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ОглавлениеCAPÍTULO I
Marco Histórico, Político y Estratégico 1808-1818
Guerra Peninsular e Independencia Americana, 1808-18171
En febrero de 1808 las tropas francesas invadieron España, y el 24 de marzo controlaban Madrid. El 2 de mayo el pueblo de esta capital se rebeló contra los ocupantes y las primeras batallas no tardarían en comenzar. Paralelamente, a lo largo del territorio español, comenzaron a organizarse juntas constituidas como gobiernos provinciales o locales para resistir al invasor. Desde entonces en adelante, los acontecimientos en el Viejo y el Nuevo Mundo seguirían un curso paralelo y sincronizado a la vez, que llevarían a desencadenar otro proceso, el de la Independencia de Hispanoamérica.
La recepción de dichas noticias en América provocó, no solo el esperable impacto, sino que también fue una motivación para que los propios americanos actuasen de una forma similar. Es así como también comenzaron a formarse juntas, con el propósito original de resguardar la soberanía del cautivo Rey Fernando VII hasta que recuperase su libertad y su trono, aunque en la práctica, fueron derivando en tendencias progresivamente más autónomas. Así, estaban dados los factores para una verdadera guerra civil en la América hispana, producto de la aparición de múltiples movimientos separatistas.
No es el propósito de esta obra recapitular sobre este proceso, del que existen abundantes estudios y publicaciones, sino limitarnos a hacer un breve paralelo entre los acontecimientos europeos y los que ocurrían en el Nuevo Mundo, y cómo aquellos gravitaban en estos. Este curso simultáneo tenía necesariamente una dinámica de causa y efecto, puesto que, mientras la suerte de las armas españolas y de sus aliados en la Guerra Peninsular que se libró entre 1808 y 1814 era adversa, la insurgencia americana ganaba terreno, mientras que cuando el invasor francés comenzó a sufrir los reveses que le condujeron a la derrota y la retirada de la Península Ibérica, la causa patriota americana también experimentó importantes retrocesos. Al menos de forma momentánea.
De esta manera, en las primeras fases de la lucha en tierras españolas y portuguesas la iniciativa estaba en manos de Napoleón, al tiempo que, durante el año 1809, se formaban las primeras juntas de gobierno americanas en Alto Perú (25 de mayo), La Paz (10 de julio) y Quito (10 de agosto), suprimidas a finales de año por las tropas realistas.
En el transcurso del año 1810, cuando comienzan los movimientos autonomistas en Buenos Aires, Nueva Granada, Nueva España (México) y Chile, que a la larga conducirían a la Independencia, el poderío de Napoleón en Europa se hallaba en su cenit. Había combatido y firmado la paz con sus grandes enemigos: Prusia, Rusia y Austria; Inglaterra seguía haciéndole la guerra en solitario, obstinadamente. Solo había un lunar en tan brillante panorama político - militar: la cruenta Guerra Peninsular, la “úlcera española”, que consumía los recursos y energías de cerca de la mitad del ejército imperial francés.
El año 1811 marcó el comienzo de la lucha armada entre españoles y patriotas en América, año en que declararon su independencia Venezuela (5 de julio) y Nueva Granada (11 de noviembre), aunque la suerte de las armas fue dispar y aún faltaba mucho para una definición.
En Europa, el año 1812 el eje de las operaciones militares de Napoleón se desplazó hacia Rusia. Su Gran Ejército (Grande Armée) inició la campaña el 24 de junio, y el punto culminante fue la batalla de Borodino el 7 de septiembre, seguida de la entrada en Moscú, el día 14 y el gran incendio de esta capital, el día 25. Los meses finales de ese año estuvieron marcados por la penosa retirada y progresiva desintegración del Grande Armée. Aquel año 1812 fue de indecisión en América, tanto en los teatros de operaciones de Nueva España como del Alto Perú.
Durante 1813, los enemigos de Napoleón, tanto en Alemania como en la Península Ibérica, asumieron la iniciativa estratégica. El General británico Wellington obtuvo una decisiva victoria en la batalla de Los Arapiles o Vitoria (21 de junio), y el teatro de operaciones se desplazó al norte de España, con los franceses en retirada.
En América, la lucha experimentó una cierta intensificación a lo largo de dicho año, que implicó retrocesos momentáneos para los españoles. En Nueva Granada y Venezuela, el General Simón Bolívar se convirtió en figura protagónica, declarando la “Guerra a Muerte”, con métodos particularmente cruentos, e iniciando la llamada “Campaña Admirable”, que culminó con su entrada en Caracas el 6 de agosto de 1813.
Este año también significó el comienzo de la actividad bélica efectiva en Chile, hasta donde llegó, procedente del Callao, una expedición al mando del Almirante Antonio Pareja, destinada a suprimir el excesivo autonomismo que estaba demostrando el Gobierno del General José Miguel Carrera. Tras desembarcar en la bahía de San Vicente el 26 de marzo de 1813, y ocupar Concepción el 1 de abril, reforzando sus fuerzas con tropas reclutadas en el país, los españoles prosiguieron su avance hacia el norte. Los primeros choques con las inexpertas tropas patriotas se produjeron en Yerbas Buenas (26 de abril) y San Carlos (15 de mayo), oportunidades mal aprovechadas que resultaron en desbandadas de los separatistas. Tras recibir refuerzos, las tropas de Carrera emprendieron, a fines de julio, un sitio a la plaza de Chillán, asedio deficientemente planificado que resultó profundamente desgastador material y moralmente.
