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MARTES

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Lo curioso de esa semana sin Clay es que en ella, es decir, durante su ausencia, comenzaron las dos historias que llenaron mis días de espanto y también de misterio, en el sentido religioso, digamos, más que en el sentido literario, o quizás al revés, al menos por un tiempo, y también de esperanza, por un tiempo más corto, y también de desesperación, por un tiempo mucho más largo, dos historias que parecieron terminar hace mucho, a principios de los años ochenta, casi a la vez, pero que ahora veo que no habían terminado: la historia de los Atanasio y la historia de las novelas anónimas. Las dos tienen que ver con esa otra, la que te ha hecho venir a verme, la historia de George. Por eso es que me detengo a contártelas, para que todo te quede claro, aunque la verdad es que yo misma he perdido la precisión de mis recuerdos. Ten en cuenta que, en 1971, yo era una chica de veinticuatro años, pero ahora soy una mujer de sesentaiséis. Ahora ya no me suena raro que la gente me llame Mrs. Richards y la memoria me empieza a fallar y tengo la cara y la mente llenas de cicatrices: ¿te gusta el cementerio? Está tal cual se veía hace cuarentaidós años. Ya para entonces habían prohibido los entierros porque no cabía un alma más, mucho menos un cuerpo.

Este mausoleo –¿no te parece impresionante?– es donde yo me había tendido a leer cuando Clay regresó de su viaje a Boston y Rhode Island. Eso fue un sábado, recuerdo, un día más tarde de lo previsto. Para entonces, yo había terminado la segunda novela, cuyo argumento involucraba una rebelión de niños zombis en la Patagonia, y que finalmente me pareció buena, pero no hasta la locura. También había terminado la tercera, la biografía de un arquitecto que construye cárceles subterráneas y sostiene diálogos con Octavio Paz, debates un tanto delirantes donde la soledad intrínseca del mestizo es el tema más recurrido, seguido de cerca por el tema del ego de Octavio Paz y el tema de las corbatas de seda de Octavio Paz y el tema de la mexicanidad de la muerte. La cuarta novela, que había leído de un tirón hacía dos tardes, es la historia de un conquistador español que atraviesa todos los desiertos de América, solo los desiertos, eludiendo milagrosamente las zonas fértiles, desde la estepa patagónica hasta el Mojave, perseguido por un ejército de fantasmas mapuches. Los fantasmas parecen indios rebanados por la guillotina del desprecio e invadidos de un odio hambriento y ruin y persiguen al conquistador para devorarlo. Cosa que, en efecto, sucede en el penúltimo capítulo, donde los mapuches forman un círculo en torno de una hoguera y se pasan los huesitos del soldado vallisoletano y se mondan los dientes con sus tripas. En el último capítulo, en cambio, solo hacen la digestión y eructan y toman sales efervescentes. La quinta novela es marcadamente anfibia. Ocurre en el vientre de una mujer y sus protagonistas son dos gemelos monocigóticos con visiones opuestas de la vida que discuten sobre temas de profundo contenido social, sin sospechar que su madre ha decidido abortarlos. Al final, una no sabe si ese aborto se llega a producir o no, o, en caso de ocurrir, si es un hecho dramático o un hecho cómico. Por eso dije que es una novela ambigua, discúlpame, hace un rato dije anfibia: quise decir ambigua. Aunque con esto de los fetos en el útero, no deja de ser anfibia, después de todo.

Al mediodía del viernes había comenzado la sexta (seiscientas cuarentaiún páginas, fechada el 23 de febrero de 1971), la más confusa pero sin duda la mejor hasta ese punto, una novela que cuenta centenares de historias, en todas las cuales, en algún momento, interviene de manera más o menos inopinada cierto personaje secundario. Este es un hombre de unos cincuenta años, de ojeras hundidas, manos velludas y mirada tenebrosa, que lleva una máscara en la mano y habla muy poco, casi nada. Pero, cuando lo hace, tiene la voz grave y rencorosa, y al pronunciar las palabras va moviéndole los labios a su máscara. Un hombre raro, en fin, al que los demás personajes llaman el Ventrílocuo, pero a quien el narrador se refiere simplemente como «el hombre». Yo estaba en este mausoleo, leyendo ese manuscrito, o ese mecanoescrito, digamos que existe la palabra mecanoescrito, y en eso escuché la camioneta de Clay salpicar charcos de lluvia frente al garaje. Salí a darle un abrazo con la impresión de no haberlo visto en años. Se duchó, le preparé unos sándwiches de jamón y queso y después le conté el asunto de Chuck y los hermanos Atanasio. Clay escuchó todo en silencio, diría que con cara de aburrimiento, como si ya conociera el hilo de la historia y lo agotaran las minucias. Lo de la violación, sin embargo, lo tomó por sorpresa y lo dejó, no exagero, devastado. (Lo de la violación tendré que decirlo tarde o temprano: la noche en que John Atanasio quiso secuestrar al niño y Lucy lo escondió en el bote, esa misma noche, John violó a Lucy, su hermana, en su casa, afuera de su casa, junto a la orilla, mientras el bote se iba alejando de la orilla en dirección al cementerio, donde yo lo encontré a la mañana siguiente). Cuando terminé de contarle la historia, y quizá solo por quitarme un peso de encima, Clay me dijo que no me asustara, que los Atanasio eran una pandilla de orates pero nada más. Dijo que él conocía al padre de John y Lucy, el abuelo de Chuck, Larry Atanasio, que era un buen hombre, o un hombre normal. No recuerdo si dijo bueno o normal. Dijo que en Maine todos sabían la historia de esa familia. Un tal Emil Athanasius, alemán, que migró a los Estados Unidos el siglo pasado, al que en el puerto de Providence le cambiaron el nombre por Emilio Atanásio, como si fuera portugués, porque llegó en un barco de judíos proveniente de Lisboa. Emil decía hablar con Dios y se hizo predicador. Acabó matando a una niña embarazada de su primer hijo, el hijo de Emil. El niño nació, en una cesárea practicada al cadáver de la madre. De grande, ese hijo, Joe Atanasio, también dijo hablar con Dios y también se hizo predicador, y por hablar con Dios en lugar de mirar el mundo acabó muerto en la vía de un tren, no sin antes tener un hijo y dejarlo en un orfanato de curas portugueses en Rhode Island, para ver si él también hablaba con Dios. El hijo de Joe fue Lawrence Atanasio, a quien los curas llamaban Lourenço pero a quien todos los demás conocían como Larry, el padre de John y Lucy. Larry, dijo Clay (entonces fue cuando lo dijo) era un hombre bueno, o un hombre normal, pero sus hijos lo volvieron loco y ahora estaba en el manicomio de Bangor hablando con Dios. John Atanasio era otra cosa. Decía que él no hablaba con Dios sino con el Diablo.

Le pregunté si con todo eso quería tranquilizarme o ponerme más nerviosa.

–Mañana domingo te voy a enseñar a disparar un rifle –respondió.

Cuando lo vi revisando su correo (habían pasado años desde lo de su esposa y sus hijos, pero él continuaba recibiendo cartas que le hablaban sobre ellos y le daban pistas falsas y jamás dejaba de leerlas), le conté que había ordenado sus libros en el estudio. Me dijo que quería verlos, de modo que salimos al jardín por la puerta de la cocina. Clay hizo un bulto con su correspondencia y yo di brincos entre charcos porque andaba sin zapatos. Circulamos una rotonda de piedra musgosa y coruscante, una glorieta destechada que era más vieja que la casa, y entramos al estudio. Clay revisó la disposición de los libros, mientras yo temblaba un poquito pensando que tal vez no debí tomarme la libertad de ordenarlos. Pero después de un rato me miró y me dijo:

–A veces siento que me conoces por adentro.

Me dio un beso en la frente, un beso como de padre.

Se puso muy serio pero al rato, sin motivo aparente, se le formó en la cara un visaje entre cómico y desquiciado.

–Una biblioteca –dijo– es como una caravana inmóvil en el centro de un páramo, como un carromato que decenas de jinetes invisibles sitian y acosan con arcos y flechas igualmente invisibles.

Me dio la impresión de que estaba citando de memoria. De inmediato (cosa inusual) habló sobre los años que pasó en la guerra.

–Hice muchas cosas –dijo–. Quemé casitas microscópicas. Vi piras de cuerpos en llamas. Una vez pasé una noche parado en medio de un pantano y escuché a una mujer que daba a luz en la orilla. Por la mañana vi un barco encallado en la copa de un árbol donde anidaban buitres. Pero lo único que regresa en mis sueños es el crepitar del fuego devorando los libros de una biblioteca.

No dijo qué biblioteca pero describió sus pasadizos y usó la palabra «crematorio».

Fue a la sala y volvió con un vaso de agua y se puso a revisar los libros.

Le dije que también había acomodado los que trajo encajonados de su oficina. Me preguntó si había visto unos fólders con cientos de hojas impresas a papel carbónico de tinta azul. Le conté que toda la semana me había dedicado a leerlos, de día en el jardín o al pie del lago o entre los caminos serpenteantes del cementerio y de noche encerrada en el estudio, alucinando y muerta de miedo de que John Atanasio viniera por mí.

–Olvídate de eso –dijo.

