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CAPÍTULO 2

LA GRIETA PROGRESISTA

E l punto inicial del progresismo argentino del último medio siglo debe situarse en el momento de la recuperación democrática.3 El Gobierno de Raúl Alfonsín inauguró el universo socialdemócrata con el que entabló diálogos con propuestas políticas que habían dejado atrás la búsqueda de la revolución. Entre esas fronteras que apoyaban la idea de un cambio político sin violencia, la reivindicación del pluralismo y el juzgamiento, aunque sin precisiones acerca de cómo llevarla a cabo, a los perpetradores de la masacre dictatorial, se articuló el universo progresista. La idea de un cambio sin violencia se sostenía sobre dos figuras a las que la política no podía regresar: las acciones guerrilleras de los setenta y la represión estatal. El Nunca más parecía fundar ese límite al cual la política no podía regresar ni permitir. El Estado no podía desaparecer gente, ni aniquilar organizaciones políticas, tampoco los grupos políticos podían hacer uso de la violencia para competir por el poder. Introducir la violencia en la política, de la forma que fuera, impedía la vida institucional y la garantía de derechos.

Pero esa apelación a la no violencia no solo posó su mirada en los militares o en las organizaciones guerrilleras, sino que se extendió como un clima de época y tuvo en la quema del ataúd radical por parte de Herminio Iglesias, un símbolo de todo aquello a lo cual la mayoría no quería regresar.4 Ese peronismo que habían reconstruido Ítalo Luder y Herminio Iglesias a la salida de la dictadura fue asociado a una violencia que el alfonsinismo quería conjurar. El debate televisado entre el canciller Dante Caputo y el senador peronista Vicente Leónidas Saadi por el conflicto del Beagle en 1984 mostró una escena que persiste hasta hoy: un político moderado y meticuloso con el lenguaje del derecho frente a otro exaltado y casi violento. El peronismo quedaba de ese lado.5

Alfonsín tuvo la gran habilidad política de hacer ver a ese peronismo de la post recuperación democrática como un espacio político atravesado por la violencia. Como si fuesen parte de un hilo que los uniese a Montoneros y a la Triple A. La violencia quedó del lado del peronismo. Es cierto también que, con la irrupción de la renovación peronista a mediados de los años ochenta, ya recuperada la democracia, y el desplazamiento de casi toda la conducción partidaria de 1983, el alfonsinismo debió modificar en parte su relato: había un peronismo vinculado a la violencia, pero otro peronismo de la democracia con el que competiría en el mismo terreno, que sería un jugador plenamente comprometido con la democracia y que mostraría las flaquezas del radicalismo en su lucha contra los poderes fácticos. Esa lectura tan binaria, que le posibilitó a la UCR el triunfo contundente de octubre de 1983, ya no sería un arma efectiva pocos años después.

Al progresismo que irrumpió en la transición a la democracia no le gustaban las guerras, sino la recreación de la resolución de los conflictos en los espacios institucionales que aparecían como el lugar de la política, del acuerdo y del disenso. El discurso tan potente de Raúl Alfonsín, “con la democracia se come, se cura y se educa”, es generador de ese progresismo argentino que buscaba en la democracia la ampliación del bienestar social. El influjo progresista va a legar una marca importante en el debate político argentino: la democracia debe apuntar a la reparación y a sortear desigualdades y no a provocarlas.

A ello se sumó un hecho fundamental: la expulsión de la amenaza militar y el Juicio a las Juntas, donde se exhibió la muerte despiadada provocada por el Estado. El Nunca más (1984), uno de los libros más vendidos de la historia argentina, constituyó el anabólico espiritual del progresismo. Juzgar el horror con las instituciones democráticas. Sin venganzas. Aplicando la ley, como nos explica el Nunca más en el prólogo escrito por Ernesto Sabato, como se hizo en el caso italiano. El Gobierno de Italia había derrotado a la guerrilla de las Brigadas Rojas con la ley y sin apelar a la tortura. Ernesto Sabato era la figura ideal de identificación de ese progresismo reformista que no quería más golpes de Estado, pero tampoco lucha revolucionaria. Sabato, que había defendido el accionar represivo en los primeros años y que después de la guerra de Malvinas había pasado al campo de la lucha por la recuperación democrática, expresaba en buena medida y daba cuenta del mismo recorrido que había hecho una parte importante de la clase media argentina, que lograba con el alfonsinismo y los relatos que imponía, sentirse a gusto en esa democracia de ciudadanos libres sin excesos. Sobre todo, no se le exigía responder qué había hecho o dicho en los años de represión más dura.

Tan fuerte fue ese legado, que el kirchnerismo daría cuenta de esta premisa poniendo como punto central de su agenda no matar ni reprimir en la protesta social. Al mismo tiempo, y cortando con casi veinte años de impunidad, retomaría el impulso del “Nunca más” de una manera mucho más contundente y sin ambivalencias. Anuló las leyes de Punto Final y Obediencia Debida de Alfonsín y los decretos de indultos de Menem e impulsó los juicios de genocidio y lesa humanidad que pusieron a la Argentina a la cabeza en el mundo por juzgamientos de crímenes de Estado en juicios impulsados por el mismo Estado, sin tribunales especiales ni internacionales, con todas las garantías del Estado de derecho. Se vuelve llamativo, desde una mirada retrospectiva de la agenda progresista de principios de los años ochenta, que estas acciones no impidieran que una buena parte del progresismo cincelado al calor del alfonsinismo no se sintiera representado por un gobierno que, como el de Cristina Fernández, produjo logros concretos impensables en la Argentina de los años ochenta. Solo se puede entender parcialmente esto viendo el recorrido del progresismo argentino en esta etapa democrática y desgranando el antiperonismo que convivió mezclado en ese universo hasta la llegada del kirchnerismo.

