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La casa y el árbol

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El Negro hace un esfuerzo tremendo para sostener el cable y sujetarlo del árbol más cercano para que sirva como de ancla. El Colorado trabaja despacio con la sierra, midiendo cada paso, cada tajo en el tronco, para no mandarse una cagada. Se tensan los cables para tratar de controlar la caída. Alberto ata un cable grueso al tractor y lo coloca en tercera, preparado para tirar. Es un trabajo complicado porque estos árboles deben de tener como cien años. Estaban en el parque cuando mi abuelo compró esta casa. Alguna vez los podamos un poco, pero ahora están viejos y torcidos.

—Tengan cuidado, este pesa mucho y si se voltea para la casa, la hace mierda. Estén despiertos, no jodan —dice Alberto.

—Muñeco —así me dice a mí—, ¿no tenías un árbol más grande, la puta que te parió?

Al Negro lo conocemos desde que nació. Su viejo fue tropero en la feria de mi tío Carlos y sus hermanos mayores trabajaron de tractoristas en nuestro campo. Es un tipo bárbaro, un amigazo, nunca le saca el lomo al laburo. Es el menor de seis hermanos y el preferido de la vieja. Siempre empilchadito prolijo; la mamá lo cuida como si fuera un nene. Tiene pinta y mucho chamuyo con las mujeres. Desde hace un tiempo sale con la colorada Delfina, la hija del dueño de la estación de servicio. Se pone loco cuando lo jodemos diciéndole cosas como: “Siempre agarró bien la manguera” o “Le llenaron el surtidor”. Se la banca, pero por lo bajo nos putea.

Alberto está nervioso, sabe que el árbol se puede caer arriba de la casa. Mira y trata de pensar la mejor ubicación del tractor. Tiene experiencia, por eso sabe que cada árbol reacciona de manera diferente.

—Che, miren bien, no boludeen. Después nos tomamos unas cervezas —nos ordena.

El Colorado llegó de Corrientes cuando tenía doce años. Vino con la mamá y tres hermanitos más chicos. La mamá es una gringa de ojos verdes y pelo rojo. Los hombres del pueblo de lo único que hablaban era de ella, y ella lo sabía. Se instalaron en una casita humilde al lado de la cooperativa agraria y en un par de semanas la mamá consiguió trabajo en los silos. Todos decían que el gerente, el Gordo Rubén, andaba medio enamorado de ella. Algo pasaba porque el Gordo bajó de peso, se vestía más moderno y hasta salía a correr en el Club Sportivo Castillo. El Colorado fue a la escuela con nosotros, enseguida se hizo amigo de varios y, al tiempo, vino a trabajar al campo. Siempre callado, nunca le conocimos una mina. A la única que le tiraba los ganchos era a la hermana del Negro, Viviana, pero la pendeja, ni bola. Mi viejo le tiene mucho cariño, dice que es un pibe derecho, laburador.

—Tensalo bien, dale vuelta a la torniqueta. Más, más… si está flojo el cable, no sirve, se te viene el árbol para el lado de la casa.

—Colorado, cortá el tronco, entrale con la sierra inclinada. ¡Dale! ¡¿Qué pasa, estás dormido?! —grita Alberto mientras mira hacia dónde arrancar con el tractor.

—¡Muñeco, dejate de pelotudear y prepará algo fresco, ya casi terminamos! —me ordena desde arriba del tractor.

Buen tipo Alberto. Hace años que trabaja en el campo como capataz. Sabe hacer de todo y todo lo hace bien. Es soltero. Un par de años atrás estuvo viviendo con la hija del comisario Medina, una morocha a la que le gusta la sacudida como el dulce de leche. Alberto no sabía cómo conformarla y la pendeja se le rajaba a los bailes. Dos por tres la veía arrinconada en algún auto. Encima, como era hija del comisario, la flaca tenía pista libre. La pasó mal Alberto, se puso hecho un palo y con un carácter podrido hasta que una mañana se levantó y la flaca no estaba en la cama. Cuando salió al patio, la vio prendida a Carlitos, un peón nuevo. El tipo la manoseaba lindo y la morocha bramaba. Cuando lo vieron, el chango salió corriendo y ella entró a la casa y, antes de que dijera nada, el Alberto le dio para que tenga y guarde. Medina lo metió en cana una semana y cuando salió, nunca más la vio.

El Colorado afirma la sierra y le manda el corte más profundo. El árbol se inclina, el Alberto grita: ¡Lo llevo! ¡Tengan cuidado! El tractor tira con toda la potencia, la fuerza lo hace enterrarse en el barro. El árbol cruje y se balancea para un costado, medio que rota a la derecha, pero el tractor lo tira para el lado opuesto de la casa. El Negro lo tiene bien atado, hay mucha tensión en el cable, el acero brama al estirarse. La sierra entra y gira con furia. Los cuatro miramos el tronco, solo se escucha el rugido de la sierra.

Un chasquido de látigo de acero estalla el aire. La sierra se detiene. Al instante se escucha un golpe seco, como un disparo, y el tronco está en el piso. El Colorado mira y lanza un vómito negro, se desmaya. Alberto gira en su asiento y grita como un animal herido. Golpea el volante del tractor y se abalanza sobre el árbol caído. Al lado del tronco está la cabeza del Negro. Y al lado del perro ovejero que lo mira y huele, el cuerpo cubierto de sangre.

La casa está intacta.

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