Читать книгу El último detalle - Харлан Кобен - Страница 11
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ОглавлениеLa sala del juzgado de Hackensack se parecía mucho a las que aparecen en televisión. Series como El abogado, Ley y orden e incluso Judge Judy captan la apariencia física muy bien. Por supuesto, no pueden captar la esencia que emana de las pequeñas cosas: el débil hedor subyacente del sudor inducido por el miedo, el uso excesivo de desinfectante, la leve sensación pegajosa de los bancos, las mesas y las balaustradas; lo que a Myron le gustaba llamar los factores intangibles. Myron tenía el talonario preparado para pagar la fianza de inmediato. Él y Win lo habían hablado la noche anterior y habían calculado que el juez fijaría una cantidad entre los cincuenta y los setenta y cinco mil dólares. Esperanza carecía de antecedentes y tenía un empleo fijo. Estos factores jugarían a su favor. Si la suma ascendía más, ningún problema. Los bolsillos de Myron podían ser no muy profundos, pero la ganancia neta de Win era equivalente al producto nacional bruto de un pequeño país europeo.
Había una legión de reporteros aparcados afuera, toneladas de camionetas con cables y antenas de satélite, y por supuesto las antenas fálicas, que se alzaban hacia el cielo como si buscasen al esquivo dios de las grandes audiencias. Estaban Court TV, News 2 New York, ABC News, CNN, Eyewitness News. Todas las ciudades en todas las regiones del país podían ver Eyewitness News. ¿Por qué? ¿Por qué era tan atractivo el nombre? También estaban los nuevos programas a cual más sórdido, como HardCopy, Access Hollywood, Current Affair, aunque la distinción entre ellos y las noticias locales se había convertido en algo difuso hasta el punto de no existir. Eh, al menos HardCopy y similares eran un poco más honestos porque no ofrecían el más mínimo valor social que los redimiese. Además, no tenías que aguantar a los hombres del tiempo.
Un par de reporteros reconocieron a Myron y le llamaron. Myron puso su cara de póquer —serio, firme, preocupado y confiado— y se abrió paso entre ellos con la retahíla de «Sin comentarios». Cuando entró en la sala, lo primero que vio fue a Big Cyndi; no era una sorpresa porque destacaba como Louis Farrakhan en un B’nai B’rith. Estaba encajada en una hilera de asientos en los que no había nadie excepto Win. Nada de particular. Si quieres reservar asientos, envías a Big Cyndi; a las personas no les gusta disculparse para pasar junto a ella. La mayoría prefieren quedarse de pie. O incluso irse a casa.
Myron entró en la hilera de Big Cyndi, pasó por encima de las rodillas que parecían cascos de motorista, y se sentó entre sus amigos.
Big Cyndi no se había cambiado desde la noche anterior ni tampoco aseado. La persistente lluvia había lavado parte del tinte del pelo; manchas rojas y amarillas se habían secado alrededor de su cuello. El maquillaje, siempre aplicado en cantidades suficientes para moldear un busto de yeso, también había sufrido el castigo de la lluvia, y su rostro ahora se parecía a las velas multicolores de una menorah dejadas demasiado tiempo al sol.
En alguna ciudad, las acusaciones de asesinato eran algo común y se atendían a la manera de la producción en serie. No era el caso en Hackensack. Esto era algo importante: un caso de asesinato que involucraba a un famoso. No había ninguna prisa.
El alguacil comenzó a anunciar los casos.
—Esta mañana he tenido un visitante —le susurró Myron a Win.
—¿Ah, sí?
—FJ y dos gorilas.
—Vaya —dijo Win—. ¿El chico portada de Pandilleros modernos manifestó su habitual surtido de coloridas amenazas?
—Sí.
Win casi sonrió.
—Tendremos que matarlo.
—No.
—Sólo estás demorando lo inevitable.
—Es el hijo de Frank Ache, Win. No se debe matar al hijo de Frank Ache.
—Comprendo. ¿Entonces prefieres matar a alguien de una familia mejor?
La lógica de Win. Tenía sentido en la forma más horrorosa posible.
—Sólo veamos cómo avanzan las cosas, ¿vale?
—No dejes para mañana lo que puedas exterminar hoy.
Myron asintió.
—Tendrías que escribir uno de esos libros de autoayuda.
Guardaron silencio. Fueron pasando los casos: un robo con allanamiento de morada, un par de asaltos, demasiados robos de coches. Todos los sospechosos se veían jóvenes, culpables y furiosos. Siempre con el rostro ceñudo. Tipos duros. Myron intentó no hacer una mueca, intentó recordar que todos son inocentes hasta que se demuestre lo contrario, intentó recordar que Esperanza también era una sospechosa. Pero no ayudó mucho.
