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El fracaso de Cambiemos
El Gobierno de Cambiemos imaginó quedarse en el poder más de un período. Periodistas, dirigentes políticos, investigadores e intelectuales creyeron lo mismo. Existió un optimismo que atravesó distintas miradas ideológicas y posiciones institucionales. A la fatiga agonal que dejaba el kirchnerismo se le presentaba, o por lo menos parecía, una novedad fundada en la reducción de la politización y de la división política, tan potente en el gobierno anterior. Un optimismo del “punto medio” y de la moderación que inclusive recibió muchos más apoyos de los que obtuvo el propio Mauricio Macri.
En las elecciones de medio término de octubre de 2017, Cambiemos obtuvo poco más del 41% de los votos y la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner perdió con su lista de candidatos a senadores por la provincia de Buenos Aires contra el poco carismático Esteban Bullrich, quien se venía desempeñado como ministro de Educación desde el 10 de diciembre de 2015. Para muchos, esa elección en la provincia de Buenos Aires marcaba, sin duda, un fin de ciclo.
El gradualismo, iniciado en 2015 como una especie de transición hacia un neoliberalismo con agenda social, se articulaba en torno a las dos mujeres relevantes de la coalición: María Eugenia Vidal y Carolina Stanley. Una desde la gobernación de la provincia de Buenos Aires y la otra desde el Ministerio de Desarrollo Social llevaron adelante una ingeniería política y territorial para lograr orden y estabilidad. El macrismo, además de adecuar los precios y tarifas de servicios públicos a las demandas empresariales nacionales e internacionales, ponía en marcha este diseño político para evitar conflictos y ensanchar las bases de apoyo.
El ajuste en la estructura de precios relativos implicó una fuerte caída del salario real, sentida en el sector privado formal, más acentuada en los empleados públicos y muchísimo entre los trabajadores y trabajadoras informales golpeados duramente por una inflación que durante tres de los cuatro años de Gobierno superó todas las marcas desde 1991.
Desde mediados de 2018, al Gobierno nacional se le fueron desgastando los apoyos por fuera de los sectores más duros o “intensos” que lo seguían acompañando. En las elecciones primarias de 2019, Cambiemos sufrió un importante revés electoral y cayó a los niveles de las primarias de 2015. Macri llegó al poder con una porción del electorado fiel y se fue con la misma.
En el primer año de Gobierno macrista, el PBI cayó en una medida que neutralizó el pequeño crecimiento de 2015. La remontada de 2017, el año del triunfo electoral de medio término, solo recuperó la caída de 2016, pero dejó a la economía argentina apenas en el punto en que la había dejado el kirchnerismo dos años antes. Los años 2018 y 2019, dos períodos consecutivos de recesión, hicieron que Cambiemos terminara su gestión dejando un PBI menor al de diciembre de 2015 y con la casi certeza de caída en 2020: el Banco Mundial pronosticaba un descenso superior al 3% para el primer año del Gobierno de Alberto Fernández, sin conocer todavía el mazazo que iba implicar para la economía la sorpresiva crisis mundial desatada con la pandemia del coronavirus.
En los resultados electorales de 2017 algunos analistas creyeron observar el inicio de una articulación hegemónica duradera. Todavía no habían reparado que recrear la división política desde una mirada elitista sellaría su núcleo duro, pero no ampliaría hacia otros sectores. La victoria sobre Cristina Fernández de Kirchner otorgaba un plus a esta mirada y abría expectativas reeleccionistas. Ante un peronismo dividido, Macri, Vidal y Larreta se afianzaban en sus jurisdicciones y Cambiemos lograba legitimar criterios de rentabilidad empresaria, una modernización precaria y apoyo ciudadano.
El ex presidente Carlos Menem (1989-1999) había logrado articular, con cierto éxito, ajuste y legitimidad electoral. Pero, a diferencia de Macri, contaba con el apoyo de la CGT y no existían grandes divisiones en el peronismo. Justicialismo, CGT y gobernadores, con más o menos reticencias, dotaron de gobernabilidad a una de las mayores reformulaciones económicas y sociales de la Argentina. La hoja de ruta menemista se impuso al calor de una dramática crisis social dejada por la hiperinflación. Macri inició su gobierno sin crisis, tenía a su favor el malhumor social contra el kirchnerismo. No hubo saqueos, disparadas inflacionarias, ni hambre, sino algunos problemas económicos no menores que dejaba CFK y cierto rechazo a su Gobierno, basado en las denuncias de corrupción y en el hartazgo por su hiperpolitización.