Me contó que no tenía idea de quién le mandaba los fólders y que en cierta forma los recibía por azar, pensaba él, porque los sobres en los que llegaban no venían a su nombre, aunque sí llevaban su dirección. El primero, el que estaba fechado en agosto de 1970, lo había recibido en setiembre de ese año. El de setiembre lo recibió en octubre. Y así con todos, como si alguien terminara de copiarlos, o de escribirlos, los fechara y de inmediato los pusiera en el correo, y él los recibiera un mes después, días más, días menos.

–Algo de azar hay –dijo Clay–. Pero no es solo azar. Porque la dirección es precisa: 1 Botany Place, Brunswick, Maine, 04011, Estados Unidos.

Tampoco aparecía el nombre del remitente, dijo, pero sí una dirección, que nunca era la misma aunque siempre era en Santiago de Chile.

–Cuando recibí el primero –dijo Clay–, lo abrí porque pensé que era un mensaje sobre mi familia, y cuando vi que no, de todas maneras lo leí, porque lo enviaron a esta casa y porque estaba en español, y no hay mucha gente en Maine que hable español, de modo que pensé que tenía que ser para mí. Además, yo había estado en Santiago meses antes, en el mismo viaje en el que después pasé por Quito, cuando te conocí, hace más o menos un año.

Me abrazó por la cintura, pero yo lo repelí en el acto y me senté en el piso del estudio y le pedí que me siguiera contando.

–Leí la novela con un poco de estupor –dijo–. Primero, por descubrir que era una novela, porque a quién se le ocurre mandarme el manuscrito de una novela: yo soy profesor de Biología, no de Literatura. Mi español es bueno pero no soy escritor ni crítico literario: yo solo sé de pájaros. La segunda razón de mi estupor era egocéntrica y artificial. Dado que yo había recibido el manuscrito, lo leí pensando en que algo en él tendría que ver conmigo; y, puesto que había llegado a mi casa, lo leí como si fuera una carta para mí. Al terminar, una vez que vi que la historia no me tocaba, me pareció una pérdida de tiempo. No obstante, cuando llegó el segundo manuscrito, en octubre, a pesar de que era casi el doble de largo, y pese a mi decepción anterior, también lo leí. Esa es la novela que ocurre en la Patagonia, la de los niños zombis que se sublevan contra la dictadura de Juan Manuel de Rosas, en el siglo diecinueve.

Asentí.

–Con esa pasó algo extraño –me miró–. Algo que me hizo sospechar. La historia, como has visto, es un pandemonio, una cosa macabra y ridícula a la vez, pero tiene una escena divertida, en medio de su escabrosidad. Algo que sucede al final, cuando los niños zombis, ya derrotados, se retiran hacia el sur, a la Tierra del Fuego. En los alrededores de Ushuaia se cruzan con un grupito de científicos, comandados por un naturalista europeo, un hombre muy peludo, de ojos grises y barba gris, alto, de gesto bondadoso, que se llama Karl Hermann Konrad Burmeister, un hombre menor de lo que parece, que anda por los cincuenta pero luce como de cien, un falso anciano que se baja del caballo y les habla en alemán a los niños zombis. Les explica que la tierra donde viven (aunque después se corrige y dice «la tierra que habitan») es la más hermosa del mundo, y los sienta entre los carámbanos rotos del deshielo antártico, en las inmediaciones de un lago en cuya superficie se reflejan picos nevados (a pesar de que no hay montañas alrededor, como si el lago no fuera un espejo natural sino un hueco o un decorado o la pantalla de un televisor). Los sienta cerca del lago y les muestra dibujos de aves de la región, dibujos de caranchos, caracaras, chimangos y aguiluchos, es decir, de aves de rapiña patagónicas, y de algunos mamíferos y de indígenas patagones y cordilleras y archipiélagos que se deshuesan del continente. Los niños zombis lo escuchan hechizados y hechizados miran los dibujos y se van quedando dormidos y cuando duermen el alemán los rocía con petróleo y los enciende con una tea y los mira correr desorientados, deshaciéndose en carbunclos antes de alcanzar el lago, cosa que provoca la hilaridad de los demás viajeros, que se ríen groseramente cogiéndose las barrigas.

Me reí (pero también pensé que yo no recordaba ese episodio).

–No hacía seis meses –se tendió Clay en el piso, colocó mis pies en su regazo–, yo había escrito para el Bowdoin Orient un pequeño reporte sobre las expediciones de Karl Hermann Konrad Burmeister al sur de Argentina. Encontrarlo en esa novela me hizo pensar que tal vez, después de todo, sí había algo en los manuscritos que tenía que ver conmigo. Apenas pude, fui a la oficina de correo a preguntar si era posible saber el nombre del remitente. La respuesta, bastante obvia, fue que no. La señora del correo, una mujer mayor, con dientes de roedor y unas hebras de pelo recogido en colas a los lados (una mujer, en suma, con la apariencia de un Oryctolagus cuniculus, es decir, con cara de conejo), me dijo que lo mejor que podía hacer era escribir a esas direcciones y preguntar. Lo hice pero nunca me respondieron. En noviembre llegó el tercer manuscrito, otra vez desde Santiago. Esa es la novela acerca de Octavio Paz y un arquitecto obsesionado por las cárceles y los sótanos, que se inicia con un epígrafe de Octavio Paz, ¿te acuerdas?

Cantan los pájaros, cantan

sin saber lo que cantan:

todo su entendimiento es su garganta.

(Cité de memoria. En ese tiempo yo tenía memoria).

–Una novela ridícula –dijo Clay–. El epígrafe parece una advertencia: el escritor es el pájaro y lo que canta es su obra, que ni él mismo comprende.

–Yo creo que significa lo contrario –lo interrumpí–. Que el entendimiento entra en el pájaro, es decir, en el escritor, a través de su garganta, o sea, cuando dice las cosas, cuando las escribe. Que la literatura es una forma de conocimiento.

–Será –dijo Clay.

–Bueno –dije.

–Porque Octavio Paz debe saber mucho de literatura. Pero, a juzgar por ese poema, en cuestiones zoológicas no da pie con bola.

–Octavio Paz colecciona pavorreales –dije.

–El tema –me interrumpió Clay– es que leí la novela y me pareció basura.

–¿O era Frida Kahlo?

–Cuando terminó el semestre, en diciembre, viajé a Quito para verte.

–Sí.

–De regreso en Maine, a principios de febrero, encontré dos novelas más, la del español al que corretean los fantasmas por un desierto que va desde el Estrecho de Magallanes hasta el Polo Norte, y la de los gemelos que pelean en el útero de su madre.

–O sea que también las leíste –dije.

–No lo habría hecho –se sentó a mi lado Clay, me dio un beso en la oreja–. Pero pasó una cosa interesante.

–Soy toda oídos.

–Un día fui al correo a comprar estampillas y la señora que me había atendido la otra vez, la señora-conejo, me dijo que se había tomado la libertad, como un favor para mí, claro, y también, para ser sincera, por curiosidad, de investigar quiénes habían vivido antes en mi casa. No fuera a ser que los paquetes que yo recibía los estuviera mandando alguien con la intención de que los leyera otra persona. Yo le dije que no podía ser, porque esta casa la construí yo, en un terreno que le compré al ayuntamiento.

–Exacto –dijo la señora-conejo–. Ese es el punto. Lo que descubrí es que, hasta 1948, la tierra donde hoy está su casa fue parte del cementerio que queda atrás, entre el bosque y la ribera.

–Yo maldije –dijo Clay– pensando por un segundo que mi casa estaba construida sobre ataúdes, aunque de inmediato entendí que eso no era posible, porque yo mismo había excavado los cimientos.

La señora-conejo le había leído la mente a Clay y dijo:

–No, no, no piense tonterías. Donde está su casa había un botánico, un jardincito ornamental destruido en 1940, que servía de entrada al cementerio. Yo, con esa información, tuve una corazonada y busqué la vieja dirección del cementerio, ¿y qué cree? En efecto era 1 Botany Place, porque la oficina del cementerio estaba en el jardincito ornamental donde ahora se encuentra su casa.

–¿O sea que la persona que te manda esos paquetes cree que los está enviando al cementerio? –pregunté.

–Es una teoría –le había dicho la señora-conejo.

–Uh –dije, afantasmando la voz–. Eso quiere decir que no solo recibes novelas de ultratumba sino que además son novelas enviadas a ultratumba.

A Clay no le hizo gracia mi chiste. Me preguntó si había leído todas. Le dije que iba por la sexta y que sí, pensaba leerlas de cabo a rabo. Entonces recordé el paquete que llegó a la casa el día en que Clay se fue a Boston, el que confundí con un sobre de revistas.

–Mira en tu correo –le dije–. Creo que hay una más.

Tumbó el bulto de cartas, recibos y circulares y sacó tres o cuatro sobres de manila, que fue revisando hasta llegar al tercero. Casi se le salen los ojos de la cara. El sobre era como todos, según me dijo al rato, excepto por dos cosas que me señaló con el dedo y que lo dejaron con la boca abierta –«Mira»–, mientras depositaba el paquete sobre los otros, –«Mira aquí»–, que yo había arrumado encima de su escritorio –«¿Has visto esto?»–, el sobre no venía de Santiago y –«No puede ser»–, no solo llevaba una dirección –«¿O sí puede ser?»–: también traía el nombre del remitente.

–¿Este es el tipo? –preguntó Clay.

«Miroslav Valsorim», decía el sobre. «Librería Armas Antárticas, Simón Bolívar 298, Valparaíso, Chile». Lo abrimos y encontramos un mecanoescrito de doscientas cincuentaiún páginas numeradas arriba a la derecha. Copias carbónicas, tinta azul.

