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ОглавлениеCAPITULO I TRASCENDENCIA DE LA PERSONA HUMANA
Gustavo E. Barbarán
Introducción
El estudio de la naturaleza y protección de los derechos humanos (en adelante DDHH) se aborda en distintas disciplinas. Fue y será cuestión de la filosofía, de la antropología, de la ética, la ciencia política y el derecho, cuyo aporte particular finalmente se inserta en la legislación positiva. Por ende, el tratamiento de los derechos humanos no está ajeno a las pasiones que despiertan las disputas ideológicas.
Si existe una problemática necesitada de un enfoque integrador, es precisamente esta; de allí la constante preocupación de intelectuales, dirigentes políticos y sociales y gobernantes de cualquier país y sistema jurídico-institucional, pero también del común mortal, destinatario final de su vigencia y observación.
Bien se dijo que con los derechos humanos no solo se reflexiona sobre la esencia del derecho sino también sobre la esencia de la persona humana (M. Laclau, 1992: 9 ss.). Aunque este trabajo tiene por objeto repasar la situación con la perspectiva del siglo XX y en el marco de una sociedad humana globalizada.
En el campo jurídico, el tratamiento de los derechos esenciales y derivados— según clasificación usual— se halla distribuido en distintas ramas. Ciertamente, desde que el derecho tiene por objeto reglar la vida de las personas en comunidad dentro de alguna clase de organización estatal; desde que apunta como finalidad primordial la consecución de la justicia (resguardando la dignidad humana o recomponiendo el equilibrio de intereses divergentes) y desde que la Justicia implica en última instancia la consolidación de la paz social, nada de ello tendría sentido si se obviara la trascendencia del ser humano.
La reforma de la Constitución Argentina de 1994 introdujo una importante novedad en el art. 75 inc. 22 (Capítulo 4— Atribuciones del Congreso , Título 1— Gobierno Federal , 2ª Parte— Autoridades de la Nación ), cual fue incluir los tratados que integran la Carta Internacional de los Derechos Humanos, con jerarquía superior a las leyes y en las condiciones de su vigencia. La materia ya estaba contenida genéricamente en los derechos y garantías consagrados en el texto fundacional de 1853. Con todo, Germán Bidart Campos (1992: 31 ss.) había sostenido que esos aportes internacionales ya estaban receptados en nuestro ordenamiento legal por la labor de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en su tarea de interpretar el alcance del articulado de la Declaración de Derechos y Garantías.
A pesar de que la comunidad internacional procura afianzar un sistema universal de protección, las previsiones de los gobiernos todavía hoy son insuficientes para las contingencias de la vida diaria en cualquier rincón del planeta, frente a las tensiones que produce la relación Estado-Persona, Estado-Comunidad Internacional y Estado-Persona-Comunidad Internacional.
El derecho internacional y la filosofía del derecho prestaron mucha atención a la problemática de los derechos humanos, y su estrecha vinculación con las relaciones internacionales hace ineludible su contacto con el primero.
Las notorias modificaciones en la política mundial luego de las dos grandes guerras con un costo injustificable de 60 millones de víctimas produjeron una reacción a favor de la ampliación y protección de los derechos humanos. Por tanto, muchas claves de entendimiento han de encontrarse en la política y el derecho internacionales. Se trata de un fenómeno político-jurídico, que traspasa límites nacionales para afianzar el resguardo de aquellos atributos esenciales del ser humano incluso dentro de las fronteras de su propio Estado.
La violación sistemática de esta categoría de derechos ocurrió en gran medida por la desnaturalización de los gobiernos, los cuales buscaban justificar su comportamiento con cualquier pretexto ideológico. Precisamente, la radicalización ideológica alteró la verdadera comprehensión de la naturaleza de la persona humana.
«Individuo» y «persona» en la filosofía
La proclamación del valor intrínseco de la persona humana, cualesquiera sean lugar y circunstancias de su nacimiento, sexo, raza, religión, actividad, ideas políticas o lugar de residencia, es una cuestión central para la humanidad.
