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Invasión

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Eran dos. La primera vez que las vi en el balcón intentaban trepar a una maceta y hasta me habían parecido simpáticas.

Pasaron unas semanas ya y ahora están por toda la casa. Se atreven a explorar lugares insospechados; mi billetera, por ejemplo. El otro día se metieron en el lavatorio mientras me afeitaba, trepaban por la crema de afeitar, tuve que ahogarlas empujándolas hasta el desagüe. Se resistían a entrar por el agujero, nadaban moviendo las patas a bastante velocidad.

Hace unos días tomé la decisión de liquidarlas. Compré venenos que no jodan al perro, pero nada. Más venenos y nada. Ahora están hasta dentro de los zapatos, entre las medias. Todo está copado por ellas. Es más, hace unos días, sin ir más lejos, mientras viajaba en subte vi a una caminando por la manga de mi saco y otras en el bolsillo. Un asco.

Cuando llego a casa me sorprende que Capo no venga a recibirme. Está tirado cerca de la ventana que da al balcón, lo llamo pero no viene. Agoniza.

El día anterior lo había notado inquieto, asustado, le costaba respirar. Está un poco gordo y el calor seguro lo afecta, pensé, y prendí el aire acondicionado.

Está ahí, dolorido, y cuando me acerco apenas puede levantar la cabeza. Sus ojos están vidriosos. Corro a llamar al veterinario. Tarda mucho en llegar. Insisto, pero me dice que no puede avanzar por el tráfico, que mientras tanto trate de darle agua. Me siento a su lado, lo acaricio, jadea. No quiere tomar, le humedezco la boca y ahí me doy cuenta de que algo se mueve entre los pelos de sus orejas. Me agacho para mirar y entonces veo que le salen hormigas. Sí, hormigas. Primero unas pocas y luego un montón de hormigas, iguales a las que se instalaron en el balcón. Son pequeñas y muy movedizas, negras, salen de las orejas de Capo y se esconden en el zócalo justo debajo de la ventana.

Capo gime y cuando intento acomodar la cabeza arriba de un almohadón, veo que de la nariz también salen hormigas, muchas, apuradas, y en fila corren hacia el balcón. Las piso, las aplasto con las manos, grito desesperado. Enloquezco mientras ellas siguen saliendo de adentro de Capo, por la boca, el ano, hormigas pequeñas, negras, veloces. El piso del comedor queda tapado por ellas.

Capo muere.

Al rato, el veterinario toca al timbre. Sube, se acerca a Capo y confirma lo que ya sé.

—¿Hace mucho que estaba enfermo? —pregunta.

—No, anoche respiraba mal, pero nunca había estado enfermo.

—¿Algo le llamó la atención?

—Ahora, mientras se moría, le salieron hormigas de adentro.

—¿Hormigas?

—Sí, muchas, por todos lados. Le salían sin parar y él gemía de dolor.

—¿Y dónde están?

Miré y no había ni una sola hormiga en el piso o en el balcón. Ninguna.

—Eran tantas que tapaban el piso del comedor —le dije, sabiendo que era imposible que me creyera.

—Señor, lo entiendo, está muy conmocionado. ¿Quiere que me lleve a su perro para enterrarlo?

—Sí, por favor, no quiero verlo más. No lo soporto.

Pone a Capo en una bolsa y lo arrastra hasta el ascensor, es pesado. Lo acompaño hasta la puerta, saludo y subo. Ya en casa las busco por todos lados, corro las macetas, el sillón: nada, no están.

En la semana me empieza a doler la panza. No mucho, como un ardor. Después de unos días de mierda en el laburo, resuelvo que son nervios.

Veo su plato de comida, el que le había comprado en Uruguay. Pobre Capo, era buen compañero, pienso.

Me acuesto y descubro un par caminando al lado de la mesa de luz. Hijas de puta, un pisotón y ya están muertas. La novela que estoy leyendo es apasionante, no me larga y quiero terminar el capítulo. Una hormiga cae en la hoja del libro, miro para el cielorraso, pero no veo nada. La aplasto contra la colcha.

Tengo sed, en la heladera busco el botellón con jugo, tomo un trago y siento algo que me hace picar la garganta. Toso y una hormiga sale despedida y otra…

Bichos muertos

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