Por la noche dormimos en el estudio, yo leyendo la sexta novela, él leyendo la última, o sea la novena, y refunfuñando de cuando en cuando. Le pedí que dejara encendida la lamparita de querosene cuando se pusieron a aletear las aves en la ventana y dejaron de saltar las ardillas en el techo. Por la mañana Clay limpió y engrasó tres rifles y en las primeras horas de la tarde caminamos hasta la orilla y me enseñó a disparar. Con el primer tiro, la culata del rifle me golpeó la barbilla y me abrió el labio inferior pero no me sentí mal. El segundo me zapateó entre el hombro y la clavícula. A partir del tercero sentí que estaba golpeando a la puerta de mi casa después de muchos años. «¿Qué casa?», pensé. Me pregunté cuánto hubiera dado por tener un rifle y saber usarlo, antes, unos años antes. Le insistí a Clay en seguir practicando, hasta que empezó a oscurecer, o sea muy tarde, porque en el verano en Maine el día se mete hasta muy adentro de la noche y el sol brilla hasta las nueve. Entre sombras seguí disparando, disparando y cargando de nuevo y otra vez disparando, entreviendo una cara en las ramas de los árboles reclinados sobre el mar, una cara que primero fue una serie de rostros hipotéticos –¿John Atanasio?–, pero después fueron otros y después uno solo.

Cuando comenzó el semestre, en los primeros días de setiembre, Clay le pidió a la secretaria del Departamento de Biología que consiguiera el número de teléfono de la librería Armas Antárticas. La secretaria era una mujer dulce y silenciosa, muy eficiente, una boliviana bonita de treintaipico, esposa de un militar americano, a la que Clay le pedía todo tipo de favor y los cumplía sin chistar. Días más tarde, Hilda (así se llamaba) buscó a Clay en su oficina para decirle que no había ninguna guía telefónica de Valparaíso en ninguna institución de Maine. Al rato volvió y dijo que, con un poco de suerte, en la biblioteca del college podría haber un banco de datos de librerías sudamericanas. Un estudiante en la biblioteca le dijo a Clay que, en efecto, ese banco existía y lo condujo a un archivador en un sótano donde, bajo el rubro «Chile», solo encontraron librerías santiaguinas. Clay se entristeció y de regreso a casa me pidió que lo acompañara a caminar por el bosque. Cuando salimos, le pregunté por qué sus esferas y sus campanas de metal llenas de grano no atraían pájaros (porque era verdad: él constantemente las atendía, pero nunca había pájaros comiendo de ellas). Me dijo que los pájaros de esa región no comían esas cosas.

La respuesta era absurda pero me dejó conforme. Sentí que quería darle un beso.

La luz de la luna facetaba el vuelo de los zancudos. Una nube de vaho se levantaba del mar, se aquietaba en el cementerio, se encaracolaba en las rotondas y llegaba al estudio cabizbaja y entristecida. Encendí una lámpara de querosene. Le pregunté a Clay si ya estaba preparado para dormir en su cuarto. Me dijo que él creía que era yo la que no quería dormir ahí.

–Supongo que ninguno de los dos quiere –dije.

Desplegamos las bolsas de dormir en el piso.

En las semanas anteriores yo había terminado de leer la séptima novela, sobre una banda de traficantes de órganos que se camuflan como libreros de segunda mano y cuyos clientes son estudiantes de medicina. La encontré decepcionante. Infinitamente inferior a la sexta. Lo único bueno es el monólogo final de un viejo librero al que la policía captura y que le explica a un detective que no entiende por qué tanto alboroto, si vender órganos humanos y vender libros es lo mismo, porque un libro no es otra cosa que un órgano humano, uno que conecta el corazón unas veces con el cerebro y otras veces con el páncreas. También había leído la octava, la más corta de todas, fechada en mayo de 1971, cuyo protagonista es un poeta boliviano que se hace pasar por poeta argentino para ganar aceptación en los círculos literarios de América Latina. Su argumento es farsesco pero está escrita con emoción y resulta cálida y conmovedora. Sobre todo cuando el poeta boliviano, bordeando la ancianidad, anuncia que se meterá caminando al mar para hundirse en las aguas y morir como Alfonsina Storni. Después cambia su anuncio para decir que lo hará en el lago Titicaca. Dos noches más tarde cumple su promesa pero nadie acude a verlo.

Cuando Clay se durmió, acabé la novena (la que llegó desde Valparaíso), que tiene una estructura un poco rara. Primero se describe un día normal en la vida de diez personas. Después se describen diez delitos atroces. Después se describen diez muertes ridículas. El lector debe adivinar qué personaje comete qué delito y sufre qué muerte. Eso es todo. Una novela divertida, a decir verdad. Pasé varias horas imaginando hipótesis que se desbarataban solas. Me dormí con el libro sobre el pecho y la lámpara de querosene modificando las siluetas de los pájaros disecados en las paredes del estudio. Cuando desperté a media mañana Clay me dijo que acababa de llamar a dos amigos en Santiago y les había pedido que averiguaran el teléfono de Armas Antárticas. Tres semanas después, los volvió a llamar. Uno le dijo que había olvidado el encargo y el otro que no había dado con la librería. Clay pensó que solo le quedaba escribir una carta pero previó que nadie le iba a responder.

Días más tarde se puso a reordenar la sección de libros de viaje de su biblioteca (cosa que me hizo sentir culpable). En eso andaba cuando descubrió un ejemplar de un libro que ya no recordaba tener, titulado Una expedición a los indios ranqueles. Lo había puesto en un estante poco después de comprarlo, años atrás, y nunca lo había leído, aunque sonaba interesante: un viaje de dos semanas que el autor, Lucio Mansilla, emprende en 1870 a la pampa argentina, por médanos de animales agónicos y tolderías de indiecitos achacosos y lagunas secas y pantanos diminutos y bosques de árboles extintos y fosas de esqueletos de caballos y pajonales. Noches después, cuando acabó de leerlo, quiso anotar algo en la última página y vio, en la retira de la contratapa, un sello de agua que decía:

Librería Armas Antárticas

Simón Bolívar 298

Valparaíso

Chile

Más abajo, vio un número telefónico: «32-50-03».

Era viernes por la noche y Clay pensó que debería esperar al lunes para llamar en horarios de oficina. Todo el fin de semana habló sobre el tema, obsesionado por una sola cosa: él había comprado ese libro. Él recordaba la librería de Valparaíso donde lo compró. No el nombre pero sí el lugar, donde estuvo en las vacaciones del invierno de 1962, es decir en el verano de Chile, hacía nueve años. Recordaba que entró en esa librería con su primera esposa y sus tres hijos, el más pequeño, por entonces, poco más que un recién nacido. Y recordaba que su esposa se molestó y le armó una escena por la forma en que Clay se quedó mirando a la mujer que los atendió, una yugoslava hermosísima, de pelo muy negro y ojos tan grises que desde cierto ángulo parecían blancos, una mujer, también, de una tristeza desgarradora que le aclaraba la frente y le oscurecía las ojeras, una especie de telón taciturno corrido como un velo detrás de su mirada, evidente a pesar de su sonrisa.

–Un recuerdo perenne, eso me pareció –dijo Clay.

Un recuerdo que la recomía por dentro y que tal vez tenía que ver, pensaba Clay, con la extraña manera en que la mujer se desplazaba entre los anaqueles paralelos, como si saltara trincheras o esquivara muros que se le venían encima o buscara a un niño entre las ruinas de una ciudad tomada. Clay preguntó por los libros de viaje y la mujer a su vez le preguntó al chico que trabajaba con ella. El chico lo llevó hasta un estante y le señaló dos repisas de las que Clay tomó el libro de Mansilla. Después escuchó a la mujer hablando con un hombre en la trastienda y reconoció el tono y el acento de la lengua bosnia y la manera peculiar en que aparecían, en las frases en bosnio, palabras de origen árabe.

Clay notaba esas cosas porque él estuvo en Yugoslavia en la guerra, aunque casi no hablaba de eso. Excepto por el recuerdo de la biblioteca en llamas y una historia que contaba con frecuencia, sobre el día en que llegó a Belgrado, a fines de 1944, y lo llevaron a ver una bomba americana que estaba en medio de una calle, frente a una mezquita, desde un bombardeo en setiembre, una bomba que no había estallado y en la que los americanos o los ingleses habían escrito «Felices Pascuas», cosa que a la gente de Belgrado le resultaba de un humor negro escalofriante (puesto que los bombardeos ingleses y americanos no habían matado casi a ningún soldado alemán pero sí a montones de civiles).

En la librería, en 1962, Clay recordó eso y recordó el tiempo que pasó en Yugoslavia durante la guerra, sobre todo a un grupo de niños armenios asesinados por los rusos en un pueblo, y a las mujeres de ese pueblo, asesinadas antes que los niños. De pronto se sintió responsable por la tristeza de la mujer. «Un sentimiento difícil de explicar», dijo. Por ello, cuando se dio cuenta de que la estaba contemplando, y su esposa lo jaló de la manga y le dijo que no hiciera el ridículo en su cara, prefirió no decir nada, pagar el libro y salir.

Se sentaron en un café y pidieron helados para los niños y luego Clay dijo que iba a comprar un periódico y subrepticiamente se metió en la librería y le preguntó a la mujer, en español, hablando muy despacio y sin saber por qué formulaba la pregunta:

–¿Por qué está usted en Chile?

