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CAPÍTULO II

Blanco Encalada: Marino, Militar y Estadista

Aún vivía cuando su nombre ya comenzaba a ser epónimo, y después de su muerte a avanzada edad, en 1876, esta condición se consagró, llevando el nombre de Blanco Encalada calles o plazas a lo largo de la geografía nacional, y una sucesión de buques a lo largo de la historia de la Armada. Por supuesto, los monumentos no faltarían. Un recuerdo que se ha mantenido hasta hoy en tales nombres, aunque el personaje tras este nombre se haya ido desvaneciendo lentamente de la memoria colectiva, conforme han ido pasando las generaciones.

Ya en pleno siglo XXI, vivimos en una época en que es forzoso explicar quién fue, a diferencia de otros próceres que han permanecido en el recuerdo común. No fue un héroe popular, como Manuel Rodríguez o Arturo Prat; fue uno de los próceres de la época fundacional de la República, pero no despierta las pasiones y controversias que aún pueden provocar O’Higgins, Carrera o Portales. Y ello, pese a ser contemporáneo de todos ellos y tener una estatura que casi los alcanzaba.

Tuvo una vida rica en vivencias y servicios, viviendo, por cierto, varios momentos de triunfo, pero también conoció la derrota, el fracaso y la crítica. Su vida no puede ser reducida a un momento estelar, como suele hacerse con el abordaje de Prat, y sus momentos controvertidos no se alcanzan a cubrir por el rayo de una muerte, como sucedió con los asesinatos de Manuel Rodríguez o Diego Portales. Enfrentó muchas veces el peligro, pero falleció en su hogar; fue militar, pero no abandonó esta vida combatiendo. Eso sí, enfrentó a la muerte de manera decidida, como un caballero que acude puntual a una cita.

Precisamente el sentido de la caballerosidad de Manuel Blanco Encalada le jugó en contra en más de una oportunidad, al igual que el haber vivido tanto, acaso más de lo que él mismo hubiese querido. Era muy joven cuando llegó a ocupar altos cargos que lo situaron en la cúspide de la política, la milicia y la sociedad nacionales, pero el haber fallecido a los 86 años, teniendo una vida pública hasta una edad muy avanzada para la época, le significó importantes logros y honores, pero también cometer errores y sufrir cuestionamientos. Eso sí, a la larga se fue decantando como una figura patriarcal, de esas que se sitúan por sobre la contingencia e imponen una mezcla de aprecio y respeto cívico.

Porque no podía sino imponer a las generaciones que le fueron contemporáneas, una mezcla de sentimientos positivos quien había sido Almirante, General, veterano de la Independencia, Presidente de la República, Intendente de un progresista Valparaíso, diplomático y un pensador preocupado del porvenir del país. Para decirlo de la forma más simple y resumida, el Almirante Blanco Encalada fue uno de los fundadores de la República.

Cabe citar al primero de sus biógrafos, Benjamín Vicuña Mackenna, quien dos días después de su fallecimiento, publicaba un bosquejo de su vida, donde resumía:

“Fue en las vicisitudes de su vida todo lo que un ciudadano podía alcanzar en sus tiempos. Fue General de tierra con una graduación creada exclusivamente para él y que ya no existe en la carrera militar de la República; tuvo en la mar el primer puesto; fue senador, magistrado civil y local; General en Jefe en cinco o seis ocasiones de su vida, ligada íntimamente a la de la Nación; ocupó, por último, la Presidencia de la República, y tuvo todavía otro honor mayor que ese, el de renunciarla”.34

Como marino, Blanco Encalada conoció, en el período en que fue Guardiamarina y oficial en Cádiz, la tradición naval española heredada del siglo XVIII, de marinos de gran profesionalismo y cultura, hijos de la época de la Ilustración, como lo habían sido los oficiales y científicos que habían visitado las costas americanas en dicha centuria. Es decir, este adolescente, que en no muchos años más sería el Comandante en Jefe de la primera Escuadra que tuvo Chile, estuvo inmerso en una Armada hispana que vivía sus últimos años de esplendor antes de entrar en la época de declive que la caracterizó durante los años napoleónicos y posteriores, descrita en el capítulo anterior.

Como joven oficial, ya en plena lucha por la Independencia americana, Blanco también tuvo contacto cercano e intenso con la oficialidad británica que vino a participar en este conflicto, y queda campo abierto a la especulación la amalgama de influencias que debió complementar su formación naval. Nos atrevemos a aventurar que prevaleció en él un cierto sello hispano, que no fue obstáculo para que la Marina que él había contribuido a crear, recibiera y se empapara de la idiosincrasia anglosajona.