Por fin Myron vio a Hester Crimstein entrar en la sala, vestida con su mejor atuendo profesional: un elegante traje beige, una camisa color crema, y un peinado con demasiada laca. Ocupó su lugar en la mesa de la defensa, y se hizo silencio en la sala. Dos guardias entraron con Esperanza por una puerta abierta. Myron la vio, y algo parecido a la coz de una mula le dio en el pecho.
Esperanza iba vestida con el mono naranja fluorescente de la cárcel. Olvídense del gris o de las rayas; si el prisionero quería escapar, iba a destacar como un rótulo de neón en un monasterio. Llevaba las manos esposadas delante. Myron sabía que Esperanza era pequeña —quizás un metro cincuenta y siete, cincuenta kilos— pero nunca la había visto tan pequeña. Mantenía la cabeza alta, desafiante. La Esperanza clásica. Si tenía miedo, no lo demostraba.
Hester Crimstein apoyó una mano amiga en el hombro de su cliente. Esperanza asintió. Myron intentó con desesperación captar su mirada. Tardó unos instantes, pero finalmente Esperanza miró en su dirección y lo miró con una resignada y leve sonrisa de «Estoy bien». Myron se sintió mejor.
—El pueblo contra Esperanza Díaz —leyó el alguacil.
—¿Cuál es la acusación? —preguntó la jueza.
El ayudante del fiscal de distrito, un chico que apenas parecía lo bastante mayor para tener vello púbico, se levantó junto a un pedestal.
—Asesinato en segundo grado, Su Señoría.
—¿Cómo se declara?
La voz de Esperanza era fuerte.
—Inocente.
—¿Fianza?
—Su Señoría, el pueblo requiere que la señorita Díaz permanezca detenida sin fianza —solicitó Cara de Niño.
Hester Crimstein gritó: «¿Qué?», como si hubiese acabado de oír las más irracionales y peligrosas palabras que cualquier ser humano hubiese dicho en cualquier circunstancia.
Cara de Niño permaneció tan tranquilo.
—La señorita Díaz está acusada de matar a un hombre disparándole tres veces. Tenemos pruebas…
—No tienen nada, Su Señoría. Nadas circunstanciales.
—La señorita Díaz no tiene familia ni está arraigada en la comunidad —prosiguió el chico—. Creemos que todo ello supone un sustancial peligro de fuga.
—Es una tontería, Su Señoría. La señorita Díaz es socia de una empresa de representación deportiva muy importante en Manhattan. Es una licenciada en derecho que en la actualidad se está preparando para iniciar el ejercicio de su profesión. Tiene muchos amigos y raíces en la comunidad. Y no tiene ningún antecedente.
—Pero, Su Señoría, no tiene familia…
—¿Y qué? —interrumpió Crimstein—. Sus padres están muertos. ¿Es eso una razón para castigar a una mujer? ¿Los padres muertos? Esto es escandaloso, Su Señoría.
La jueza, una mujer de unos cincuenta años, se echó hacia atrás.
—Su petición para negar la fianza parece extrema —le dijo a Cara de Niño.
—Su Señoría, creemos que la señorita Díaz tiene una gran cantidad de medios a su disposición y buenas razones para huir de la jurisdicción.
Crimstein continuó con un apopléjico:
—¿De qué está hablando?
—La víctima del crimen, el señor Haid, retiró hace poco una suma de dinero superior a los doscientos mil dólares. Ese dinero falta en su apartamento. Es lógico asumir que el dinero fue sustraído durante la consumación del asesinato…
—¿Qué lógica? —gritó Crimstein—. Su Señoría, esto es una tontería.
—El abogado de la defensa mencionó que la señorita Díaz tiene amigos en la comunidad —continuó Cara de Niño—. Algunos de ellos están aquí, incluido su empleador, Myron Bolitar. —Señaló a Myron. Todas las miradas se volvieron hacia él. Myron permaneció muy quieto—. Nuestra investigación demuestra que el señor Bolitar ha estado ausente por lo menos durante una semana, quizás en el Caribe, incluso en las islas Caimán.
—¿Y qué? —gritó Crimstein—. Deténganle si eso es un crimen.
Pero Cara de Niño no había acabado.
—Junto a él está Windsor Lockwood de Lock-Horne Securities. —Cuando todas las miradas se volvieron hacia Win, él asintió y respondió con un leve gesto regio—. El señor Lockwood era el asesor financiero de la víctima y responsable de la cuenta de donde se retiraron los doscientos mil.
—Pues arréstenle a él también —vociferó Crimstein—. Su Señoría, esto no tiene nada que ver con mi cliente, excepto, quizá, para demostrar su inocencia. La señorita Díaz es una concienzuda trabajadora hispana que se abrió camino estudiando por la noche. No tiene antecedentes y debe ser puesta en libertad de inmediato. En caso contrario, tiene derecho a una fianza razonable.
