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CAPÍTULO 1

LOS INICIOS

Alberto Fernández inició y finalizó su discurso frente a la Asamblea Legislativa 2019 recordando a la misma persona: Raúl Alfonsín. Mencionó al empezar al primer presidente de la recuperación democrática y terminó su alocución recogiendo su utopía trunca para volverla propia: “Con la democracia se come, se cura y se educa”. La reivindicación del intento reformista del primer Gobierno desde la recuperación democrática de 1983 estuvo en el marco del aniversario a cumplir cuando termine el mandato de Alberto Fernández en el 2023: cuarenta años de recuperada la democracia. Alberto Fernández puso la vara muy alta: propuso el balance de su gestión en el marco de semejante aniversario. Pensar objetivos y balances en función no ya de un corto periodo de cuatro años sino del cierre de un ciclo de cuarenta.

Este capítulo propone construir semblanzas de los comienzos. Inicios de época de estos 36 años y no necesariamente de gobiernos. La unidad de análisis principal: el discurso frente a la Asamblea Legislativa, el acto de presentación de un presidente recién juramentado frente a la sociedad. Por otro lado, sus contextos y dilemas. No todos los gobiernos, solo los comienzos de gobiernos que marcaron el fin de un ciclo y el comienzo de otro. El primer ciclo alfonsinista de 1983 a 1989, el ciclo menemista que duró diez años, hasta 1999, el corto ciclo de la Alianza con De La Rúa, hasta la explosión de diciembre de 2001, el ciclo kirchnerista –el más largo de todos– desde 2003 hasta 2015, y el corto y trunco ciclo de Cambiemos, que se imaginaba por lo menos para dos periodos. Para finalizar, un retrato del comienzo del Gobierno de Alberto Fernández y Cristina Fernández, con los desafíos que se están afrontando y se deberán afrontar, detallados en el potente discurso de inicio, los lineamientos de sus primeras medidas y el súbito cambio de escenario marcado por la pandemia del coronavirus.

Raúl Alfonsín (1983-1989)

La república sin excesos en el país minado

El 30 de octubre de 1983 se realizaron las elecciones presidenciales que darían un cierre institucional a los siete años y medio de una dictadura que supo diferenciarse de las que había vivido la Argentina durante el siglo xx. El legado que le dejaban al futuro Gobierno democrático consistía, entre otras cosas, en miles de muertos y desaparecidos, destrucción de parte del aparato industrial del país que se había ido cimentando desde la década de los treinta y, sobre todo, desde el primer peronismo, concentración del capital en grandes grupos económicos nacionales y extranjeros, aumento sustancial de la pobreza y la indigencia y una deuda externa que se había cuadruplicado en menos de ocho años, convirtiéndose en una espada sobre el cuello del Gobierno democrático que se iniciaba. Todo esto plantearía enormes desafíos, pero principalmente enormes condicionamientos, para el futuro Gobierno, para no fracasar y frustrar rápidamente las expectativas de vivir en democracia plena, pero también de retomar, después de una década de estancamiento, crecimiento económico junto con reparación social.

Los condicionamientos que debería afrontar la frágil primera experiencia democrática post dictadura habían sido anunciados con total impunidad por Juan Alemann, quien fuera secretario de Hacienda de José Alfredo Martínez de Hoz, ministro de Economía de los cinco primeros años de la dictadura. Había declarado poco antes de asumir Alfonsín: “El próximo gobierno estará inhibido de actuar porque recibirá un país minado”.

La imagen tan potente del país minado, por sus problemas estructurales, pero sobre todo por otros nuevos problemas que se legaban.

La democracia se nos aparecía sitiada por sus poderes fácticos, tanto empresarios y militares como acreedores externos. Este primer comienzo, de claro espíritu reformista y confrontativo con el pasado dictatorial, estuvo marcado por esos límites. La transición democrática argentina se planteó mucho más rupturista que las de los otros países del Cono Sur que iban reconquistando sus democracias entre los mismos años.

El 30 de octubre de 1983, el peronismo perdió por primera vez en su historia una elección limpia, sin proscripción alguna. En esta elección se produjo una primera “sorpresa” de las tantas que se sucedieron en estos casi cuarenta años, en el sentido que su resultado no fue el que previó toda la marea de comunicadores y encuestadores ni fue lo que esperaba la mayoría de la población, que entendía que el peronismo, sin trampas, era imbatible en las urnas.

Este primer comienzo, además de tener su sorpresa electoral contundente –la UCR ganó por más de 11 puntos: 51,75% a 40,15%–, atesora el ranking del mayor nivel de movilización popular conocida desde la transición democrática nunca superada hasta el día de hoy: 600 000 personas asistieron a la 9 de Julio el 26 de octubre de 1983 al cierre de campaña de Alfonsín y entre 800 000 y un millón concurrieron el 28 de octubre al mismo sitio al cierre de campaña de Ítalo Luder, candidato del peronismo. En estos 36 años de democracia hubo decenas de movilizaciones que superaron las 100 000 personas, pero solo algunas rozaron de cerca el medio millón de personas.

El camino a este primer comienzo se concretó el 10 de diciembre, día elegido por el equipo de Alfonsín por su coincidencia con el Día Internacional de los Derechos Humanos, declarado por la ONU en 1948 como un intento de poner un “Nunca más” a los crímenes cometidos durante la Segunda Guerra Mundial. La elección del día de asunción es parte de una metódica y muy profesional construcción de la campaña y de la marca Alfonsín a partir del éxito en la construcción de un relato que nos decía a los argentinos y argentinas que lo que había que dejar atrás no era solo la dictadura sino también el peronismo.

Más allá de la construcción del relato hábil y exitoso, la campaña de Alfonsín pegó un salto en la historia de la profesionalización de la política y de las campañas electorales: fue la primera que usó signos además de las consignas, textos y fotos que eran los únicos insumos de las campañas tradicionales. El uso de las dos letras “RA”, que significaban tanto Raúl Alfonsín como República Argentina, marcaba también una nueva era en donde las campañas dejaban de ser solo mostrar el candidato y sus propuestas, sino que implicaban un trabajo minucioso y estudiado sobre el sentido común de los votantes. Acá encontramos un antecedente que se vuelve necesario para pensar a Cambiemos. La campaña publicitaria de Alfonsín la condujo David Ratto, un publicista con premios internacionales que ideó la primera campaña profesional para una elección presidencial en Argentina. A David Ratto –de familia radical– le costaba mucho convencer a Alfonsín, un político tradicional, de impostar ciertos gestos. Más de tres décadas después, con la centralidad que fue adquiriendo el marketing político en las campañas y el diseño de cada movimiento, no habrá un gesto, palabra, emoción que no sea estrictamente guionada en los principales dirigentes de Cambiemos, como así también en algunos de la oposición.

La larga, intensa, pero al mismo tiempo veloz década de los setenta, emblematizada y reconstruida por el equipo de campaña de Alfonsín como una década de muerte y enfrentamientos, no arrancaba –en el imaginario que intentaría imponer el alfonsinismo– el 24 de marzo de 1976, día del último golpe militar, sino en todo caso en el retorno del peronismo el 25 de mayo de 1973. El 24 de marzo, como fecha de quiebre en la historia argentina y puesta en el calendario de las efemérides y feriados, vendría mucho después.

Acá estamos frente a una pintura sencilla, pero muy efectiva, como reconstrucción de ese pasado reciente. La etapa que se inició con el retorno del peronismo al poder en 1973 y que terminó con la recuperación democrática de 1983 fue, en su conjunto, una etapa signada por el desgobierno, la muerte, los enfrentamientos tanto al interior del peronismo al principio, como entre militares y guerrilleros tanto peronistas como de izquierda revolucionaria antes y durante la etapa dictatorial. Esta periodización exitosa logró que, para buena parte de la población, lo que había que superar no era solo el lastre de la dictadura, sino también el lastre del peronismo, sobre todo del último peronismo, el de Isabel Perón, el movimiento en desbandada después de la muerte de su líder Juan Domingo Perón el 1° de julio de 1974. La violencia que había asolado la Argentina, en la imagen muy bien reconstruida y articulada por la campaña alfonsinista, era al mismo tiempo violencia militar y violencia guerrillera. Dentro de esta última, era violencia peronista en particular por sus disputas entre la izquierda y la derecha del movimiento fundado por Juan Domingo Perón.