Un ataque por sorpresa español, repelido en El Roble por fuerzas chilenas al mando del Coronel Bernardo O’Higgins (17 de octubre) contribuyó a morigerar la situación y elevar la moral de los patriotas. Esto, unido a las dudas sobre la competencia militar de José Miguel Carrera, llevó a que la Junta de Gobierno decidiera su relevo y su reemplazo por O’Higgins, ascendido a Brigadier el 27 de noviembre. Así, el año 1813 terminaba en un estado de indecisión e incertidumbre para Chile.
Volviendo a la Península, el 7 de octubre de 1813, Wellington cruzaba el río Bidasoa para entrar en territorio francés, donde prosiguieron las operaciones. Pocos días después, Napoleón sufría una decisiva derrota en la batalla de Leipzig del 16 al 19 de octubre. España se hallaba en el bando victorioso, pero había quedado agotada y devastada por una guerra prolongada y cruda. Al menos había alcanzado la paz y se hallaba con las manos libres para destinar algunos recursos, aunque fuesen escasos, para la reconquista de las provincias americanas insurrectas.
En sincronía con los acontecimientos en Europa, que conducían a una restauración absolutista, la marea revolucionaria en América sufrió un reflujo durante el año 1814. Pese a no contar con nuevos recursos, el Virrey del Perú, José Fernando de Abascal, fue capaz de organizar dos nuevas expediciones contra Chile, la primera de las cuales, bajo el mando del Brigadier Gabino Gaínza, obtuvo no un triunfo militar, sino la paz de Lircay, el 3 de mayo, que no satisfizo a nadie y fue una mera pausa en la lucha, en la que el mando patriota fue reasumido por José Miguel Carrera.
Relevado Gaínza del mando, desde el Callao se envió a otra expedición, al mando del Brigadier Mariano Osorio, que consiguió derrotar a los patriotas en la batalla de Rancagua, el 1 y 2 de octubre de 1814, para entrar pocos días después a Santiago, y dar por reconquistado Chile. Varios cientos de patriotas, incluyendo los restos del Ejército, cruzaron la cordillera rumbo a Mendoza.
En el teatro de operaciones de Nueva España, la causa española se hallaba estancada, y en los frentes de Nueva Granada y Venezuela se daba una despiadada lucha cuyo resultado era desfavorable a los patriotas. Los españoles recibían un importante refuerzo, la llamada “Expedición Pacificadora” procedente de Cádiz, fuerte en poco más de 10.000 hombres bajo el mando del General Pablo Morillo, que llegó a aguas americanas en abril de 1815. Su presencia se hizo sentir, con una notoria recuperación de territorio, sin que sirviera un nuevo esfuerzo de Simón Bolívar, en tanto que en Nueva España el líder patriota José María Morelos era capturado y ejecutado.
En Europa en tanto, el nuevo orden, o más bien, la restauración del viejo orden absolutista, se estaba resolviendo en la serie de conferencias después conocidas como Congreso de Viena, que había empezado en octubre de 1814, acontecimiento superpuesto al último intento de Napoleón de recuperar su trono. Su efímero reinado de los llamados “Cien Días” llegó a su fin con la campaña de Bélgica de junio de 1815, que culminó en su derrota definitiva de Waterloo, el día 18, a manos de británicos y prusianos.
De modo que, a mediados de 1816, el panorama general de América era ampliamente favorable a la causa española. Tan solo Montevideo y las Provincias Unidas del Río de la Plata quedaban como bastiones patriotas seguros, a salvo de un ataque. Estas condiciones permitieron a las Provincias Unidas declarar su Independencia el 9 de julio, y también, apoyar la formación del Ejército de los Andes organizado por el Gobernador de Cuyo, General José de San Martín. A partir del año siguiente, la marea comenzaría a cambiar, esta vez en favor de los patriotas.
El declive de la Armada Española, 1808-1818
La doble adversidad que fueron para España la invasión napoleónica y las revoluciones americanas, sorprendieron a su Marina en una época de indudable declive, en la que esta fuerza era solo una sombra de lo que había sido en la segunda mitad del siglo XVIII, es decir, hacía solo unas pocas décadas atrás. Esta situación se acentuó de modo constante entre 1808, año del comienzo de la Guerra Peninsular, y 1833, al final del reinado de Fernando VII, quien ha sido quizá el peor monarca que ha tenido España en toda su historia. Su Armada vivió asimismo uno de los procesos de degradación más agudos de su existencia, sino el que más, solo comparable al sufrido tras la desastrosa guerra contra los Estados Unidos, en 1898.