—Su Señoría, hay demasiado dinero dando vueltas —afirmó Cara de Niño—. Los doscientos mil dólares desaparecidos. La posible conexión de la señorita Díaz con el señor Bolitar y, por supuesto, el señor Lockwood, que proviene de una de las familias más ricas de la región…
—Un momento, Su Señoría. Primero, el fiscal de distrito sugiere que la señorita Díaz ha robado y ocultado ese dinero presuntamente desaparecido y que lo utilizará para fugarse. Luego sugiere que le pedirá al señor Lockwood, que no es más que un asociado comercial, que le provea de fondos. ¿Cuál de las dos posibilidades? Y mientras la oficina del fiscal del distrito intenta inventarse una conspiración monetaria, ¿por qué a uno de los hombres más ricos del país le parece apropiado conspirar con una pobre mujer hispana para cometer un robo? Toda la idea es ridícula. La fiscalía no tiene un caso, así que se han inventado toda esta tontería del dinero que suena tan creíble como un avistamiento de Elvis…
—Es suficiente —dijo la jueza. Se apoyó en el respaldo y golpeó con los dedos en el estrado. Miró a Win por un segundo, y después a la mesa de la defensa—. Me preocupa el dinero desaparecido —señaló.
—Su Señoría, le aseguro que mi cliente no sabe nada del dinero.
—Me sorprendería que su posición fuese otra, señorita Crimstein, pero los hechos presentados por el fiscal de distrito son preocupantes. Se niega la fianza.
Crimstein abrió los ojos como platos.
—Su Señoría, esto es un ultraje…
—No es necesario gritar, abogada. La oigo muy bien.
—Protesto enérgicamente…
—Ahórreselo para las cámaras, señorita Crimstein. —La jueza golpeó con el mazo—. Siguiente caso.
Se oyeron los murmullos contenidos. Big Cyndi comenzó a aullar como una viuda en un noticiario de guerra. Hester Crimstein acercó la boca a la oreja de Esperanza y le susurró algo. Esperanza asintió, pero no parecía escucharla. Los guardias se la llevaron hacia una puerta. Myron intentó de nuevo cruzar una mirada con ella, pero Esperanza no quiso —o tal vez no deseaba— mirarle.
Hester Crimstein se volvió y dirigió a Myron una mirada tan furiosa que él casi se agachó. Se le acercó e intentó mantener la expresión neutra.
—Sala siete —le dijo a Myron, sin mirarlo y casi sin mover los labios—. Por el pasillo a la izquierda. Cinco minutos. No le diga nada a nadie.
Myron no se molestó en asentir.
Crimstein se alejó deprisa y comenzó con los «Sin comentarios» antes de llegar a la puerta. Win suspiró, sacó un papel y un bolígrafo del bolsillo de la chaqueta y comenzó a escribir algo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Myron.
—Ya lo verás.
No tardó mucho.
Dos polis de paisano acompañados por el olor de la colonia barata se acercaron. Sin duda de la división de homicidios. Antes de que pudiesen presentarse, Win dijo:
—¿Estamos arrestados?
Los dos polis parecieron confusos. Después uno respondió:
—No.
Win sonrió y le dio la hoja de papel.
—¿Qué demonios es esto?
—El número de teléfono de nuestros abogados. —Se levantó y llevó a Myron hacia la puerta—. Que tengan un día especial.
Llegaron a la sala de conferencias de la defensa antes de que pasasen los cinco minutos. La habitación estaba vacía.
—¿Clu retiró la pasta? —preguntó Myron.
—Sí —contestó Win.
—¿Lo sabías?
—Por supuesto.
—¿Cuánto?
—El fiscal del distrito dijo doscientos mil dólares. No tengo razón para negar esa estimación.
—¿Tú le dejaste?
—¿Perdón?
—¿Dejaste que Clu retirase doscientos mil?
—Era su dinero.
—¿Pero tanto dinero?
—No era asunto mío —manifestó Win.
—Tú conoces a Clu, Win. Podría haber sido para drogas, deudas de juego o…
—Es más que probable que lo fuese —admitió Win—. Pero soy su asesor financiero. Le asesoro en estrategias de inversión. No soy su conciencia, su mamá, su canguro o ni siquiera su agente.
Ya. Pero ahora no había tiempo para eso. Una vez más, Myron reprimió la culpa y pensó en las posibilidades.
—Clu nos autorizó a recibir sus estados de cuentas, ¿no?