La denuncia del candidato Alfonsín, producida seis meses antes de las elecciones, del pacto “sindical-militar”, basado en conversaciones entre un ex ministro de Trabajo de Jorge Rafael Videla y ministro del Interior de Roberto Viola con algunos dirigentes de la CGT, terminarían siendo una estrategia de campaña tremendamente efectiva para impedir que esos dos pasados (último gobierno peronista y dictadura militar) se desconectaran. La afirmación del candidato a presidente por el peronismo de que en un futuro gobierno peronista no habría juicios por los crímenes cometidos por los militares y que se respetaría la Ley de Autoamnistía, que los mismos militares habían promulgado un mes antes de las elecciones para garantizarse impunidad, le dieron fuerza a la sospecha de un acuerdo de la dirigencia del justicialismo con la cúpula militar en el último tramo de la campaña.

Una vez puesto en el ring de la campaña ese último peronismo en la misma línea que la última dictadura, el marketing alfonsinista daría un paso más. Muerto ese último peronismo, ahora se podía rescatar parte de su legado histórico: Alfonsín no sería un radical “gorila”, no sería la expresión del radicalismo que abrazó la Revolución Libertadora en 1955 y sostuvo la proscripción del peronismo durante dieciocho años. Alfonsín intentaría presentarse como el líder de un tercer movimiento histórico, un movimiento que sumara a la democratización que había realizado el primer radicalismo de Yrigoyen, la justicia social del peronismo. También, la honestidad en la gestión de Arturo Illia. Este radicalismo alfonsinista abjuraba del gorilismo en la medida que sentía que el peronismo había sido definitivamente derrotado y, en esa instancia, valoraba su aporte histórico en términos de justicia social.

Si bien, años después, los equipos de campaña del macrismo han sido reconocidos por su creatividad y profesionalismo para construir relatos efectivos electoralmente, logrando formatear el sentido común de buena parte de la población acerca del pasado kirchnerista y del presente durante el Gobierno de Cambiemos, fue el equipo de publicitario de Alfonsín el primero en sistematizar un relato exitosísimo acerca del entonces pasado reciente y de la tarea a emprender. El peronismo derrotado, la CGT, los militares, la Iglesia y, en menor medida, los empresarios serían los que intentarían condicionar y hacer fracasar el proyecto de construir una democracia de ciudadanos libres sin condicionamientos corporativos. El núcleo duro de Cambiemos tres décadas después, quitaría de la ecuación de “saboteadores de la democracia” a los militares, a la Iglesia y a los empresarios y agregará al conjunto conformado por el peronismo y la CGT, a los organismos de derechos humanos.

Una buena parte de la sociedad civil radicada en nuestras clases medias no sentiría ninguna responsabilidad sobre el pasado inmediato y podría asumir el papel de protagonista de un cambio democrático novedoso en la Argentina: una democracia liberal, de ciudadanos libres, preocupados por la república, pero también por la desigualdad social, que estarían convencidos de una superioridad moral frente a militares y frente al peronismo ya vencido y puesto en vereda. Más adelante trabajaremos sobre parte de esa ciudadanía progresista que se constituyó al calor de la transición democrática. Una ciudadanía que se sintió identificada con el “Nunca más”, tan popularizado desde 1984, y que volvió a tomar centralidad en el discurso político de asunción de Alberto Fernández. Este primer “Nunca más” era una marca de no retorno a los golpes de Estado, pero también a los cambios revolucionarios. “Nunca más” excesos de ningún tipo. La democracia, sería pincelada por el alfonsinismo como un lugar de individuos respetuosos de las opiniones de los otros donde lo único vedado era la violencia para resolver disputas.

En su discurso de asunción del 10 de diciembre de 1983, frente a la Asamblea Legislativa, Alfonsín esbozó las líneas de un claro programa reformista y progresista. No solo anunció la recuperación de las libertades, sino también denunció la concentración del poder económico y la enorme deuda externa. Su discurso, duro con respecto a la deuda, no se tradujo luego en ningún cuestionamiento ni investigación acerca de su legitimidad, solo hubo un intento de negociar en conjunto con otros países de la región, iniciativa que fracasó rápidamente dejando a la Argentina en una posición de mucha debilidad.

Propuso en ese discurso, usando el bagaje de la teoría política, un compromiso republicano de toda la sociedad al estilo del contrato social de Rousseau, con el que volvería a insistir Alberto Fernández 36 años después, en donde predominara una ética republicana, un cuidado de la democracia y un rechazo a la corrupción. Anunció la plena vigencia de los derechos humanos, categoría que se incorporaría al lenguaje político de todos los gobiernos post transición, derogó la Ley de Autoamnistía promulgada por la última junta militar en septiembre de 1983 y anunció, sin precisiones, que se juzgarían tanto los crímenes de la dictadura como a los cometidos por los responsables del “terrorismo subversivo”.

Surgió la teoría de los dos demonios, como un límite y equilibrio entre la denuncia a la dictadura y el intento de igualar los crímenes cometidos por el “terrorismo subversivo”, término que usó Alfonsín en su discurso inicial sembrando el camino a la construcción de una conciencia ciudadana que no quería más violencia ni excesos de ningún tipo. La ciudadanía, al demonizar e igualar a los dos extremos de la violencia, no tuvo nada que preguntarse sobre su papel en el país que habitaba cuando desaparecían miles de personas. La teoría de los dos demonios se constituyó en la gran amnistía de nuestra democracia. No amnistió a militares o guerrilleros, amnistió al conjunto de la sociedad civil, ya que esa teoría sirvió para obturar cualquier pregunta sobre silencios y complicidades. En eso radicó fundamentalmente, su popularidad.

La democracia nació entonces, con una utopía de extirpación de la violencia y de los excesos. La utopía de la democracia naciente era la de ciudadanos libres, respetuosos de las opiniones de otros y donde el conflicto político quedaba anulado. Solo el enfrentamiento electoral podía usarse para dirimir la lucha política. Otras luchas, movilizaciones, reclamos, reivindicaciones y pedidos, para ser legítimos, debían presentarse por fuera de cualquier intencionalidad política. La lucha por la recuperación de los derechos humanos fue aceptada masivamente solo en tanto y en cuanto no implicara la reivindicación de la lucha política de las víctimas de la dictadura, solo en tanto y en cuanto las víctimas fueran solo eso: víctimas. En esa operación ideológica exitosa, en el marco de los enormes condicionamientos estructurales y bajo la vigilancia y control de militares y empresarios, nació el primer gobierno de la etapa democrática.

Carlos Menem (1989-1999)

La reconciliación entre el capitalismo y la democracia

El legado que estamos recibiendo es el de

una brasa ardiendo entre las manos.

El comienzo de la segunda etapa post 1983, arrancó en el mes de mayor inflación de la historia argentina. El mes de julio de 1989 tuvo un 196% de inflación mensual. Menem asumió el 8 de julio.

A la sorpresa del triunfo de Alfonsín en 1983 le siguió otra: Carlos Menem, gobernador de La Rioja, ex preso político de la dictadura, le ganó la interna por la candidatura presidencial del peronismo a Antonio Cafiero, gobernador de la provincia de Buenos Aires, histórico líder del peronismo, joven ministro de Perón entre 1952 y 1955 y fundador de la renovación peronista en los ochenta –junto a Carlos Grosso y también Carlos Menem–, que fue el movimiento que desbancó del partido a los ortodoxos más vinculados al Gobierno de Isabel Perón y a la complicidad con la dictadura para construir un justicialismo más moderno y comprometido con esta nueva etapa democrática. Antonio Cafiero será, además, el abuelo de Santiago Cafiero, el que resultará al asumir Alberto Fernández, su jefe de gabinete.

El peronismo se aprestaba a volver. Menem, en la lucha interna, había logrado identificar a Antonio Cafiero con la “socialdemocracia” que representaba Alfonsín. Así como Ítalo Luder representaba en parte la continuidad de la etapa de muerte y oscuridad para la campaña de Alfonsín, Cafiero era la continuidad de Alfonsín para la campaña de Menem. Así logró desbancar de la candidatura presidencial al que todas las encuestas daban no solo como candidato ganador de la interna justicialista, sino como próximo presidente.

En la elección del 14 de mayo de 1989, el candidato a presidente de la UCR, el poco carismático gobernador de Córdoba, Eduardo Angeloz, logró sacar algo más del 37% de los votos. Un porcentaje muy impactante dadas las condiciones en las que llegó el radicalismo a la elección. Este número es muy significativo a la hora de buscar señales y explicaciones –siempre múltiples– del más del 40% obtenido por Cambiemos frente al peronismo unido en las elecciones generales del 27 de octubre de 2019, treinta años después y en el medio de un fracaso económico estrepitoso, aunque en el marco de una transición ordenada y muy lejana de las escenas apocalípticas que se vivieron en esos intensos meses de 1989.

