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Bichos muertos

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Hay que buscar bien en las cuevas que están en el monte, en la parte húmeda, ahí, debajo de los árboles más grandes, decía mi primo. Yo llevaba los perros para que olfatearan la tierra y cuando nos acercábamos a las cuevas se ponían como locos, rascaban y ladraban. Entonces mi primo empezaba a cavar hasta que veía la cola, agarraba con fuerza y tiraba al peludo para afuera. Pobre bicho, luchaba hasta caer dentro de la bolsa de arpillera. Listo, uno para el domingo, decía Alberto, y volvíamos con la tarea cumplida.

A la noche llegaba el turno de las liebres. Me daba mucha lástima, pero no podías decir eso estando rodeado por cinco tipos que preparan escopetas, la chata y los reflectores para ir a cazar. Manejaba mi viejo y atrás iban, preparados, mi hermano más chico y los tres tiradores. Yo manejaba el reflector.

Era noche cerrada y en el rastrojo del trigo la camioneta se sacudía de lo lindo. Hacía frío, frío seco, ese que te deja las manos duras y los mocos helados en la cara. El viejo recorría el lote y aprovechaba para fumar sin mamá cagándolo a pedos. Saltaba la primera liebre, desesperada corría y zigzagueaba iluminada por los faros de la camioneta. Prendé el reflector, me decía mi viejo, y la luz seguía a la liebre. ¡Buscala, buscala!, gritaban mis hermanos apuntando las escopetas, mientras la bruma y la tierra escondían al bicho.

Ahí estaba. El bicho se quedaba un instante parado, miraba la luz encandilado, hasta que sonaba un ruido fuerte que te retumbaba en el oído y la liebre, agujereada, volaba por el aire. El más chico, Matías, se bajaba a buscarla mientras comenzaba el festejo de los tiradores. Dos, tres, cinco veces el mismo ritual: persecución, encandilamiento y muerte. No había manera de que escaparan. Cuando las cargaban, si alguna quedaba viva y se sacudía desesperada colgando de las orejas, yo le decía a Matías cómo tenía que rematarla, con un golpe en la cabeza, seco, duro, contra el borde de la camioneta.

De vuelta en casa, mamá nos tenía preparadas unas cervezas con algo para picar. Mis hermanos fanfarroneaban con su mejor tiro.

El jueves a la noche se pusieron de acuerdo para ir al día siguiente, bien temprano, al campo del otro lado de la ruta. Hay perdices a rolete, dijo mi hermano mayor, y yo les dije que no contaran conmigo, que salía temprano para el pueblo y que los vería a la tarde para terminar de arreglar el tractor. Para mí vas por otra cosa, dijo mi viejo, y todos se rieron.

Cuando nos fuimos a dormir, el viejo se quedó desollando las liebres con ayuda de mi vieja, que las trozaba para frizarlas.

—No me gusta la liebre porque tiene la carne oscura —dijo mamá—. Ojalá mañana cacen buenas perdices, ya sé que son oscuritas, pero esas sí me gustan.

Había olor a sangre en toda la casa.

Al otro día, ellos se fueron para el campo a cazar y yo partí para el pueblo. Fui al banco y a la cooperativa a pagar el crédito de la moto. Cuando salí, me encontré con Marcela y la invité a tomar algo. Estaba muy linda. En el bar de Morales pedimos una cerveza con un plato de queso y aceitunas. Y en eso estábamos, tratando de arreglar para salir a la noche, cuando se escuchó el ruido de un auto viniendo fuerte. Debe de haber doblado antes porque no pasó por el bar. Segundos después, el auto de mi viejo. Dobló tan rápido que casi se sube a la plaza.

—Esperá —le dije a Marcela.

Salí del bar, caminé hasta la esquina y vi que el auto del viejo y la camioneta de mis hermanos estaban parados en la otra cuadra, al lado de la iglesia, en la puerta de la clínica del doctor Peralta.

Corrí.

Había perdices muertas, plumas por toda la camioneta, un pibe boqueando sangre que decía: Me muero. Un pibe que era mi hermano. Y gritos y armas y manos llenas de sangre y más gritos.

Y mi hermano, ahí, entre los bichos.

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