La fortuna o desgracia que significó para él –no lo sabemos– su larga vida, también le permitió presenciar cambios revolucionarios en el arte de la guerra naval. Sus años juveniles coinciden con el mayor auge de la navegación a vela, cuyos máximos exponentes en lo militar eran el navío de línea y la fragata, con diseños que alcanzaron grados de máxima perfección; poco después, en los años de las campañas por la emancipación, ya se conocía la navegación a vapor como una tecnología viable, que se expandió en los años de madurez de don Manuel. Su ancianidad coincide con el nacimiento de los acorazados y el desarrollo de sus primeras generaciones; detalle significativo es que hubiese fallecido justamente cuando Chile adquiría sus primeros buques de este tipo, y más elocuente aún que, con motivo del deceso, se hubiese bautizado a uno de ellos como Blanco Encalada.

Cabe destacar que Blanco logró al menos entenderse medianamente con el Almirante Cochrane, un oficial más veterano, formado en una tradición muy diferente, y en una coyuntura de claro contraste: a diferencia de lo que comenzaba a suceder con la Armada española, Cochrane perteneció a una de las generaciones más brillantes de la Royal Navy, cuya trayectoria ascendente había tenido un hito clave en Trafalgar.

Blanco Encalada es recordado ante todo como un Almirante, lo cual ha opacado sus otras facetas, en especial la de Oficial del Ejército, en circunstancias que, así como fue el primer Comandante en Jefe de la Escuadra, fue también uno de los primeros oficiales artilleros con que contó el Ejército de Chile. Ello, en una época en que esta arma se había consolidado en su importancia gracias al aumento de la eficacia del poder de fuego en el campo de batalla, en gran parte por el uso que le había sabido dar uno de sus más destacados especialistas de todos los tiempos: Napoleón Bonaparte.

No solo eso. También le fue conferido el grado de Mariscal de Campo, único en la historia militar de Chile, y comandó una importante expedición, la que hizo la primera campaña de la Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana de 1836-39. Su resultado, en el tratado de Paucarpata, rechazado por el Gobierno de Chile, sin duda es uno de los puntos controvertidos de su biografía, que además contribuyó a oscurecer aquella faceta de militar terrestre. Pese a que este episodio aún puede discutirse, que debe considerarse que él hizo lo que pudo con los medios disponibles y que, en el proceso respectivo resultó absuelto, lo cierto es que de aquella coyuntura bélica quien es claramente recordado es el General Manuel Bulnes y su campaña, que culminó en la victoria de Yungay.

Nacido en Buenos Aires, hijo de un funcionario español oriundo de Galicia y de una dama chilena, Blanco fue por lo tanto un criollo, típico hijo de la ecúmene hispana, y, como cualquier combatiente de las guerras de la emancipación, luchó por lo que se consideraba la causa americana. Apunta uno de sus biógrafos que: “español por sangre y educación, fue americano de sentimientos”, observando también que: “obró siempre como un europeo frente a la vida criolla, discerniendo con igual claridad sobre asuntos militares, gubernativos y diplomáticos”.35

A la hora de escoger, se hizo chileno, y cabe especular si acaso un elemento que pesó fue la expresión del gran amor que sentía por su madre. Por eso mismo, aprovecharemos aquí la oportunidad de destacar su aporte a Chile no solo como guerrero, sino también en tiempos de paz, y adelantaremos un aspecto que nos es especialmente cercano: el de Intendente de Valparaíso, justamente en los años en que la ciudad - puerto dejaba atrás su imagen criolla, heredada de tiempos coloniales, para comenzar a adquirir una apariencia más cosmopolita.

En vista de todo lo expuesto, otro hecho que llama la atención es que su extensa y variada vida no haya atraído tanta atención de los investigadores como la de otros personajes de la generación fundacional de la República. Dejando aparte las entradas de diccionarios biográficos y las monografías o artículos de revistas, la bibliografía de Blanco Encalada se limita a tres autores, fundamentalmente a Benjamín Vicuña Mackenna, con una obra que en realidad es una compilación;36 Enrique Villamil Concha,37 su bisnieto, y Darío Ovalle Castillo,38 quien publicó su epistolario. Esta última es la más reciente y data de 1934, es decir, más de 80 años antes de escribirse estas líneas. Hecho significativo, si se considera que para la memoria de un país siempre es bueno y sano que sus personajes y acontecimientos o procesos históricos sean periódicamente revisados, al menos en el curso de una generación. Los trabajos de épocas más recientes son, fundamentalmente, los mencionados artículos de revistas, que por lo general suelen utilizar datos aparecidos en las obras más antiguas.