Esta reivindicación obvia es inescindible de cada derecho que se confiera a hombres y mujeres, sean ancianos, jóvenes o niños: si no se parte del reconocimiento de su dignidad y trascendencia, ¿qué definir y qué proteger? Por lo tanto resulta pertinente un breve repaso de nociones vinculadas a la evolución de los conceptos «individuo» y «persona».
Ambos conceptos no son identificables y, en consecuencia, ser un individuo no es lo mismo que ser un humano. Individuo es obviamente lo que no puede ser dividido y «persona» somos exclusivamente los seres humanos y si bien no todo individuo es persona, toda persona es un «ser individual» (Durand Mendioroz, 2016: 76).
El reconocimiento de la vigencia de los derechos del hombre no es una resultante de la modernidad, si bien se potenció a partir de los siglos XVII y XVIII. Los filósofos de la antigüedad habían cavilado sobre individualidad, individuo, sustancia, persona, enriqueciendo la reflexión filosófica, aunque sin avanzar hacia sus propiedades y cualidades.
Se ha debatido si en la Grecia clásica se concretó una definición de persona en cuanto personalidad humana (Ferrater Mora, 1970: 328). Fueron en realidad los primeros pensadores cristianos quienes desarrollaron los atributos de la personalidad, introduciendo— como San Agustín (354-430)— la idea de una «intimidad no abstracta sino concreta». Luego Boecio (Anicio Manlio Severino, 475-525), referente de la escolástica de su tiempo, propuso aquella memorable definición durante el debate medieval: naturae rationalis individua substantia («la persona es una sustancia individual de naturaleza racional»). Tomás de Aquino (1225-1274) avanzó en la diferenciación entre individualidad y sustancia. Posteriormente, los pensadores modernos incorporaron al concepto nuevos aspectos que, sin abandonar los elementos metafísicos tradicionales, hacían del individuo-persona algo más asequible, si bien ambos conceptos a veces se identifican erróneamente.
Durante el Renacimiento se destacan dos españoles, precursores de la conjunción de los derechos humanos y el ámbito de la comunidad internacional. Fray Bartolomé de Las Casas (1474-1566), en su famosa defensa de los indígenas, sostuvo el respeto irrestricto de los derechos naturales de aquellos pueblos y la restitución de los bienes usurpados. Antes, Francisco de Vitoria (1480-1546), fundando su pensamiento en Aristóteles y Santo Tomás, defendió el principio de libertad y de igualdad de las personas humanas como base de la convivencia en cualquier régimen político. Ese razonamiento le llevó a sostener que los indios no eran «siervos por naturaleza, sino que pertenecen con todo derecho a la comunidad humana»; ellos— decía— poseen su propia organización, sus leyes, magistrados y religión. En las Relecciones Teológicas introdujo el concepto del derecho del lugar contra el derecho de sangre, que implicaba en definitiva el respeto y sometimiento a las autoridades indígenas en América. Vitoria, precursor del derecho internacional, asoció el derecho natural al ius gentium (Beleval, 1970: 235; M. Herrera, Fundadores…, 2018: 51).
Tiempo después, fue significativo el aporte de Gottfried W. Leibniz (1646-1716), al subrayar la capacidad de razón y reflexión, la cual distingue al individuo-persona por medio del sentimiento que posee de sus propias acciones. Otros filósofos incorporaron elementos psicológicos y éticos, proponiendo distinguir las dos nociones. Así, individuo es alguien o algo que no es otro individuo; en cambio la persona se define positivamente mediante elementos ínsitos en ella:
Por otro lado, cuando el individuo es un ser humano, es una entidad psicofísica; la persona, en cambio es una entidad fundada en una realidad psicofísica pero no reductible enteramente a ella. Y si el individuo está determinado en su ser, la persona es libre (Ferrater Mora, 1970: 330).
