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CAPÍTULO III SOLANUM TUBEROSUM
ОглавлениеAunque usamos los términos de «verano» e «invierno» en el mismo sentido que los países del hemisferio norte, Quito, por su ubicación sobre la franja ecuatorial mantiene una continuidad primaveral exasperante durante todo el año. Quizás se elevan las temperaturas un par de grados en el llamado verano, soplan vientos más recios y llueve menos, pero no se experimentan variaciones dramáticas entre ambas estaciones. Después de mis recientes doce años en Madrid no puedo desprenderme de la odiosa costumbre de comparar en muchos sentidos a ambas ciudades. Más por pasión que por verdad, aunque al parecer también por méritos de Carlos III que le dio en su día más de un retoque favorable a Madrid, hay un dicho que afirma que «de Madrid al cielo» ¡Pues no, imposible! Estamos mucho más cerca del cielo en Quito, a casi tres mil metros de altitud y esto nos otorga ventaja. La elevación de la ciudad y su ubicación encorsetada entre montañas y valles también influyen en el clima. Nunca sufrimos fríos tan rudos como aquellos que viven más cerca de los polos, y nunca padecemos olas de calor vehementes. Al igual que muchas naciones, nos creemos el ombligo del mundo, pero en nuestro caso esta definición se cumple a rajatabla. Por eso las condiciones climatológicas de nuestra urbe poseen un plus distintivo que se da porque en un mismo día, o en un intervalo de pocas horas, podemos soportar los más diversos fenómenos climatológicos, desde el sol abrigador y fulgente, pasando por cielos vaporosos y tristes, a lluvias torrenciales y tormentas, que luego terminan por purificar el cielo para dejarlo nuevamente en un azul lavanda.
Así nos ocurrió el martes. Cerca del mediodía circulábamos con dificultad rumbo al centro histórico acompañados por un tráfico desordenado y por un buen chaparrón de agua. Al recogerlo en el hotel había tenido mis serias dificultades en reconocerlo porque, fiel a su palabra, don Piero había pasado por las manos de algún hábil peluquero que, obrando el milagro, le había trasquilado las greñas. Ni bien lo vi, me recordó al actor Sean Connery en la película La roca. Su cabello en tupé se había ordenado hacia atrás, resplandecía con reflejos azulados gracias a un champú violáceo que yo mismo usaba, se empataba a la perfección con una barba pulcramente desmochada, y el bigote se había afinado para liberar gran parte de la nariz. Había seguido mis recomendaciones y vestía un pantalón vaquero claro, de pinzas, una camisa guayabera que dejaba al descubierto un manojito de pelo en el pecho y los brazos pecosos y peludos.
—Solo falta que me lleve a comprar uno de esos sombreros tan ligeros que usan aquí —había dicho en tono divertido y mofándose de mi sorpresa.
—Los mal llamados «sombreros de Panamá», que nunca se hicieron allí, sino aquí en nuestro país. «El sombrero de paja toquilla» —le había explicado yo.
—¡Uno de esos! —había confirmado él con su incesante bamboleo de cabeza.
Entramos al aparcamiento subterráneo del centro aún con lluvia, y salimos de él con el sol nuevamente abriéndose camino entre las nubes caprichosas. Cuando en una ciudad la lluvia ha apisonado la contaminación y mojado el asfalto, cuando el sol se abre paso y se refleja en la humedad, es cuando más me gusta, huele a urbe viva. No había plan trazado y nos dedicamos a deambular por el casco antiguo.
En esencia y en arquitectura esta zona de Quito es un testimonio preciso de nuestra herencia colonial, la que inició con los españoles después de vencer a los incas. Con la emancipación, la independencia, mejoró su esplendor y, con permiso de las demás capitales americanas, es la ciudad con el centro colonial mejor conservado de todas ellas, por algo la UNESCO la declaró «Patrimonio Cultural de la Humanidad» en 1978. No difiere en mucho de los paisajes urbanos de otras ciudades clásicas españolas. Las edificaciones son solemnes, de balcones y ventanales sugerentes, de poca altura, las plazas muy señoriales, amplias y prestigiosas, propias a las costumbres de una naciente edad moderna que se alejaba del medioevo.