El miedo al retorno del peronismo y, sobre todo, la desconfianza que generaba la figura de Carlos Menem –no solo en las filas del antiperonismo– contribuyeron mucho para que, en las peores condiciones posibles para una elección presidencial, el candidato del Gobierno que no podía controlar la hiperinflación ni tenía respuesta alguna a la crisis generalizada obtuviese cerca del 40% de los votos.

Este segundo comienzo vino parido por el fracaso de una apuesta reformista desbarrancada desde la segunda mitad de 1988. Sin duda, Carlos Menem supo sacar provecho de esa crisis inédita. El relato del “país incendiado”, que graficó Menem en su discurso de asunción, la propuesta de una utopía vaga pero contundentemente enunciada de unidad de los argentinos y la necesidad de reformas estructurales hablaban de una emergencia, de urgencias, de una situación de una conflictividad muy superior a la del primer gobierno democrático. El pedido de Alfonsín de entregar seis meses antes el poder, le dio un inmenso margen a Menem para presentarse como el hombre fuerte que conduciría un barco que se estaba hundiendo y a él mismo como al timonel que lo sacará a flote. La magnitud de la crisis le otorgó dos años durante los cuales ningún sector importante y organizado, por más capacidad de movilización que mostrara, estuvo en condiciones de condicionarlo ni debilitarlo. Menem tuvo –a diferencia del Gobierno de Cambiemos y del de Alberto Fernández en su comienzo– mayoría parlamentaria en ambas Cámaras constituida por su bloque propio, aliados y por el hecho de que la UCR aceptó votar todas las leyes importantes por dos años como parte de su rendición incondicional en la entrega anticipada del Gobierno.

Menem advirtió el costo que había pagado Alfonsín por intentar que la política fuera dique de contención a los intereses de las corporaciones y por tender por vías reformistas a ponerles freno a los que habían ganado posiciones dominantes durante la última dictadura. El mensaje inaugural de su Gobierno –habiendo ganado con un partido que históricamente se había enfrentado con los sectores de poder– iba a ser el inverso.

Menem, en su comienzo, decidió demostrar que ni sus patillas ni su poncho lo ataban a una propuesta confrontativa con quienes habían producido el final anticipado de Raúl Alfonsín mediante un nuevo tipo de golpe que se empezó a conceptualizar al calor de esa coyuntura como “golpe de mercado”. Los golpes de Estado tradicionales, en los cuales son las Fuerzas Armadas las que destituyen a un gobierno civil, irán dejando lugar a otras formas destituyentes que en la actualidad podemos ver con gran despliegue en el hemisferio. Estrategias destituyentes que incluyen corporaciones empresarias, medios de comunicación y también el poder judicial. A este conglomerado se suma un nivel alto de movilización destituyente en sectores medios y altos, que llamativamente tienen agendas comunes en todo el continente. Hemos visto en años recientes acciones destituyentes en este formato en Argentina, Brasil, Ecuador, Venezuela, Paraguay y Honduras.

La Argentina de 1989 fue, rudimentariamente, la primera experiencia de este nuevo tipo de golpe. Quizás el inicio en el continente de esta nueva forma de voltear gobiernos elegidos mediante el voto. Que se fueran “escupiendo sangre”, como dijo el gerente principal de una de las multinacionales más importantes en ese entonces en el país.1 El ahogo externo y el aumento descontrolado de precios, sumados a los saqueos a comercios motorizados por servicios de inteligencia, carapintadas y sectores del peronismo, mostraron en forma rudimentaria lo que hoy vemos en el continente con un nivel de articulación e internacionalización asombroso en sintonía con los intereses del Departamento de Estado estadounidense, ausente en el diseño del final abrupto de Alfonsín.

El comienzo de Menem estuvo marcado por una decisión de profunda intuición y pragmatismo. Alianza con el poder económico nacional e internacional, cambio profundo de la política exterior y alineamiento incondicional con los Estados Unidos, reformas estructurales rápidas y contundentes, solución definitiva del condicionamiento militar a los gobiernos civiles y, poco tiempo después, un desafío que vuelve a ser absolutamente actual: renegociación de la deuda, que en ese momento estaba en default desde 1988.

Los primeros movimientos fueron contundentes para determinar el rumbo. El nombramiento de un representante del grupo empresarial Bunge & Born –histórico enemigo del peronismo– en el Ministerio de Economía; el de Álvaro Alsogaray, ex candidato a presidente por el partido liberal conservador UCEDE, para negociar la deuda externa y el de su hija María Julia Alsogaray –que había obtenido en esa elección como candidata a senadora un 22% de los votos provenientes del más duro antiperonismo en la ciudad de Buenos Aires– como interventora de la primera empresa a ser privatizada: la telefónica estatal Entel. El 7 de octubre se dictó el primer indulto a procesados por crímenes de la dictadura militar, en el que se incluyó a carapintadas y montoneros e inclusive personas desaparecidas. Todo pedido de inconstitucionalidad del mismo moriría en la Corte Suprema, que había incorporado nuevos miembros y ya tenía lo que se llamó periodísticamente “mayoría automática”, expresión que quedará incorporada como un sello de la época. Una mayoría que encargó de que no prosperara ninguna de las denuncias que desde los primeros meses tuvo el nuevo Gobierno. Junto a la ingeniería sobre la Corte Suprema hubo otro armado, que sigue vigente al día de hoy que fue uno de los ejes del discurso de inicio del actual presidente: el diseño de casi toda la justicia federal (jueces y fiscales) para garantizar la impunidad absoluta para negociados y medidas que se llevaran puesta la ley y la constitución.

Este comienzo intenso de transformaciones radicales, nunca suficientemente estudiadas, implicó un giro de 180 grados de la política exterior; Argentina pasó de ser uno de los países del mundo que menos votaba junto a Estados Unidos en la Asamblea General de la ONU, a convertirse en pocos meses en el que más lo hacía. En esos turbulentos casi dos años de transformaciones permanentes hasta la sanción de la Ley de Convertibilidad, Argentina se retiró del Movimiento de Países No Alineados en el que estaba desde su fundación. En 1990, Argentina rompió una larga tradición no belicista y mandó tropas para acompañar la primera Guerra del Golfo contra el Irak de Saddam Hussein y desarmó –por presión directa de los Estados Unidos– el proyecto industrial militar más importante que tenía el país: la construcción del Misil Cóndor II. La relación entre el cierre de este proyecto y el cambio abrupto de la política exterior será, para algunos investigadores, una de las pistas más firmes a la hora de entender motivos y autores de los dos atentados que sufrió Argentina bajo el Gobierno de Menem: en 1992 la Embajada de Israel y en 1994 la voladura de la AMIA.

Como sobreactuación de este travestismo ideológico también visitó en su casa al almirante Rojas –símbolo de la llamada Revolución Libertadora, golpe de Estado que derrocó al presidente Perón en 1955– restringió el derecho de huelga mediante el decreto 448 un 17 de octubre y, a fines de 1990, indultó a los condenados por el Juicio a las Juntas un 28 de diciembre. El día de los inocentes.

Durante este segundo comienzo fue cuando maduraron las articulaciones entre servicios de inteligencia, ya dedicados a los negocios y las operaciones políticas, jueces, fiscales y periodistas, que tanto degradaría nuestra vida democrática y las disputas políticas, y cuyo final fue anunciado como un objetivo de primera línea del Gobierno de Alberto Fernández. “Cirugía mayor sin anestesia”, anunció Menem en su discurso inaugural, y eso fue lo que le granjeó popularidad. Treinta años después, lo contrario. En el comienzo de Cambiemos en 2015, la estrategia de mantener o incrementar apoyo fue anunciada con una imagen opuesta: “gradualismo” en vez de “shock”.

Antes de las elecciones legislativas de 1991, el Gobierno había hecho un giro inmenso y contundente al neoliberalismo que le costó apenas la pérdida de un puñado de diputados. Había privatizado la empresa estatal de teléfono, la aerolínea de bandera y los ferrocarriles argentinos, emblema de las nacionalizaciones del primer peronismo. Por otro lado, había decretado dos indultos, liberando, en el segundo de ellos, a los condenados por el histórico Juicio a las Juntas, y terminando con toda forma de juzgamiento y condena por los crímenes de la última dictadura. Había sorteado con éxito y muertos militares un nuevo alzamiento carapintada –lo que no pudo hacer Alfonsín– y disciplinado a las Fuerzas Armadas al poder democrático. Modificó la Corte Suprema y modeló una justicia federal en su mayoría adicta. Había transformado la política exterior, no solo dando vuelta la de Alfonsín, sino, sobre todo, rompiendo las tradiciones de política exterior dominantes en casi todo el siglo xx en nuestro país, convirtiendo a la Argentina en un aliado incondicional de los Estados Unidos. Política expresada en forma perturbadora por el canciller Guido Di Tella al exaltar las “relaciones carnales” que tenía nuestro país con los Estados Unidos. El comienzo de Menem en política exterior y el de Macri en 2015 estuvieron cortados por la misma interpretación de las elites vernáculas acerca del vínculo de nuestro país en el mundo: “Romper el aislamiento” que Argentina cultivaba desde el primer peronismo.