La mujer le habló al chico que estaba a su lado y el chico le dijo a Clay:

–Dice que está esperando al padre de sus hijas –después se corrigió–: Dice que está esperando a sus hijas.

Esa librería era Armas Antárticas. Ahora Clay tenía el teléfono y el lunes iba a llamar.

El lunes se despertó renegando y jalándose los pelos.

–Soy un idiota –dijo–. No tenía por qué esperar a que pasara el fin de semana. Las librerías no cierran el fin de semana.

Era muy temprano para llamar, así que llevé unos sándwiches de jamón y queso a la primera rotonda de piedra, y unas mantas (porque era mediados de octubre y ya empezaba a hacer frío, sobre todo cerca del mar). Nos sentamos a hablar de nimiedades y luego sobre los cursos que Clay estaba enseñando ese semestre y por último acerca del puesto de profesora de español que yo iba a solicitar en un colegio de Topsham, el pueblo que está pegado a Brunswick, al otro lado del río. De pronto una mujer apareció caminando desde la orilla hacia nosotros. Saludó a Clay y me miró y me dio las gracias, cosa que me dejó desconcertada y preguntándome qué cosa había hecho yo por ella. Se dio cuenta y aclaró que me daba las gracias por lo de Chuck. Entonces entendí que era Lucy Atanasio. Hablamos un rato. Me pregunté si ella sabía que nosotros sabíamos lo de la violación y hablamos sin tocar el tema y sin mirarnos a los ojos. Le preguntamos cómo estaba el pequeño Chuck. Nos dijo que había mandado a su sobrino a pasar unos días en casa de una amiga, en Yarmouth, para protegerlo de John. Al rato Clay se fue a la casa para hacer su llamada telefónica a Miroslav Valsorim y yo me quedé con Lucy. Habló de John y de aquella noche y los ojos se le abrieron. Después los cerró y habló de un cuchillo y dijo que tenía hambre. Le ofrecí los sánguches que Clay no había tocado y los devoró en minutos. Después se cogió la barriga y comenzó a contar una historia, sin motivo aparente, algo que le pasó a su padre durante la guerra. Larry Atanasio, el padre de Lucy, era sargento mayor, en Serbia, en Yugoslavia, en 1944, cuando su pelotón (bajo el mando de un teniente llamado Atticus Johnson) pasó dos veces por un mismo pueblo en el trascurso de una semana.

El pueblo debe tener un nombre pero Larry no lo sabe y de seguro tampoco Atticus Johnson. La primera vez ven a decenas de niños que lloran entre los cascajos humeantes de numerosas casitas destruidas a lo largo de calles sin forma y en torno a una plazoleta atiborrada de cadáveres. Los niños son armenios, lloriquean sin ruido. Atticus Johnson manda a enterrar los cadáveres y el pelotón sigue su camino. Días más tarde, vuelven a pasar por ahí y encuentran a los niños llorosos y una montaña de cadáveres. Aunque en un principio creen que los niños han desenterrado los cuerpos que ellos inhumaron días antes, pronto se dan cuenta de que la montaña de muertos es nueva y que ha ocurrido una segunda masacre. Atticus Johnson ordena otro entierro. La noche cae, el pelotón tiene que pernoctar en el pueblo. Por la mañana los soldados salen de la iglesia nauseabunda donde han dormido, entre charcos de sangre y costras coaguladas no solo en el piso de baldosas en trizas y en las paredes de nichos vacantes sino incluso en la modesta bóveda medieval y en el altar de estuco y mosaicos demacrados. Salen y se quedan un rato sacándose conejos y tronándose las vértebras en el atrio de la iglesia hasta que, a la distancia, ven un despliegue prodigioso de camiones de oruga y coches blindados y tanques que parecen elefantes y cañones remolcados por caballos alazanes y overos y frisones o por soldados tan grandes que dan la impresión de ser molinos de viento. Aunque, cuando se aproximan, se dan cuenta de que los caballos son muy pequeños, unos parecen mulas, otros asnos, onagros, jumentos, burritos, uno parece un perro chusco, animalejos raquíticos, en suma, y los cañones son reliquias de cañones y los soldados parecen desnutridos y los tanques, ya de cerca, son camioncitos disfrazados con colgajos y descascaros de hojalata.

El teniente Atticus Johnson habla con un mayor que le informa que es ruso y por lo tanto un aliado y que eso que ve es todo lo que queda de su compañía y que su nombre es Yuri Afanasiev. Atticus Johnson le dice que se llama Atticus Johnson y que forma parte del Quinto Ejército americano en Italia, ante lo cual el ruso le hace saber que no están en Italia sino en Yugoslavia. Atticus Johnson le dice que es consciente de no encontrarse en Italia pero que tampoco están en Yugoslavia ni en ningún otro lugar del mundo, porque su misión es un secreto de máxima seguridad.

El ruso, Afanasiev, medita toda la tarde, sentando encima de un cadáver.

El cadáver tiene una barba trenzada y lleva un gorrito peludo, una especie de ushanka sin orejeras, típica de los Chetniks, y Afanasiev lleva un abrigo astroso cuyo faldón a ratos cubre y a ratos descubre el rostro del cadáver.

–¿Cómo es la vida? –dice Afanasiev, que habla un inglés muy atildado. Atticus Johnson piensa que la pregunta va dirigida a él y cavila y se abstrae unos minutos y se sienta sobre otro cadáver.

Afanasiev pregunta a qué se debe la montaña de muertos y si son los americanos quienes han masacrado a los Chetniks. Atticus Johnson intenta recordar si los Chetniks luchan a favor de los aliados o a favor de los nazis. Larry le dice al oído que es lo segundo y Johnson le dice al ruso que sí, que ellos los mataron. Pero entonces Afanasiev pregunta por qué los han matado a pedradas y cuchillazos en lugar de abalearlos, y Atticus Johnson, que es un muchacho alto y apuesto, con un rulo rebelde en la frente, uno de esos rulos que la gente llama robacorazones, un hombre guapo, en suma, pero también un hombre de escasos recursos intelectuales, es decir un idiota, y de escasa o nula estabilidad emocional, es decir un marica, no es capaz de sostener la mentira y le confiesa al ruso que los muertos ya estaban ahí cuando ellos llegaron. Larry añade que es la segunda vez que ocurre tal cosa, que lo mismo sucedió la primera vez que su patrulla pasó por el pueblo, hace unos días, y el ruso se perturba o por lo menos da la impresión de no entender. Entonces Afanasiev llama a un intérprete y hace que le traigan al niño más grande, un gandul de once años con cara de tunante y cachafaz, que explica que ellos, es decir, los niños, son armenios, pero no armenios de Serbia, ni mucho menos de Armenia, sino armenios de Kosovo, y que están en ese pueblo porque los serbios los llevaron ahí y que ese pueblo no es un pueblo sino un burdel y que ellos no son niños sino putas.

Después el niño cuenta que hasta hace unas semanas estaban obligados a acostarse con los Chetniks que pasaran por ahí, y que había unas viejas que los tenían amarrados a unas tarimas en esa casa de allá o en esa de allá o en esa casita detrás de la iglesia, y que, cuando las tropas de Tito o de la Brigada Pino Budicin o del Ejército Rojo se detenían en el pueblo, las viejas fingían que eran sus abuelas y contaban que todos los hombres se habían ido a la guerra o habían sido asesinados, pero que, cuando llegaban los alemanes o los Chetniks, las viejas recibían comida y agua o petróleo para sus lámparas o leña para sus cocinas y dejaban a los niños en las tarimas y se metían a la iglesia a rezar mientras los soldados hacían con ellos lo que les diera la gana. Hasta que los niños decidieron que la próxima vez iban a matarlos a todos.

–A los Chetniks y a las viejas –dijo el niño, hurgándose una fosa nasal.

Durante días escondieron cuchillos y piedras y tenedores o hachas de cocina y rocas bajo las tarimas. La noche en que un grupo de Chetniks entró al pueblo, los niños esperaron a que estuvieran borrachos para robarles las bayonetas y cuando los Chetniks pasaron de los besuqueos y los arrumacos a bajarse los pantalones y sacarse las vergas, unas verguitas minúsculas que los Chetniks ostentaban como si fueran monolitos, y se les fueron encima con el insano objetivo de darles por atrás, los niños fingieron recibirlos, dura es la guerra, fingieron abrirse para ellos, un paso atrás para saltar mejor, pero después, a una señal del niño más grande, atacaron a los Chetniks, les clavaron cuchillos en los ojos, estacas en el cuello, hachas en el lomo, bayonetas en la boca, los deshicieron, los rompieron, los descoyuntaron, apachurraron sus cabezas con piedras o con ollas o con las cabezas rebanadas a los otros y después los siguieron acuchillando y después fueron a la iglesia y miraron a las viejas con el insano objetivo de darles por atrás, como en efecto hicieron, antes de destriparlas y descuartizarlas para que fuera menos arduo mover sus restos de la iglesia a las casas del pueblo.

–Eso fue lo más difícil –dijo el niño–. Repartir los cadáveres por todo el pueblo. Por eso, la segunda vez ya no lo hicimos, solo arrastramos a los muertos hasta la fosa de los primeros y nos sentamos a esperar, a ver quién más venía.