Un caso muy contrastante al del Almirante Cochrane, quien por lo demás no ha sido objeto de demasiados trabajos en Chile, aunque en Gran Bretaña su figura es objeto de periódica atención con una numerosa bibliografía, que se prolonga hasta nuestros días, como se verá en los capítulos siguientes. Además, a diferencia de Blanco Encalada, el Almirante Cochrane dejó escritas sus Memorias, publicadas tanto en inglés como en castellano, y reeditadas cada cierto tiempo.

Tras estas reflexiones, ahora cabe entrar derechamente en un bosquejo de los primeros años y juventud de don Manuel Blanco Encalada, en base a información contenida principalmente en las fuentes que ya se han citado.

Orígenes y Primeros Años

El futuro Almirante, General y hombre público fue hijo de un alto funcionario, también un servidor público, pero de la corona española. Razones del cargo que desempeñaba su padre, con destinos cambiantes, explican el por qué Manuel Blanco Encalada hubiese nacido y vivido sus primeros años en Buenos Aires, virreinato del Río de la Plata.

Como ya se ha adelantado, su padre, Lorenzo Blanco Cicerón, había nacido en Galicia, tenía sangre noble, formación jurídica y durante la mayor parte de su vida activa se desempeñó primero como fiscal y luego como oidor, es decir, un funcionario judicial con el rango de juez, cargo que llevaba otras obligaciones anexas. En tal calidad se desempeñó en diversas audiencias (órganos de administración de justicia) de diversas ciudades del Imperio español en América: Santiago de Chile, Lima, La Paz y Buenos Aires. Mientras se desempeñaba en Santiago, conoció a la joven dama chilena Mercedes Calvo Encalada y Recabarren, de cuna distinguida, hija de Manuel Calvo de Encalada Chacón, Marqués de Villapalma;39 esta condición nobiliaria no obstaría a que, décadas más tarde, familiares suyos simpatizasen o apoyasen el proceso independentista.

Lorenzo y Mercedes contrajeron matrimonio en Santiago el 24 de agosto de 1779, previo otorgamiento de dispensa, necesaria para que un funcionario como él pudiese casarse con una mujer residente en su jurisdicción, a fin de resguardar su imparcialidad y fidelidad al reino.40 Pero, como ya se anticipado, el matrimonio debió trasladarse a otras ciudades, de manera que se llevaban poco tiempo en Buenos Aires cuando nació su hijo Manuel, el 21 de abril de 1790. Era el menor de cuatro hermanos, siendo los otros Ventura, Carmen Ana y Carmen Rafaela. Es posible que se haya elegido el nombre de Manuel como forma de honrar al padre y al hermano de doña Mercedes, Manuel Calvo de Encalada y Recabarren, tercer Marqués de Villapalma. Señala Vicuña Mackenna sobre los orígenes y carácter de nuestro personaje:

“Blanco Encalada nació (…) noble y aristócrata; pero nació también criollo, es decir, con el virus de esa democracia activa y poderosa que ha cubierto de repúblicas el suelo americano, en odio de un trono extranjero y rapaz. Blanco fue siempre aristócrata de maneras, de fisonomía, de traje, de todas las exterioridades que forman el concepto vulgar del hombre. Pero, en el fondo de su naturaleza, amaba la República por convencimiento, como había amado la independencia por instinto”.41

El padre de Manuel falleció cuando éste tenía solo siete meses, de modo que prácticamente no lo conoció, siendo la opción de su madre permanecer en Buenos Aires, donde su hijo menor vivió sus primeros años y comenzó su educación. Doña Mercedes ya había enviado a su hijo mayor, Ventura, a España, a continuar su formación, bajo la protección de su hermano Manuel Calvo de Encalada, ya citado. La viuda, quien siguió viviendo en Buenos Aires, había decidido hacer lo mismo con su hijo menor cuando cumpliese doce años, de modo que en 1803, el todavía niño Manuel tendría su primera experiencia con el mar.

Sin duda eran decisiones dolorosas para la viuda, ya que implicaban una separación de sus retoños, pero que dicen mucho sobre su visión acerca del futuro de sus hijos, y de querer darles algo que no se podía obtener en América. Así lo reflexionaba Ventura, en un testimonio sobre su hermano menor, Manuel: “No será fuera de propósito indicar aquí que éste era uno de los infinitos males a que se condenaba a los americanos, la tiranía intelectual y política ejercida por la metrópoli dentro de sus colonias”.42

Y en efecto, esta actitud de evitar formar élites intelectuales, industrias o trabajadores con cierta calificación en América, también fue causa de que en Chile no hubiese marinos cuando eran más necesarios, al comienzo de las guerras por la emancipación.