Volviendo a ese territorio de la violencia, se fueron estableciendo algunas fronteras del progresismo argentino. La no reivindicación de la violencia y, por ende, de los excesos y del desborde. El peronismo y sus prácticas posibilitaron y habilitaron ese nuevo actor que pululaba por las tiendas del radicalismo. La Coordinadora radical supo representar esa vocación progresista que debía articularse desde el Estado y sus poderes. Era la fusión simbólica de las expectativas que abría el Nunca más (en materia de derechos) y del bienestarismo que proponía la caja PAN en un contexto de “economía de guerra”.

El levantamiento carapintada dirigido por Aldo Rico en 1987 –en contra de los juicios a todo aquel que hubiera obedecido órdenes destinadas a desaparecer y torturar a militantes populares– provocó la reacción de un conjunto de hombres y mujeres que se movilizaron a diversas instituciones militares a manifestar su repudio. Los militares recibieron una fuerte impugnación por parte de ese progresismo movilizado y colgado de las vallas de Campo de Mayo. Pese a ello, Alfonsín tuvo que negociar y acordar con los insurgentes. Ya un año antes había promulgado la Ley de Punto Final (1986) y, con los sucesos carapintadas, se sumaría la Ley de Obediencia Debida (1987), que eximía judicialmente a casi todos los que habían participado de la represión salvo las planas mayores. Evitar la sangre, la muerte y el conflicto –como ya se habían visto en otras épocas– orientó la acción presidencial. Alfonsín negoció con Rico con el apoyo del peronismo. No el de Herminio Iglesias, sino la renovación peronista liderada por Antonio Cafiero. Un peronismo que leyó la época y que comprendió que algo se estaba gestando. En 1985, Cafiero, Grosso, Bittel y Menem organizaron la renovación para conducir ese peronismo que controlaban Ítalo Luder, Herminio Iglesias y sectores ortodoxos. Cafiero, al no poder participar en internas del peronismo bonaerense, se presentó con un nuevo espacio, el Frente de la Justicia y la Democracia y la Participación (FREJUDEPA), en alianza con el dirigente de la Democracia Cristiana, Carlos Auyero. En espejo, algo similar haría el kirchnerismo en 2005, veinte años después, para presentarse a elecciones legislativas en la provincia de Buenos Aires y enfrentar al aparato justicialista controlado en ese entonces por Eduardo Duhalde. Cristina Fernández, como candidata a diputada, le sacó 28 puntos de ventaja a Hilda “Chiche” Duhalde que iba con el sello del Partido Justicialista. Un dato para pensar escenarios posteriores de esa elección en la que el kirchnerismo despegaba e iba hacia la reelección: una dispersión de ofertas electorales que diez años después confluirían en Cambiemos arañaban en total los 30 puntos en la provincia de Buenos Aires.

Cafiero logró ser elegido como diputado en las elecciones legislativas de 1985 y el peronismo comenzó a reconfigurarse. Con la inflación y el Plan Austral, el peronismo renovador y un sector del sindicalismo buscaban establecer un diálogo distinto al que proponían los ortodoxos. El peronismo comenzaba a releer la recuperación democrática en clave argentina y europea. En 1987, Cafiero construyó una unidad política en el Frente Justicialista Renovador, el cual enfrentaría al candidato radical Juan Manuel Casella. Logró la gobernación de la provincia de Buenos Aires y la presidencia del Consejo Nacional de Partido Justicialista y, ese mismo año, Aldo Rico realizó el primer levantamiento militar en democracia. Hay una suerte de casualidad: el ascenso de un peronismo decidido a avanzar con una agenda progresista, alejándose del peronismo ortodoxo, marcó la “soledad” de los militares y su aislamiento de la clase política. Ese peronismo ortodoxo que le había puesto el oído a los reclamos militares había perdido su poder.

El progresismo que coagulaba en la transición a la democracia revalorizaba las instituciones liberales y el liberalismo político. De esta manera se selló un pacto entre esos universos políticos progresistas –tanto del partido radical como del peronista–, que a su vez mantuvieron una tensión y un diálogo con los sectores conservadores de ambos partidos. Una apropiación del liberalismo se construyó sobre esa imagen que persiste sobre el peronismo, del desborde y de la desmesura: ya sea del ejercicio del poder, de verticalismo y de cierta banalización de las instituciones como territorios para dirimir las diferencias.

El campo progresista ya no estaba solo poblado por el alfonsinismo, los herederos del viejo Partido Socialista. Toda una intelectualidad que venía de distintas experiencias confluyó en el alfonsinismo. Se puede mencionar al grupo Esmeralda –en el que sobresalían Juan Carlos Portantiero, Emilio de Ípola y Margarita Graziano– o algunos centros de investigación, think tanks, que proveyeron técnicos e intelectuales al Gobierno de Alfonsín, como por ejemplo el CISEA (Centro de Investigaciones Sociales sobre el Estado y la Administración) –del que salieron el canciller Dante Caputo y Jorge Sabato, ministro de Justicia–, el CEDES (Centro de Estudios de Estado y Sociedad) –de donde provenía Oscar Oszlak– y el IDES (Instituto de Desarrollo Económico y Social), de donde vendría Juan Vital Sourrouille, quien fuera ministro de Economía e ingeniero del Plan Austral. El grupo Esmeralda fue un antecedente de lo que sería Carta Abierta durante el kirchnerismo. Intelectualidad comprometida con un gobierno al que le construyó relatos y también, a veces, le marcó críticas.

