero esto implica la ausencia o fragilidad del Estado de derecho, porque en el Estado de bienestar los beneficios deben asignarse de acuerdo con criterios preestablecidos.

La cuestión de si existe o no un Estado de bienestar para la promoción de la libertad debe resolverse empíricamente. Aunque es evidente que existen problemas en los estados de bienestar, por ejemplo, con respecto a su sostenibilidad financiera, es evidente a nivel empírico que ni el Estado de bienestar británico ni ningún país occidental terminaron en amenazas a la libertad. Más bien sucedió lo contrario: no hay países más libres que aquellos en los que se ha puesto en marcha alguna forma de Estado de bienestar.

Lecciones para Chile

No es paradójico que a pesar de todos sus logros en materia de crecimiento económico y disponibilidad general de bienes y servicios, Chile haya vivido un creciente clima de inestabilidad social que culminó con el estallido social de 2019. La razón que esgrimimos en este artículo es que solo alguien usando una visión utilitarista del mundo podría sorprenderse. Cualquier lectura contractualista es compatible con esta situación ambivalente: progreso y crisis.

Una vez que uno acepta esto, surgen consecuencias interesantes para el caso chileno, pero entre ellas las principales que ilustra este análisis es que un marco institucional sano se caracteriza y requiere cumplir con lo siguiente:

1.El contrato social es un delicado equilibrio de expectativas de agentes sociales, políticos y económicos.

2.El marco institucional debe generar condiciones para que las personas sientan que su sometimiento voluntario a las leyes resulta conveniente porque obtienen a cambio garantías superiores de que podrán realizar el modo de vida que quieran.

3.Esto supone que los mecanismos de donde surgen esas leyes son neutros ex ante.

4.Resulta crítica la supervisión eficaz del cumplimiento de las leyes. Esto implica que el Estado debe velar por la simetría en los esfuerzos desplegados para inducir ese cumplimiento.

5.La corrupción atenta contra la estabilidad del contrato social porque sesga tanto el mecanismo de generación de las leyes como sus procedimientos de supervisión.

6.El uso arbitrario y opaco del poder coercitivo del Estado atenta contra la estabilidad del contrato social porque induce a la rebelión contra las leyes y su supervisión.

7.El marco institucional debe evolucionar a tiempo para acomodar los cambios en las formas de vida de las personas y sus expectativas de satisfacción de necesidades.

8.El marco institucional debe equilibrar los roles del Estado y del mercado con formas alternativas de participación ciudadana en lo político, social y económico. En lo político, esto favorece que los intereses ciudadanos se expresen de mejor forma si el sistema representativo falla. En lo social, favorece atender necesidades con más flexibilidad que la que permite el Estado. En lo económico, permite canalizar mejor las capacidades de individuos con alta motivación intrínseca y sentido de misión.

La estabilidad del contrato social en Chile

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