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Mucho antes

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Retornaba a casa satisfecho, más temprano de lo habitual. En el remate de ese miércoles obtuvo un buen precio por un toro y tres novillos, y todavía mejor por una pareja de percherones. A la hora del almuerzo disfrutó una cazuela de pava y una botella de tinto con otros tratantes de ganado, pero se excusó de acompañarlos a un bajativo en el bar que podía prolongarse en los juegos de cartas y hasta extenderse más tarde a una «excursión», como les gustaba decir, en una casa de tamboreo y huifa.

Se detuvo en la plaza, en la única librería del pueblo, para comprar una caja de 24 lápices de colores para su niña. Pensó que debería llevarle también un regalo a la hija menor y adquirió un volumen a color de cuentos infantiles.

Condujo relajado la camioneta, fumando y ordenando en su mente las tareas del día siguiente, con los fundos y caseríos que visitaría para averiguar sobre potenciales vendedores de ganado. Un trabajo que lo obliga a madrugar, pero que renta bien y le permite mantener una familia de cinco hijos, bien alimentados y bien vestidos, que no se avergüenzan ante nadie en el pueblo y que de grandes tendrán sus profesiones, sin pasar las mismas penurias que él sufrió para labrarse una buena posición.

Y una vez más piensa en su niña, su hija favorita, la futura médica o abogada, su mayor orgullo, próxima a cumplir once años. Llegando a casa la besará en la frente y las mejillas y le dará la gran caja de lápices de colores, un pequeño presente, un modesto anticipo del enorme regalo que tendrá el próximo mes para su cumpleaños.

Estaciona la camioneta en la calle y entra discretamente a la casa con la intención de sorprender a sus hijas a la mesa del comedor, donde hacen habitualmente las tareas escolares, para darles los regalos. No las encuentra ahí y va a la cocina. Su esposa, con algo de nerviosismo, le dice que están jugando en el patio, desde donde llegan los ecos de un bolero de Pedro Vargas.

Ve entonces a su niña enlazada con Evaristo. Bailan mientras la hermana menor ríe y palmotea. Bailan con gracia, vienen practicando hace tres años. Pero él irrumpe furioso, separa a la niña de un tirón de su pareja de baile, la abofetea y le ordena que vaya de inmediato a hacer sus tareas. Ella llora y corre al comedor, seguida por su hermana menor que tiene una expresión de pánico.

Evaristo queda solo en medio del patio e intenta balbucear una excusa o explicación, pero él lo jala de una oreja y le grita, furioso, que se vaya a su casa, que no quiere verlo nunca más rondando a su hija. Intenta calmarse mientras va al encuentro de su esposa para echarle en cara su falta de autoridad. La increpa: primero los estudios, la disciplina, y en su fuero interior revive la reciente imagen del baile de su niña con Evaristo. Ningún pelafustán se va a meter con ella y va a torcer su futuro, se dice, y no quiere advertir los celos en la violencia con que trató al niño.

Esa noche, durante la comida, les advierte a su esposa y a los tres hijos varones que deben cuidar a las niñas.

–Bastante tengo con trabajar todo el día para mantener este hogar y esta familia sin que ustedes pongan su parte. No puedo estar pendiente de todo. Esta casa no es un salón de baile, aquí se estudia y se trabaja. La radio no se enciende mientras no hayan hecho todas las tareas. No hay permiso para jugar, ni para salir a la plaza o al cine si hay malas notas en la escuela o en el liceo –recalca mientras pasea una mirada severa que nadie se atreve a sostener.

La esposa y los hijos asienten. La hija menor, a su vez, revuelve la sopa con los ojos fijos en el plato. Y la niña hace esfuerzos para no llorar y siente que en su mejilla arde todavía la bofetada.

La muerte de la bailarina

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