Manuel realizó este viaje bajo el cuidado de dos oidores, colegas de su difunto padre, a bordo del buque Infante Don Francisco de Paula, con destino al puerto de La Coruña, Galicia que era, recordemos, la tierra natal de su progenitor. Conjetura el autor Pedro Pablo Figueroa que acaso este viaje “le inspiró el amor a las olas y a las brisas del océano, y quiso ser soldado naval”.43

Llegado a La Coruña, se alojó en casa del Almirante José Joaquín de Bustamante y Guerra, de destacada trayectoria, tanto pasada como futura. En efecto, para ese entonces Bustamante ya tenía su renombre, tanto por acciones de guerra como por la extensa expedición científica que dio la vuelta al mundo entre 1779 y 1784, realizada junto a su camarada, Alessandro Malaspina. Posteriormente, Bustamante seguiría teniendo una carrera tan destacada como controvertida, y nos hemos detenido brevemente en su figura por ser el primer personaje del mundo naval que el casi adolescente Manuel conocería en su vida, un típico representante de la Armada española formado en la época de la Ilustración, con una hoja de servicio a caballo entre dos siglos.

Pero el objeto de su viaje no estaba en La Coruña, sino en Madrid, donde gracias a los contactos de su tío pudo ingresar al Seminario de Nobles para continuar su educación. Gracias a sus maneras finas y distinguidas, Manuel pudo vencer la distancia inicial de sus condiscípulos peninsulares por los criollos americanos y supo ganarse afectos, recibiendo el apodo cariñoso de “Blanquito”,44 y recibir enseñanzas de destacados profesores de la época. Allí también –acota Vicuña Mackenna–, tuvo como compañero de estudios al futuro escritor y dramaturgo Ángel de Saavedra, Duque de Rivas, amistad “que fue guardada medio siglo”.45 También conoció al Conde de Montijo, padre de Eugenia, futura esposa de Napoleón III y emperatriz de Francia, origen de otra amistad duradera.

No tardaría mucho en evidenciarse su vocación, y en 1805 pasaría a la Academia Náutica de la Isla de León. Si la información de sus años de infancia y juventud es más bien parca, lo referente a este, su período formativo como marino, es realmente escasa, y una de las pocas fuentes disponibles se conserva en un testimonio de Bernardo O’Higgins, de sus años de exilio en Perú. Este, que tuvo dispares relaciones con Blanco, incluyendo momentos de francas diferencias, relataba a su secretario privado, en tono un tanto socarrón, que se había informado que: “durante su aprendizaje el joven Guardiamarina, tuvo que aprender como adrizar, timonear y lanzar el escandallo, pero mostró también gran diligencia en aprender a bailar, a jugar, impresionar a las señoras y cuidarse de su propia persona”.46

En 1807, Blanco egresó al servicio de la Armada española embarcándose como Guardiamarina de la cañonera Carmen. Su bautismo de fuego fue en Cádiz, en la acción desarrollada entre el 8 y el 14 de junio de 1808, cuando fuerzas navales y terrestres bajo el mando del Almirante Juan Ruiz de Apodaca, capturaron una Escuadra francesa de seis navíos, en una de las primeras acciones de la guerra contra Napoleón. En la ocasión, el joven Blanco tenía a su cargo un mortero, con el que perfeccionó sus conocimientos de artillería y tuvo su bautismo de fuego, defendiendo con él uno de los accesos al arsenal gaditano de La Carraca, y causando gran daño al enemigo. Su desempeño le valió ser condecorado y ascendido a Alférez de Fragata efectivo.

En casa de su tío (y tocayo) Manuel, conoció también al joven chileno José Miguel Carrera, recién llegado a la Península para incorporarse al regimiento de caballería Farnesio. Acaso este primer encuentro fue importante para el cultivo del germen revolucionario que ambos llevaban.

Siendo ya un oficial naval hecho y derecho, una vez más operaron los contactos del tío Manuel, para recibir un destino que le significara volver a América, como era su deseo. Ahora fue transbordado al Apostadero Naval del Callao, para lo cual se embarcó en la fragata Flora rumbo a Buenos Aires, donde pudo abrazar a su madre y hermanas, para luego atravesar la pampa y el macizo Andino, rumbo a Chile, antes de seguir al Perú.