Larry Atanasio, Atticus Johnson y Yuri Afanasiev se quedan mirando al niño y por sus cabezas pasan diversos recuerdos. Larry piensa en el día en que su padre lo dejó en un orfelinato de curas portugueses en Rhode Island, día que se ha borrado de su memoria pero que muchas veces imagina. Atticus Johnson recuerda la noche en que vio a su padre infiltrarse como un fantasma en el dormitorio de su hermana mayor, abriéndose la correa, y recuerda que él le dijo a su padre «¿Adónde vas?» y su padre le dijo «Voy al cuarto de tu hermana pero si quieres voy al tuyo» y Atticus Johnson cerró su puerta y se tapó los oídos y se cogió la entrepierna y vio sobre su mesa de noche un libro de Malthus y un libro titulado Leviatán, que su padre había dejado ahí días antes y los cogió y empezó a leerlos, comenzando por Malthus. Afanasiev, a quien la historia del niño ha dejado confundido, y prefiere olvidarla, se fuerza a recordar un invierno reciente en Leningrado, con la ciudad sitiada por los nazis, y a un hombre que hacía cigarros con las hojas de un manuscrito y decía «Esta era mi obra cumbre, oh, el trabajo de una vida: en humo se va». Ninguno dice nada. Ven a los niños reunirse en la escalera de la iglesia y los escuchan hablar en armenio y reírse a carcajadas y los ven mirarlos cada cierto rato y orinar en la puerta y defecar junto a los cadáveres.

Esa noche, los tres hombres, a quienes por momentos se une el intérprete, miran una hoguera y hablan sobre sus casas y sus familias. El intérprete dice que él, antes de la guerra, era afilador de cuchillos. Afanasiev dice que, cuando la guerra termine, quiere dedicarse a la decoración de interiores, pero luego dice que en verdad no puede imaginar la vida después de la guerra. Atticus Johnson dice que cuando todo acabe dejará el Ejército para hacerse alquimista y el intérprete lo mira con desprecio.

–¿Cómo es la vida? –vuelve a preguntar Afanasiev.

La voz de Dios le dice a Larry:

–La vida es el mundo y el mundo es Dios, que soy yo. Yo soy una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna.

–¿Qué? –pregunta Larry. Los otros lo miran.

La voz de Dios ignora la pregunta y sigue hablando.

–La vida tiene esa misma forma y buscarle un sentido antes de tener eso en claro es una pérdida de tiempo –dice–. Anda a dar la buena nueva.

Larry baja los ojos y le dice a Afanasiev:

–La vida es como una pelota que uno infla, infla, infla, pero nunca revienta.

Afanasiev dice que esas son tonterías agustinianas o tonterías tomistas y que su pregunta se refiere a las cosas tangibles.

–Por ejemplo, la vida de estos niños –dice. Los chicos están meando desde el campanario de la iglesia, sus orines caen sobre el terral haciendo chis, chas–. ¿Cómo será la vida para estos niños, en el futuro? –pregunta Afanasiev– ¿Cómo vivirán sus hijos y sus mujeres?

Esta vez todos se quedan en silencio.

–O sea, ¿cómo es el mundo? –reformula Afanasiev–. Yo he pensado esto. Creo que el mundo es indescriptible, que algunas partes del mundo las podemos entender pero otras partes no, y las partes que no podemos entender, debemos abolirlas. El problema no es cómo es el mundo: el problema es que el mundo existe incluso en esas cosas que no podemos comprender. Creer que podemos comprenderlo todo es un engaño, una locura, un simple misticismo. La pregunta que formulo, ¿cómo es el mundo?, no tiene respuesta; por lo tanto, hacer la pregunta no tiene sentido. La próxima vez que alguien les haga esta pregunta, córtenle el cuello.

–No entiendo –dice Larry.

–Para que tenga sentido la pregunta –explica Afanasiev–, debería ser posible contestarla. Pero, para eso, debemos reducir el mundo a las cosas explicables. Hasta que ese momento llegue, es mejor el silencio.

–No entiendo –repite Larry.

–Existe lo inteligible y existe lo ininteligible –prueba Afanasiev–. Lo inteligible debes tratar de entenderlo. Lo ininteligible te lo puedes meter al culo.

–No me queda claro –dice Larry. Se rasca la nuca.

Afanasiev habla de la navaja de Occam y el lecho de Procusto. Larry mira al cielo pero la voz de Dios no dice nada.

El ruso se va a orinar detrás de la iglesia y cuando vuelve los demás están dormidos.

Al amanecer, Afanasiev manda a quemar los cadáveres y le dice a Johnson que se vaya a Budva, que nadie lo ha visto y que ahí no ha pasado nada. Larry le ve la cara y se da cuenta de que el ruso ya no puede más y por un instante tiene la impresión de que Afanasiev no es un hombre sino un fantasma o un actor que lo representa sin el debido entusiasmo.

Cuando da la vuelta por la quebrada, escucha las primeras metrallas de los rusos y lo traspasa el alarido salvaje de los niños.

Larry vio a los huérfanos en llamas y vio una sombra oscura y oblicua y pensó que era la sombra del infierno, una sombra espesa que parecía escapar de entre las piedras, y había una ventisca como una carcajada que samaqueaba los árboles ausentes y llenaba de tierra las nubes y se extendía, pensó él, más allá de Yugoslavia: por toda la tierra. Yo pensé en otro incendio y Lucy me preguntó si tenía hijos. Le dije que no y que no sabía si quería tenerlos.

–Pero quizá Clay –dijo, sin terminar la frase.

Después dijo que Clay y Larry eran amigos desde hacía mucho, que se habían conocido en la guerra, en Yugoslavia. Le dije que Clay jamás me había dicho que era amigo de Larry y que muy pocas veces hablaba de la guerra.

–Solo una historia sobre una bomba americana que vio en Belgrado –dije.

Lucy dijo que eso era raro porque Larry siempre decía que los americanos no llegaron a Belgrado, solo al sur de Serbia y al norte de Kosovo y al oeste de Montenegro, y nada más el pelotón de Atticus Johnson, que estaba en ese lugar por razones muy particulares, porque el Ejército Americano, en verdad, nunca invadió Yugoslavia.

Cogí una piedra y la lancé a la orilla. No sé por qué (¿sería la cercanía de las tumbas?), mirando las ondas recordé la historia de Ulises Cámara. Lucy dijo que Clay era uno de los soldados del pelotón de Atticus Johnson y que estuvo en ese pueblo la vez en que los rusos mataron a los niños. Yo fingí mirar el espiral en el agua para que no notara mi sorpresa. Se rio, agitó la cabeza y el moño se le vino abajo. Dijo que, después de la guerra, Larry y Clay se dejaron de ver, pero unos años más tarde, cuando Larry dejó el Ejército y volvió a dedicarse a las langostas, Clay vino a trabajar al college y se reencontraron.

–Se trataban con cariño –dijo Lucy–. A veces daban la impresión de ser padre e hijo. Por eso, mi padre sufrió mucho cuando ocurrió la tragedia. Como si le hubiera sucedido a él o a su familia. En ese tiempo estuvo siempre al lado de Clay, pero después se puso peor de la cabeza. Digo que peor, porque en verdad la locura le había comenzado mucho antes. Cuando todos pensaban que era un excéntrico, estaba loco. Cuando pensaban que era medio místico, estaba loco. La locura se confunde con tantas otras cosas.

Dijo que una piensa en la locura como algo que nos cae de pronto y nos pone una máscara, cuando en verdad la locura es algo que está debajo y que desde abajo nos va sacando la máscara. Yo pensé en eso. No en la locura, sino en las máscaras.

–Mi padre ya estaba mal cuando sucedió la desgracia –dijo Lucy–. Aun así acompañó mucho a Clay, lo visitaba a diario, pero casi de inmediato se puso peor, y Clay, por supuesto, no estaba para preocuparse por los demás, tenía que lidiar con lo suyo, y desde entonces no se vieron más.

Le dije que Clay tampoco hablaba nunca de eso, de lo que sucedió con su familia. Solo lo impensable.

–Se entiende –dijo Lucy.

No lo impensable, perdón: lo indispensable. Eso dije, que Clay solo decía lo indispensable. Y por eso Lucy dijo:

–Se entiende.

La invité a almorzar con nosotros pero contestó que mejor se iba a casa. Cuando se despidió le pedí que se cuidara.

–Descuida, no pasa nada –dijo. Pero lo dijo con una cara de que ya qué más podía pasar, o con una cara de que todas las cosas que podían pasar ya habían pasado.

En casa vi a Clay sentado en el piso de la primera sala. Se apretaba el auricular contra la oreja. Después hizo el ademán de colgar furiosamente (cosa inusual en él), aunque de inmediato se reprimió (cosa usual en él) y se puso otra vez el aparato en la sien. Era evidente que algo raro estaba pasando con esa llamada. Después del trámite con la telefonista, el aparato había timbrado muchas veces en Valparaíso y de pronto una voz había dicho «Armas Antárticas». Clay se había quedado en silencio (me contó después), sin saber qué decir. Tanto buscar esa llamada para quedarse en silencio: se sintió absurdo. El hombre al otro lado de la línea repitió «Armas Antárticas» y chasqueó la lengua. Clay lo escuchó y tuvo la sensación de estar de pie ante un edificio de muros muy altos y pasadizos confusos.