La construcción mediática de equiparar el dinero robado vía corrupción a “uno o dos PBI” –más allá de lo delirante e impreciso de las cifras– buscó asociar al kirchnerismo a la experiencia menemista. Menem construyó su legitimidad en momentos de disolución del orden social y económico; mientras que el macrismo lo hizo solo en base al rechazo a un gobierno que había dejado el poder en momentos de paz social. Menem tuvo el handicap de la crisis; mientras que Macri, solo el apoyo que había surgido frente al rechazo a CFK. Y más allá de que muchos causantes de ese descontento tuvieran origen en numerosas acciones del Gobierno kirchnerista, no cabe duda de que asistimos a un minucioso trabajo desde las grandes empresas mediáticas, desde varias oficinas de la justicia federal y desde el exterior para poner en cuestionamiento cualquier elemento positivo de la etapa progresista abierta en 2003. Similares estrategias, discursos y agendas se vieron durante los mismos años para deslegitimar y destituir a gobiernos progresistas en la región.
El cambio logrado a fines de 2015 en la Argentina no presentó los ribetes de quiebre y violencia que tuvieron los desenlaces de otros gobiernos progresistas en América Latina, como el derrocamiento de Manuel Zelaya en Honduras; la destitución de Fernando Lugo en Paraguay y de Dilma Rousseff en Brasil; el encarcelamiento de Lula en ese mismo país; la partición de Revolución Ciudadana en Ecuador, que culminó con el procesamiento y el exilio del popular ex presidente Rafael Correa; y, más recientemente, el golpe contra Evo Morales en Bolivia que consiguió llamar a nuevas elecciones proscribiendo al ex presidente y la persecución y el exilio de su vicepresidente y varios de sus ex funcionarios.
En la Argentina se gestó una nueva derecha que gobernó con dos velocidades: gradualismo y severo ajuste. Accedió al poder democráticamente y se retiró también por las urnas. La primera velocidad duró poco. Luego del festejo electoral de octubre de 2017, y de lo que parecía una inevitable reelección del oficialismo para 2019, dos hechos en el mes de diciembre advirtieron sobre las fragilidades del esquema económico y la precariedad del apoyo de buena parte de la sociedad argentina. El cambio de las metas de inflación y la represión en el Congreso Nacional durante la discusión parlamentaria sobre la reforma jubilatoria iniciarían el derrumbe de Cambiemos.
El 29 de diciembre de 2017, el ministro de Economía, el presidente del Banco Central y el jefe de Gabinete anunciaron que la meta de inflación para 2018 no sería del 10%, como estaba pautada en el presupuesto 2018 recientemente votado por el Congreso Nacional, sino del 15%. El anuncio impactó porque mostró improvisación y debilidad. Sin embargo, la realidad sería muy distinta: la inflación de 2018 no sería ni del 10 ni del 15, como así tampoco del 20, sino del 47,6%, la más alta desde 1991, cuando arrancó el Plan de Convertibilidad al inicio del menemismo, solo superada por el año que vendría después: 2019.
Quince días antes, Cambiemos había querido imponer una reforma jubilatoria que implicaba una reducción de 100 000 millones de pesos del presupuesto de jubilaciones, pensiones y asignaciones en medio de una turbulenta jornada en la que el oficialismo no pudo llegar al quórum para hacer votar la ley. Violentando el reglamento de la Cámara de Diputados, en medio de la acusación de poner diputados truchos, intentaron comenzar la sesión cuando ya había vencido el plazo para lograr el quórum. En medio del escándalo, que generó incidentes dentro de la Cámara Baja, la Gendarmería reprimió brutalmente en las calles donde había decenas de miles de personas manifestándose en contra de la reforma.
Esta derrota múltiple en la opinión pública llevó a la superficie muchos fantasmas y memorias de la Argentina reciente a tan poco tiempo del triunfo electoral. En solo una tarde se condensaron demasiadas imágenes y sucesos: el uso discrecional del reglamento parlamentario por parte de un gobierno que se había posicionado contra la arbitrariedad kirchnerista; la represión en las calles; y la movilización afectiva que suscitó en la opinión pública un ajuste sobre la vida de los jubilados y jubiladas promovido por sugerencias del Fondo Monetario Internacional. La memoria de la gramática que asumió la explosión de diciembre de 2001, se reactualizó parcialmente en las calles y en la dirigencia política. Las experiencias del kirchnerismo y el macrismo fueron resultado de la convulsión de 2001, pero también ese año opera como un momento límite. Un año de fundación al que nadie quiere volver.