De este modo se patentiza la contraposición entre lo determinado (el individuo) y lo libre (la persona, un fin en sí misma, insustituible por otra).
La insistencia de lo ético en la constitución de la persona se debe a Emanuel Kant (1724-1804), tanto como el mérito de haber relacionado otra vez al hombre con y en la comunidad internacional. En su histórico ensayo publicado en 1795 con el título Para una paz perpetua. Un proyecto filosófico, Kant expuso las bases del proyecto en seis artículos preliminares y tres artículos definitivos. En estos últimos intentó sentar las bases del «orden cosmopolita»; el tercero de los definitivos introdujo el concepto de hospitalidad universal como contrapartida del concepto de ciudadanía universal, la cual a su vez solo es posible reconociendo la igualdad de todos los seres humanos (Höffe, 1996; Palacios, 1996).
Después de Kant, Johann G. Fichte (1762-1814) revaloriza lo metafísico: el yo-persona no es solo un centro de actividades racionales sino también un «centro metafísico». A partir de entonces el concepto de persona experimentó cambios importantes en cuanto a su estructura y a sus actividades. Estas últimas son, a más de las racionales, las emocionales y volitivas; de tal modo es posible evitar los peligros del impersonalismo que identifica persona con sustancia y sustancia con cosa. Esta característica de la persona se completa entonces con la espiritualidad que vincula a la persona humana con su trascendencia; si así no fuera quedaría siempre dentro de los límites de la individualidad psicofísica y, en último término, acabaría inmersa en la realidad impersonal de la cosa.
Coincidiendo con esta posición y profundizándola, Jacques Maritain (1882-1973) preguntaba qué impulsa al respeto de la dignidad humana y hasta a dar la vida por defender los derechos de las personas: «[…] el hombre es un individuo que se sostiene a sí mismo por la inteligencia y la voluntad; no existe solamente de una manera física; hay en él una existencia más rica y más elevada, sobreexiste espiritualmente en conocimiento y en amor» (Maritain, 1961: 14).
La noción de «derechos del hombre» se origina en las escuelas iusnaturalistas. Eso permite analizar, bajo la denominación genérica de Derecho Natural, tres grupos de teorías según sea la base de cada concepción. La primera y más antigua es la estoica, que reconoce una base cosmológica según la cual la realidad cambia «dentro de una armonía asegurada por una ley natural que preside los movimientos de todo lo existente, incluida la sociedad humana».
Por otra parte el derecho natural de base teológica centra su visión en la existencia y ordenamiento del mundo derivados de una voluntad divina, que es «quien dicta las leyes que la presiden», siendo Santo Tomás su máximo exponente. Por último, la base antropológica del derecho natural analiza la naturaleza humana, según la visión de los siglos XV y XVI (M. Laclau, 1992: 15).
Tres grandes pensadores de la nueva época prosigue Laclau fueron Hugo Grocio (1583-1645), Thomas Hobbes (1588-1679) y John Locke (1632-1704). Ellos advirtieron desde la óptica de la filosofía política el desplazamiento de los deberes que impone la ley natural hacia los derechos que esta confiere al hombre, porque son inherentes a su persona. Difieren en la fundamentación de la subjetivización del derecho. Grocio, por ejemplo, no fundaba el derecho natural en la voluntad divina sino en el hombre, considerado este no tanto individuo cuanto especie humana. Hobbes, por su parte, fue el primero en explicitar la existencia de derechos inherentes al individuo, incluso anteriores al orden jurídico que él mismo integraba:
El hombre razonable, en el estado de naturaleza, advierte que debe abandonar su derecho absoluto a todas las cosas, al igual que su libertad ilimitada frente a los otros hombres. Para evitar que cada individuo pueda ser atacado por los demás, se torna necesario que todos renuncien, al mismo tiempo, merced a una convención o contrato, a sus derechos naturales (Laclau, 1992: 22).