–Mi nombre es Clayton Richards –dijo–. Soy profesor de biología en una universidad en Maine, en los Estados Unidos –pero, cosa rara: se sintió como ante las puertas de un laberinto demasiado grande que acabara de encontrar en medio de un desierto. Dijo–: Soy biólogo, zoólogo, ornitólogo, doy clases sobre el canto de las aves –y buscó desesperadamente una madeja en el umbral de la puerta. Se agachó, mentalmente, a inspeccionar el suelo y encontró la madeja y cogió un hilo y dio un paso adelante. Dijo–: Necesito hablar con usted acerca de un asunto –sintió que la sombra del laberinto caía en diagonal sobre sus hombros. Dijo–: Desde hace más o menos un año recibo paquetes que llegan de Santiago, paquetes que contienen novelas, pero que no traen remitente.

Escuchó un silencio recortado por intermitencias mecánicas y después su propia voz duplicada en el eco de la larga distancia. Antes de que el eco terminara (el eco del laberinto, es decir un eco confuso que se multiplicaba por varios flancos a la vez), le sobrepuso otras palabas.

–No me estoy explicando bien –dijo–. No son libros sino manuscritos, papeles escritos a máquina. O más bien copias, copias carbónicas, donde no aparece el nombre del autor.

Escuchó: «autor, utor, tor».

«Ah, maldito eco», pensó. «Maldita larga distancia». Dijo:

–He recibido nueve –«ueve», «eve». El eco se hizo más intenso, de manera que debía ser un laberinto muy grande, de inagotables túneles. Dijo y escuchó–: La última llegó hace –«tima»– cuatro –«ima», «atro»– meses –«ses», «es»–, pero no venía –«ero», «ía»– de Santiago –«ago»– sino de Valparaíso –«paraíso», «araíso», «iso», «so».

«Maldito eco». Dijo y escuchó:

–No puedo –«uedo», «edo»– hablar así –«arasí», «rasí», «sí»–. Marcaré de nuevo –«uevo», «evo»–. Disculpe.

Colgó y discó otra vez y volvió a hablar con una telefonista y de nuevo el aparato timbró y al rato la voz que hablaba desde un laberinto en Valparaíso volvió a decir: «Armas Antárticas».

–¿Ahora sí me escucha? –preguntó Clay.

–Siempre lo he escuchado –dijo la voz–. Decía usted que desde hace meses recibe manuscritos desde Santiago y que hace poco recibió uno de Valparaíso. Después dijo «Maldito eco» y dijo que no podía hablar así y me tiró el teléfono.

–Eso mismo –dijo Clay. Guardó silencio unos segundos. Sorpresivamente (para él) se preguntó si la voz era de hombre o de minotauro. Dijo–: El último manuscrito sí tenía el nombre de un remitente, Miroslav Valsorim, y la dirección era la librería Armas Antárticas.

La voz –«¿del cornúpeta?», pensó Clay– dijo:

–Pague en la caja, por favor, ahora no la puedo atender. En qué estábamos. Ah, sí. Yo soy Miroslav Valsorim. Soy el propietario de la librería. Somos, mis hijas y yo.

«El minotauro tiene descendencia», pensó Clay. Dijo:

–Mucho gusto, señor Valsorim.

–Igualmente, profesor ¿Richards?

–Sí, Clayton Richards, todos me dicen Clay.

El hombre con cabeza de toro se sintió en confianza.

–Mucho gusto, Clay –dijo–. Con respecto al tema de su llamada, ¿en qué le puedo servir?

Clay pensó que se trataba de un toro amable, un toro con un fuerte acento balcánico. Dijo:

–Quisiera saber por qué me envió su manuscrito y si usted también envió los anteriores.

–Hm –dijo el minotauro, en el centro del laberinto–. Lamento decirle que yo no le envié ese manuscrito ni tampoco los anteriores. A decir verdad, no sé de qué manuscritos me está hablando. Ciertamente, no son mis manuscritos –mugió.

El acento balcánico trajo a la memoria de Clay un olor a pólvora y altares de santos chamuscados. Tosió, carraspeó, dijo:

–Es una pena escuchar eso, porque su nombre es la única pista que tengo para descubrir quién me envía los manuscritos, es decir, para ser más claro, tenía la esperanza de que Miroslav Valsorim, o sea usted, fuera el autor.

El toro, ¿era bosnio? El toro, ¿era un hombre mayor? El toro, ¿era el esposo de la mujer bosnia que Clay vio en esa librería en 1962? El toro preguntó:

–¿Y por qué es importante para usted saber quién le envía los manuscritos?

Clay repitió esa pregunta mentalmente. ¿Por qué era importante? ¿Era importante?

Miroslav Valsorim se aclaró la garganta y súbitamente comenzó a hablar en tono jovial, un tono divertido, burlón, no poco cachaciento. Por ejemplo, dijo:

–¿Se trata, quizás, de manuscritos ofensivos, que contienen amenazas? ¿Son mensajes atrabiliarios o racistas? –rio–. ¿Son mensajes racistas? –dijo–. ¿Es usted, por casualidad, negro? –preguntó.

Clay lo imaginó afilándose los cuernos contra una pared de ladrillos y no supo qué responder: ¿era una broma?

–No soy negro –se escuchó–: Soy blanco, soy profesor de biología.

–Ah –dijo Miroslav Valsorim–: ¿Y no se puede ser negro y ser profesor de biología?

Hubo un silencio durante el cual Clay tuvo la pintoresca sensación de que el eco había vuelto, pero sin ningún sonido que duplicar.

–¿Es usted, por casualidad, racista, profesor Richards? –dijo el acento balcánico de Miroslav Valsorim, que no era solo balcánico sino indudablemente bosnio.

Un acento que parecía arrastrar niños encadenados por el borde de un camino entre dos montañas, pensó Clay. Dijo:

–No soy racista, tengo amigos negros –hizo una pausa seguida por una pausa que hizo Miroslav Valsorim y que este último cortó para preguntar:

–¿Tiene muchos amigos negros y por eso no es racista?

Un acento que cavaba fosas en el lecho seco de un río. Clay dijo:

–Tengo algunos amigos negr.

–¿Algunos amigos negr? –lo interrumpió Miroslav Valsorim.

–En Maine no hay mucha gente de color –quiso explicarse Clay.

–¿De color? –replicó Miroslav Valsorim, cuyo acento balcánico perseguía mujeres entre las zanjas de un campo de labranza–. ¿De qué color estamos hablando? –dijo–. Y entonces, ¿tampoco tiene amigos mexicanos? ¿Es usted, por amor de Dios, xenófobo?

Un acento que enterraba muertos de día y por la noche los exhumaba, pensó Clay. Dijo:

–Tengo muchos amigos mexicanos, muchos amigos latinoamericanos.

–¿Mexicanos y latinoamericanos son lo mismo para usted? ¿Está usted de acuerdo con la Doctrina Monroe? –otra sonrisa (imaginó Clay).

Un acento que degollaba adolescentes y después se sentaba a cantar y sonaban guzlas y sevdahs y sevdalinkas: «¿Cómo será eso?», pensó Clay. Dijo:

–No estoy de acuerdo con la Doctrina Monroe.

–¿Está de acuerdo, entonces, con la Teoría de la Dependencia? ¿Es usted comunista, profesor Richards?

Jubilosamente de una fosa común salía ese acento, pensó Clay. Dijo:

–No soy comunista. Estudio pájaros, sobre todo pájaros sudamericanos.

–¿Y por qué pájaros sudamericanos? –preguntó Miroslav Valsorim, se aclaró la garganta, hizo un ruido con la nariz, dijo–: ¿Encuentra usted una diferencia, digamos, de talante, de carácter, de actitud ante la vida entre los pájaros de Sudamérica y los pájaros de Norteamérica? ¿Es usted protestante?

–Soy evangélico, aunque en verdad soy agnóstico, soy un científico.

–¿Y no se puede ser científico y tener fe en Dios? ¿Mira usted con desprecio a los religiosos? ¿Es usted, por casualidad, antisemita? –se rio para adentro Miroslav Valsorim, festejando su propia broma, o al menos eso pensó Clay. ¿Un ególatra? ¿Un hipócrita? ¿Un amargado?

En este punto, acicateado por esa primera incursión en la psicología de su interlocutor, Clay decidió abrir un paréntesis mental para preguntarse qué cosa había en la voz de Miroslav Valsorim que lo hacía imaginarlo unas veces como minotauro y otras veces como criminal de guerra en Yugoslavia. Lo primero, sin duda, tenía que ver con el enigma de los manuscritos y el aspecto laberíntico de la librería Armas Antárticas, que Clay había recordado intensamente en esos días. Manuscrito, librería, biblioteca, laberinto, minotauro: era una secuencia lógica casi inevitable. Lo segundo era claramente un prejuicio: el acento del hombre activaba en la memoria de Clay recuerdos de la guerra en los Balcanes, y de inmediato los crímenes que Clay presenció en Serbia y en Bosnia y en toda Yugoslavia, y de inmediato a los perpetradores de esos crímenes. «Cierra paréntesis», pensó Clay, no sin antes tratar de imaginar al bosnio sentado ante su escritorio entre columnas calamitosas de libros puestos bocabajo: «¿Como niños que duermen en el atrio de una iglesia sin saber que la muerte se les acerca con pasos sigilosos de hombre-toro?».

–¿Cuál era la pregunta? –dijo Clay.

–Si es usted antisemita –respondió Miroslav Valsorim.

–No, dijo Clay.

–Entonces –dijo el bosnio–, ¿los manuscritos que recibe contienen insultos homofóbicos? ¿Es usted homosexual?