Por otro lado, la renovación peronista y el Partido Intransigente –que aglutinó muchos ex militantes de grupos revolucionarios no peronistas de los setenta–, que en 1985 sacaron el 6% de los votos a nivel nacional, fueron reconfigurando el campo progresista y al mismo tiempo dividiéndolo en dos sectores: por un lado, peronistas y por otro, una izquierda que tenía una valorización positiva sobre el rol del peronismo en la historia argentina y sentía más empatía con la renovación de ese partido que con el alfonsinismo. Mucho de ese progresismo cada vez más lejano de Alfonsín, se referenciaba en la figura de Alan García, joven presidente del Perú que mostraba una actitud más dura que Alfonsín con los acreedores externos. Por otro lado, el progresismo que se definía fundamentalmente por su antiperonismo, que seguía marcando la cancha de la democracia liberal, no solo enfrentaba a los militares sino también, más o menos explícitamente, al peronismo.

Ambos partidos mayoritarios tenían en sus filas otra “grieta” que iría dividiendo aguas: progresistas y conservadores. El radicalismo tenía a Alfonsín, pero también a De la Rúa, el peronismo tenía a Cafiero y también a Domingo Cavallo.

La Unión del Centro Democrático (UCEDE) fue la contracara del Partido Intransigente. Una parte del desgranamiento del voto radical y peronista se convirtió en una expresión pura del neoliberalismo conservador, mientras otra parte de esta deriva terminó en una expresión más pura de un progresismo que se proponía una agenda liberada de todas las contradicciones de los partidos mayoritarios. En la legislativa de 1985, la UCR perdió ocho puntos con respecto a 1983 y el peronismo cinco puntos y medio. La mayoría del desgranamiento se repartió, por derecha e izquierda, entre el PI y la UCEDE que entre los dos arañaron los 10 puntos en todo el país.

Volviendo a 1987, Alfonsín debió negociar con Aldo Rico y ese progresismo ilusionado con el juzgamiento de todos los responsables de la represión estatal comenzó a decepcionarse. A Cafiero, ya gobernador, no le fue mejor. Su apoyo a la agenda alfonsinista, la crisis económica y, paradójicamente, la realización de internas –inéditas en ese partido– fueron estragando su poder.

En 1988, Cafiero perdió las elecciones internas contra el binomio Menem-Duhalde y se fue estableciendo otra estrategia dentro del peronismo que terminaría con una oposición a ese progresismo que venía cimentando la renovación. Cafiero se fue quedando sin acuerdos al interior de su propio peronismo bonaerense. No logró reformar la Constitución bonaerense para obtener la reelección como gobernador. Alfonsín y Cafiero se desgastaron. Uno, por la crisis económica y el daño moral que le había ocasionado la Ley de Obediencia Debida, y el otro, por la interna del justicialismo. Ese progresismo quedó como un “espacio circulante” decepcionado y aterrado por la crisis económica y luego por la hiperinflación.

El progresismo “gorila” y el progresismo “nacional y popular” súbitamente quedaron en retirada cuando todo indicaba que Antonio Cafiero sería el próximo presidente. Una agenda progresista con control estatal se diluyó y debería esperar varios años para retornar. El kirchnerismo protagonizó, sin dudas, la recuperación de esta agenda progresista de la transición democrática trunca en 1989. No todos los herederos del campo progresista de esos años lo vieron así.

En 1989 se produjeron dos hechos conmovedores: el 23 de enero fue el intento de copamiento del cuartel del Ejército en La Tablada por parte del Movimiento Todos por la Patria y en noviembre cayó el Muro de Berlín. Ambos acontecimientos reforzaron a ese progresismo que optaba por cambios no violentos del orden político. La coagulación progresista, suscitada por el alfonsinismo, la renovación peronista y la gran parte de los organismos de derechos humanos había construido un límite a la aprobación a ese intento guerrillero.

La caída del Muro de Berlín venía a refrendar una conclusión que el progresismo post recuperación democrática había sacado: los procesos revolucionarios traían sangre, autoritarismo y caída. De ahí en más, ese progresismo empezaría a buscar energías vitales en las socialdemocracias realmente existentes o a bucear en nuevas teorizaciones. El comunismo europeo no era bandera del progresismo argentino, pero su caída impactó en su agenda cultural, al menos en una buena parte.

La nueva agenda del eufórico neoliberalismo fue permeando la agenda política y cultural de parte del progresismo argentino: los excesos ya no estaban representados por la violencia política, sino por la corrupción y la prepotencia institucional. Esta categoría nació sesgada para hacer visible en forma negativa solo algunas prácticas de poder estatal y no otras. El objetivo era denostar gobiernos que intentaran ejercer la política con autonomía de las corporaciones. Así, sería prepotencia institucional la propaganda oficial financiada con fondos públicos y no el endeudamiento externo impuesto para financiar fuga de capitales. El neoliberalismo había metido la cola y el todo el progresismo argentino vivió bajo la idea de compartir una agenda común durante los noventa mientras al Estado lo condujo Carlos Menem. Si bien este progresismo ya era un campo escindido, donde el peronismo constituía un eje central del borde que separaba ambas experiencias, las enormes diferencias no explotaron hasta antes de la crisis de 2001 y, sobre todo, hasta el kirchnerismo. También, en una escala más chica, fue clave el rol del Encuentro Memoria Verdad y Justicia (EMVJ) como un eje que reunió a todos los espacios progresistas militantes en contra de Menem, convocados por la recién creada Central de Trabajadores Argentinos (CTA).

Para las elecciones presidenciales del 14 de mayo de 1989, el radicalismo ofreció a Eduardo Angeloz quien, ante la crisis económica, se inscribió en las salidas ortodoxas que se proponían para la crisis de deuda, tanto en Argentina como en América Latina. El radicalismo de Alfonsín –que había sondeado conjuntamente con Alan García resolver la crisis de la deuda de una manera no ortodoxa y había participado en el Grupo Contadora para colaborar con la resolución de los conflictos armados en Centroamérica– se vio enfrentado a una propuesta radical embarcada en resolver la crisis económica con recetas neoliberales. Con las candidaturas de Eduardo Angeloz y Carlos Menem, el progresismo que había coagulado en los primeros años de la recuperación democrática quedó perplejo y se preparó para reforzar sus identificaciones con los recursos que proveyó el Gobierno de Carlos Menem.