La explicación más comúnmente aceptada de dicha decadencia es la derrota en la batalla naval de Trafalgar del 21 de octubre de 1805 a manos de la Royal Navy, durante la cual la Armada española, aliada de Francia, perdió una cantidad muy sustantiva de navíos y jefes y oficiales valerosos y capaces. No hay duda que este fue un elemento determinante, pero no basta por sí solo para explicar este proceso. En efecto, en 1808 la Armada española aún podía alinear un poderío no desdeñable: 42 navíos, 30 fragatas, 20 corbetas y más de 130 buques auxiliares.2 A decir verdad, al factor Trafalgar hay que agregar el prolongado desgaste, principalmente por falta de recursos y descuido, que sufrió esta fuerza naval durante la prolongada guerra de 1808-1814.
Ello se explica por ser esta cruenta conflagración principalmente terrestre, de manera que los españoles que combatían a Napoleón debieron volcar principalmente allí sus esfuerzos. Así, mientras sus aliados británicos tenían un dominio casi absoluto del mar, y para ellos la flota francesa, también fuertemente disminuida, no era un problema, España pudo limitarse simplemente a dejar sus buques en puerto, lo cual significaba que aún conservaba un poder naval no menor en el papel; sin embargo, en la práctica la realidad era muy distinta.
El historiador naval español José Cervera Pery lo explica claramente al señalar que una cosa era el inventario que ofrecían anualmente los Estados Generales de la Armada, “tan optimista como falto de realismo, de los buques a disponer”, ya que en su mayoría estos necesitaban importantes reparaciones, y al arribar a destino quedaban nuevamente inutilizados. Más exactos y actualizados eran los Estados de fuerzas que redactaban los comandantes de los apostaderos navales de América.3 En suma, como señala dicho autor, era más apropiado hablar de la existencia de cascos que de buques propiamente tales, lo que implicaba que además estuviesen bien tripulados, pertrechados y armados en guerra.
Batalla de Trafalgar, óleo de Auguste Mayer, 1836.
En lo que respecta a los astilleros, estos eran herederos de una excelente tradición, pero el proceso que vivía la Armada no podía dejar de afectarlos. Los principales astilleros peninsulares eran los de Cádiz, Cartagena y El Ferrol, a los que se sumaban los de Mahón, Pasajes y Guarnizo y, en ultramar, La Habana, Manila y el Callao, establecimientos que, se estimaba, podían compararse a los mejores de Europa. Pero la situación general de abandono también los afectó, de modo que perdieron su capacidad tanto de construir como de reparar buques y, en palabras del ministro de Marina Vásquez de Figueroa, “ahora son páramos desiertos, ninguno está útil para realizar trabajos; todo aquel que no haya visto los Departamentos no podrá creer sin repugnancia el mal estado de cuánto tiene relación con la Marina…”.4 A esto se sumaba el desmantelamiento y saqueo de los elementos de dichos arsenales por el propio personal naval, quienes no lo hacían por afanes delictuales o vandálicos: sustraer estas especies para comerciarlas era, simplemente, un modo de supervivencia ante la situación impaga de sus sueldos, que se eternizaba.5
Si tal era la realidad de los buques y astilleros de la Armada española, la de sus tripulaciones no era mejor, tanto por la escasez de hombres como por su nivel de entrenamiento. Ello se debía en gran parte a que oficiales, marineros e infantes de marina debieron unirse al esfuerzo bélico en tierra contra los franceses. De modo que tras el final de la guerra, según señala el historiador Cervera Pery: “era empresa difícil poder encontrar un Capitán de Navío que regentase un apostadero, porque los más capacitados habían sido premiados por sus relevantes servicios con la licencia de abandonar la Armada para enrolarse en la marina mercante y evitar que muriesen de hambre; y los que quedaban, cuando por casualidad llegaban a sus oídos los preparativos de una expedición a ultramar, acudían al Capitán General a pedir, poco menos que como limosna, una pequeña cantidad a cuenta de las pagas en débito de siete y ocho meses atrás”.6
Esta afirmación es absolutamente clave y el lector deberá retenerla en la memoria al llegar a los capítulos que siguen, puesto que las consecuencias de dicha situación se reflejarán claramente en las fuerzas navales españolas a que debería enfrentarse la naciente Marina de Chile: buques con tripulaciones insuficientes y mandos carentes de auténticos liderazgos. Difícilmente podría encontrarse en las campañas navales por la Independencia del continente a un auténtico Comandante en Jefe de Escuadra con dotes de tal, especialmente en el Pacífico. Además, los casi inoperantes apostaderos navales peninsulares poco podían hacer para equipar y tripular adecuadamente a las expediciones enviadas rumbo a América, cuyo destino prometía ser azaroso y lleno de riesgos desde el momento mismo del zarpe, lo que solía cumplirse durante el trayecto, como se verá más adelante.