El macrismo tuvo la rara habilidad de propinarse una derrota múltiple en la articulación de todos estos hechos en esa sola tarde del 13 de diciembre de 2017.
Los reclamos de los jubilados y las demandas de los organismos de derechos humanos en temas vinculados con la última dictadura militar son quizás de las fibras más sensibles que se fueron cimentando en la opinión pública en estas décadas desde la recuperación democrática. Las dos únicas derrotas en la calle que tuvo Cambiemos fueron justamente en cuestiones vinculadas a estos dos temas: la masiva movilización que dio por tierra la resolución de la Corte Suprema que beneficiaba a los condenados por crímenes de lesa humanidad y genocidio mediante la reimplantación del 2x1 y que culminó con una movilización de cientos de miles de personas en el centro de la ciudad de Buenos Aires el 10 de mayo de 2017; y una reforma jubilatoria que a todas luces era un brutal ajuste a los ingresos de jubilados, pensionados y beneficiarios de asignaciones universales.
Entre la improvisación, la crisis internacional cuyas características se volvieron cada vez más perjudiciales para la economía argentina y las inversiones que nunca llegaron en el volumen anunciado, al macrismo se le hizo muy visible a comienzos de 2018 uno de los grandes problemas estructurales argentinos: la restricción externa, es decir, la falta de divisas, como el gran cuello de botella del desarrollo en la Argentina del que tanto se ha escrito y analizado, pero esta vez con un aspecto distinto a considerar. Esa restricción inscripta en la lógica de un capitalismo que se venía reconfigurando desde la crisis de 2008 se ha complejizado con la guerra comercial entre los Estados Unidos y China y con la relocalización del mundo industrial en China y del financiero en Occidente.
El macrismo banalizó los efectos de esta restricción y la pesada rutina económica de altas tasas de inflación. Desconoció el peso de ambas cuestiones en la historia argentina, o por lo menos creyó que solo con un cambio de gestualidades, sumado a que Macri era un presidente que venía de la cúpula empresaria local, se abriría el flujo de divisas y bajarían las expectativas inflacionarias. Cambiemos creyó que la fuga de capitales y la dificultad para atraer inversiones eran fruto del carácter “populista” del Gobierno anterior, de la desconfianza, y no un problema estructural de la economía y de la cultura económica de Argentina.
Cambiemos le retiró peso dramático –e historicidad, como a los billetes– a ambas cuestiones al suponer que la inflación era algo fácil de solucionar y que era un fenómeno que se explicaba solo por la impericia técnica o política de un gobierno. Si bien pudo lograr un descenso en los niveles de crecimiento inflacionario durante 2017 llegando al 24,7%, y también el descenso de los niveles de pobreza en relación a los que dejó el kirchnerismo en 2016 (datos eficientemente utilizados para construir el relato del comienzo del fin de la crisis, que sin duda contribuyó a cimentar el triunfo electoral de octubre de 2017), a principios de 2018 la inflación retomó su aceleración superando a la de 2016.
En 2019, llegó al 53,8%, constituyéndose en la marca inflacionaria más alta desde el inicio de la convertibilidad en 1991. Para las elecciones de octubre de 2019 se había usado casi todo el crédito del FMI para evitar la disparada del dólar. Sin embargo, este subió más del 50% en los diez primeros meses del año, lo que obligó al Gobierno a usar una de las herramientas más denostadas de los últimos años del kirchnerismo: límites a la compra de divisas. Debilidad, falta de resultados, falta de rumbo y empeoramiento de la situación general desde la derrota del Gobierno en las elecciones primarias de agosto de 2019 dejaron la posibilidad de revertir el resultado en octubre en el plano de los milagros. Aun así, el objetivo más realista, aunque lejano, de acceder a un ballotage, no estuvo tan lejos a partir de la enorme remontada lograda por Juntos por el Cambio en los dos meses que pasaron entre elección primaria y elección general.