Llegaba por primera vez a Santiago, y, por lo tanto, conocía el lugar donde había nacido su madre y pudo también conocer a su otro tío materno, Martín, quien también fue una influencia importante para él. Permaneció en la capital chilena algunos meses. No deja de llamar la atención el hecho que, a la larga, Blanco Encalada haya optado por la nacionalidad chilena, pese a que no conoció esta tierra antes de los 18 años. El historiador Rodrigo Fuenzalida lo explica con una razón que hemos anticipado:

“El hecho que el niño Manuel no haya virtualmente conocido a su padre, por cuya memoria siempre tuvo extrema veneración, hizo que sus más tiernos afectos los vaciase hacia su madre, a cuya vida se consagró por entero”.47

Su principal biógrafo complementa este juicio al señalar que, dado el cosmopolitismo que rodeó su cuna, pudo adoptar como patria a la nación que le ofreciese más porvenir; “sin embargo, no titubeó en aceptar como suya la patria de su madre, a la que sirvió como el más amante de sus hijos”.48 Esto se evidencia en su epistolario, del que cabe citar, por ejemplo, su carta del 25 de junio de 1809, donde describe en gratos términos la ciudad de Santiago, que acababa de conocer.49

El Alférez de Fragata Blanco Encalada llegó al Callao a ponerse a las órdenes del Comandante General de Marina, Joaquín de Molina, su primo hermano y en ese destino lo sorprendió el comienzo de los movimientos revolucionarios en América, en 1810. Diversos autores como los ya citados, están de acuerdo en que, al parecer, para ese entonces las simpatías del joven oficial ya se estaban inclinando por el bando que buscaba la emancipación, aun cuando este proceso se fuese decantando de forma paulatina. Al menos hay un hecho concreto: su tío materno ya mencionado, Martín Calvo de Encalada era simpatizante de este movimiento en Chile, fue miembro de la Junta de Gobierno de 1811, integró el mismo año el primer Congreso, y luego estuvo a cargo de la autoridad ejecutiva provisoria. Ambos mantuvieron un activo intercambio epistolar sobre los acontecimientos en curso.

El hecho es que el Virrey Abascal decidió enviar a Blanco Encalada de vuelta a la Península, entonces en plena guerra entre los ejércitos español, británico y portugués más las guerrillas locales, contra el invasor francés. Pese al buen desempeño del joven Alférez de Fragata, esta orden parecía, más que un destino auténtico, un castigo por sus supuestas ideas subversivas, al enviarlo directamente a la guerra, o bien, una forma de deshacerse de un oficial que podría traerle complicaciones. La historia comenzaba a acelerarse en América; la vida de Blanco Encalada, también.

Al retornar a España se le encomendó el mando de una cañonera como parte de las defensas de Cádiz, pero esta nueva destinación duró poco y, una vez más, influencias mediante, el joven oficial naval pudo arreglárselas para regresar a América, en 1811. Esta vez su destino era Montevideo, a las órdenes del General Francisco Javier de Elío, uno de los jefes destacados que habían hecho frente a las invasiones inglesas al Río de la Plata, y que en ese momento era titular de dicho virreinato; de hecho, pasaría a la historia como el último Virrey. Sus nuevos superiores no tardaron en compartir las mismas sospechas que había tenido Abascal en Perú, y para corroborarlas, se envió a Blanco a cumplir tareas de guerra contra las sitiadas fuerzas patriotas de Buenos Aires, las que este oficial rehusó cumplir alegando relaciones de familia con los revolucionarios platenses. En efecto, se le ordenaba atacar a la ciudad donde había nacido, cosa que su hermano Ventura no duda en calificar de “barbarie”, en sus recuerdos.50

Con ello, Elío vio confirmadas sus sospechas, y su decisión fue enviar a Blanco, una vez más, a la Península. Este fue un punto de quiebre, quizá uno de los más decisivos en su vida, ya que en ese momento decidió inclinarse definitivamente por la causa patriota, y lo concretó con una acción de rebeldía: la fuga para cambiarse abiertamente de bando. Ya estamos a mediados de 1812. Si se piensa en aquella coyuntura, en que los conflictos de la emancipación americana estaban aún muy lejos de decidirse, se podrá apreciar lo arriesgado de su decisión: “sacrificando así una carrera brillante, llena de honores, sus bienes de fortuna y todo lo que se puede ambicionar en la vida”.51

Su capacidad para cultivar buenas relaciones una vez más lo ayudó, puesto que dos damas de la sociedad montevideana primero le advirtieron de la decisión de mandarlo de vuelta a la Península y luego le proporcionaron los medios para escapar. La huida fue simple, vistiendo uniforme y fingiendo un paseo al crepúsculo por los extramuros de Montevideo, pero le esperaba una larga travesía en solitario por Uruguay y Paraguay, antes de llegar a un campamento del Ejército patriota de las Provincias Unidas y luego ser enviado a Buenos Aires.