El menemismo afirmó y reconfiguró ese orbe progresista. Una mirada moralista se reactualizó sobre el liderazgo de Menem, sus excesos y sus frivolidades. Un moralismo antiexceso y, con esto, una crítica a la corrupción. Una dimensión que siempre había existido en el discurso político argentino, pero la novedad de la visión ortodoxa neoliberal era que la corrupción no solo era un delito sino un exceso de gasto público. Reducir la corrupción era parte del achicamiento de la inversión pública. El neoliberalismo reconfiguraba así el universo progresista.

Se reeditaron las dimensiones políticas y discursivas que había organizado el progresismo. Había algo de liberalismo social y bienestarista con altas dosis de moralismo. El límite al poder menemista, y a su ejercicio hedonista y corrupto, puso en diálogo nuevamente a una buena parte de este progresismo con el antiperonismo. Hay circuitos imaginarios de la historia política argentina que se conectan y el antiperonismo se vio reforzado con el menemismo. Ya había empezado con Ítalo Luder, morigerado por la figura de Cafiero y vuelto a la escena con el propio Menem.

Pero existe otra dimensión central a destacar. Una dimensión donde se vislumbran quiebres que explotarían con fuerza a partir de 2003. La dimensión vinculada a una de las banderas más sensibles desde la transición democrática y que ha configurado el universo progresista: los derechos humanos y sus organizaciones.

Las críticas al Gobierno de Menem por los indultos a los genocidas de la dictadura y a los efectos de sus políticas sociales fueron orientando a un progresismo más cómodo con las figuras de Estela de Carlotto y Graciela Fernández Meijide que con la de la propia Hebe de Bonafini. Hebe de Bonafini, que reivindicaba el carácter revolucionario de los desaparecidos, se negó a conciliar con la política de derechos humanos del alfonsinismo, como sí lo hicieron en alguna medida otros organismos. En 1994 se inició una discusión en términos muy duros por las indemnizaciones a los hijos e hijas de desaparecidos que profundizó aún más heridas y divisiones en ese pequeño pero tan potente universo de los organismos de derechos humanos.

En esos años se fue reconfigurando la grieta en el universo progresista que solo se hizo visible y estalló bien entrado el kirchnerismo. Esa grieta, solapada por el antimenemismo, tuvo su momento de unidad en 1996 cuando, a los veinte años del golpe de 1976, la única bandera que pudo juntar desde radicales alfonsinistas hasta la izquierda partidaria fue la de la recién nacida CTA opuesta a la CGT, que en su mayoría sostenía al Gobierno de Menem. El Encuentro Memoria, Verdad y Justicia, (EMVJ) juntó a todo el arco progresista, la izquierda y los organismos de derechos humanos en el marco de la lucha contra la impunidad y contra el menemismo. Su unidad frágil y no exenta de tensiones estallaría diez años después, cuando se cumplieran los treinta años del golpe. La ruptura en 2006 del EMVJ marcó otra pata de la grieta del universo progresista: la división entre los que asumían al kirchnerismo como el gobierno popular que expresaba las mejores tradiciones y expectativas de la transición democrática renacidas después de la larga noche neoliberal, y la mayoría de la izquierda partidaria, algunas organizaciones sociales y organismos de derechos humanos también, que no reconocían en el kirchnerismo más que un menemismo con oportunismo progresista. Por derecha, la grieta del universo progresista ya estaba avanzada y su emblema sería Lilita Carrió, como representante de una mirada sobre el kirchnerismo muy parecida a la de la izquierda partidaria y que arrastraría a parte de ese universo progresista antiperonista configurado al calor del alfonsinismo a acompañar, con más o menos entusiasmo, a Cambiemos desde el ballotage de 2015 y después los cuatro años de gobierno. Intelectuales, periodistas y referentes de la cultura que habían sido antimenemistas durante toda la década de los noventa, y que siempre marcaron su repudio absoluto a la última dictadura, acompañaron al Gobierno de Mauricio Macri bajo la premisa de la no vuelta al Gobierno del kirchnerismo como ordenador de todas las ideas y posiciones políticas. Representaron la voz de ese progresismo que hizo las paces con la agenda neoliberal a cambio del no retorno del peronismo al control del Estado.

El menemismo había impulsado un progresismo que fue buscando formas de representación política y social. Quien mejor capturó ese impulso fue el Grupo de los 8, integrado por los únicos ocho diputados peronistas que rompieron con su bloque luego de las primeras medidas de Carlos Menem. De los 128 diputados que tenía el peronismo, entre los que continuaban y los que fueron electos en 1989, solo 8 rompieron el bloque. Luego varios de ellos serían los armadores del Frente Grande.

Después de quedar en claro que la Argentina, con un gobierno peronista, se estaba constituyendo en la primera experiencia monetarista y neoliberal del continente en democracia, se empezó a vislumbrar algo: el progresismo existía y podía ser representado. Salirse del bipartidismo argentino llevándose ese circulante identitario que no encontraba interpelación en un radicalismo en reordenamiento y en un menemismo prepotente. El Pacto de Olivos de 1993, que posibilitó la reforma constitucional de 1994, la crisis desbordante de 1989 y, en menor medida, la negociación con Aldo Rico en los sucesos de 1987, le habían provocado una herida a la relación entre radicalismo y progresismo.