De este modo, el orden se establece en la medida en que el derecho (eminentemente subjetivo) cede paso a la ley (eminentemente objetiva). Así nace el Estado y con él la necesidad de otorgar todo el poder a quien lo represente, el rey soberano al principio, la voluntad popular después.
Por el contrario, Locke entiende de otro modo el estado de naturaleza: la libertad del hombre «para ordenar sus actos y para disponer de sus bienes y persona como mejor le plazca»; o sea que el estado de naturaleza se transforma en estado de igualdad. Para el pensador inglés, libertad e igualdad son dos caras de una misma moneda, al punto que la carencia de ley implica ineludiblemente carencia de libertad. La defensa de estos valores es una defensa de la especie humana, castigando al infractor «haciéndose ejecutor de la ley natural». Y para salir de la incertidumbre los hombres se agruparon en sociedades civiles, dentro de las cuales sus derechos pudiesen mejorar y protegerse; cediendo al conjunto social su libertad, se— dictan normas para una convivencia armoniosa y las ejecuten, asignando tal representatividad al pueblo (M. Laclau, 1992: 25).
Este pantallazo filosófico pretende aleccionar sobre la amplitud y profundidad de los conceptos transcriptos, desde Aristóteles a la fecha. De ello se desprenden dos primeras conclusiones: 1) los atributos inherentes a la persona humana pueden aumentarse, revalorizarse, pero nunca disminuirse o limitarse; 2) su problemática no cierra si no se opera sobre mecanismos que garanticen su completa protección.
Pero relativizada la trascendencia de la persona humana, de nada sirve definir y proteger sus atributos merecedores de respeto universal. Hay entonces una relación de causa-efecto de tan íntima correspondencia que, en adelante, no pueden seguir sino juntos todos los derechos, cada derecho, los que se agreguen o perfeccionen, y los ámbitos de amparo internacional, habida cuenta de los atropellos cometidos por los detentadores ocasionales del poder en todas las épocas, contra los derechos esenciales de sus habitantes.
Derechos humanos en la filosofía del derecho
Lo expuesto en el capítulo anterior se completa con la visión de la filosofía del derecho sobre la persona humana y los derechos inherentes a ella.
Ricardo Maliandi (1992: 44) sustentó el apuntalamiento de los DDHH en el mundo actual como una exigencia racional. Dado que la racionalidad de los seres humanos no inhibe los comportamientos irracionales, su soporte ha de girar en torno del concepto de dignidad humana, la cual dice este autor no se agota en la racionalidad, pero está «necesaria y estrechamente ligada a ella». En consecuencia es imprescindible una concientización correcta,
… racional y razonable de los Derechos Humanos (pues) involucra también un planteamiento claro de los problemas inevitablemente presentes en las relaciones entre esos derechos y la estructura de la interacción social.
Frente a la variedad de problemas, la filosofía del derecho agrupa tres grandes temas de reflexión: a) la naturaleza de los DDHH, que implica el análisis filosófico del concepto partiendo de las definiciones previas de persona humana, individuo, derecho, etc., ya abordado más arriba; b) la fundamentación de los DDHH, referida a los principios en que se basa y las fuentes de las que recogen su convalidación; c) la aplicación de los DDHH, que atañe a la ardua cuestión acerca de cómo asegurar su vigencia continua y qué instituciones debieran cumplir la función tutelar. A esa temática universal, Maliandi (1992: 45) agrega la cuestión de la conflictividad, como un cuarto problema básico, cuyo reconocimiento es inevitable producto de las relaciones humanas (la interacción social o el conflicto como motor de la historia).
Aquí proponemos una tercera conclusión: la problemática de los derechos humanos puede resistir la manipulación ideológica o política respecto de su aplicación, pero no de su naturaleza y fundamentación, pues correríamos el riesgo absurdo de negarlos.
