Читать книгу La muerte de la bailarina - Gustavo Adolfo González Rodríguez - Страница 7

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El padre Jacques termina de beber su café y mordisquea el último trozo de pan amasado con queso de cabra. Un desayuno frugal, el mismo desayuno que toma cada mañana desde hace diez o quince años, no recuerda bien, pero es uno de los hábitos que adquirió en el pueblo. «Ay, si el hábito hiciera al monje», piensa divertido, con las pocas trazas de humor que le quedan. Repara entonces que su existencia es una interminable sucesión de rutinas: confesar, bautizar, casar, impartir la extremaunción, pronunciar responsos mortuorios, visitar regularmente los caseríos de su parroquia, oficiar misas, sermonear…

Una rutina alterada por la fallecida bailarina. Durante un año su puntual asistencia los segundos jueves de cada mes al confesionario desordenó la vida del anciano párroco. Al principio la vio como una feligresa molesta, que cumplía un ritual sin sentido, una formalidad que transmitía una beatitud vacía, masoquista, de autoproclamada pecadora empeñada en expiar sus ofensas a Dios a fuerza de penitencias. Comenzó acusándose de su condición de mujer de la noche, que provocaba miradas lascivas y malos deseos en los hombres que acudían al cabaret, pero al mismo tiempo, a su manera, podía considerarse virtuosa porque no vendía ni prestaba su cuerpo.

«Cristo acoge a todas las criaturas en su seno», le respondía el cura desde el otro lado de la rejilla y le recordaba el pasaje bíblico de María Magdalena. Con su hilo de voz, ella le iba refutando que no se trataba de emplazar a los que se creyeran libres de pecado para que lanzaran la primera piedra:

–Es que yo he recibido ya muchas piedras, padre, como si me hubieran lapidado sin darme muerte, condenada a seguir cargando eternamente mi cruz.

Al padre Jacques le exasperaba en las primeras confesiones ese tono de doliente seguridad, de erudición y cultura que transmitía la mujer con su voz bien modulada, mientras percibía desde su puesto de confesor esos ojillos miopes, unos labios con comisuras ya plagadas de arrugas y esos cabellos rubios que comenzaban a opacarse y echar canas. Porque su tono era también de porfía, ya que las penitencias iban encadenando hasta el segundo jueves del próximo mes una historia, tal vez una telenovela en la que era ella quien ponía el guion.

En esas confesiones monocordes se hilaban episodios remotos acompañados de afanes de hoy, como si ella se hubiera impuesto una misión que necesitaba de bendiciones eclesiásticas para llevarla a cabo. Y el cura advertía, con alarma, que su hastío inicial se transformaba en expectativa. Un ansia que él quería rechazar, o al menos ocultar con un tono de malhumor agresivo.

Entonces, cuando la bailarina hizo su periódica aparición el segundo jueves del tercer mes, la recibió –antes de la ritual fórmula del «Ave María Purísima»– con una imprecación:

–¿Quién eres hoy, la Odalisca, la Pantera, la Magdalena?

–Soy la pecadora que no busca perdón, sino justicia –le respondió.

El padre Jacques recuerda mientras termina su desayuno y enjuaga la taza. Mueve la cabeza, como si quisiera sacudir y expulsar esos recuerdos en un ejercicio imposible, porque a la postre acepta y quiere creer que la bailarina se cruzó en su vida como una prueba a la cual lo sometió Dios, pero que no es capaz de superar.

La muerte de la bailarina

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