La foto emblemática de Alfonsín y Menem caminando por la Residencia de Olivos, en las vísperas de la negociación de la salida del radicalismo del poder, marcó una reunificación de la clase política, de la realpolitik, y dejó poco espacio para un horizonte progresista.

Menem pactó una salida del radicalismo y construyó un orden neoliberal a partir de la estrategia económica de Domingo Cavallo. El peronismo tomó el poder y se fundamentó en la hipercrisis, pero no se llevó puesto al radicalismo: fue un pacto de clases políticas destinadas a perdurar, a negociar grandes líneas económicas y a establecer una reforma constitucional que reimprimiera una nueva dinámica a ese bipartidismo. La reelección de Menem a cambio de un tercer senador por provincia para el partido que saliese segundo en las elecciones fue la marca pragmática de ese pacto. Esto va a herir de muerte al lazo del progresismo en su conjunto con Alfonsín. El Frente Grande, desde 1993, y luego el FREPASO, constituido para las elecciones presidenciales de 1995, lograrían aglutinar mucho de esto.

El menemismo pudo estabilizar al país. Transformó al peronismo en un bombero de crisis y en un gran productor de orden. La convertibilidad y la modernización fueron consensuadas socialmente durante más de una década y se logró la paz social entre clases. A ello se sumó el estilo de liderazgo de Menem, que combinaba la picardía, la fiesta y el poder.

Un Carlos Menem que bailaba en el programa de Mirtha Legrand con una odalisca movilizaba un progresismo que se nutría de esas imágenes que oscilaban entre el tirano oriental y la desmesura peronista. Y la foto de este presidente jugando al tenis con George Bush padre le colocaba un aditamento espiritual a ese moralismo: una lectura de la memoria izquierdista. Si Alfonsín posibilitó el nacimiento del progresismo entre esas fronteras establecidas de la no repetición de la violencia política (revolucionaria y/o guerrillera) ni la vuelta de los militares, Menem instaló un gran cuartel para la recreación del progresismo. Habilitó otras agendas que ya estaban en dicho imaginario, pero que fueron reforzadas por su Gobierno, con la impugnación a la corrupción y a la revitalización de miradas de izquierda que se conectaban con la política de los organismos de derechos humanos y de ciertas reformulaciones de la propia izquierda.

La conformación del Frente Grande en 1993 por parte de miembros del Grupo de los 8 y de otros referentes de ese progresismo antiperonista como Fernández Meijide y al que se le sumó el director de cine Pino Solanas, que con su película El viaje (1992) había construido una semblanza de lo que representaba el menemismo, fue el primer intento de representar a ese progresismo malhumorado con el radicalismo y el peronismo menemista. Este Frente nacía de la mano de dirigentes que venían del peronismo fundamentalmente, pero no exclusivamente. Otros actores políticos también participaron en una reformulación de la política, la democracia y la dinámica de las instituciones. No hay progresismo sin institucionalismo, sin reivindicación del ciudadano y sus derechos. El progresismo se socializó en esas coordenadas y en su interior se articularon varias lecturas de lo que era ser progresista. El Frente Grande logró representarlos. La primera disputa institucional donde se midió fueron las elecciones de 1994 para reformar la Constitución. Si bien el peronismo (35,5%) y el radicalismo (19,7%) obtuvieron 211 constituyentes sobre un total de 305, garantizándose acuerdos bipartidistas, el Frente Grande consiguió 31 constituyentes (13,2%), abriéndose un lugar en la escena política. La previa a la elección nacional de constituyentes de abril de 1994 fue la elección a legisladores de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires de 1993, en la que los espacios progresistas iban en dos listas: la del Frente Grande y la de Unidad Socialista. Entre las dos sacaron poco menos del 20% de los votos y tres diputados. En la constituyente de 1994, el Frente Grande ganó en la ciudad de Buenos Aires y salió segundo en la provincia con Pino Solanas como cabeza de lista, dejando tercero al mismísimo Alfonsín, que encabezaba la lista del primer distrito electoral del país.

El universo progresista se fue nutriendo de las explosiones en las provincias contra las consecuencias del ajuste. La primera fue en diciembre de 1993, el “Santiagazo”, prolegómeno a la explosión de diciembre de 2001: un levantamiento popular contra la gobernación, que derivó en la intervención de la provincia ordenada por el presidente Menem. El interventor fue alguien que sería central en la política argentina en la transición de Cambiemos al Frente de Todos: Juan Schiaretti, actual gobernador de Córdoba.

El universo progresista se iba ensanchando al incorporar muchas nuevas demandas que asumían en forma de militancia y lucha contra el menemismo. La Marcha Federal del 6 de julio de 1994, cuya convocatoria se hizo desde organizaciones sindicales y sociales de todo el país, logró juntar al alfonsinismo residual, organismos de derechos humanos, el Frente Grande –que ya había ganado la elección de constituyentes de la ciudad de Buenos Aires– y sectores de la CGT (MTA) encabezados por el camionero Hugo Moyano, enfrentado a los dirigentes sindicales que se habían sumado a la fiesta neoliberal. También fueron parte de la convocatoria y de este gran arco opositor algunos de los partidos de izquierda. Este escenario de aparente unidad lo cerró el líder de los trabajadores estatales y referente excluyente de la joven CTA, Víctor de Gennaro, secundado por Hugo Moyano, Hebe de Bonafini y el dirigente municipal jujeño Carlos “el Perro” Santillán. El discurso de cierre de esa gran concentración marcó una agenda casi única: derrotar en las urnas a Carlos Menem en las presidenciales de mayo de 1995.