—Me ha traído a un mundo tan diferente —exclamó don Piero mientras cruzábamos la Plaza de la Independencia, circundada por el Palacio de Gobierno, el Palacio Arzobispal, el Ayuntamiento y la Catedral.
—El norte de la ciudad es extraño con sus torres grandes de viviendas, construcciones lineales y modernas. Aquí, todo es más familiar, más recogido, se parece mucho a Italia. O Francia…
Quito fue fundada por los españoles en 1534 con el nombre de San Francisco de Quito sobre las cenizas de un asentamiento previo que había sido arrasado por un incendio ordenado por el general inca Rumiñahui. Este había sido hermano del gran inca Atahualpa, ambos hijos de Huayna-Cápac, y había regido en esta región. Había preferido incendiar el asentamiento que dejar que los españoles, comandados por Sebastián de Belalcázar, encontrasen riquezas con las que saciar su gula, pero es conocido por la historia que los barbados ibéricos habían terminado imponiéndose. La ciudad había iniciado su existencia de manera ordenada; se habían marcado los límites y la retícula de la futura urbe, y pronto se había abordado la tarea de construir los primeros monumentos, como la iglesia de San Francisco.
Hice un esfuerzo real por estrujarle a mi memoria algunos datos más que sabía y para ilustrar a mi amigo turista. Siguiendo la ortodoxia de las costumbres turísticas, imaginé que don Piero se volcaría con ganas en descubrir la monumentalidad de nuestro centro, sobre todo las iglesias, de las que tenemos unas cuantas y de extraordinaria importancia y bella factura. Le sugerí la clásica peregrinación por la calle de las Siete Cruces, que es como se conoce a la calle García Moreno por albergar en su ruta siete de las iglesias más ensalzadas de la ciudad. Sin embargo, el italiano me frenó con llaneza y una lógica apabullante.
—He visto demasiadas iglesias en mi vida, amico mio. No dudo de la belleza y de los atributos de las quiteñas, pero en el fondo se parecerán a cuantas haya visto antes en Italia o Francia. Dejemos eso para más adelante, lo que me tiene encandilado es esta plaza y toda esta gente.
Hice un veloz ejercicio mental para encontrar argumentos que desmontaran el equívoco de que nuestras iglesias fueran comparables con otras del montón. Pero, por mucho que excitara mis neuronas, mis limitaciones por falta de conocimientos se impusieron. De todas maneras, creí entender que el aparente desinterés de don Piero se debía a que realmente se sentía atraído por la estampa variopinta que dibujaba la Plaza Grande y no forcé ningún comentario más.
Nuestra similitud en gustos quedó manifiesta cuando el hombretón sugirió que nos acomodásemos sobre la escalinata que asciende a la Catedral porque desde aquel punto se abría la mejor perspectiva de la notable plaza. Un corrillo de estudiantes de bellas artes o arquitectura, difícil es distinguirlos, ocupaba el centro del graderío para dibujar bocetos de rincones del lugar.
—Son aprendices —comentó mi compañero—. Pero están practicando el dibujo sin antes haber aprendido a mirar.
A estas alturas de nuestra naciente amistad, saber a don Piero entendido en dibujo no debía sorprenderme y quise ahondar en el tema.
—Yo pinto y, sin ser un gran experto, le aseguro, don Piero, que la mejor manera de perfeccionarse uno en dibujo es dibujando.
Mi amigo alzó la mirada hacia Libertas, la diosa romana de la libertad que corona el Monumento a la Independencia, el elemento central de la plaza, una escultura sobre columna y con una infinidad de simbolismos.
—Dibujan lo que ven desde aquí, pero no estudian el monumento desde todos sus ángulos. Para dibujar una vista hay que haber estudiado también sus ángulos ocultos, las caras que no se verán en el dibujo, pero que están ahí.