Comentando el ensayo kantiano Idea de una historia universal en sentido cosmopolita, Maliandi recuerda cómo el filósofo alemán vinculaba los DDHH con el derecho internacional. El origen de esta idea se basa en su percepción sobre dos inclinaciones opuestas en el espíritu humano, orientadas a la socialización o a la individualidad. Kant decía «el hombre quiere concordia; pero la naturaleza que sabe mejor lo que es bueno para la especie, quiere discordia». Se advierte en este pensamiento la génesis de la teoría del conflicto, para la cual es clave la existencia de una sociedad civil «capaz de administrar el derecho de modo universal». La forma de equilibrar entonces el conflicto entre la universalidad y la libertad humana, aun reconociendo la inevitable insociabilidad del hombre, sería instituir una constitución civil irreprochable, reguladora no solo de la relación individuo-Estado, sino de los Estados entre sí (Maliandi, íd.).
Siguiendo estas ideas y desde otro plano, J. A. Travieso (1996: cap. 2) considera que «derechos humanos» y «democracia» son hoy términos inescindibles. En cuanto al devenir histórico de los fundamentos filosóficos de los DDHH, distingue cuatro períodos:
1. Hasta el siglo XVIII, en el que las cuestiones giraban básicamente sobre «la tolerancia religiosa, los límites del poder y las primeras garantías del Derecho Penal y Procesal», época en que los juegos de poder se pretextaban en nombre de la religión. La Paz de Westfalia de 1648 (34) aparejó la necesidad de limitar el poder político de los incipientes Estados. Aquellas garantías procesales significaron la reacción de los pensadores franceses contra el poder absoluto del monarca.
2. A partir del siglo XVIII se perfila con fuerza la doctrina de los derechos del hombre, plasmándose en la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos de 1776, y poco después en 1789 en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución Francesa. Los derechos elaborados y teorizados por la filosofía y la política se incluyen en las respectivas constituciones nacionales.
3. Durante el siglo XIX, la Santa Alianza gestora del Congreso de Viena de 1815 promovió la restauración de las monarquías absolutas como reacción contraria a los principios revolucionarios libertarios indetenibles. Avanzada la centuria, el desarrollo del capitalismo, con la introducción de la máquina en la producción industrial a gran escala, da otra vuelta de tuerca a la problemática de los DDHH al evidenciarse cómo los trabajosamente obtenidos en el terreno político se coartaban por la desigualdad social. Se producía el choque dialéctico entre igualdad y libertad, privilegiando una u otra en función de los intereses del sector coyunturalmente dominante.
4. Concluyen estas etapas con una síntesis del siglo XX basada en la internacionalización de los DDHH, consecuencia de la simbiosis entre los ideales libertarios e igualitarios, expresada a posteriori en las confrontaciones estratégicas este-oeste y norte-sur.
Las etapas históricas descriptas fueron produciendo «paquetes» de derechos que se correspondían con las necesidades de cada momento. Pero sumados todos ellos, se conforma la larga lista perfeccionada paulatinamente, hasta recopilarse en los distintos instrumentos internacionales suscriptos durante los cincuenta años siguientes a la creación de la ONU.
La persona humana en el Derecho Internacional
La cuestión acerca de la posición de la persona humana— (35) en el derecho internacional es uno de los temas más atrayentes de nuestra materia, y se relaciona no solo con las normas que con el andar de los siglos conformaron el ius gentium sino también con las que está demandando la era de la globalización, precisamente aquellas viejas reglas cuya vigencia remozada conviene rescatar (Méndez Chang, 1992 y 2004) (36).
El ius gentium se basaba en las multa communia iura (normas comunes para todos los pueblos) del derecho romano en tiempos de la República. Cabe subrayar, entonces, que en la Antigüedad y durante casi toda la Edad Media, el individuo ya era un centro de imputación de normas «internacionales», lo cual arraigó más fuertemente en Occidente, expandiéndose luego a todo el mundo.