Para las elecciones presidenciales de 1995, el Frente Grande estableció una alianza con el partido PAIS de Octavio Bordón, gobernador de Mendoza y otro peronista disidente del menemismo. Conformaron el Frente País Solidario (FREPASO). Realizaron internas de las que salió el binomio presidencial de Octavio Bordón y Carlos “Chacho” Álvarez. El Frente Grande, espacio que desarmó al bipartidismo argentino, sacó una conclusión post 1994: solo una coalición y/o frente amplio podía derrotar al menemismo y desplazar al radicalismo como socio bipartidista.

La fórmula presidencial encabezada por Bordón quedó en un segundo lugar con el 29,3%, 20 puntos menos que Carlos Menem que sacó más del 49%. Fue una gran derrota. Si bien el FREPASO desplazó al radicalismo a un tercer lugar (17%), pegándole un golpe duro al bipartidismo, su apuesta era llegar al ballotage, como lo permitía la Constitución recientemente reformada. La paliza de 20 puntos de diferencia entre Menem y Bordón garantizó menemismo por cuatro años más y mostró que en la Argentina de esos años se habían producido cambios profundos. Indultos, privatizaciones, la desocupación más alta de la historia argentina en 17,5%, desindustrialización, impunidad escandalosa mezclada con encubrimiento en los dos atentados sufridos en Buenos Aires (Embajada de Israel y AMIA). Nada de eso pudo contra el orden logrado, el peso a un dólar y un boom de consumo que, por primera vez en décadas, no solo era para los sectores altos, sino que alcanzaba a las clases media y media baja.

El progresismo, vinculado de forma mayoritaria al FREPASO, reforzó la crítica a Menem en su dimensión moralista: corrupción y desmesura. Los liderazgos de Bordón y Chacho Álvarez representaban otro estilo. Austeridad. Chacho Álvarez le hablaba al universo militante en forma provocadora. Dijo que se arrepentía de no haber votado la convertibilidad y apostó a una construcción política mucho más mediática que territorial. Al mismo tiempo, el FREPASO sabía que no había triunfo presidencial posible sin el radicalismo, relegado al tercer lugar, pero no desaparecido.

El progresismo que quedó consolidado en el FREPASO, y luego en la Alianza, replicaría cada vez más un discurso comprometido con la honestidad y las instituciones, eliminando toda crítica radical contra el modelo neoliberal.

La agenda social, tan estructurante del universo progresista, estaría incorporada en la agenda de la anticorrupción. Hay pobreza y miseria porque hay corrupción. “La plata que falta está en la corrupción”, diría recurrentemente Lilita Carrió años después para referirse tanto al menemismo como al kirchnerismo. De señalar a la dirigencia política y sus gastos excesivos como la causante principal de los problemas sociales hubo un solo paso para apuntar a la política en su conjunto como la causante de todos los males. Las representaciones de la vida social y sus problemas cinceladas por el neoliberalismo estaban en su punto de apogeo. El discurso de asunción de Alfonsín del 10 de diciembre de 1983 quedaba muy a la izquierda de una buena parte del universo progresista hacia fines de los noventa.

En 1996, el FREPASO quedaría en segundo lugar en las elecciones de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. El radical Fernando de la Rúa se convirtió en el primer intendente elegido por la ciudadanía. Las elecciones presidenciales de 1995 y las de jefe de Gobierno de la ahora Ciudad Autónoma de Buenos Aires en 1996 advirtieron sobre las limitaciones que poseían el FREPASO y el mismo progresismo. Una identidad radical postalfonsinista conservadora se había logrado reorganizar como identidad opositora al menemismo. Mucho más antiperonista que antineoliberal. Se puede percibir, ya antes de la explosión de 2001, porqué buena parte de este progresismo, que fue cambiando su agenda en la década de hegemonía cultural del neoliberalismo, muchos años después confluyó en Cambiemos.

Ya a fines de los noventa, ese progresismo que siguió este recorrido, adhería a la política económica, pero impugnaba el estilo Menem y la corrupción. Esa “desmesura oriental” conectada con el antiperonismo y, a su vez, con ese honestismo neoliberal que ponía su mirada en el desborde del gasto público. De la Rúa constituía esa dimensión civilizatoria que el neoliberalismo esperaba de la clase política. “Un neoliberalismo de principios”, beneficiado con la adhesión a la convertibilidad y con el apoyo de una clase media moralista, pero muy decidida por el consumo. Luego, similar situación se repetiría con Macri, alguien muy beneficiado por el bienestar kirchnerista.

De la Rúa se presentaba como la antítesis moral de Menem, cuando la moral parecía inundar casi todo el universo de la política.

En 1997 se dio el gran salto. Se conformó la Alianza para medirse en las elecciones legislativas de ese año. El FREPASO, el radicalismo y otros partidos de izquierda moderada se sumaron a una plataforma para derrotar al peronismo en las próximas elecciones legislativas y lo lograron. A nivel nacional el triunfo fue por 10 puntos. La Alianza venció en la provincia de Buenos Aires y aventajó por casi 40 puntos al peronismo en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. En provincias como Córdoba se presentó el radicalismo con lista propia y venció al peronismo. La crisis económica, el desempleo, el estancamiento y el músculo de la maquinaria radical en CABA y en el interior permitieron al FREPASO encontrarse con un socio competitivo. Paradójicamente, el que había anulado el servicio militar obligatorio, puesto en caja a las Fuerzas Armadas e incorporado a una buena parte de los sectores populares al mundo del consumo y, específicamente al mundo dólar, había sido Menem. Los que habían cambiado a una agenda mucho más moderada que había hecho las paces con el neoliberalismo y se integraba sin grandes críticas a la sociedad cincelada desde 1989 por el mercado, la elite empresarial y el consumo dolarizado, era la Alianza que buscaba representar al universo progresista.