El macrismo empezó a sufrir severamente por el fracaso de su apuesta económica. El levantamiento en los primeros días de Gobierno del llamado periodísticamente “cepo”, es decir, la restricción a la compra de moneda extranjera, solo facilitó la fuga de capitales. Este hecho terminó de forma rápida con el análisis de que la fuga era producto de la inseguridad que les generaban a los tenedores de divisas los llamados gobiernos populistas.
La posibilidad de comprar dólares no desalentó su compra. La posibilidad de acceder a la moneda extranjera de manera fácil y plena no tranquilizó a los “ansiosos”. Todo lo contrario. La dinámica de la compra y fuga de dólares fue uno de los factores más erosivos de un gobierno que, en nombre de la libertad de circulación y de obtención de moneda extranjera sin ningún límite –hasta una leve modificación en sus últimos meses–, dinamitaba las bases propias de su sustentación política. La fuga de capitales en los cuatro años de Gobierno de Cambiemos fue gigantesca y se mantuvo casi con precisión milimétrica la estrecha relación deuda/fuga que ya se había mostrado en todos los gobiernos que aumentaron drásticamente el endeudamiento.
Así, el macrismo construyó en gran medida su propio derrumbe y derrota, y a medida que el descalabro social se fue potenciando, un peronismo que se había mantenido con cierta prudencia (y apoyo en algunas de sus leyes) comenzó a pensar en la posibilidad de congregarse. Las dos “Alemanias” peronistas se reunificaron en contra de un neoliberalismo que atentaba contra una dimensión común e identitaria del mismo: el mercado interno y todas las articulaciones históricas y sociales que provoca y recrea.
A principios de 2018, el Gobierno, que hacía pocos meses festejaba el comienzo del despegue, se mostró en terapia intensiva y puso repentinamente su última carta sobre la mesa para no entrar en una crisis externa como las de finales de la dictadura militar, el último período del Gobierno de Alfonsín o la de 2001 y verse obligado al default.
El Gobierno volvió a aceptar los consejos y recomendaciones del FMI. Si bien la reforma previsional de 2017 estaba en el marco de las recomendaciones del organismo internacional, ya la principal usina de ideas del PRO –como la Fundación Pensar– desde 2012 proponía estos cambios que implicaban ajuste del gasto y reducción del valor real de jubilaciones y pensiones.
A pocos meses de que el FMI aclarara que la Argentina no pedía auxilio económico, terminó solicitándolo en 2018. Esto le provocó un costo político significativo. Primero, porque quedó al descubierto la debilidad macroeconómica; y segundo, la improvisación y vacilaciones del oficialismo se volvieron visibles para propios y extraños. Esto, sin duda, le trajo aparejado como mínimo la “retirada” de muchos de sus votantes y el repliegue del Gobierno en su núcleo duro.
El llamado a un sacrificio social en pos de un futuro demasiado incierto volvía más patente un presente que mostraba las enormes fragilidades estructurales del país que el macrismo no había hecho más que aumentar.
La idea de fracaso se instaló durante 2018. El macrismo había creado su propia crisis, tanto en el país como en el entramado de las adhesiones y al interior de su propia coalición política y económica. El argumento de la “pesada herencia”, que se presentó para señalar y legitimar el “sinceramiento” de las variables económicas, como así también combatir el “bienestar ficticio” producido por el Gobierno anterior, fue aceptado por cerca de la mitad de la población, según varias encuestas de opinión pública de mediados de 2017. Este argumento fue perdiendo peso explicativo en 2018. Estaba claro que la argumentación presidencial no interpelaba a un conjunto de ciudadanos y ciudadanas que lo habían apoyado en las elecciones de 2015 y 2017. El quiebre de la escucha y de la adhesión empezó a marcar un lugar de no retorno. A partir de 2018 ni el miedo bolivariano a convertirnos en otra Venezuela, ni el sueño irreal de consumo fueron horizontes poderosos para mantener todo el apoyo de 2017 en el redil oficialista.