A toda esta batería de hechos consumados sin demasiados impedimentos, hay que agregarle un golpe a cientos de miles de ahorristas en diciembre de 1989: el Plan Bonex. Precursor del corralito de 2001, aunque con varias diferencias, se inmovilizaron compulsivamente todos los plazos fijos y se entregaron a los ahorristas bonos en dólares. Esta medida, que ayudó a cortar de cuajo la altísima inflación y la especulación financiera, tan antipática para los sectores medios, permitió asfaltar el camino para la convertibilidad, ya con Domingo Cavallo como ministro de Economía, en abril de 1991. Convertibilidad con un alto valor simbólico. No era un plan económico más, aspiraba –y en parte lo lograría– a ser el final de una era y el comienzo de otra, que duraría nada menos que diez años.

A los dos años, en las elecciones de 1991, el Gobierno había avanzado a una velocidad crucero que nadie había previsto y, con una audacia indiscutible, había arriado las banderas históricas del peronismo y soportado muchas movilizaciones en contra: tanto de sectores del movimiento obrero, en ese momento conducidos por Saúl Ubaldini, como de la izquierda y los organismos de derechos humanos que llegaron a juntar 200 000 personas en contra del primer indulto en octubre de 1989. Nada de esto hizo mella en el Gobierno que no modificó ninguna medida. El periodista Bernardo Neustadt, un verdadero intelectual orgánico de las ideas neoliberales que había cumplido un rol importantísimo en la pedagogía neoliberal sobre las clases medias y sectores populares desde años atrás, organizó una movilización, la única de ese tiempo, en apoyo al presidente que se había animado a hacer las transformaciones que en muchos casos ni la dictadura se había atrevido. “La Plaza del Sí”, el 6 de abril de 1990, contó con la adhesión de, entre muchos otros, el empresario Mauricio Macri, y congregó a 80 000 personas, muy por debajo del número reunido por algunas movilizaciones en contra que tuvo Menem en los primeros dos años. Aun así, ese diferencial en la calle no se plasmaría en las urnas en las elecciones de medio término.

Las elecciones legislativas transcurrieron entre agosto y diciembre de 1991, con el proceso de privatizaciones avanzado, con el frente militar solucionado, con una nueva moneda “igual” al dólar, con la reducción drástica de la inflación, con la vuelta de capitales vinculados al proceso de privatización y el rebote en todos los indicadores económicos después del pozo de 1989, cuando el salario real y la pobreza habían superado por mucho las peores marcas de la última dictadura militar.

Comparando los primeros dos años de Cambiemos con los del menemismo vemos que en las primeras elecciones legislativas ambos sacaron el 41% de los votos. En el caso de Cambiemos perdió un 20% de los votos obtenidos en el ballotage, pero quedó muy arriba del 34% obtenido en la primera vuelta de 2015. En cambio, el PJ menemista pasó de un 49% a un 41%. Había retenido el 83% de los votos de 1989, que, para una elección legislativa donde el voto se diversifica más que en las presidenciales y en el marco de la acusación de haber traicionado el legado del peronismo aliándose con sus enemigos históricos, representó sin dudas un triunfo contundente. Sin embargo, esta simetría en los números expresa solo eso. Los procesos en el subsuelo de la economía y la política fueron bien diferentes.

El rumbo drástico elegido por Carlos Menem estaba, a diferencia de Mauricio Macri, en sintonía con las profundas transformaciones operadas en el mundo: entre 1989 y 1991 cayó el Muro de Berlín, se disgregó la Unión Soviética y se proclamó el liberalismo económico y la democracia parlamentaria como receta única en un mundo ya definitivamente globalizado. El Consenso de Washington, en 1989, señaló diez ejes de una agenda económico-política para todos los países subdesarrollados: marcaba una agenda de privatizaciones, reducción del gasto público, reforma impositiva, liberalización de la inversión, de los mercados de capitales, de la tasa de interés y el fin de las regulaciones estatales como los puntos más importantes.

Menem en este sentido logró articular la crisis del país con las corrientes intelectuales y políticas que estaban por consolidar su hegemonía en el mundo capitalista en el fin de la Guerra Fría. Para hacer crecer la fuerza de esta agenda para la Argentina, se apoyó, no solo en la elite económica y financiera, sino en buena parte de la dirigencia política: desde la creciente Unión de Centro Democrático hasta sectores del radicalismo y también del peronismo que fueron confluyendo en la idea de una salida neoliberal para la Argentina.

La Alianza: Fernando de la Rúa (1999-2001)

Entre la moral y el ajuste

Honorable Asamblea: para este presidente lo importante no es el aplauso que naturalmente se recibe en el momento de llegar y asumir sino el que pueda recibir en el momento de dejar la función y entregar el mando a otro presidente elegido por el pueblo. Esa será la medida para saber si he cumplido con mi deber frente a mis compatriotas.

De la Rúa asumió con el 48% de los votos, diez puntos más que el ex vicepresidente del primer período de Menem y en ese entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires, Eduardo Duhalde. El discurso frente a la Asamblea Legislativa del 10 de diciembre de 1999 de Fernando de la Rúa fue un discurso cuya centralidad estuvo en la impugnación de la corrupción vinculada a la década menemista. La pobreza, que había bajado sustancialmente en la comparativa de 1989 y los primeros años del menemismo, volvía a trepar al 26,5% pero, la gran novedad estaba en la desocupación, que nunca había llegado a dos dígitos, ni durante la dictadura militar, ni en el medio de la hiperinflación de 1989, cuando estaba en el 6%. En 1995, Menem ganó la reelección con la tasa de desempleo más alta de la historia argentina: 17,5%, sin contar todas las formas de empleo precario (subempleo o sobreempleo) que se acrecentaron durante la década de los noventa. En 1999 la desocupación había bajado del pico de 1995, pero estaba en el 13%.

De la Rúa, en un discurso encorsetado en el formato y el diagnóstico neoliberal, atribuía la pobreza y el desempleo al problema de moralidad que representaba la corrupción y, por otro lado, al déficit fiscal. El cerco que se autoimponía la Alianza implicaría lo que ya se veía claramente en el discurso. No se tocaría la convertibilidad, no se tocaría el modelo de acumulación, no se cuestionaría el endeudamiento externo que crecía a paso continuo y firme desde 1993 por la imposibilidad de sostener la convertibilidad con recursos propios, siendo entonces la única salida el ajuste y la supuesta restauración moral. El latiguillo, que años después seguirá vigente, era que la plata faltaba en las escuelas y los hospitales porque se iba en corrupción.

No había emociones ni pasiones en De la Rúa. Austeridad económica y de ideas en todos los niveles. No había grandes metas, ni grandes frases, ni un programa claro de gobierno. La época era la del neoliberalismo como cultura hegemónica, que ordenaba la economía con la reducción del Estado, el endeudamiento y el ajuste, y ordenaba la cultura con la despolitización de la sociedad y con la nueva fuerza creciente desde finales de los noventa: “la antipolítica”, que derivaría en la explosión de 2001 con la consigna “que se vayan todos”, que en los gritos de la calles expresaba un ánimo que como mucho le asignaba algún lugar para la política, ninguno para la dirigencia política. La corta etapa que se iniciaba sería la época del fin del consenso mayoritario a la Argentina configurada por el neoliberalismo.

En la Alianza no había propuesta de reformas estructurales que se salieran de las que emanaban del Consenso de Washington y las exigencias del FMI: reforma laboral, principalmente, y la profundización de algunos procesos de privatización como el de YPF. El Gobierno de la Alianza vendería la acción de oro que había sobrevivido a la privatización del Gobierno de Carlos Menem. Los condicionantes, en 1983, eran un desafío para demostrar que la política podía ponerles límites a los poderes corporativos y dirigir un proceso de desarrollo e inclusión social. El incendio de 1989 devino en audacia política para transformar 180 grados el legado simbólico del peronismo y encajar drástica y rápidamente a la Argentina en la ola neoliberal post Guerra Fría. Los condicionantes de 1999, sobre todo la dependencia total al surtidor de dólares del FMI, hicieron que la política –en manos de la Alianza– se redujera solo a las abstracciones de moral en la gestión pública y de políticas sociales, no económicas, para paliar la pobreza. Pese a este programa tan precario que se presentaba como progresista, no hubo ni fin de la corrupción ni una eficiente política social.