Ese universo progresista se conectaba con cierto conservadurismo en torno a una lectura del menemismo. La crítica al liderazgo de Menem, la reivindicación del pluralismo y la lucha contra la corrupción parecían vasos comunicantes que los unían y referenciaba. La Alianza era efectivamente mucho más que una coalición: era la cohabitación inteligible de imaginarios políticos que articulaban un menú de opciones y de identificaciones. El menemismo hizo coherente dicha cohabitación de imaginarios, la dotó de una identidad precaria en el escenario político. Los indultos de Menem de 1989 a miembros de las Juntas de la dictadura militar, condenados en el histórico juicio impulsado por el Gobierno de Alfonsín, pero al mismo tiempo a militantes de organizaciones guerrilleras, con el propósito de forjar la unión nacional, había propulsado al progresismo a otras costas y la Alianza ofrecía cierta posibilidad de revisión de lo actuado. Pero la realidad los pasó por encima.

En 1998, se realizaron internas en la Alianza, De la Rúa fue elegido como candidato a presidente y Chacho Álvarez volvió a perder una interna presidencial y volvería a ser candidato a vicepresidente. El progresismo adhirió a esta plataforma y prontamente se desilusionó con la situación económica, la conflictividad social y los sobornos promovidos por el oficialismo en el Senado para votar una ley que precarizaba aún más las condiciones de trabajo conocida como “Ley Banelco”. Toda conexión de ese progresismo con la prédica anticorrupción se derrumbaba, lo que se profundizó con la renuncia de Chacho Álvarez a la vicepresidencia. Pese a ello, el FREPASO se quedó en el Gobierno nacional y reivindicó el consenso en torno a la convertibilidad. Paradójicamente, un sector del peronismo ya había comenzado a cuestionarla –con Duhalde como uno de sus protagonistas– y a plantear una salida. Fue Carlos “Chacho” Álvarez, el que le había dado forma política al universo progresista, quien llevó al Gobierno de la Alianza al ex funcionario de la última dictadura y ministro estrella de Menem, Domingo Cavallo, para que se hiciera cargo de la economía. Quedaba muy poco del universo progresista hacia el año 2000 sosteniendo al Gobierno de la Alianza.

Si miramos la coyuntura de 2015 a la luz del antecedente del progresismo encarrilado por la Alianza con su agenda infinitamente menos audaz que la de Alfonsín, se comprende más cómo parte de este universo progresista prefirió asumir el relato de que el kirchnerismo era una segunda parte del menemismo y adherir, ya con muchos menos matices, a un programa neoliberal encabezado por un apellido tan estrechamente vinculado a la última dictadura, al menemismo y a las corporaciones empresarias como Macri, antes que apoyar la continuidad vía Scioli en 2015 o la vuelta del peronismo vía Alberto Fernández en 2019. El menemismo y el kirchnerismo, para esa porción del progresismo que se cree superior moralmente y que no aspira más que a un neoliberalismo sin corrupción, son dos caras de la misma barbarie. Aun así, Cambiemos superó en complejidad las aspiraciones de ese progresismo descolorido. El Gobierno de Cambiemos no fue solo la aspiración de reeditar la Alianza sin el fracaso de 2001, como denunciaron sus detractores y aceptaban en secreto muchos de sus adherentes. Cambiemos fue más que eso. La Alianza, un antecedente lejano ineludible, un programa trunco a reeditar. La explosión de 2001 y el crecimiento económico logrado bajo el kirchnerismo son elementos mucho más cercanos para pensar al PRO y a Cambiemos.

El cambio modernizador provisto por la globalización y el neoliberalismo revitalizaron un hilo cultural muy importante en el progresismo: su diálogo con el liberalismo. El proceso de individuación de los ciudadanos y ciudadanas, la globalización y el distanciamiento y recalibración de los individuos con respecto a las instituciones tradicionales, como la Iglesia católica, los sindicatos y los partidos, fue notorio y significativo en un ciudadano o ciudadana cada más autorreflexivo sobre sus derechos y deseos. Esto impactó en la política y en la relación de las personas con las distintas instituciones. El individuo retomó una fuerza inusitada. El mundo del consumo se fue personalizando y la crisis social y económica que atravesó a la Alianza reindividualizó los temores y las incertidumbres.

La crisis de 2001, tras el fallido blindaje económico y la vuelta de Domingo Cavallo, hizo estallar todo. Luego de un enamoramiento generalizado con los primeros tiempos de Néstor Kirchner, las grietas que anidaban en el universo progresista, nunca del todo visibles en los noventa, explotaron cuando una parte del progresismo se fue volviendo furibundamente antikirchnerista y otra parte encontró en el kirchnerismo la realización de los objetivos más importantes que habían quedado inconclusos desde 1983, en el marco de un hemisferio que rompía con los legados del Consenso de Washington, las recetas del FMI y reivindicaba la vuelta de la política como herramienta de transformación social.

Parte de esta porción del universo progresista, ya muy lejos de la militancia política y social, junto con otra parte de la población que había ido caminando por la senda de la denostación de la política y de la agenda neoliberal de la Alianza, tuvo un fugaz encandilamiento al principio del Gobierno de Néstor Kirchner. Su potente reivindicación de los ideales de la juventud militante de los setenta, la vuelta por una senda productiva, la fuerte impronta de la política educativa y los gestos fundantes como la solución inmediata de la huelga docente en Entre Ríos, la anulación de las leyes de impunidad y el fin del juicio irregular de la AMIA, fueron gestos que le ganaron el aplauso de buena parte de la militancia política y sindical que había resistido en los noventa, de los organismos de derechos humanos, pero también de parte de ese progresismo antiperonista que vio en el primer Néstor Kirchner un intento por restituir una agenda progresista y al mismo tiempo construirla por fuera del justicialismo. Esa parecía ser la situación para las elecciones de 2005 en la provincia de Buenos Aires, donde el kirchnerismo enfrentó al aparato del justicialismo conducido por Eduardo Duhalde.

