Читать книгу La muerte de la bailarina - Gustavo Adolfo González Rodríguez - Страница 9

Ahora

Оглавление

Son casi las ocho de la noche. Se reúnen, como suelen hacerlo casi todos los viernes, alrededor de la mesa mayor de la fuente de soda-bar-restaurante, que es también la sede del club de rayuela. Ya están todos al tanto de que el juez Correa fue hasta las casas patronales del fundo La Esperanza para reunirse con don Pelayo Eguiguren.

–¿Vieron? –comenta don Enrique–, yo les dije que por ahí había una pista.

–¿Entonces fue doña Susana la que mandó a matar a la bailarina? –inquiere don Domingo casi en un susurro.

–Una dama como ella no se va a rebajar a eso –interviene don Desiderio.

–¿Habrá participado doña Susana en la entrevista del juez Correa con don Pelayo? –pregunta don Rodolfo.

–Dicen que es una vieja muy, pero muy celosa, que tiene cortito a su marido, pero don Pelayo siempre se las arregla para escapársele –contraataca don Enrique.

–No era nada de fea cuando se casaron, pero con los años se dejó engordar y se echó a perder –opina don Lisandro.

–Sí, pues, con razón don Pelayo sale a echar sus canitas al aire.

–Claro, una vez lo vi donde las Morales, siempre acompañado por el Segundo ese, su fiel capataz –recuerda don Domingo.

–¿Y usted en qué andaba donde las Morales, mi estimado? –lo interroga socarronamente don Desiderio.

–En nada, yo solamente pasaba de casualidad por ahí –se defiende don Domingo.

–Sí, seguro que así fue –dice ahora con ironía don Desiderio.

–No me embrome. ¿Acaso usted, acaso alguno de los que están en esta mesa, no han ido jamás donde las Morales?

Don Rodolfo advierte que se están saliendo del tema y, en tono conciliador, subraya que a don Pelayo lo vieron al menos tres veces en el cabaret.

–¿Y quién no anduvo alguna vez por ahí? ¿Quién de esta mesa puede decir que nunca vio empilucharse a la bailarina? –interroga, al borde de la carcajada, don Desiderio.

–Pero tampoco eso sería razón para mandar a matar a una persona –reflexiona don Domingo.

Hacen una pausa para ordenar dos botellas más de vino y una pichanga de picles, quesos y trozos de arrollado como picoteo.

–¿Y por qué el juez Correa no citó a don Pelayo a su oficina para tomarle declaración en vez de ir hasta La Esperanza? –pregunta don Rodolfo.

–Porque en este país los ricos mandan hasta a la justicia –le responde don Desiderio.

–Ya pues, no se me ponga comunista –lo reconviene amistosamente don Enrique.

–Tal vez fue hasta el fundo en una visita social, de amigos –lanza don Domingo.

–¿Visita social en su horario de trabajo? Esa sí que no me la creo –le refuta don Enrique.

–O fue por otro asunto, sin relación con la muerte de la bailarina, tal vez un trámite de herencia o una denuncia de robo de ganado

–insiste don Domingo.

–Esa me la creo menos todavía –sigue contradiciéndolo don Enrique–. Yo digo que este fue un crimen por encargo.

–Eso nunca se va a aclarar –le responden casi a coro los demás contertulios.

–No te cleo, le dijo el chino al piano –acota don Domingo.

–Dicen que dos días antes de la muerte de la bailarina anduvo por La Esperanza un tipo muy sospechoso –vuelve a la carga don Enrique.

–¿Y quién lo dice? –pregunta alguien.

–Lo escuchó don Luis en su negocio.

–¿Pero quién era el tipo sospechoso? ¿Quién dice que lo vio?

–insiste don Desiderio.

–Se cuenta el milagro, pero no el santo –señala don Enrique, encogiéndose de hombro.

–Yo escuché que apareció en esos días un hombre con aspecto de facineroso, que nadie había visto antes por el pueblo, pero que no rondaba La Esperanza, sino la pensión de doña Eufrasia –relata don Domingo.

–Está buena la pichanga, ¿pedimos otra? –consulta don Lisandro.

–Bueno –asiente don Rodolfo–, y también otra botellita, ¿seguimos con el Santa Emiliana?

La muerte de la bailarina

Подняться наверх