La Argentina tenía un déficit externo creciente, un dólar barato que destruía cualquier perspectiva productiva y fomentaba las ganancias en dólares de las empresas privatizadas y de los especuladores financieros. Una pobreza e indigencia en niveles históricos altísimos y una desocupación que, si bien no alcanzaba el pico de 1995, era apenas un poco más baja. Frente a ese panorama y al fuertísimo desprestigio de la política –que era parte de la hegemonía cultural del neoliberalismo, pero también consecuencia de la experiencia de diez años del Gobierno de Menem marcados por la impunidad y la corrupción–, el Gobierno de la Alianza nació débil, atado a su propia falta de convicción de cambiar el rumbo. La Argentina en el sector externo era, en 1999, una bomba de tiempo: una deuda cada vez más impagable y por lo tanto una dependencia cada vez más grande del financiamiento externo o de planes de salvataje de la deuda por parte del FMI que exigía ajustes drásticos en el gasto público.

Entre el comienzo del segundo Gobierno radical y su final pasaría muy poco tiempo. No tenía más propuesta que aumentar la carga de la deuda para seguir manteniendo la convertibilidad y al mismo tiempo evitar el default. La Alianza salió corriendo a pedir salvataje del FMI, como lo haría Cambiemos en 2018 cuando, por el exceso de endeudamiento, se le cerró abruptamente a la Argentina el crédito privado, como también le ocurriría al Gobierno de Macri bastante antes de cumplir dos años de mandato. La Alianza fortaleció aún más la sumisión a la política exterior de los Estados Unidos con votos en contra de Cuba en la ONU y terminó de avanzar en la impunidad ya casi total en relación a los crímenes de la última dictadura, prohibiendo extradiciones de genocidas acusados en tribunales de otros países. Por otro lado, no hubo ninguna respuesta productiva y social que generara algún tipo de reactivación. Volvió a crecer la desocupación que alcanzó el pico de 1995 en menos de dos años y la Argentina se sumergió en una recesión creciente sin visos de recuperación.

La leve recuperación económica que se había dado al comienzo del segundo mandato de Menem ya era pasado. Lo único que le quedaba a la Alianza era su apuesta moral, que se hizo añicos cuando senadores radicales y peronistas votaron una ley de precarización laboral con coimas pagadas desde la SIDE, hecho que denunció el entonces vicepresidente Chacho Álvarez, para luego renunciar.

Frente a la fuga de capitales de los que veían las señales de la imposibilidad de Argentina de seguir pagando e ir a la cesación de pagos, el Gobierno, con Domingo Cavallo como ministro de Economía, decretó el “corralito”. Si algo le faltaba al descrédito creciente del Gobierno era la incautación de los fondos en los bancos de cientos de miles de ahorristas que no tenían depósitos con lógica especulativa como en diciembre de 1989, sino que solo tenían sus ahorros en los bancos. Antes de cumplirse un mes del corralito, De la Rúa renunció y se fue en helicóptero de la Casa Rosada en el marco de una represión que dejaría, entre el 19 y 20 de diciembre de 2001, 38 muertos en todo el país.

Los vínculos y semejanzas establecidos por periodistas, militantes e intelectuales de oposición al macrismo entre el Gobierno de la Alianza y la experiencia de Cambiemos merecen ser pensados sin banalizaciones ni mimetizaciones para dos experiencias que tienen puntos en común, pero también grandes diferencias y, sobre todo, contextos nacionales y mundiales muy diferentes. La comparación pierde fuerza en la medida que el final de Cambiemos no replicó el drástico final de la Alianza, sino que su éxodo se dio en el marco de unas de las transiciones más tranquilas de nuestra corta experiencia democrática. El final de De la Rúa, escapando en helicóptero a dos años de asumir y con una aceptación menor al 5%, es sustancialmente diferente a la transición ordenada del final de Cambiemos en el Gobierno, que se fue con el 40% de los votos. Los parecidos quizás estén a la imposibilidad de ambas figuras, De la Rúa y Macri, de escapar al estigma del fracaso en todas las líneas.

Néstor Kirchner (2003-2007)

Peronismo, progresismo y derechos humanos

Vengo a proponerles un sueño.

Después de la crisis que explotó en diciembre de 2001 y de varios cambios presidenciales, asumió la presidencia el senador Eduardo Duhalde para terminar el periodo presidencial trunco de De la Rúa. El año 2002 pasará a la historia por los índices de desocupación y pobreza más altos de la historia: en 2002 la pobreza arañó el 55%, superando las marcas del peor momento de la hiperinflación de 1989, y el desempleo trepó al 20%, sobrepasando la peor medición de 1995. Esos porcentajes superan por mucho los de los dos años de la Alianza, con la salida de la convertibilidad y la devaluación del 300%, la inflación se disparó al 41%, aunque en alimentos alcanzó el 75%. Ese registro inflacionario solo fue superado por el de 1991, que venía del arrastre del proceso de la hiperinflación de 1989 y se frenó drásticamente con la convertibilidad. Luego de ese año, solo 2002 mostró un salto tan pronunciado, que sería solo superado durante tres de los cuatro años del Gobierno de Cambiemos.

La aceptación mayoritaria de que la responsabilidad de la situación crítica era del Gobierno de la Alianza le permitió a Duhalde tomar medidas importantes, no solo para iniciar un proceso de reactivación, sino para licuar grandes pasivos empresarios endeudados en dólares con la pesificación sin límites de todas las deudas luego de la devaluación del 300%. El segundo semestre de 2002, sobre todo por la recesión y el tipo de cambio repentinamente alto, comenzó la reactivación. Las exportaciones superaron las importaciones, la inflación hizo aumentar la recaudación y el planchazo de la recesión y la crisis impidió aumentos salariales que pudieran por lo menos lograr que los trabajadores no siguieran perdiendo posiciones, lo que aumentó la recaudación del Estado vía estancamiento de los salarios públicos. Todo esto impidió que siguiera creciendo la inflación, ya de por sí alta. Este escenario de reactivación y de recesión al mismo tiempo fue ideal para recuperar poder de fuego del Estado, tanto en pesos como en dólares. El otro punto fundamental de este crecimiento fue que, a partir de la cesación de pagos a los acreedores externos dictada por quien fuera presidente una semana, el dirigente peronista de San Luis, Adolfo Rodríguez Saá, el Estado argentino pudo por un tiempo disponer de recursos que hubiesen ido al pago de deuda para asistir otras urgencias.

El asesinato alevoso por parte de la policía bonaerense de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán en el Puente Pueyrredón y la enorme movilización que generó a menos de un año de que el Gobierno de De la Rúa hubiese desparramado tiros y muertos en su retirada, impidió cualquier sueño de Duhalde de ser presidente electo en las elecciones de 2003. En la Argentina del “que se vayan todos” y de la antipolítica había crecido, paradójicamente, un nivel de movilización social que excedía por mucho a la militancia de organizaciones políticas. 2001 y 2002 son años que pueden ser vistos tanto como años de tragedia, de hambre y desolación, pero también de muchísima movilización, en la que convivían militantes que hacían una fuerte impugnación al legado del neoliberalismo junto a los ahorristas que habían quedado atrapados en sus cuentas bancarias y se despertaban abruptamente de un sueño a partir del corralito. La escena se compartía, además, con toda forma de impugnación de la política. De ese clima efervescente y heterogéneo fue hijo el kirchnerismo, pero también lo sería, más tarde, el macrismo.

Néstor Kirchner aprovechó la alteración del calendario electoral para elegir el día de su asunción, una fecha muy significativa en cuanto a las marcas que le daría a su gestión y que las anunciaría desde su primer discurso. El 25 de mayo de 2003 se cumplían treinta años de la jura de Héctor Cámpora como presidente. Era el momento “icónico” de la juventud militante que había luchado contra la proscripción y la dictadura del “Onganiato” y recuperaba el poder vía la vuelta del peronismo después de dieciocho años de proscripción. Kirchner, en su discurso, dijo que había estado en esa Plaza treinta años atrás, en uno de los momentos más potentes y emblemáticos de la historia de la militancia política. Esa Plaza era la de la militancia y de la esperanza de una generación por la liberación nacional, que quedaría trunca al poco tiempo y miles de sus constructores serían secuestrados, torturados y asesinados por un gobierno que arrancó antes de que se cumplieran tres años de esa plaza histórica con la que Kirchner mostraba de dónde venía y a dónde quería ir.