Fue una elucidación demasiado metafísica cuya practicidad no lograba comprender. ¿No es el dibujo una representación bidimensional de una realidad tridimensional? Ahora que escribo estas líneas, la respuesta a la pregunta que me hice se me antoja muy cercana a la explicación dada por el italiano.
Nos quedamos unos minutos mirando los avances de los dibujantes. Don Piero gesticulaba y murmuraba aprobaciones o disconformidades, pero en voz baja, sin que le oyeran los aprendices. Cuando se cansó de mirar, nos sentamos; el sol había secado el graderío y abrigaba la plaza con su benevolencia serrana. La muchedumbre era dispar; unos correteaban afanosos en sus labores mientras muchos habían conquistado un sitio en los bancos para hacer lo mismo que nosotros, enfrascarse en tertulias con sus vecinos o dejar vagar la mirada para observar a los demás.
Cuando quedamos satisfechos de curiosear, cruzamos hacia el flanco opuesto de la plaza, donde en las galerías comerciales del Palacio Arzobispal se encuentran unas cuantas tiendas de artesanías. Las recorrimos todas hasta encontrar, no sin dificultad, un sombrero de paja toquilla a la medida de mi amigo, que no era otra que la XXL y que, según admitió la hábil vendedora, no era una talla ni comercial ni frecuente. Don Piero adoptó poses de envanecimiento frente al espejo. Se exhibió como una prima donna con atuendo nuevo, y a mí me quedó claro que mi amigo iba sobrado de ventolera y entusiasmo por sus guapezas. Hasta su caminar se irguió; desapareció la curvatura de la nuca y, tieso como un mástil, enarbolaba con suma petulancia su nuevo sombrero.
Yo le había hablado de la papa, llamada también patata, tubérculo humilde que ya mencioné con anterioridad, originario de Sudamérica, por mucho que le pese a otras naciones que se jactan de usarla como ingrediente local dentro de sus gastronomías. Con Misán nos habíamos quedado desconcertados cuando, al encontrar unas pocas papas en nuestra despensa, don Piero había repetido sus gestos de atolondramiento, confesando su desconocimiento al respecto de sus utilidades y sabores. Con todo un recital de atributos y recetas que yo le enumeré, explicándole la magnificencia de este producto, le había prometido que aquel día degustaríamos una de sus infinitas aplicaciones. Porque, si hay un plato tradicional de nuestra ciudad, inseparable de nuestra idiosincrasia alimenticia, como herencia emblemática de nuestros legados ancestrales, fruto modesto de la Pachamama, nuestra deidad incaica, la Madre Tierra, este es nuestro Locro Quiteño. Siendo una crema de papa aromatizada con cebolla blanca —la de verdeo, la alargada y de perfume sureño—, achiote y leche, que se sirve con queso fresco y aguacate, puede sostener con facilidad cualquier comparación con otras cremas de patatas que existan en el mundo. No es patriotismo; nuestro locro de papa, nuestro guiso de patata, extrae su exquisitez de sus orígenes y elaboraciones humildes, y no conozco a nadie a quien esta soberbia vianda haya dejado indiferente.
Así también le sucedió a don Piero en el restaurante que elegí. Ni bien maridó su primera cucharada de crema con un trozo de queso a medio fundir y otro de aguacate, lo paladeó con su usual finura, estalló en un saleroso bramido de entusiasmo para alarma del dueño del local, que con nervio se acercó a interesarse por los motivos del exabrupto. El hombre quedó doblemente feliz cuando don Piero se deshizo en fatuas alabanzas hacia el plato y pidió otro para repetirse el banquete. Es un efecto que provoca nuestro Locro Quiteño, nuestro guiso de solanum tuberosum.
No hay manera de encontrarle un sentido lógico a lo que vino después del festín que nos dimos. Sin amainar en su jocosa complacencia, satisfecho el hambre y el espíritu, en un momento que yo creía de ocio banal, don Piero di Caterina afinó lo mejor que pudo toda su retórica y me embaucó con maestría, haciéndome conocer sucesos extraordinarios.
Porque en aquel instante, en la comodidad del restaurante, empezó a contarme una historia.