Pudo haberse integrado a las filas de la milicia de las Provincias Unidas, pero ¿por qué llegó finalmente a Chile? La razón se halla, una vez más, en la familia materna y, más concretamente, en la influencia de su tío Martín Calvo de Encalada, varias veces mencionado. Cuando ejercía como autoridad, en 1811, había despachado para su sobrino el nombramiento de Capitán de artillería en 1812, de manera que si cruzaba la Cordillera no lo aguardaban solamente sus lazos familiares, sino también un puesto en el nuevo Ejército que organizaba el General José Miguel Carrera.

Así, en un acto que, en definitiva, marcaría su opción de hacerse chileno, el oficial de marina Manuel Blanco Encalada partía en febrero de 1813 para asumir un mando de fuerza terrestre, llegando en marzo a Santiago. Justo a tiempo: el 26 de dicho mes había desembarcado en San Vicente una expedición española enviada desde el Perú, al mando del Almirante Antonio Pareja.

Soldado de la Patria Vieja

Al incorporarse a las filas patriotas y ver nuevamente a José Miguel Carrera, a quien había conocido en España, ahora convertido en Gobernante y General en Jefe, asumió el grado de Capitán de artillería que le esperaba, tomando el mando accidental de esta arma. Su primera tarea fue organizar la primera Maestranza de Artillería con que contó Chile, precursora de la actual repartición Fábricas y Maestranzas del Ejército (FAMAE). En concreto, su labor era de apoyo a la naciente arma que era su especialidad, en la reparación y confección de armamento y municiones, contando con la asistencia de Pedro Pascual, un fundidor de la Casa de Moneda. Señala uno de sus biógrafos:

“Muchas veces se vio al ilustre militar, en mangas de camisa y con delantal, como a un jefe de taller dirigiendo a sus obreros, vigilando las fundiciones, trabajando cual un simple artesano”.52

Su ascenso fue rápido, probablemente debido a las circunstancias del naciente Ejército, con un surgimiento lleno de precariedad y carencias, incluyendo el de la escasez de oficiales calificados. De modo que en agosto de 1813 fue ascendido a Mayor y para 1814 ya figura como Teniente Coronel de artillería y, dejando encaminada una maestranza, se dio a Blanco un mando de tropa en campaña.

Las circunstancias no eran fáciles. Tras el desgaste de ambos bandos en la Campaña de 1813, los españoles habían visto revitalizado su esfuerzo de guerra por el arribo de una expedición al mando del Brigadier Gabino Gaínza, que había avanzado desde Arauco hacia el norte y conquistado Talca después de una denodada, aunque inútil resistencia patriota, el 4 de marzo de 1814. Entonces, cuando aún no cumplía los 24 años se le confirió a Blanco Encalada el mando de una división expedicionaria que debía reconquistar Talca. Esta era una abigarrada fuerza de unos 600 infantes, 60 artilleros con cuatro piezas y unos 700 milicianos de caballería, constituida “casi en su totalidad por el peor elemento humano que cabe imaginar”,53 y si bien estaba bien vestida, armada y equipada, estaba integrada en su mayoría por gente de escasa o ninguna instrucción militar y disciplina, y con mandos subalternos incompetentes.

Debía hacer frente a una fuerza española que, en apariencia, no era mejor, y, además, tenía inferioridad numérica. Se trataba de una guerrilla al mando de Ángel Calvo, ex oficial patriota que se había cambiado de bando, y que destacó por su astucia, como lo probaría en el modo que enfrentó a Blanco.

Sabiéndose débil, Calvo envió al inexperto jefe patriota una misiva fechada el 26 de marzo donde inventaba supuestos combates ganados por los españoles que hacían esperar su victoria final, y le planteaba a Blanco que, si persistía en la lucha, le señalase lugar donde podrían batirse sus fuerzas. Esta pretendida invitación a un lance de honor despertó en el joven Teniente Coronel su tan arraigado sentido de caballerosidad, y que por primera vez le jugaría una mala pasada; no sería la última. Esta era una época en que surgía un nuevo tipo de guerra, la de guerrillas, que había nacido en la cruel Guerra Peninsular contra Napoleón y se había expandido a América con sus nuevas reglas, que podían ser despiadadas y muy alejadas del sentido del honor propio del siglo XVIII.

Blanco respondió aceptando el desafío, eligió un descampado cercano a Quechereguas, allí formó a su división en línea de batalla y quedó esperando un día entero… El reto de Ángel Calvo era solo un ardid para ganar tiempo, a la espera de refuerzos, preparar la defensa de Talca y de paso contar y sopesar el poderío de la fuerza enemiga. Ante la no comparecencia de los españoles, Blanco avanzó con su división hasta Talca, el 29 de marzo, donde entretanto estos habían tenido tiempo de atrincherarse; debía tomar la difícil resolución de atacar o no, azuzado por sus subalternos, y lidiar con la mezcla de ansiedad por entrar en acción e indisciplina que reinaba en su tropa.