La “burbuja de bienestar” como clave interpretativa de la acción de los gobiernos peronistas se sostenía en la idea de gasto público desmesurado y subsidios escandalosos. Esa clave duró poco. En la medida en que Cambiemos no logró mostrar un solo indicador de crecimiento, aumento del consumo o del empleo, descenso sostenido de la inflación ni reducción de la pobreza, dicha explicación perdió fuerza y consenso. El macrismo se quedó con ese 30% que habita los universos del antiperonismo y el universo de la derecha ideológica. Fue perdiendo su capacidad de construir una posición hegemónica. Solo ese espacio se mantuvo fiel. Este espacio electoral, que recién en 2015 había logrado constituirse en una opción de mayorías electorales, implicó un piso significativo para toda opción que planteara un ajuste de cuentas con el peronismo. Cambiemos también fue la “defensa” de una posición política importante en la historia argentina y dotó de vitalidad a la misma, lo que se pudo observar en las manifestaciones públicas que lo apoyaron luego de las elecciones primarias y sobre todo en la enorme movilización en la avenida 9 de Julio una semana antes de la derrota electoral en las elecciones primarias del 27 de octubre.
Existe un inicio del caos: año 2017. Y se extiende como una mancha hasta las elecciones presidenciales de 2019. Las políticas económicas, la desilusión social, la crisis y el aumento de la pobreza estallaron en las vidas cotidianas y en la visualidad de las grandes ciudades. Estas se repoblaron de trapitos, vendedores ambulantes, personas en situación de calle. La sensación de “caída” de lo social se articuló con un lento derrumbe del Gobierno nacional. De alguna manera, esa desconexión que el macrismo pensó e imaginó entre la política (“Déjennos a nosotros que sabemos qué hacer y ustedes hagan sus vidas”) y los ciudadanos y ciudadanas nunca se dio. Nadie delegó la política en una elite meritocrática que se aferraba en un saber singular para cambiar el país, ni el macrismo provocó las condiciones para afirmarse como dicha elite. Sucedió todo lo contrario: los embargó la improvisación.
El destino individual, familiar y colectivo en la Argentina todavía se piensa vinculado al Estado y a la política. Esa “desconexión” buscada o imaginada nunca se produjo, y menos en momentos de crisis donde la referencia continuó siendo la estatalidad y sus políticas.
El macrismo no se asumió como una clase política estatal, sino una mediación entre sus votantes y un Estado del que desconfiaba (inclusive, al que le atribuía zonas turbias e infranqueables). Representó los apetitos individuales de reducir al máximo sus capacidades para obtener algunas ventajas (fiscales, tributarias, económicas), pensándose más como afectados económicos (homo economicus) que como gobernantes que debían perseguir el bien común.
El derrumbe del macrismo implicó muchos colapsos al mismo tiempo: el de un gobierno como sistema de alianzas; el de una mirada sobre la economía y el poder; el de las expectativas económicas de los ciudadanos y ciudadanas; y el de una perspectiva sobre el individuo y sobre su capacidad empresarial o económica. Un colapso de múltiples dimensiones al cual se suma su escaso conocimiento de los ritmos históricos y económicos de la Argentina. Una elite política que, si bien garantizó rentabilidades económicas a algunos grupos empresariales y financieros locales y extranjeros, a otros, como los compradores de bonos o a muchos empresarios locales, les hizo perder mucho dinero. No pudo constituirse en la conducción de un nuevo bloque de poder que aspirara a perdurar.
Su apoyo total al libre mercado, en un contexto de guerra comercial de los Estados Unidos y China, del Brexit y de procesos que aspiraban a limitar el optimismo neoliberal, puso al macrismo –a partir de una lectura rápida y simple sobre el movimiento del capitalismo actual– a contramano de los cursos de acción de la economía global actual. La adscripción por el libre mercado no le trajo tantos beneficios como imaginó: en un mundo inestable y convulsionado no abundaban las inversiones productivas y existían demasiados mercados para la inversión, muchos más que hace unas décadas. El Gobierno de Frondizi (1958-1962), al que Macri varias veces puso como referencia, podría ser un antecedente de un desarrollismo que había apostado por la inversión del capital extranjero y la alianza estratégica con los Estados Unidos. Pero, entre la década de los sesenta y la actualidad, la lógica del capitalismo argentino y mundial se han modificado sustancialmente
La política de “insertarse al mundo” alineándose a la geopolítica norteamericana ni siquiera logró los beneficios obtenidos en los primeros años de Menem. El ex presidente peronista consiguió por lo menos el retorno de capitales fugados, refinanciar la deuda, lograr años de crecimiento y disciplinar para siempre el peso de las Fuerzas Armadas en la política argentina. Macri solo fue apoyado por Trump en relación con la deuda externa. Le costó grandes batallas conseguir vender los limones tucumanos al mercado norteamericano y sufrió restricciones a la exportación de acero. Una relación de amor muy desigual. Estados Unidos le garantizó a la Argentina un surtidor de dólares del FMI y nada más.