La identificación con la generación diezmada por el genocidio y la reivindicación del carácter militante de la gestión de gobierno que vendría no tenía antecedentes en ninguno de los otros comienzos desde 1983. En este discurso, la militancia, los ideales y el papel central del Estado iban de la mano con la reivindicación de la política. Kirchner les hablaba pedagógicamente a quienes veían en la política el corazón de todos los males del país. El discurso del 25 de mayo fue de una épica a producirse. “Vengo a proponerles un sueño”. “No voy a dejar mis convicciones en la puerta de la Casa Rosada”. El flamante presidente, ex gobernador de la provincia menos densamente poblada del país y que había sacado solo el 22% de los votos, había entendido que el modelo timorato y sumiso de la Alianza era el contramodelo en medio de aquella crisis. Tiempo de épicas, de reparaciones y de crecimiento que ya había comenzado, aunque pocos lo percibieran.

Una ingeniería de la audacia ya se percibía en ese discurso. Solvencia macroeconómica era una de las enseñanzas de los noventa: solvencia fiscal, crecimiento económico, reparación social, Estado regulando y conduciendo y, más tarde y en condiciones de mayor fuerza, renegociación con los acreedores externos sería la base de su programa de resurrección. “Los muertos no pagan”, una frase de su autoría que luego inspiró a la más moderada “primero crecer, después pagar” de Alberto Fernández, enunciación para marcar la cancha de una nueva renegociación de la deuda que dejó Cambiemos.

El comienzo de la recuperación y la estabilización ya logradas en 2002, pero poco visibilizadas, permitiría al Gobierno de Kirchner mostrar a fines de 2003 indicadores con mejoras sustanciales: inflación del 3,7%, frente al 41% de 2002. La pobreza y la indigencia en 2003 todavía conservaban los índices altísimos de 2002, pero se reducirían drásticamente año a año. La desocupación bajó levemente al 17,3%, pero caería pronunciadamente y sería del 8,5% al finalizar su mandato. La devaluación de 2002 había hecho el trabajo sucio y las condiciones recesivas post 2001 lograrían los “superávits gemelos” de los que se vanagloriaría el Gobierno.

Comienzos de épicas y gestualidades. Kirchner viajó a Entre Ríos a solucionar personalmente una huelga docente que duraba más de dos meses y mandó al Congreso la anulación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, que eran la marca de la impunidad que habían logrado las Fuerzas Armadas en el Gobierno de Alfonsín. Su comienzo, reivindicando a la generación del setenta y la militancia, la reparación de las marcas sociales de la crisis y los abrazos a las principales personalidades de los organismos de derechos humanos –que en la Argentina conservaban una importantísima legitimidad y convocatoria (en la marcha del 24 de marzo de 2001 asistieron más de 150 000 personas)– le dio a Néstor Kirchner en su primer año lo que no le habían dado las urnas un año antes. Ese 22% había crecido exponencialmente un año después. La caída del juicio por la AMIA plagado de irregularidades, la creación de la Unidad Especial de Investigaciones para aclarar el atentado a cargo del fiscal Alberto Nisman y el pedido en Naciones Unidas para que se entregaran a la justicia argentina los cinco iraníes sospechosos del atentado fueron también jugadas de política local e internacional que le granjearían a Néstor Kirchner una espalda importantísima en muy poco tiempo. El progresismo, que luego se dividiría radicalmente entre k y anti k, todavía en su amplia mayoría se sentía representado en un presidente que frente al PJ elegía la transversalidad y se enfrentaba al poderoso aparato duhaldista en la provincia de Buenos Aires en las elecciones de 2005. Este comienzo de una experiencia peronista y progresista al mismo tiempo intentaba ser la expresión en un gobierno de las mejores tradiciones políticas que habían nacido al calor de la transición democrática. El acto simbólico de descolgar el cuadro de Videla y la ceremonia en la ESMA, convertida por decreto en un sitio de Memoria a menos de un año de asumir, marcaron un comienzo potente, provocador y veloz, como fue el comienzo de Menem, aunque en otro sentido, pero con una misma capacidad: entender el momento mundial y latinoamericano del que se era parte. Un pragmatismo feroz que se veía en Menem más que en Kirchner, que aparecía mucho más condicionado por una carga ideológica que no dejaba ver la tremenda intuición que lo guiaba para entender y sintetizar la realidad mundial regional y las demandas de la Argentina post 2001. Poco de esto estaría en el inventario de Cambiemos.

Mauricio Macri (2015-2019)

La república sin corrupción y el peligroso camino de la Alianza

Mauricio Macri fue el primer presidente electo en la historia por un partido que no fuera el radicalismo ni el peronismo. Un partido, que, si bien expresaba el reagrupamiento electoral de una derecha neoliberal y antiperonista que, aunque desperdigada desde 1983, nunca representó menos del 25% del electorado, ocupó también un lugar en el espacio político argentino, que había dejado vacío en los noventa la Unión de Centro Democrático (UCEDE), fundada por Álvaro Alsogaray.

Este partido tuvo mucho de articulación y reciclaje de esa derecha conservadora en general inorgánica y por fuera de estructuras partidarias, pero también presentó muchas novedades en el terreno político. Nuevos actores (del mundo de las ONG, universidades privadas, iglesias evangélicas, ex radicales seguidores de López Murphy, dirigentes peronistas con poder territorial de segunda y tercera línea) que se sumaron, muchos ya en el Gobierno de la ciudad de Buenos Aires, donde el PRO gobernaba desde 2007.2

Esta descripción está incompleta sino no se la enmarca en la coyuntura particular que se abrió en 2001: el PRO es el otro hijo político de la explosión de 2001. El hijo menor del kirchnerismo, que expresa y enrostra que el 2001 no fue solo progresista. Sin las particularidades de la política argentina y las articulaciones que permite, más la coyuntura particular de 2001, estamos frente a una derecha muy parecida a la derecha hemisférica moderna. Las derechas venezolana, brasilera, uruguaya y chilena, solo por citar algunas, tienen una impresionante sintonía en demandas, críticas al “populismo” y al progresismo, eje en la corrupción de la política, que retoman más o menos los prejuicios clasistas y racistas que anidan en lo profundo de cada sociedad. Hoy también integran al mundo de las iglesias evangélicas en una actitud militante contra la llamada por ellos “ideología de género”, con una presencia electoral determinante en Brasil, pero no menor en otros lugares como la Argentina.

La UCR, que fue vital en el triunfo de Cambiemos en 2015, con su voto histórico en la ciudad de Buenos Aires, en el interior de la provincia de Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos, Mendoza y Jujuy principalmente, pero también en el resto de las provincias, seguía muy golpeada por el fracaso estrepitoso de la experiencia de Gobierno de la Alianza y, en vistas solo de garantizar espacios y territorio, decidió acompañar secundariamente al PRO y conformar Cambiemos. El triunfo ajustado de Cambiemos en el ballotage del 22 de noviembre de 2015 por 680 000 votos, fue reconstruido en el exitoso relato de la propaganda del PRO como un cambio de época que no venía para durar solo cuatro años. Mucho menos planeaba dejar el Gobierno antes de tiempo, como en el caso de Alfonsín y De la Rúa, los dos gobiernos no peronistas desde la recuperación democrática.

El clima instalado de la necesidad de cambio de época que se montaba sobre el desgaste de los doce años de gobierno peronista, el tibio apoyo que recibió el candidato oficialista de parte de buena parte del kirchnerismo, el quiebre del peronismo por el espacio armado por Sergio Massa y algunas gobernaciones peronistas peleadas con el kirchnerismo, sumado a la campaña publicitaria de diseño profesional más eficiente de la historia argentina y el cambio de clima político regional con el declive de los gobiernos progresistas del hemisferio, produjeron un combo demasiado fuerte para no ganar la elección.

Cuatro años después, Cambiemos ha demostrado ser mucho más un éxito como marca y como expresión política, que da cuenta de las demandas ideológicas de una buena parte de la sociedad civil, que como fuerza política con capacidad para gestionar el Estado.

Macri, en su discurso inaugural, no presentó un programa de gobierno, no enunció medidas, solo calibró estados de ánimo y formuló apreciaciones generales: describió el pasado reciente en términos de autoritarismo, corrupción y falta de institucionalidad. El enfrentamiento innecesario y una reivindicación de la justicia independiente que “en estos años fue el baluarte de la democracia e impidió que el país cayera en un autoritarismo irreversible”. Es interesante la defensa de la justicia en el discurso de Macri –“frente a los intentos del kirchnerismo de cooptarla”– y la centralidad que tendrá la justicia, sobre todo la justicia federal, en el discurso de Alberto Fernández, en el cual por primera vez no se apela a formulaciones generales acerca de la necesidad de una justicia independiente y se asume una denuncia durísima contra el entramado entre servicios de inteligencia, periodistas y fuero federal para perseguir opositores y acomodar la justicia a los poderes de turno.