En 1816 el sufrido Ministro de Marina Vásquez de Figueroa levantaba una verdadera “acta de defunción” de esta fuerza al exponer: “la Armada dispone de 21 cascos de navíos, 16 fragatas y algunos buques menores y digo cascos, porque a duras penas se mantienen en el agua y carecen de aparejos y pertrechos”. Y continuaba: “es preferible que los barcos no salgan a la mar, porque los comandantes y oficiales comprometen sus experiencias profesionales ante la nación, porque piensan que navegan en barcos en perfectas condiciones”.7
Si la anterior ha sido llamada un acta de defunción, lo señalado por el Director General de la Armada en 1818 puede considerarse una verdadera lápida: “la Armada no existe; sólo la memoria de lo que fue; de 70 navíos apenas queda uno en la lista porque necesitaban todos carenas, de modo que es lo mismo que hacerlos nuevos”.8 Un plan para reconstruir la flota fue elaborado por el mencionado Ministro Vásquez de Figueroa, consistente en adquirir 20 navíos, 20 fragatas, 26 bergantines y 18 goletas, el que quedó en nada. Más aún, durante el resto del reinado de Fernando VII, la situación de la Armada hispana siguió empeorando.9
A mayor abundamiento y a manera de recapitulación de este dramático proceso de declive, entre 1795 y 1825 España perdió 22 navíos en combate, 10 por accidentes en la mar, 8 fueron transferidos a Francia y 39 dados de baja por su mal estado; es decir, que en treinta y dos años un total de 79 navíos desaparecieron de inventario naval de la Marina Española. Proceso análogo puede decirse de las fragatas, lo que se acentuaba por el escaso número de nuevas construcciones de buques de esta clase. De manera que para finales de 1825 (hacia el final de las campañas por la Independencia de Chile) solo figuraban en servicio activo seis navíos de línea, siete fragatas y nueve corbetas.10
Un contraste ciertamente chocante, lastimoso, con el estado de la Marina española a la muerte del rey Carlos III en 1788 cuando, en uno de los mejores momentos de su historia, los estados de esta fuerza podían arrojar las cifras de 76 navíos, 50 fragatas, 49 corbetas, 20 bergantines y unas 140 unidades menores, buques en general modernos y de excelente factura.11
Para los efectos de lo que nos interesa en esta obra, podemos acotar que aquí está la razón de la escasísima presencia de navíos de línea en los teatros de las operaciones navales de la Independencia americana, en las que los patriotas pudieron desplegar solo escuadras ligeras, compuestas fundamentalmente de goletas, bergantines, corbetas y, en menor medida, fragatas. Solo un navío patriota, el chileno San Martín, se alineó en las filas independentistas. Por lo tanto, una división de tres o cuatro navíos de línea españoles, con su correspondiente escolta de fragatas y corbetas, fuerza relativamente reducida para estándares europeos de la época, pudo haber hecho la diferencia decisiva. Pero aún ese esfuerzo estaba más allá de las posibilidades de la castigada y exhausta Armada española.
¿Qué medidas rápidas podía tomar España para reconstruir, al menos parcialmente, su poder naval? La situación de los astilleros, ya descrita, imposibilitaba una reanudación rápida y eficaz de las construcciones navales, por lo cual se consideró que la mejor solución, aunque fuese un paliativo, fue la adquisición de buques a Francia en 1817 (tres corbetas, una goleta y un bergantín goleta) y a Rusia (cinco navíos y tres fragatas), a fines del mismo año.
En el caso de estos últimos, el término adquisición en verdad fue un eufemismo que encubría un negociado de escandalosa corrupción, que se puede adivinar ya a partir del hecho que España no se tomó la molestia de enviar ninguna comisión de expertos para verificar el real estado de las nuevas adquisiciones. De manera que los beneficiados fueron, en este orden, los agentes que llevaron las negociaciones, la corona rusa y, a la larga… la naciente Marina de Chile, por una ironía del destino, como se verá en capítulos siguientes.12
Recapitulando, un autor español ya citado nos corrobora que el golpe fatal para el poder naval español se debió, no a la sucesión de derrotas navales de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, sino que al desgaste de la Guerra Peninsular de 1808-1814: “no fue la derrota en San Vicente, ni en Finisterre, ni siquiera el cataclismo de Trafalgar la causa del hundimiento de la Marina; lo fue la Guerra de la Independencia”.13 Y lo que era relevante para el futuro inmediato, la solución no podía ser rápida; por el contrario, “el proceso de reconstrucción será lento y penoso a consecuencia, sobre todo, del retraso en la industrialización del país”.14
La Situación Naval Española en América
Aun cuando para 1814 España, liberada ya del yugo napoleónico, podía acometer con más concentración la reconquista de América, la situación era de “casi total inexistencia de fuerzas navales”, como lo señala el citado autor Cervera Pery.15 Además, había que tener en cuenta que, tanto en el Gobierno como en la sociedad española, preferirían la atención y fortalecimiento del Ejército en desmedro de la Armada. Para esta última, el Ministerio de Hacienda era invariablemente cicatero al momento de decidir sobre los recursos a otorgarle.
Y ya que hablamos de la autoridad económica, esta prefería mantener una situación que, a esas alturas, con diversos focos rebeldes en plena actividad bélica a lo largo del continente americano, era completamente irreal. No solo se negaban recursos extraordinarios a la supresión de dichos focos, sino que se seguía esperando que las posesiones ultramarinas continuaran contribuyendo con su cuota anual de recursos enviados a España, como si nada hubiera pasado:
“La guerra con América no impidió seguir considerando a ésta como fuente de ingresos para la Real Hacienda y los virreyes y gobernadores que tenían asignado el mantenimiento de los apostaderos e instalaciones navales preferían enviar a España el producto de sus escasas recaudaciones, y una vez ingresadas en las arcas fiscales, los caudales precedentes de América ya no revertían en los gastos de su pacificación”.16
Esta situación también explica la ausencia de refuerzos provenientes de España destinados a sofocar las rebeliones separatistas, siendo la gran excepción del período aquí estudiado, la llamada “Expedición Pacificadora”, ya mencionada, que desembarcó en Venezuela. Estos casi 10.000 hombres fueron transportados en 65 transportes más una escolta. Fuera del indudable aporte a la causa española que significó, y el consiguiente retroceso de los patriotas y la prolongación de la guerra en los frentes del norte del continente, la presencia naval española en esa región fue escasa. Y aun así bastó, al menos por el momento.