–Son manuscritos de novelas, como ya le expliqué –dijo Clay.

Clay nunca se irritaba.

–¿Son malas novelas? –preguntó Miroslav Valsorim–. ¿Es eso? ¿Está usted estéticamente ofendido por la pobre calidad de las novelas que recibe?

Lo vio, lo creyó ver: los codos sobre el mostrador, un planisferio agujereado prendido con tachuelas sobre una pared de corcho, un gato cimbreante eludiendo torres de papel a sus espaldas, saltándole al hombro.

–Algunas son buenas, otras no –dijo Clay.

–¿Son novelas realistas, fantásticas, de ciencia ficción? ¿Son novelas que no se sabe si son realistas o fantásticas? ¿Eso le molesta?

–No –dijo Clay.

–¿Se trata de novelas eróticas? ¿Lo escandaliza el contenido erótico de las novelas? ¿Es usted un reprimido sexual, profesor Richards?

–No –dijo Clay.

Lo vio, lo creyó ver: un anciano al final de un pasadizo de anaqueles abarrotados y telarañas, sobre su cabeza una repisa con un retrato, los ojos de una melancólica mujer bosnia mirándolo ¿desde el retrato?, ¿desde el otro lado del corredor?, se preguntó Clay.

–¿Son novelas fascistas? ¿Antifascistas? –dijo Miroslav Valsorim.

–No me queda claro –dijo Clay.

–¿No le queda clara la diferencia entre fascismo y antifascismo? –dijo el otro, desde lo hondo de su caverna de libros y mariposas nocturnas–. Vamos mal, vamos mal –dijo–. ¿Debo asumir que es fascista? –preguntó.

–Nada de eso tiene que ver con nada –dijo Clay.

–Todo tiene que ver con todo –dijo Miroslav Valsorim.

Clay nunca se irritaba, solo abría paréntesis mentales. En este punto hizo otro para preguntarse si la mujer bosnia sería la esposa o tal vez la hermana del dueño de Armas Antárticas, y de inmediato decidió que tenía que ser la esposa.

Entonces fue cuando yo entré a la sala desde el jardín.

–Por ejemplo en Jajce –dijo Miroslav Valsorim, e hizo otra pausa.

Clay lo vio, lo creyó ver: solo, sentado en un banco en la trastienda de su librería, visitado por los fantasmas de sus antepasados, partisanos socialistas con puñales en la pechera, y atrás la guerra yugoslava, una guerra pequeña metida adentro de la Segunda Guerra Mundial.

–Por ejemplo en Jajce –repitió Miroslav Valsorim–. En Jajce, la ciudad donde nací, todo el mundo tenía clara la diferencia entre un fascista y un antifascista. Y además todo el mundo era una cosa o era la otra. Por eso nos matábamos unos a otros, nos matábamos de una manera fidedigna.

Clay no entendió, pero vio las casas humeantes y los árboles en llamas.

–Para matarnos bien, teníamos que saber por qué matábamos, a quién matábamos –dijo Miroslav Valsorim–. Estoy usando la primera persona del plural –dijo–, pero la verdad es que yo no maté a nadie.

Clay me miró y se tomó la sien como si le doliera la cabeza.

–Pero los demás sí –dijo Miroslav Valsorim–. Mataban fascistas o mataban antifascistas, es decir, mataban por razones intelectuales. También es verdad que los serbios mataban bosnios o croatas o armenios y los croatas mataban bosnios o serbios o armenios, pero esas asimismo eran diferencias, bien mirado, intelectuales. Y los Chetniks eran fascistas y los apoyaban los nazis y los partisanos eran socialistas y los apoyaban los soviéticos, todo lo cual también denota una diferencia intelectual, pero además objetable, porque los estalinistas no eran menos fascistas que los nazis. Eso es lo que yo veía cada vez que pasaban por Jajce o por las afueras de Jajce, por los llanos y las montañas y los pueblitos de Bosanska Krajina. Al día siguiente la gente veía los cadáveres y se preguntaba: «¿Fueron los Chetniks o fueron los partisanos? ¿Fueron los nazis o fueron los rusos?». Porque todos parecían lo mismo, dado que hacían lo mismo. Al menos yo no encontraba la diferencia, por eso yo no mataba a nadie y quizás por eso nadie me mató. Me salvé por ignorante.

Clay guardó silencio: recordó los arbolitos de la calle Bolívar en Valparaíso. Poco a poco, los desvaríos del hombre lo habían entristecido.

–Veo que no tiene nada que decir –lo increpó Miroslav Valsorim–. Vamos mal, vamos mal –dijo–. Yo me salvé por ignorante, pero no se puede vivir siempre en la ignorancia, hay que aprender a distinguir entre un fascista y un antifascista. Aquí en Chile creen que lo tienen claro. Pero no es cierto. Por eso yo trato de explicarles. Ahora que ya sé la diferencia, después de tantos años meditando sobre el tema, ahora que la vida me ha forzado a leer. Porque yo no hago otra cosa que leer, llevo cuarenta años pensando y veintidós años leyendo sobre este asunto. Solo veintidós porque, antes de llegar a Chile, yo no leía, era un chico más, ni siquiera terminé el colegio. Cuando la guerra comenzó yo tenía once años. Y mi conclusión, ahora, cuando recuerdo las cosas que vi en Jajce y en Bosanska Krajina, durante la guerra, y las veo a través del prisma de mis libros, o las veo a la distancia a través del prismático de mis libros, es que la diferencia entre un fascista y un antifascista es que los fascistas te matan en un campo de concentración y los antifascistas te matan en el camino a un campo de concentración. Y eso les digo a los chilenos: cuando los nazis toman el poder, uno tiene que elegir si quiere morir adentro del campo de concentración, como una rata, o afuera, como una cucaracha. Porque cuando los nazis llegan el mundo se parte en dos y los dos lados son iguales y solo se sobrevive si uno es idiota o si uno se hace el idiota.

A Clay le pareció que, en medio de la rabia aparente de sus palabras, el viejo estaba sollozando, aunque tratara de esconder su llanto con unos ruidos y unas toses que parecían ¿mugidos?, ¿bufidos? Le pidió que se calmara.

–Estoy calmado –dijo Miroslav Valsorim–. Parezco un monje budista. Parezco un poeta japonés. Ahorita mismo me pongo a escribir haikús –dijo–. La montaña el deshielo se abre la flor. Llueve mariposa alitas pa qué te quiero. Si una noche de invierno un viajero.

Clay lo interrumpió para decirle que él había estado en Bosanska Krajina. Miroslav Valsorim se quedó callado. Clay lo escuchó respirar de cerca y toser de lejos y hacer una pausa y respirar hondo y acercar otra vez el auricular y decir, con voz de presentador de radio:

–Ingresamos así a la parte central de nuestro relato.

Después lo oyó preguntar, con voz humana:

–¿Cuándo estuvo ahí?

–En 1944 –dijo Clay–. Fueron solo unas semanas.

Miroslav Valsorim hizo un silencio largo, entrecortado por rasguños y por el ir y venir de caballos sangrantes y mujeres y niños guarecidos tras escombros, eso le pareció a Clay.

–Pero los americanos no entraron en Yugoslavia –dijo por fin el bosnio.

–Lo sé, lo sé –dijo Clay.

–Pero usted sí –escuchó.

–Sí, yo sí –dijo Clay–. Yo estuve en toda Yugoslavia: en Bosnia, en Montenegro, en Serbia. Y en Serbia llegué a Belgrado.

Pensó que el viejo se ponía de pie y caminaba de un lado al otro de la librería, hasta que el cable telefónico se tensaba demasiado y lo obligaba a regresar. «Ven acá, ven acá, sigue hablando», decía el cable telefónico.

Miroslav Valsorim tosió nuevamente.

–Y en Bosnia, en Bosanska Krajina –dijo–, ¿qué vio? ¿Vio los montes, las vacas, las luciérnagas que evolucionan de árbol en árbol y se borran bajo la luna? ¿Vio las matas de arbustos nocturnos de cuyas ramas cuelgan murciélagos y las cuevas de mandarinas y los sábados? ¿Vio los pueblos que parecen fortalezas y las murallas de piedra que entran en el monte, las lagunas de Vrbasu, los caminos floridos en Kozari?

–Vi muchas cosas –dijo Clay.

–¿Vio los astros, la pirotecnia, el acertijo de las estrellas en la aurora, los pechos de las mujeres cuando llega el verano, los candelabros? ¿Vio las balaustradas y las torres y las cúpulas bizantinas y las neobizantinas y las ciudades que se levantan sobre ciudades y se agachan sobre ciudades y los puentes frágilmente construidos que los caminantes de Europa cruzan para mirar el resto del planeta? ¿Vio el aleteo de los arcángeles en la Iglesia de San Josipa, en Sarajevo? ¿Vio Jajce?

–Vi muchas cosas pero las he olvidado casi todas –dijo Clay.

–No le gusta hablar del pasado –dijo Miroslav Valsorim–. A mí me gusta más hablar del futuro –añadió–, pero lo que yo llamo futuro es lo mismo que otros llaman pasado. Algunas veces prefiero no decir nada.

Clay lo imaginó cruzando la calle Simón Bolívar, saludando a una señora en un quiosco, comprando el diario, buscando noticias de Yugoslavia.

–¿Pero sí vio Jajce, no? –escuchó.

Clay dijo que sí.