El discurso de inicio de Mauricio Macri transcurrió pocas horas después de que la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner se despidiera frente a aproximadamente 400 000 personas con una reivindicación de su gestión que sería denostada horas después por el nuevo presidente en la Asamblea Legislativa. Nunca en 36 años se había convocado una despedida masiva para un gobierno que se iba. Alfonsín se fue antes de tiempo, Menem se fue sin aplauso, De la Rúa, en helicóptero, dejando más de treinta muertos en todo el país, Néstor Kirchner se fue sin despedida porque quedaba su sucesora que estaría ocho años y que sería reelegida en 2011 con el 54% (el porcentaje más alto en una elección presidencial después de Perón tanto en 1951 como en 1973, en ambas elecciones tuvo el 62%). Cristina Fernández se fue con una Plaza de Mayo llena. Macri se fue con una elección sorpresivamente muy buena en relación a las PASO de agosto de 2019, pero con una Plaza apenas colmada que como máximo llegó a las 100 000 personas: entre tres y cuatro veces menos que la que había logrado juntar antes de la elección con la esperanza de la remontada que le permitiese llegar al ballotage. La Plaza del millón del 19 de octubre de 2019, que no tuvo un millón, pero sí algo menos de 400 000 personas. La derrota, en general, no moviliza. El caso de Cristina y la Plaza del 9 de diciembre sería la excepción a la regla. Hubo derrota, pero ya había épica de retorno. En esa noche de retirada y de épica, nació el canto “vamos a volver”.

Alberto Fernández (2019-2023)

La épica de la reparación en equilibrio

Nunca más a los sótanos de la democracia.

Alberto Fernández produjo uno de los discursos de asunción más importantes de nuestra historia reciente. Cargado de referencias a la historia, recuperó la ideología sin ocultarla ni disfrazarla de lugares comunes. En muchos de los puntos que tocó, anunció líneas de acción. Lo contrario al discurso de asunción de Macri, cuatro años atrás, cargado solo de frases y enunciados generales, con referencias negativas al gobierno anterior.

Alberto Fernández combinó en su discurso lo que logró en su perfil: moderación y firmeza combinadas, toda una novedad en la política argentina. La moderación en Argentina siempre quedó en el baúl de la debilidad y la resignación. Pareciera que Alberto Fernández irrumpió en otra lógica. Un político tradicional que se dejó asesorar, que produjo una campaña efectiva, pero que abandonó a la intemperie toda la batería que parecía haberse instalado en la Argentina para siempre con Cambiemos: la política solo como marketing. Los discursos, caras, gestos, gritos y silencios perfectamente producidos y guionados por profesionales del marketing político y dictados por el uso del big data, que incorpora todas las innovaciones tecnológicas de las redes sociales y los datos que producen para practicar de manera sofisticada un nuevo tipo de guerra psicológica que es sin duda hija de la guerra psicológica aplicada durante la Guerra Fría.

Alberto Fernández se presenta como un hombre común y dentro de su marketing de alguien sencillo y confiable presenta su relación con Dylan, el perro de la familia. A diferencia de la tradición cultural argentina del “hombre común” –más limitado que sencillo, de humor chabacano y machista y valores siempre reaccionarios–, Alberto no se vuelve un costumbrista conservador. Es un hombre común que se presenta en la radicalidad del progresismo, implementando desde el día uno el protocolo para el aborto no punible, derogando medidas emblemáticas del Ministerio de Seguridad de Patricia Bullrich y mostrándose de la mano de su hijo drag queen al que no solo no esconde, sino que muestra y reivindica. Estanislao, su hijo, ya antes de asumir Alberto Fernández, se había constituido en una autopista de amor y adhesión hacia el presidente de muchísimas y muchísimos que no llegan a la política por las vías tradicionales. También su hijo aparece en una línea de confrontación con el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, cuyo hijo, que es diputado, se muestra en las redes fotografiándose con un conjunto de armas, expresando claramente en una imagen una grieta que es mucho más verdadera en cuanto a la mirada sobre la vida que representan y quieren representar uno y otro. Antagonismo que pasa de lo simbólico a las políticas concretas cuando, frente a la crisis desatada por la pandemia del coronavirus, Bolsonaro, imitando a Donald Trump, privilegia mantener la maquinaria económica por sobre la protección de vida en forma exactamente inversa que el Gobierno argentino.

Alberto no es un líder carismático, como fueron Alfonsín, Menem, Néstor Kirchner y Cristina Fernández, pero reúne en su perfil la sensatez y la sencillez, que no impiden fuertes convicciones, una combinación muy original en la política argentina. Es un hombre que se muestra moderado y de diálogo, pero que visitó a Lula en la cárcel cuando acababa de ser electo el presidente que lo hizo encarcelar. Alberto se enfrentó a Bolsonaro, presidente del principal socio comercial del país, se permitió criticar a Piñera, el presidente de Chile, por las consecuencias de las políticas neoliberales y por la represión a los jóvenes que la enfrentan, y denunció como golpe el desplazamiento de Evo Morales y lo invitó a residir en la Argentina. Es un moderado y dialoguista que se anima a denunciar la prisión de arbitraria de funcionarios kirchneristas –más allá de la discusión sobre la pertinencia de la calificación de presos políticos–, durante la jura de sus ministros hizo una reivindicación pública de Carlos Zannini, ex funcionario de Cristina Fernández, preso varios meses durante el Gobierno de Cambiemos por el acuerdo con Irán de 2013. Si bien no reivindica a ningún acusado por hechos de corrupción, denuncia fuertemente la práctica punitiva e inconstitucional del abuso de las prisiones preventivas durante el Gobierno de Macri. En su discurso inicial ese fue justamente unos de los ejes que presentó como una batalla a dar durante su presidencia.

Alberto es el hombre que le va a dar un cierre a la reivindicación inorgánica que hizo el último kirchnerismo de la figura de Raúl Alfonsín. Alberto empezó y terminó su discurso –en general no se han nombrado otros presidentes en los discursos iniciales– reivindicando a Alfonsín. Reivindicó su agenda reformista para retomarla y propuso ser evaluado en esa perspectiva inicial de 1983 cuando termine su mandato, que será a los cuarenta años de recuperada la democracia. Empezó con Alfonsín y terminó su discurso con una de sus frases célebres como cierre de un programa de gobierno que quedó trunco en la primera gestión de esta etapa democrática. Alberto repitió, cambiando el orden original, pero sin dudas de la fuente citada: “Con la democracia se come, se cura y se educa”.

Los dos grandes logros de los 36 años de democracia que él reivindicó en su discurso inicial remiten en gran medida al primer Gobierno: la conquista de la democracia, los derechos humanos y la integración regional con el impulso que le dio Alfonsín al Mercosur. Los hitos por los que quiere ser recordado son hijos de estas tres conquistas, siempre inconclusas: la erradicación del hambre, el fin de la grieta –con la construcción publicitaria de la frase del Gobierno de unidad de los argentinos y mostrarse junto con Larreta de un lado y Kicillof en el otro en el medio de la crisis desatada por la pandemia, muestra también un intento por mostrarse como el dirigente que superará rivalidades e intentará modificar las reglas de convivencia democrática–, y, por último, una agenda estratégica para el desarrollo, que no ha habido en estos casi cuarenta años y que claramente estará vinculada, de concretarse, a la profundización de la integración regional. El ahondamiento de la crisis a comienzos de 2020 puso las prioridades económicas bastante más abajo de lo pensando en diciembre de 2019 y el cortoplacismo volverá a acechar seguramente sobre las agendas más estratégicas siempre pospuestas.

El discurso de inicio puso también centralidad en la cuestión de la deuda, que se vio en las prioridades del primer paquete de medidas y en la primera ley votada por el Congreso bajo este Gobierno: Ley de Solidaridad Social y Reactivación Productiva. Nombró a Martín Guzmán como ministro de Economía, formado en la universidad pública argentina, pero doctorado en Columbia, especializado en renegociación de deudas soberanas e hijo pródigo de Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía y detractor del sistema financiero internacional. En esta elección claramente puso como prioridad de la primera etapa del Gobierno la renegociación con el FMI y los acreedores privados. Este Gobierno arrancó con una convicción que comparte toda la dirigencia política: la Argentina de ninguna manera puede pagar en cuatro años 150 000 millones de dólares y unos 50 000 millones en pesos, que es lo que tendría que pagar sin reestructuración alguna. Todas las medidas que podrían implicar reformas estructurales se patean para después de los acuerdos (tanto con los bonistas privados como el FMI), intentando mostrar independencia política.