En esa evolución, cada vez que una persona salía de los límites de su villorrio, ciudad, comarca, reino, o lo que sea, automáticamente pasaba a categoría de peregrinus, un extranjero ante los ojos de quienes lo recibían y no siempre de buena gana. Los «extraños» siempre despertaron recelos. Poco a poco el comportamiento consuetudinario de los distintos anfitriones estatales— por llamarlos así— fue promoviendo el reconocimiento de alguna clase de protección, ya que ese individuo llevaba consigo derechos y obligaciones exigibles y observables donde quiera que él se encontrara, y por su sola condición humana.
Cuando el ius gentium evolucionó hacia un ius inter gentium a medida que se afianzaba la idea de Estado, y, de hecho, cuando terminó de conformarse tal concepto jurídico-político a inicios de la Edad Moderna, el DI lo reconoció como sujeto primordial. El individuo pasó a ser entonces un «problema» estatal, un asunto de derecho interno, y básicamente su Estado de nacimiento debía proporcionarle la cobertura necesaria para resguardar sus derechos elementales. Asimismo, ese proceso se aceleró con la afirmación del concepto de soberanía popular en tanto legitimador de los sistemas políticos, cualesquiera sean estos, sobre todo a partir de la independencia norteamericana y de la revolución francesa. Las nuevas organizaciones políticas, en ejercicio de su derecho de autodeterminación, empezaron a sancionar sus respectivas cartas magnas en las cuales, por aplicación del principio de jurisdicción exclusiva también inherente a su condición soberana, se hacían cargo del individuo nativo o extranjero y de las cosas que se hallaran dentro de sus límites territoriales.
Para esa época, el DI ya tenía un perfil científico y académico propio, separado del derecho público interno. Su anclaje en el iusnaturalismo racionalista fue quedando atrás para dar paso a la visión positivista, lo cual implicaba el reconocimiento de los tratados como su fuente principal. Los «panes bajo el brazo» que traían al mundo los nacientes Estados, constituían una novedosa categoría de principios inmanentes de su condición soberana. Así, integridad territorial, independencia política, libre determinación, identidad, jurisdicción exclusiva, et alii, pasaron a ocupar un lugar preferencial en la reflexión doctrinaria. Mientras tanto el individuo persona por un buen tiempo tuvo que arreglarse con lo que su país de origen le asignaba.
De hecho, las desatenciones se advierten en las tensiones sociales ostensibles a partir de la primera Revolución Industrial a inicios del siglo XIX. Si bien los derechos humanos considerados de primera generación (derechos civiles y políticos) estaban enunciados en todas las modernas constituciones nacionales, en mayor o menor extensión y nivel de observancia, era evidente que ningún sistema político durante aquella centuria estaba en condiciones de resguardar a los habitantes sus derechos económicos, sociales y culturales. Así fue la evolución y la humanidad hubo de sufrir mucho hasta que finalmente se incorporaron en la agenda política mundial.
En materia de protección universal de derechos, la implicancia de esa «disociación»— entre lo nacional interno y lo internacional— se reflejó en el acotado instituto de la protección diplomática, mediante el cual se podía obtener la asistencia del Estado de origen en casos de conculcarse derechos en otro país— (37). Para conseguirlo, tal persona debía agotar las instancias jurisdiccionales del Estado receptor, el de origen no debía ejercer la protección con retraso ni haber renunciado a ella y el sujeto lesionado no haber sido promotor del suceso a raíz del cual se produjera el menoscabo (Akehurst— (38), 1972: cap. 6). Por cierto, no era lo mismo ocasionar un daño patrimonial a una persona que haberla detenido arbitrariamente y torturado. En este punto, las exigencias legales iban más rápido que la voluntad de los Estados y al asumir el DI estas situaciones se conmovían los cimientos de la jurisdicción exclusiva de los Estados y, por ende, la soberanía nacional.