Al poco tiempo, la construcción efectiva de un relato de que el Gobierno kirchnerista era una vuelta al menemismo que usaba banderas progresistas solo a modo de oportunismo, junto a la aparición con fuerte presencia mediática de denuncias de corrupción y la relación privilegiada con la Venezuela de Hugo Chávez –personaje resistido por el progresismo liberal heredero del alfonsinismo– fue sacando a la superficie definitivamente la división del antiguo universo progresista al calor de un reagrupamiento regional: el kirchnerismo pasó a ser un gobierno central dentro del rearmado progresista del hemisferio, que desempolvaba y reactualizaba para la nueva escena política a las banderas de los años setenta y principios de los ochenta. La radicalización de la política y la aparición de una agenda progresista enfrentada a la agenda de los Estados Unidos –lo opuesto de lo que había pasado en los noventa– pusieron en la vereda de enfrente a ese otro progresismo que entendía que la política no debía caer en excesos ni en confrontación y que debía limitarse a una gestión moral y eficiente del Estado.

El antikirchnerismo, entonces, se fue nutriendo en un ancho océano donde convivía la derecha nostálgica de la dictadura militar –que nunca le había perdonado a Alfonsín el Juicio a las Juntas y mucho menos al kirchnerismo la reactivación de los juicios a los represores–, el universo de la antipolítica potenciado desde fines de los noventa y la minoritaria, pero potente, porción del universo progresista antiperonista que, poco después de 2005, había roto en gran medida lanzas con el kirchnerismo. Más adelante, la ruptura abrupta del Gobierno de Cristina Fernández con la dirigencia comunitaria judía a partir del pacto con Irán y la muerte del fiscal Alberto Nisman, operada desde los medios y desde parte de la justicia federal, articulada con campañas internacionales contra el Gobierno, dejaron el campo reconfigurado como “antikirchnerismo” en condiciones de ganar elecciones.

El progresismo antikirchnerista pasó a ser una derecha no conservadora (no está en contra de la despenalización del aborto, no tiene una mirada punitiva sobre la pobreza ni con el delito, ni añora la dictadura). Aun así, está totalmente encolumnada con las derechas que se van articulando como respuesta a la década de gobiernos populares en el hemisferio, que no son solo las derechas oligárquicas tradicionales, pero tampoco constituyen una derecha moderna y democrática, como algunos intelectuales pensaron sobre el PRO luego del triunfo de Cambiemos en 2015.

Dirigentes como Gustavo Petro en Colombia, López Obrador en México, o el mismo Alberto Fernández, dan cuenta de intentos progresistas que buscan construir nuevas mayorías que reediten una agenda progresista no sumisa a la agenda neoliberal ni a la agenda política de los Estados Unidos, pero sin apelar a épicas refundadoras ni a la profundización de enfrentamientos. El gobierno más de izquierda de la historia de Bolivia pudo fortalecerse en base a sostener crecimiento económico, una macroeconomía controlada, la nacionalización de los recursos energéticos y el agua y niveles crecientes de inclusión social de los sectores desde siempre sumergidos, en su mayoría indígenas. Hechos resistidos de distintas maneras y con distintas belicosidades tanto por las clases altas como por las clases medias tradicionales. Este ejemplo de reformismo exitoso en el marco de la democracia liberal es enfrentando con una dureza desproporcionada si se tiene en cuenta la renuncia a un programa revolucionario por estas izquierdas progresistas del continente. El golpe a Evo Morales y el exilio forzado de Rafael Correa en Ecuador dan cuenta de esta belicosidad. En Argentina la “belicosidad” antikirchnerista no logró destitución alguna, pero sí un cambio de gobierno que duró menos de lo esperado. El progresismo liberal, que nació como un límite a los excesos, terminó en la vereda del antikirchnerismo furioso, aceptando del macrismo todo tipo de excesos en el manejo del Estado, sus recursos y la relación entre el Poder Ejecutivo y Judicial. Todo el otro progresismo, heredero de la renovación, del Partido Intransigente, de los organismos de derechos humanos y de la militancia política y social de los noventa, leyó el 2001 en clave kirchnerista en sintonía con la mucha y nueva militancia juvenil que pariría la épica kirchnerista.

Alberto Fernández dijo en su discurso inaugural que quería terminar con la grieta. Seguramente no podrá con el núcleo duro del macrismo, que tiene agenda regional y programa de derecha tanto en lo económico como en lo social. Sí quizás gane la apuesta a capturar parte de un electorado que arrancó en el progresismo y terminó en Cambiemos.

La apuesta a diluir en parte la grieta progresista necesita de una moderación potente que permita construir mayorías duraderas para garantizar un programa de profundización de la democracia y reparación social, como bandera del legado trunco de Alfonsín y del “volver mejores”, como repitió la campaña del Frente de Todos.

3 Este capítulo fue pensando, discutido y escrito con los aportes fundamentales de Esteban De Gori.

4 El 28 de octubre de 1983 en el acto del cierre de campaña del peronismo, el candidato a gobernador por la provincia de Buenos Aires, Herminio Iglesias, quemó un ataúd con la bandera radical. Esa imagen sería una de las más potentes del periodo. Muchos analistas plantearon que ese hecho fue determinante en el triunfo electoral de Alfonsín dos días después, especulación absolutamente incomprobable.

5 En 1984 el Gobierno de Alfonsín convocó un plebiscito para legitimar la firma de un acuerdo de paz definitivo con Chile por el límite de ambos países en el canal de Beagle. Por ese conflicto Argentina y Chile casi fueron a la guerra en 1978. La votación dio al sí una contundente mayoría y fue un momento de enorme fortaleza del alfonsinismo.

La caída

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