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Mucho antes

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Ya tiene catorce años y va en el tercer año de la secundaria. Los negocios de su padre marchan bien, aunque él bebe demasiado. Cuando llega a casa borracho, generalmente los sábados de noche, es más agresivo verbalmente con su mujer, que sumisa le sirve la cena y no le contradice en nada. Pero él insiste en esos desplantes autoritarios como si el hecho de reafirmar su condición de jefe de familia, de proveedor y patriarca hogareño fuera un recurso para disimular la borrachera o, si se quiere, proclamar que tiene derecho a emborracharse todas las veces que le venga en gana.

Los tratos de compra y venta de ganado van tan prósperos que su padre decidió invertir en ampliar la casa. Hizo construir un segundo piso con cuatro dormitorios: uno para el hijo mayor, un segundo cuarto para los otros dos hijos varones y dos dormitorios aparte para las niñas. Su hermana menor tiene un cuarto más pequeño, mientras que ella, en su nuevo dormitorio, tiene espacio para un escritorio donde puede hacer sus tareas escolares y estudiar en paz para que llegue a ser, le recalca su padre, una gran abogada o una famosa doctora.

«Soy enérgico porque es la única forma de que ustedes lleguen a ser algo en la vida», les suele recitar a sus hijos. A veces cuando llega bebido les lanza ese discurso con aires de amenaza e incluso con castigos físicos. Un viernes golpeó a su hijo mayor porque en su libreta de notas trimestrales apareció con calificaciones deficientes en dos asignaturas.

A ella también la golpeó, pero fue hace dos años, cuando se peleó con su hermana menor a propósito de una revista de historietas y esta, en desquite, corrió a acusarla con su padre porque estuvo bailando otra vez con el Evaristo. «¿Es verdad? –la interrogó él–. Mírame a la cara cuando te hablo, ¿es verdad?». «Sí, pero fue apenas un ratito», se defendió. «¡Ni un ratito ni nada!». Se sacó el grueso cinturón de cuero para darle azotes una y otra vez en las pantorrillas, mientras gritaba enardecido que se merecía ese castigo, que así aprendería a no mover las piernas con cualquiera. Esa misma noche fue a verla, ya acostada. La abrazó y la besó en la frente. «No me haga rabiar, mi niña, no me haga rabiar».

La muerte de la bailarina

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