La casi total ausencia de fuerzas navales patriotas en Nueva España, Venezuela y Nueva Granada, así como la escasa capacidad de éstos de improvisarlas (salvo fuerzas muy ligeras), hizo que la gran mayoría de las operaciones navales españolas en estas zonas se limitaran al apoyo de los ejércitos de tierra o a bloquear puertos en manos insurgentes. La actividad de los corsarios separatistas en dichos teatros de operaciones fue escasa; solo a partir de 1816 los venezolanos pudieron organizar una Escuadra ligera, bajo el liderazgo de los Almirantes Padilla y Brión.
En el teatro de operaciones del Río de la Plata, los españoles disponían de fuerzas navales de alguna importancia, si bien sus condiciones operativas no eran óptimas, pero a la vez, los patriotas de las Provincias Unidas tuvieron la capacidad de armar una Escuadra ligera en una fase relativamente temprana de la guerra continental. Tras algunos primeros enfrentamientos, el choque decisivo fue la batalla naval de Montevideo del 14 al 17 de mayo de 1814, donde el Almirante patriota Guillermo Brown obtuvo una importante victoria de consecuencias duraderas. No solo Montevideo cayó en manos patriotas y los patriotas obtuvieron el dominio del mar: “fue, sin duda, un suceso importante, pues permitió la intensificación de las operaciones navales y la creación de una flota capaz de operar en el Pacífico, donde se encontraba el grueso del potencial español y, sobre todo, posibilitó –con las espaldas cubiertas– las campañas sudamericanas del General San Martín”.17
Dicho en otras palabras, esta victoria naval fue uno de los factores que posibilitó que se pudiesen formar con el tiempo, la tranquilidad y los recursos suficientes el Ejército de los Andes, con la consiguiente liberación de Chile, en 1817, y poco después, el surgimiento de un poder naval chileno.
Los Apostaderos Navales. El Callao
El sistema de apostaderos, elemento fundamental para mantener a la Armada Española en su sitial de sus tiempos de gloria, fue reforzado durante la segunda mitad del siglo XVIII, infraestructura heredada en el siglo siguiente, aunque disminuida en su operatividad, como ya se ha adelantado. Concepto homologable al de base naval, con los requisitos de ser “un puerto abrigado y fortificado, estratégicamente situado respecto de una zona de interés. En él los buques surtos debían estar a cubierto de ataques enemigos y poder recibir el apoyo logístico necesario”. Aunque en la práctica, se les consideró más que una mera base naval, siendo también departamentos marítimos, con sus respectivas líneas costeras de responsabilidad, cuyo comandante tenía variadas responsabilidades.18
Al momento de la invasión francesa a España, los principales apostaderos navales en América eran Montevideo, el Callao, Valparaíso, San Blas de California, Puerto Cabello, Cartagena de Indias, Veracruz y La Habana. En el Pacífico se contaba, además, con el astillero de Guayaquil, el puerto de Talcahuano, la plaza fuerte de Valdivia y el puerto de Ancud, que adquirirían relevancia y protagonismo en las operaciones navales que se relatarán en los capítulos siguientes. Se trataba, como puede notarse, de un “entramado organizado”, al decir del autor Jesús García Bernal, que podía garantizar el despliegue de las fuerzas navales españolas en todo el litoral Atlántico y Pacífico; “sin embargo, estos efectivos irán disminuyendo en la medida en que los convoyes, armas y pertrechos van dejando de llegar y los insurgentes van consolidando sus conquistas”.19
Esta última referencia alude también a las diversas etapas de las operaciones bélicas, en las que, en la medida en que los patriotas iban haciendo progresos y conquistando territorios, diversas plazas y apostaderos navales se iban perdiendo para los españoles. Así, por ejemplo, Valparaíso se perdió en febrero de 1817, días después de la victoria patriota en Chacabuco y, en contraste, el Callao fue la última plaza española en capitular en América, en 1826.