–Yo viví en Jajce hasta 1964 –dijo Miroslav Valsorim–. Ese fue el año en que vine a Chile. Cuando la guerra terminó tenía diecisiete años de edad y tres hijas y su madre nos había dejado pero mandaba cartas cada cierto tiempo, cartas que llegaban desde muchos lugares del mundo separadas por meses de soledad. En cierta época las cartas llegaron desde Chile. Por eso me vine.

Clay pensó en la mujer melancólica de pelo negro y ojos grises que vio en la librería en 1962. Recordó lo que había dicho: que estaba esperando al padre de sus hijas. Le dio pudor preguntar, no dijo nada. Pensó que la voz humana de Miroslav Valsorim era indudablemente la de un hombre viejo, pero que, si tenía diecisiete años en 1945, ahora debía andar por los cuarentaitrés. «Es menor que yo», pensó.

–Mis hijas fueron concebidas en el minarete de una mezquita y nacieron en el sótano de una iglesia –dijo Miroslav Valsorim–. Trillizas. A las pocas semanas la madre se fue. Una vecina les dio leche de su pecho. Yo robaba pan de noche en un prostíbulo. Mendigaba comida y monedas en calles arruinadas. Cosía mantas con trapos. Esperé que mi mujer volviera para elegir juntos los nombres de las niñas, pero nunca regresó a Jajce. Sus cartas no decían mucho.

Clay presintió que Miroslav Valsorim alejaba otra vez el auricular, quizá lo tapaba con la mano, escuchó un ruido de cajones que se abrían, de puertas que se cerraban, de libros que caían desde una mesa. El bosnio siguió hablando.

–Cuando las niñas cumplieron cuatro años recién las hice bautizar. Se llaman Vera, Nadia y Mira, que significan fe, esperanza y paz. Mi mujer se llamaba Vida Maneva.

Clay estuvo a punto de decir algo pero se contuvo y otras caras llenaron su memoria.

–Yo también tuve tres hijos –dijo.

De inmediato se dio cuenta de que era la primera vez que pronunciaba esa frase, así, en pasado.

–¿Qué ocurrió con ellos? –preguntó Miroslav Valsorim.

Clay lo vio, lo creyó ver, en su librería de antigüedades en Valparaíso, olisqueando una ruina de folios arrugados, cubiertas cuarteadas, bajo una lluvia de alas de polillas que la luz de un ventanal trasfiguraba, ¿esperando a su mujer o extrañando a su mujer? «Vida Maneva», pensó.

–¿Qué ocurrió con sus hijos? –preguntó nuevamente Miroslav Valsorim.

–Se fueron –dijo Clay.

–Entiendo –respondió el bosnio.

Clay pensó: «Al menos él tiene a sus hijas».

Entonces los dos cambiaron de tema pero cada uno lo hizo en una dirección distinta, pese a lo cual después de un rato sus conversaciones se encontraron y ambos hablaron de trivialidades. Más tarde el bosnio dijo:

–Lamento no poder ayudarlo con el asunto de los manuscritos. Seguro es algún gracioso que le está jugando una broma. En verdad lo siento.

«En verdad lo siente», pensó Clay. Escuchó que el bosnio decía en voz muy baja el precio de un libro y después escuchó Valparaíso: pasos en la vereda, arbolitos de hojas nacientes, una librería con un sobreviviente de una guerra infinitamente distante.

–Un favor más –dijo Clay.

–¿Sí? –preguntó el bosnio.

–Quizás –dijo Clay–, si le envío una fotocopia de la novela que llegó desde su dirección, pienso, tal vez usted pueda darle una mirada, a ver si se le ocurre algo, si descubre alguna pista.

–Por qué no –dijo Miroslav Valsorim–. Con todo gusto –pensó unos segundos y añadió–: Quizás en otra ocasión podamos seguir hablando sobre las cosas que vio en Bosnia, cosas que ya olvidó pero que yo le puedo hacer recordar.

Clay sintió pena. Le fue difícil detectar el origen de ese sentimiento, o más bien no quiso detectarlo. «Quizás es solo su voz», se dijo.

Ambos colgaron y Clay se quedó mirando el armario de los rifles en la sala.

–Qué tipo más extraño –me dijo después de un rato–. Definitivamente le falta un tornillo. Por otra parte, dice que no sabe nada del asunto de los manuscritos.

Vio la segunda sala desde la primera. Por un momento me pareció que las cabezas de venado también miraban la vitrina de los fusiles.

–Aquí hace falta una poltrona –dijo Clay–. Un lugar donde uno pueda sentarse y no hacer nada, o hablar por teléfono.

Cuando regresó de sus clases, por la tarde (dictaba dos cursos ese semestre, uno sobre los dioses-pájaro de los mayas y los aztecas y otro sobre científicos viajeros del siglo diecinueve), me encontró masticando un plátano y me preguntó si se había agotado la provisión de jamón y queso. Al rato me dijo que se había dado cuenta de algo raro.

–¿Qué? –pregunté.

–El bosnio dijo que llegó a Chile en 1964 pero antes dijo que lleva veintidós años ahí. No siete, sino veintidós.

–Seguro has entendido mal –dije.

–Debe ser –dijo Clay–. Qué asunto de locos –dijo–. Miroslav Valsorim. ¿Sus amigos lo llamarán Mirko?

Le hablé de mi conversación con Lucy. Le dije que quería hacerle unas preguntas.

–¿A todos los Miroslav los llaman Mirko? –monologó Clay.

–¿Por qué nunca me has contado que Larry Atanasio fue tu jefe en la guerra?

–¿Miroslav Valsorim tendrá amigos? –dijo Clay.

–¿Por qué no me dijiste que tú y Larry eran más que amigos, que eran como padre e hijo?

–¿Cómo se dirá minotauro en bosnio? –dijo Clay.

–¿Qué hacías en Yugoslavia en 1944, si el Ejército Americano nunca luchó en ese frente?

–¿No se dirá «Miroslav»? –dijo Clay.

Lo miré con cara de asesina. Dijo que esas eran demasiadas preguntas y que eligiera una sola. Me hizo cosquillas y me dio un beso en la nariz y yo le di un puñete en la oreja y entonces comprendió que estaba hablando en serio. Le dije que contestara la tercera.

–Porque supongo que para responder esa tendrás que contestar las otras dos –dije.

–De acuerdo –dijo Clay.

–Pero antes quiero contarte una cosa –dije–. Creo que es importante.

En ese momento llegó el policía gordo con más noticias y no pude decirle a Clay lo que quería decirle ni hacerle las preguntas que estaba rumiando desde hacía varios días.

El policía gordo se rascó el lóbulo de la oreja y una costra púrpura se desprendió de su piel y fue bajando como una hoja seca hasta el piso entre sus zapatos mientras él decía que el fbi había arrestado a John Atanasio. Yo perdí de vista el pedacito de costra y me quedé mirando los zapatos y escuché: un grupo de agentes que investigaba una mafia de pornografía infantil y tráfico de niños lo había encontrado en el entrepecho de una casa en Concord, New Hampshire, escondido, con dos niños amordazados y un policía encubierto al que también tenía secuestrado (es decir, un policía encubierto que había quedado al descubierto y de inmediato había sido secuestrado), dijo el gordo, mientras yo le miraba los zapatos: hubo una balacera descomunal de la que, por milagro, nadie salió herido, aunque el policía encubierto-descubierto estaba casi en coma debido, al parecer, a las numerosas cuchilladas que John Atanasio le había infligido en las piernas, los brazos y el abdomen, en lo que parecía haber sido una larga carnicería, o una lenta evisceración, a juzgar por las informes manchas de sangre que cubrían el piso del entretecho, perdón, antes dije el entrepecho; quise decir el entretecho de la casita de Concord. Clay me miró mirar los zapatos del gordo y después nos miramos el uno al otro con asombro, súbitamente encapsulados en esa costra de escándalo que precede a las paces inesperadas y que precede sobre todo a las paces frágiles que duran un instante y estallan como pompas de jabón, como fue el caso esa vez. Porque, cuando estábamos a punto de sonreír, el policía gordo se inclinó sobre un vaso en el porche y se llevó el vaso a la boca y dijo que no había nada que celebrar. Lo miramos intrigados o quizá extáticos, pero en el sentido negativo. Dijo que, un día antes de la captura de John Atanasio, el pequeño Chuck desapareció de la casa de Yarmouth donde Lucy lo había dejado con una amiga, para protegerlo de su padre (la amiga, por cierto, una mujer llamada Hannah Schwartz, también desapareció). El policía gordo había querido darle a Lucy ambas noticias, hacía unas horas, pero en la casa de Harpswell tampoco encontró a nadie y ahora él estaba ahí, con sus zapatos y sus árboles de palabras y una cicatriz desprendida de su piel sobre el piso, entre los zapatos, creía yo, aunque ya la había perdido de vista, y dijo que un agente del FBI llamado Jim White, hasta entonces a cargo de rastrear el origen de los niños usados por la mafia de pornografía infantil, y al que Clay conocía, porque también había conducido las pesquisas del crimen de su familia, andaba ahora tras la pista de Chuck y Lucy. Como me ocurría cada vez que el gordo llegaba con noticias, en algún momento de su monólogo empecé a perderme entre las ramas del bosque, vi una silueta crepuscular precipitarse sobre un lago inestable y una bandada de pájaros mordiendo los bordes de una nube negra y ruidosa y después vi que los pájaros eran mis uñas y que la nube era yo.

Vivir abajo

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