La emergencia de la pandemia del coronavirus y los planteos del FMI acerca de lo insostenible de la deuda argentina cambian todos los planes y ponen la posibilidad de un default total o parcial de la deuda en situación de menor dramatismo que la que hubiera sobrevenido de no haber existido esta crisis mundial.

Hay, sin embargo, gestos y medidas de una ingeniería que se construye no sobre la abundancia sino sobre la escasez: la promesa de no emisión para pagar deuda en pesos en un gesto de racionalidad y de cuidado de la variable inflación, aunque sí aceptar una fuerte emisión para evitar un desbarranco económico y social producto de la cuarentena decretada a partir del 20 de marzo de 2020. Subas de impuestos a los sectores de mayor rentabilidad y una batería de medidas que impactan positivamente en los dos deciles más sumergidos en la distribución del ingreso. Desde la tarjeta alimentaria que implica un gasto anual de 1500 millones de dólares, como el bono a los jubilados que cobran la jubilación mínima, que es casi el 50% del total de jubilados y jubiladas, y el intento resistido de achicar la brecha entre los que más cobran y los que cobran la mínima que es una radiografía de lo desigual que es la distribución del ingreso en nuestro país. El ajuste vía ingresos de las jubilaciones intermedias y altas se compensa con otras medidas como la vuelta a la distribución gratuita de alimentos y el impacto que produce el freno al aumento de tarifas. El pago de jubilaciones y pensiones en 2020 representará un 35% del presupuesto nacional, es claro que gran parte de la tensión entre mayor recaudación y ajuste del gasto estará puesta en el gasto previsional, que viene siendo el foco principal de exigencias del FMI, porque representa un volumen altísimo sobre el total del gasto público. El congelamiento de tarifas de servicios públicos hasta junio de 2020 frena parcialmente otra fuente de transferencias de ingresos de los sectores asalariados y empresarios hacia las empresas energéticas que impactaron fuertemente en los años del Gobierno macrista en el aumento abrupto del porcentaje de ingresos destinado al pago de servicios de la mayoría de la población y del sector productivo. Medidas y gestos: responsabilidad fiscal, equilibrio entre presión tributaria y ajuste, medidas fuertes sobre los sectores más sumergidos y muestras de predisposición, pero también de autonomía política, frente a la negociación con el FMI. Los sectores medios, que se habían beneficiado casi de inmediato con el kirchnerismo, no serán esta vez los beneficiarios directos de medidas de reactivación en una ingeniería económica y política muy difícil en medio de la escasez y de la nula protección mediática con la que nació este Gobierno y de la que gozó ampliamente el Gobierno de Mauricio Macri.

Entre los anuncios cargados de símbolos, estuvo la rejerarquización del área de Salud, ministerio creado bajo el primer peronismo y rebajado a secretaría bajo el Gobierno de Macri. Alberto Fernández señaló que la inversión en salud se había reducido un 45% en los últimos cuatro años macristas. La caída en la provisión de vacunas había provocado la reaparición de enfermedades controladas como el sarampión: en 2019 se registró la mayor cantidad de casos desde el año 2000.

La vuelta a ministerio del área de Ciencia y Técnica también fue una medida cargada de un poder simbólico: la salud y la ciencia, puntales históricos del peronismo, degradados bajo el Gobierno de Cambiemos, volvieron a rango ministerial.

Fernández tomó en su discurso una de las críticas unificadas en toda la oposición política y mediática al kirchnerismo, consistente en el uso político y arbitrario de la pauta publicitaria que implicaba fondos del Estado vitales para la mayoría de las empresas de medios de comunicación. El nuevo presidente invirtió esa sombra sobre el kirchnerismo y la dirigió contra Cambiemos, que durante su gestión no cambió sustancialmente la lógica política y discrecional de asignación. Y redobló la apuesta poniéndole números al gasto en cuatro años: 9000 millones de pesos (150 millones de dólares al 10 de diciembre de 2019). Y anunció, sin precisiones, que la publicidad oficial pasaría a ser de carácter educativo y dejaría de ser propaganda gubernamental. Por otro lado, anticipó el fin de la pauta a programas periodísticos individuales, en una clara señal a periodistas con un altísimo perfil político que habían recibido generosa pauta publicitaria del Estado durante los anteriores cuatro años.

La parte más dura y resonante del discurso de Alberto no estuvo relacionada con la crisis económica, sin dudas el factor que explica en mayor medida la derrota de Cambiemos. El abogado penalista, ahora presidente, asumió la transformación del Poder Judicial, y sobre todo de la justicia federal, como la madre de todas las batallas. Con más posicionamientos que anuncios concretos (solo la intervención de la Agencia Federal de Inteligencia) anunció una reforma judicial que no precisó.

El “Nunca más”, frase fundadora de esta etapa democrática, y que pocas veces fue usado fuera del marco de sentido que le dio el alfonsinismo, fue pronunciada varias veces por Alberto Fernández en su discurso inaugural para marcar un antes y un después con la justicia, sobre todo la federal, cooptada por intereses corporativos y convertida en instrumento de persecución política, según sus palabras. Por fuera de la denuncia abstracta, fue a fondo contra el lazo entre servicios de inteligencia, operadores periodísticos, fiscales y jueces para perseguir opositores. La intervención de la Agencia Federal de Inteligencia fue uno de los momentos más aplaudidos de su discurso. Dio un claro mensaje de repudio al uso abusivo de las prisiones preventivas a ex funcionarios kirchneristas en los días que se hicieron públicos los correos del fiscal estrella, de la principal causa de corrupción existente (la causa de los cuadernos) con un falso abogado y aparentemente miembro de una red de inteligencia ilegal destinada a la extorsión. Ahí pronunció una frase que aspira a un lugar de privilegio en la historia, si no queda solo en anuncios: “Nunca más los sótanos de la democracia”. Es sin duda la parte más dura y sorpresiva de su discurso. Anunció, cerrando el eje de la justicia y la inteligencia, una reforma judicial.

Terminó su discurso reivindicando el Ni una Menos, una de las luchas más importantes de la calle durante los años anteriores. Más allá de su posicionamiento personal, afirmó que la lucha contra la discriminación –sea por origen, etnia, género u orientación sexual– y la violencia contra la mujer deben ser política de Estado. La agenda de luchas feministas y sobre todo la despenalización del aborto pueden ocupar el lugar que ocuparon los derechos humanos para la administración de Néstor Kirchner en la construcción de una agenda progresista que no va a tener los índices de crecimiento ni reparación económica que tuvo el kirchnerismo en siete de los ocho primeros años.

Hacia el final, el agradecimiento a Esteban Righi, casi al mismo tiempo que a Cristina Fernández, fue un gesto de independencia política que no muchos comprendieron. Esteban Righi, penalista, ex ministro de Héctor Cámpora durante los pocos días de su presidencia, autor de la más grande amnistía de presos políticos de la historia el 25 de mayo de 1973, formador de Alberto Fernández y procurador General de la Nación entre 2005 y 2012, fue denunciado por el entonces vicepresidente Amado Boudou y renunció al no tener el apoyo de la presidenta Cristina Fernández.

La unidad del peronismo, donde la figura de Cristina Fernández tiene un lugar central, parecía imposible a fines de 2017 y se fue gestando al calor de la posibilidad cierta de evitar la reelección de Mauricio Macri. Sin embargo, el “es con todos” tendrá seguramente pruebas de fuego: conviven sectores con posicionamiento muy diversos en temas claves y no será tarea sencilla equilibrar los intereses de una gestión eficiente con el loteo a los tan distintos y diversos espacios que aportaron sus acciones al Frente de Todos.

Alberto Fernández puso la vara para la evaluación de su mandato muy alta. Lo terminará el día que se cumplan cuarenta años de la recuperación de la democracia. Así como Macri pidió ser evaluado por la efectividad en la erradicación de la pobreza, Alberto redobló la apuesta, la evaluación que pide está en un marco epocal de la historia argentina: el presidente de la “unidad de todos los argentinos”, como se hizo anunciar cuando ingresó a la Asamblea Legislativa, puso como objetivo avanzar en algunas reformas básicas que se han vuelto grandes metas para cerrar estos cuarenta años: ampliación democrática con el fin de la grieta, la erradicación del hambre, una estrategia de desarrollo y la definitiva integración regional.

1 Entrevista a Martín Hourest en Espóiler (20.5.19). Disponible en

www.espoiler.sociales.uba.ar

2 Un libro excelente para reconstruir el origen y las articulaciones que conformarán al PRO es el de Gabriel Vommaro, Sergio Morresi y Alejandro Bellotti: Mundo PRO. Anatomía de un partido fabricado para ganar, Buenos Aires, Planeta, 2015.

La caída

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