El hecho de que los apostaderos dependiesen del Virrey respectivo y también del Ministerio de Marina, fue causa de diversos roces, como sucedió particularmente en el Callao. A partir de 1805, los apostaderos americanos debieron arreglárselas con sus propios recursos, siendo en el caso específico del Callao, responsabilidad del Virrey del Perú. Por ser estas autoridades fundamentalmente jefes militares, las decisiones que aplicarían obedecerían a criterios estratégicos fundamentalmente terrestres, ya que carecían de una visión marítima, la que, por otro lado, difícilmente se les podía exigir: “la mentalidad continental imperante dio preferencia a la defensa de costas, desaprovechando los beneficios de la movilidad de las fuerzas navales para dar seguridad al dispositivo”.20
Esto se vería claramente en la práctica. Si bien el Virrey Abascal pudo organizar exitosamente las sucesivas expediciones de 1813-14 que terminaron por aplastar el primer intento separatista chileno, conocido como la “Patria Vieja”, su sucesor a partir de 1816, Joaquín de la Pezuela, tuvo una mentalidad totalmente defensiva y de escasa iniciativa en lo naval. Además, fue común a ambos gobernantes el querer asegurar sus bases principales –Callao, Valdivia, Chiloé–, que, que eran puntos de apoyo a las actividades navales.
En el caso de Pezuela podemos afirmar que estaba casi totalmente fuera de su imaginación, que los patriotas chilenos hubiesen podido ser capaces de crear la Escuadra Nacional en un corto lapso, después de la batalla de Maipú del 5 de abril 1818.
Volviendo al Apostadero Naval del Callao, éste había ganado progresiva relevancia en paralelo a la reconstrucción de este puerto tras el terremoto de 1746, y a principios del siglo XIX seguía siendo una sólida plaza fuerte y la base naval más importante en el Pacífico.21 Contaba con capacidades que le daban el carácter de una sólida posición estratégica. A lo que cabe añadir que era un fiel reflejo del papel que jugó el Virreinato del Perú en su conjunto durante las Guerras por la Independencia de América, de ser el más fiel y sólido bastión de la causa española.
La Armada Española en el Pacífico Sur, 1808-1817
Desde un principio los medios navales con que contaba el Apostadero del Callao fueron insuficientes para controlar el litoral que tenían bajo su jurisdicción, pero al comenzar la oleada de juntas separatistas después de los sucesos de 1808 en España, los españoles poseían el control absoluto de las comunicaciones marítimas, pese a que el plan teórico de disponer de dos navíos y tres fragatas con base en dicha base naval fue imposible de concretar después de 1805.22
Las principales tareas cumplidas en este período por los buques españoles dependientes del Apostadero Naval del Callao fueron de apoyo a las operaciones terrestres contra la insurgencia (principalmente transporte de tropas), auxiliar al Apostadero de Montevideo y, como ya se ha anticipado, el apoyo a las diferentes bases navales y el envío de las contribuciones económicas a España.23 Durante el período del Virrey Abascal, la Comandancia de Marina del Callao estuvo a cargo del Capitán de Navío Pascual de Vivero, hasta 1816.
Un ejemplo de la crónica escasez de buques lo tenemos en las fuerzas existentes en el Callao a comienzos de 1810: las corbetas Castor y Peruana, el bergantín Alavés, cinco lanchas cañoneras y dos botes de fuerza. Pues bien, tras cumplir diversas comisiones, los buques principales fueron siendo dejados en estado de desarme por economías. Con la perspectiva de los mandos de aquella época, no faltaban razones para tomar tales medidas, puesto que la supremacía naval española solo tuvo un desafío de cierta importancia hacia abril de 1813, y este vino desde Chile.
En efecto, la expedición del Almirante Pareja ya había desembarcado y estaban por comenzar las hostilidades contra las fuerzas del General Carrera, cuando este último, enterado de que además había un corsario realista, la fragata Warren, amenazando la costa de Valparaíso, instruyó medidas al respecto. En cumplimiento de ello el Gobernador de Valparaíso, Francisco de la Lastra y De la Sota dispuso apresuradamente el arriendo de la fragata Perla y la compra del bergantín Potrillo; para completar su armamento, y se requisó el que tenía una fragata mercante portuguesa surta en dicho puerto. Las tripulaciones fueron completadas con igual premura.
El 2 de mayo de 1813, al divisarse la Warren frente a la bahía, la precipitadamente constituida flotilla patriota zarpó en su cacería, y el enfrentamiento que siguió fue insólito: en síntesis, la Perla se cambió de bando y, junto con la Warren, comenzó a atacar al Potrillo hasta lograr su captura. Después se supo que las tripulaciones de ambos buques habían sido sobornadas, por lo cual este efímero intento por crear el primer poder naval chileno apenas si alcanzó a ser una amenaza para los españoles.24
En suma, lo único que pudieron sacar en limpio los patriotas de este fiasco fue una lección para el futuro: aunque resultasen triunfantes en las campañas terrestres, ello sería inútil si no se lograba dominar el mar. Un principio que el General O’Higgins haría suyo. Pero como precedente, el historiador naval Carlos López Urrutia rescata del olvido un manifiesto emitido por el Gobernador de la Lastra a propósito de la requisición de cañones de la citada fragata portuguesa, donde por primera vez se puede encontrar en Chile “una política naval de mérito”. Declaraba dicho manifiesto que el objetivo de tal requisición había sido “el de equipar una Escuadra que pase a resguardar los mares chilenos de los refuerzos que el Virrey pretende enviar a Pareja, proteger el comercio al mantener los puertos chilenos abiertos a neutrales, cortar las comunicaciones realistas del sur de Chile con Lima y por fin impedir la retirada de Pareja una vez que éste haya sido derrotado”.25
La suerte de las armas, que progresivamente favoreció a los españoles, quienes pudieron seguir enviando nuevas expediciones del Callao a Chile sin amenaza alguna, dio, para desgracia de los patriotas, la razón a las ideas expresadas en dicho manifiesto.