Esos lineamientos banales de individualismo, sumisión total a la geopolítica norteamericana y reingreso al mundo globalizado a como diera lugar ya estaban a contramano de muchas de las tendencias en el mundo capitalista de ese entonces. A futuro, la construcción de una coalición que quiera imponer esa mirada está en las peores condiciones en casi cien años. A partir de la crisis desatada con la pandemia del coronavirus y la perspectiva de muerte generalizada, la revalorización del papel del Estado, de un sistema de salud sólido y la visibilización del antagonismo entre el privilegio de la rentabilidad y la vida misma hacen mucho más difícil cualquier construcción política que quiera basarse en el mantra ideológico del neoliberalismo, individualismo y conducción empresaria de los destinos de la nación.
Macri entró a la política como empresario, como presidente de un club de fútbol, como alcalde. Todos gobiernos exitosos. Colisionó, paradojalmente, cuando debía gobernar la nación, no una parte de la misma, sino la nación. Como si en Cambiemos la marca de lo nacional fuera una suerte de desajuste y contrariedad.
Es un fenómeno interesante. El macrismo pretendió asociar austeridad severa y construcción de un ciudadano racional, que entendiera la crisis y las maneras del voto. Pretendió conjurar las promesas populistas, achicar el consumo –fuente de inspiración de cualquier individualismo– y, además, apostó a que resurgiera un individuo tan racional que pudiera poner en entredicho su materialidad para abrazar un futuro incierto y un lejano paraíso social.
La derrota en manos del peronismo indica los fracasos del Gobierno de Juntos por el Cambio y también de un conjunto de miradas sobre la Argentina, su economía y los flujos imaginarios que organizan la vida ciudadana. Las elecciones primarias del 11 de agosto de 2019 construyeron un escenario paradojal. Alberto Fernández comenzó a pensarse y a intervenir como presidente electo y Macri se lanzó al territorio dejando la Casa Rosada al propio ritmo burocrático. La campaña del #SíSePuede buscó resituar la discursividad del ahora Juntos por el Cambio. A la lucha contra el kirchnerismo se sumó una simbología nacional o un tímido intento de unanimismo planteando que en esas marchas se encontraba el país. Un “populismo tardío”, como lo bautizó Jorge Asís.
El peronismo volvió al poder recogiendo entre sus propuestas el termómetro de lo social que dejó el macrismo. La emocionalidad peronista y su tratamiento del padecimiento y del dolor no parecen superados por otras opciones políticas. El macrismo fue un gobierno antihumanista y de una escasa sensibilidad por los otros. Esa imagen, en el marco de la crisis mundial explotada a los pocos meses de asumir el nuevo Gobierno del Frente de Todos con su enorme impacto local, hace que el relato que se va construyendo día a día sobre su legado le dificulte cada vez más el retorno al triunfo electoral, al menos desde esa misma plataforma.
En el derrumbe aparecen dos cosas: lo que sucedió y la mirada de los funcionarios que veían caer el Gobierno y apagarse su estrella. Este es un libro que se pregunta por las condiciones económicas, políticas y culturales que facilitaron su fracaso; por las corrientes de opinión que persisten en la sociedad argentina y que limitan las experiencias o propuestas neoliberales. También invita a pensar los condicionantes que el derrotado Gobierno de Macri le plantea al peronismo y cómo este se tendrá que ir redefiniendo. La experiencia fallida del macrismo no saca de escena a un universo de identidades que se coagulan en el antiperonismo y la derecha, sino que su “falla” puede articular espacios políticos y apuestas que presionen sobre un gobierno que recibe las resonancias y los escombros de su fracaso sumado a las enormes consecuencias de la crisis internacional de comienzos de 2020. El aliciente para el Gobierno de Alberto Fernández, en el camino de escombros que es la Argentina en el 2020, está solo en el nuevo e inesperado clima de época: el Estado, lo público y la solidaridad, valores esgrimidos por el nuevo Gobierno en contraposición al que fue derrotado en las urnas, se vuelven repentinamente casi vitales en el mundo, que las implora a gritos como único modo de no perecer.
Este libro combina análisis político, sociológico y económico para entender en su multidimensionalidad el fracaso de la experiencia Cambiemos/Juntos por el Cambio y ser un aporte más para comprender la etapa que nos toca vivir en el país.