Antes de decidir qué hacer nuevamente cometió el error de entrar en contacto con Ángel Calvo, y nuevamente recibió como respuesta una falsa afirmación por parte de este, de contar con fuerzas superiores. Al menos el tiempo gastado le sirvió a Blanco para recibir la noticia de que se acercaban refuerzos enemigos para atacarlo en campo abierto; así, ante el peligro de ser cogido entre dos fuegos mientras tomaba por asalto la ciudad, finalmente optó por retirarse. Entonces se produjo el desastre.

Para ello bastó que tres piezas de artillería enemigas saliesen del atrincheramiento de Talca y comenzasen a hacer fuego. Relata el propio Blanco: “siendo suficiente haber muerto dos hombres para que la Compañía Cívica se empezase a desorganizar vergonzosamente”, y aunque con gran esfuerzo pudo formar de nuevo a su fuerza esta se hallaba, “ya tan cortada toda la gente que aun el ruido de nuestro cañón les hacía echarse en tierra, hasta que no pudiendo mantenerlos en formación, se pusieron en una vergonzosa fuga, observando que algunos oficiales fueron los primeros que dieron el ejemplo”.54

La artillería fue la última en resistir, pero su personal también se retiró, y el propio Blanco pudo escapar milagrosamente. Los españoles capturaron 300 prisioneros, y los cañones, municiones, víveres y la mayor parte de los fusiles pasaron a su poder.55

Llegado a San Fernando y luego a Rancagua, a duras penas pudo volver a reunir a algunos soldados dispersos, y en su parte oficial pidió él mismo que se le formase un Consejo de Guerra. Este desafortunado bautismo de fuego en la lucha por la causa patriota hirió profundamente al joven oficial de artillería. Aunque la principal causa de la derrota había sido la indisciplina y falta de preparación militar de la fuerza a su mando, su ingenuidad en la conducción de las operaciones solo había contribuido a un resultado inevitable.

Lo concreto es que no se le formuló cargo alguno, y si bien cayó “en cierta desgracia”,56 como afirma Vicuña Mackenna, lo cierto es que volvió a su puesto de Jefe de las Maestranzas y Parque de Artillería. Allí siguió sirviendo hasta el Desastre de Rancagua del 1 y 2 de octubre de 1814, tras lo cual intentó huir como muchos patriotas, pero no alcanzó a entrar en la ciudad de Los Andes cuando fue capturado por una partida de caballería enemiga.

Llevado a Valparaíso, fue despojado de sus insignias militares por orden del General Mariano Osorio, cuya decisión inicial fue fusilarlo, debido a que estaba al tanto de su deserción en Montevideo. Para suerte de este, dos oficiales del Regimiento de Talavera lo conocían desde su época de servicio en la Península, e influyeron en el General Osorio, de carácter por lo demás bondadoso, quien le conmutó la pena máxima por el destierro a la isla de Juan Fernández. No por ello éste fue un castigo menor: probaría ser una dura pena, que se prolongaría por más de dos años.

En noviembre de 1814, el ahora ex jefe de artillería del fenecido Ejército de la Patria Vieja partía, junto a otros patriotas connotados como José Antonio de Rojas, Francisco de la Lastra, Ignacio de la Carrera, Juan y Mariano Egaña, José Santiago Portales, Mateo Arnaldo Hoevel y su propio tío, Martín Calvo de Encalada, a la isla - prisión, a bordo de la corbeta Sebastiana. Era el más joven de los 42 desterrados. Él mismo prestaría testimonio de aquellos largos meses, en que los patriotas intentaban olvidar su situación improvisando tertulias o conversaciones, donde los más versados en determinados temas los exponían ante sus compañeros.57

Del Cautiverio a la Nueva Marina

Poco después de la batalla de Chacabuco del 12 de febrero de 1817, y con la parte central y norte de Chile recuperada por los patriotas, se pudo realizar el rescate de los cautivos de Juan Fernández por parte del bergantín Águila, primer buque de la nueva Marina. Esto se verificó el 24 de marzo, y tras el regreso al continente, se le otorgó a Blanco Encalada el grado de Sargento Mayor y se le confió la organización de una batería de artillería volante (a caballo) del reconstruido Ejército de Chile.