Volviendo a la Armada española en el Pacífico, para el 31 de enero de 1814, las fuerzas disponibles en el Apostadero del Callao eran las corbetas Castor y Peruana, ambas en desarme, al igual que cuatro lanchas cañoneras y dos botes de fuerza. Es decir, una situación no muy distinta a la de 1810, de no ser por el añadido de la corbeta Sebastiana, venida de Europa vía Montevideo, y del capturado bergantín Potrillo, estos últimos en comisión en la costa de Arauco.26
En el mes de abril de 1814 se recibió el importante refuerzo desde España, el navío Asia, que había llegado al Pacífico escoltando una expedición al mando del General Mariano Osorio, parte de cuya fuerza llevaría a cabo la reconquista de Chile, meses después.
Sin embargo, este refuerzo sería pasajero puesto que, pacificado dicho territorio y cumplidas algunas comisiones puntuales, se juzgó más adecuado que el Asia retornase a España, en febrero de 1815. Años más tarde, ya en una fase tardía de las Guerras por la Independencia, este navío volvería a tener cierto protagonismo por su fugaz e ineficaz paso por aguas del Pacífico, como veremos posteriormente.
Una vez más, las tareas de las escasas fuerzas navales disponibles se redujeron al transporte de tropas, aunque no tardó en aparecer una nueva molesta amenaza: los corsarios. La idea de hacer la guerra de corso se gestó en el Gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata, puesto que, por un lado, ya en 1814 se había conseguido el dominio del mar en la costa Atlántica y se disponía de medios navales, pero no un enemigo que combatir. La situación en el Pacífico era exactamente la contraria, con un dominio absoluto de sus aguas por parte de la Armada española, lo que implicaba un tráfico marítimo tranquilo por sus costas. Lo que, a su vez, significaba la existencia de presas susceptibles de ser capturadas. Por ello, se organizó una fuerza expedicionaria al mando del Almirante Brown, integrada por la fragata Hércules y los bergantines Santísima Trinidad y Halcón, que ingresó al Pacífico en diciembre de 1815, tras un dificultoso paso entre los océanos.
Estos buques se reunieron en Isla Mocha, donde se decidió que la Hércules y el Halcón se dirigieran directamente al Callao, en cuyo trayecto capturaron dos fragatas mercantes; al llegar a dicho puerto, el 10 de enero de 1816, hicieron una nueva presa. Entretanto, el Trinidad había enrumbado a Juan Fernández con el propósito de rescatar a los patriotas chilenos allí confinados, objetivo que no concretó por el mal tiempo y el riesgo de enfrentar a la guarnición.
Esta expedición no pudo sino provocar la alarma entre los españoles, que improvisaron una escuadrilla provisional, financiada por los comerciantes del Callao, con mercantes armados y artillada con piezas sacadas de las fortalezas chalacas con el fin de dirigirse al sur, creyendo que Brown ahora se propondría atacar Chile. Sin embargo, el Almirante anglo-rioplatense se había dirigido a Guayaquil, donde había vivido una peripecia de transitoria captura, y luego a las Galápagos, donde la fuerza repartió presas y se dividió, para retornar, finalmente, a Buenos Aires.
Pero en fecha tan tardía como diciembre de 1816 los realistas, más concretamente el gobernador de Chile, Marcó del Pont, tenía la convicción de que los corsarios de Brown seguían activos en el Pacífico y operarían en conjunto con el Ejército de los Andes de San Martín. Probablemente, esta versión no era sino parte de la campaña de desinformación que había desplegado este jefe militar.27
El experimento corsario había sido todo un éxito y provocó un enorme trastorno al comercio español, pero ello no estaba destinado a ser duradero. Una razón fundamental es haber carecido de una base de apoyo en el Pacífico; sintetiza el autor español Cervera Pery: “la flotilla de Brown hostilizó cuanto pudo consiguiendo, en algunos momentos, desarticular el tráfico marítimo, causar daños al comercio e incluso permitirse el lujo de atacar a la autoridad real, poniendo en entredicho la efectividad del poder naval español. Sin embargo, su falta de continuidad operativa le hizo perder fuerza”.28
Los buenos resultados de la expedición Brown tuvieron un efecto que los patriotas no hubieran deseado para el curso futuro de las operaciones en el Pacífico. Porque la alarma que provocó la campaña de esta flotilla, hizo que los españoles se decidieran a reforzar su presencia naval basada en el Callao. Más aun considerando que la corbeta Peruana, en desarme hacía años, había sido dada de baja, y el recién adquirido bergantín Trinidad resultó estar en tan malas condiciones que en octubre de 1816 se recomendó su venta.
Sin embargo, la presencia naval española empezó a aumentar gradualmente. El 8 de septiembre de 1816 arribó la fragata Venganza, a la que debe agregarse el arriendo de otra fragata, la Veloz Pasajera y la compra del bergantín Cicerón, rebautizado Pezuela, en diciembre. A lo que se sumó la habilitación de siete cañoneras, dos botes con obuses y los buques preexistentes: la corbeta Sebastiana y el bergantín Potrillo.29 Es decir, salta a la vista que el aumento del poder naval español en el Pacífico experimentó un incremento sustancial en un breve tiempo.