La llegada de una nueva expedición española, al mando una vez más del General Mariano Osorio, en enero de 1818, implicó el inicio de una nueva campaña, que en su inicio replicó a la de 1814, con un repliegue patriota hacia el norte. En esas circunstancias, la artillería de Blanco debió cubrir la retirada del Ejército hacia Talca en dificultosas condiciones; obstaculizada y luego abandonada por la caballería que la acompañaba, se las arregló para hacer fuego, pudiendo contener un ataque de la caballería enemiga.



Bajorrelieve de la batalla de Maipú que forma parte del monumento a Manuel Blanco Encalada en Valparaíso.

Fotografía de Juan Chaura Fredes.

En las afueras de dicha ciudad, en el llano de Cancha Rayada, las fuerzas patriotas fueron sorpresivamente atacadas por el Ejército español, la noche del 19 de marzo. El resultado fue una derrota patriota de envergadura, que implicó no la destrucción del Ejército, pero sí su dispersión y la pérdida de gran parte de sus pertrechos. Una excepción fue la artillería que, bajo el mando ya más experimentado del Mayor Blanco Encalada, pudo conservar su orden y todas sus valiosas piezas, aunque no sin un duro esfuerzo. Así lo relata el propio Blanco:

“En la noche me puse a la cabeza de la división de Las Heras, verificando nuestra retirada hasta Quechereguas. Desde este punto quedé entregado a mí mismo, pues la infantería continuó su marcha que me era imposible seguir, arrastrando doce piezas con caballos y sin comer cerca de 48 horas y teniendo que pasar el Lontué en el cual empleé más de doce horas de fatiga, haciendo yo y mis oficiales hasta las veces de soldados y esperando por momentos ser alcanzados y sableados por la caballería enemiga que debíamos suponer en nuestra persecución”.58

Como resultado, se pudo salvar no solo la artillería, sino también la división del General Juan Gregorio de Las Heras, la que, a su vez, fue el eje para la recomposición del Ejército patriota, que pudo esperar en buena forma a los españoles para la siguiente batalla, en las afueras de Santiago. En este sentido lo destacó más tarde el General San Martín, al referirse de un modo más amplio a dicha división después de la sorpresa: “nuestra derecha no había sido incomodada suficientemente y el Coronel Las Heras tuvo la gloria de conducir y retirar en buen orden los cuerpos de infantería y artillería que la componían. Éste era el solo apoyo que nos quedaba a mi llegada a Chimbarongo”.59

Probablemente para el Mayor Blanco Encalada, el mal recuerdo que le había dejado Talca en 1814 había quedado en buena parte redimido.

Una quincena más tarde, ambos ejércitos se enfrentaban nuevamente en los llanos de Maipú, el 5 de abril, momento en que la artillería de Blanco seguía integrando la división de Las Heras, y le tocó abrir los fuegos, a las 11:30 horas, para forzar el inicio de la acción. Una vez iniciada esta, sus piezas apoyaron a su división disparando por encima de los batallones patriotas en avance con especial habilidad, si se considera la poca precisión de los sistemas de puntería de la época.

El General San Martín, que había elogiado genéricamente a los hombres de Las Heras después de Cancha Rayada, ahora se refirió específicamente a Blanco Encalada y su unidad en su parte oficial de esta acción, con referencia a un plano adjunto, aunque confundiendo el apellido del joven oficial con el de su padre: “Una batería de ocho piezas de Chile mandada por el Comandante Blanco Cicerón se situó en la puntilla D. y otra de 4 por el Comandante Plaza en E. F. desde donde principiaron a jugar con suceso y cañonear la posición enemiga”.60

Este eficaz tiro, que causó estragos en las filas enemigas, hizo que, después de la decisiva derrota de estas, el Coronel español Ordóñez, quien había asumido el mando en la fase final de la batalla, preguntase quién era el “oficial europeo” que mandaba aquellos cañones. En la última y encarnizada batalla, la conducta de los artilleros de Chile también fue destacada por el General San Martín, en un oficio enviado a O´Higgins, escribiendo: “Así mismo debo hacer presente a V. E. la gran parte que tuvieron las dos artillerías de Chile al mando de los bravos comandantes Blanco Cicerón y Borgoño en el último ataque dado a la casa de Espejo; estas circunstancias que por un olvido natural no tuve presente ruego a V. E. las haga insertar en la Gazeta para satisfacción de los interesados”.61

Como premio a su desempeño, Blanco fue ascendido a Teniente Coronel efectivo de artillería, el 14 de abril de 1818.

Pocos meses después de Maipú, el 24 de junio de 1818, Manuel Blanco Encalada, retornaba al mar, con su nombramiento de Comandante General de Marina.

Antes de ver en detalle esta nueva fase en su vida, es necesario retroceder ligeramente en el tiempo.

Los almirantes Blanco y Cochrane

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