Entretanto, el 14 de septiembre de 1816 había asumido la Comandancia de Marina del Callao el Capitán de Navío Antonio Vacaro en reemplazo de Vivero, poco después de asumir el Virreinato del Perú el General Joaquín De la Pezuela (7 de julio), sucesor de Abascal.
En los acontecimientos que sobrevendrían en los meses y años siguientes, Vacaro demostró ser más un Comandante de Apostadero que un auténtico Comandante en Jefe de la Escuadra Española, tal y como podría decirse de su antecesor, solo que a este le tocó en suerte un período más tranquilo que a Vacaro. Por ello, la actuación de este último ha sido fuertemente criticada, aunque hay quien lo defiende, a la luz de la documentación que se ha conservado, en especial por sus esfuerzos para convencer a sus superiores de reforzar los medios navales disponibles ante la inminente amenaza de los insurgentes.30
El refuerzo de los efectivos navales españoles en el Pacífico coincidió con la proximidad de la travesía por parte del Ejército de los Andes del cordón cordillerano homónimo, de cuyos detalles estaba enterado el Virrey Pezuela.31 Teniendo en cuenta este factor, es interesante ver cuáles fueron las decisiones del alto mando realista respecto de cómo utilizar su poder naval.
Los buques del Apostadero del Callao fueron comisionados a perseguir a los corsarios de Brown (que hacía meses habían partido de regreso a Buenos Aires), y también a cumplir tareas de transporte de tropas, algunas de ellas destinadas al frente del Alto Perú. Ello, pese a que a finales de 1816 las fuerzas patriotas se hallaban en una fase netamente defensiva y de reorganización frente a una ofensiva española. En contraste, las tropas españolas en Chile no recibieron refuerzos.
Para el 31 de enero de 1817, es decir, cuando ya se habían producido los primeros choques entre las unidades españolas y las avanzadas del Ejército de los Andes, la Armada Española disponía de dos fragatas, una corbeta y dos bergantines, además de las fuerzas sutiles en el Pacífico sur. De ellos se hallaban guarneciendo Valparaíso, en una comisión aparentemente apacible, la fragata Venganza, la corbeta Sebastiana y el bergantín Potrillo.32
El 12 de febrero se libró la batalla de Chacabuco, clara victoria del Ejército de los Andes. Sin intentar defender Santiago, los restos de las tropas españolas siguieron en precipitada huida a Valparaíso, incluyendo a su propio jefe, Coronel Rafael Maroto, llegando a destino al día siguiente. Con igual premura, se embarcaron en los buques de la Armada Española ya mencionados, surtos en la bahía, y otros mercantes, con el fin de huir rumbo al Callao.
El 26 de febrero el bergantín español Águila, que recaló en la bahía de Valparaíso, fue capturado por las nuevas autoridades patriotas gracias a un ardid, iniciándose así una nueva fase en la historia del poder naval chileno, que a diferencia del breve episodio de la Patria Vieja, tuvo una continuidad que se prolonga hasta nuestros días. Una historia que se retomará a partir del Capítulo IV de esta obra; pero antes, deben mencionarse los movimientos de la Armada española después de Chacabuco.
El Virrey Pezuela se enteró de esta batalla y del resultado, tan nefasto para su causa, el 27 de febrero, con la llegada del primer buque de la flotilla con los fugitivos procedentes de Valparaíso33 y, en una reacción por lo demás no carente de lógica, decidió priorizar la defensa de Talcahuano. Ello porque hasta esta plaza habían llegado los restos del ejército español en Chile, y allí habían podido hacerse fuertes, más aún tras la llegada de la fragata Veloz y los bergantines Pezuela y Potrillo.
Asegurada esta plaza, que las fuerzas patriotas no pudieron expugnar por largo tiempo, las fuerzas navales españolas iniciaron el bloqueo de Valparaíso, a partir del 13 de julio de 1817, en principio por parte de la fragata Venganza y el bergantín Pezuela; otros buques se irían turnando y este bloqueo se prolongaría por meses, aunque con interrupciones. Romperlo sería, precisamente, el primer objetivo inmediato de la fuerza naval chilena que iría tomando forma en los meses siguientes y tendría un rol protagónico ya entrado el año 1818.
Bergantín de guerra británico The Wolf, de la misma clase que el Águila, rebautizado Pueyrredón. Grabado sobre un dibujo de E. W. Cooke, Londres, 1828, reproducido en el libro El Poder Naval y la Independencia de Chile, de Donald E. Worcester.
Aún faltaba un importante actor para los diversos actos del drama que se desarrollaría a partir de entonces: la fragata española Esmeralda, de 44 cañones, que había zarpado de Cádiz en mayo de 1817, escoltando un convoy de tropas, y que arribó al Callao el 30 de septiembre. Constituía un importante refuerzo para la Armada española en el Pacífico, pero, por vueltas del destino, su nombre terminaría por ser icónico para la historia naval chilena.