Win asintió. MB SportsReps insistían en que todos los clientes utilizasen los servicios de Win y se reuniesen con él en persona una vez cada tres meses por lo menos para repasar sus cuentas. Era por el bien de ellos y el de Myron. Demasiados atletas eran víctimas de abusos debido a la ignorancia. Myron recibía las copias de los estados de cuentas de la mayoría de sus clientes para poder ayudarlos a seguir el rastro de los ingresos y gastos, montar algún sistema de pagos de facturas automático, esa clase de cosas.
—O sea, que retirar esa cantidad hubiese aparecido en nuestra pantalla —dijo Myron.
—Sí.
—Esperanza tuvo que saberlo.
—De nuevo afirmativo.
Myron frunció el entrecejo.
—Por lo tanto, le da al fiscal otro motivo para el asesinato. Sabía lo del dinero.
—Por supuesto.
Myron observó a Win.
—¿Qué hizo Clu con el dinero?
Win se encogió de hombros.
—¿Quizá Bonnie lo sepa?
—Lo dudo —opinó Win—. Se han separado.
—Vaya novedad. Siempre se están peleando, pero ella siempre lo recibe de nuevo.
—Quizá. Pero esta vez se trata de una separación legal.
Myron se sorprendió. Bonnie nunca había llegado tan lejos. Su ciclo de peleas siempre había sido constante: Clu hacía algo estúpido, seguido por una gran discusión. Bonnie lo echaba por un par de noches, quizás una semana. Clu suplicaba perdón, Bonnie lo perdonaba. Clu se comportaba bien por un tiempo, Clu hacía algo estúpido de nuevo, y el ciclo volvía a comenzar.
—¿Buscó un abogado y presentó la documentación?
—Según Clu.
—¿Te lo dijo él?
—Sí, Myron, eso es lo que significa «según Clu».
—¿Cuándo te dijo todo eso?
—La semana pasada. Retiró el dinero. Dijo que ella ya había comenzado con los trámites del divorcio.
—¿Cómo se sentía?
—Mal. Esperaba otra reconciliación.
—¿Dijo algo más cuando retiró el dinero?
—Nada.
—Y no tienes idea…
—Ninguna.
Se abrió la puerta de la sala de conferencias. Hester Crimstein entró, echaba espuma por la boca.
—Malditos gilipollas. Les dije que se mantuviesen apartados.
—No nos acuse de esto —dijo Myron—. El error es suyo.
—¿Qué?
—Conseguirle la fianza tendría que haber sido un juego de niños.
—Si no hubieran estado en la sala, lo hubiese sido. Han caído en la trampa del fiscal. Quería demostrar a la jueza que la acusada tenía medios para fugarse, y de pronto señala a un famoso ex jugador y a uno de los playboys más ricos del país sentados en primera fila.
Comenzó a pasearse dando pisotones como si en la moqueta gris se hubiesen iniciado varios incendios.
—Esta jueza es una fanática liberal —continuó—. Por eso comencé con todas aquellas tonterías de la hispana trabajadora. Detesta a los ricos probablemente porque ella lo es. Tener a este niño bonito —señaló con un gesto a Win— sentado en primera fila fue como agitar una bandera confederada delante de un juez negro.
—Tendría que dejar el caso —dijo Myron.
La abogada volvió la cabeza hacia él.
—¿Se ha vuelto loco?
—La fama juega en su contra. A la jueza quizá no le gusten las personas ricas, pero tampoco parece tener mucha simpatía por los famosos. No es la abogada adecuada para el caso.
—Estupideces. He defendido tres casos antes con esta jueza. Y los gané los tres.
—Quizás eso tampoco le gusta.
Crimstein pareció perder un poco de vapor. Se apartó para sentarse en una silla.
—Fianza denegada —dijo más para sí misma que para cualquier otro—. No puedo creer que incluso tuviesen la desfachatez de solicitar que se negase la fianza. —Se sentó algo más recta—. Muy bien, esto lo jugaremos de la siguiente manera. Voy a presionar en busca de respuestas. Mientras tanto, ustedes no digan nada. Nada de hablar con los polis, el fiscal o la prensa. Nada. Nada hasta que averigüemos qué creen que han hecho.
—¿Nosotros tres?
—¿Es que no me escucha, Myron? Creen que es una conspiración monetaria.
—¿Que nos involucra a los tres?
—Sí.
—¿Pero cómo?
—No lo sé. Mencionaron que fue al Caribe, quizás a las islas Caimán. Todos sabemos lo que eso significa.
—Depositar dinero en cuentas de paraísos fiscales —dijo Myron—. Pero dejé el país hace tres semanas, incluso antes de que retirasen el dinero. Y nunca estuve cerca de las Caimán.
—Es probable que todavía no tengan nada firme —opinó Crimstein—. Pero van a ir a por ustedes por todo lo alto. Espero que sus libros estén en orden porque les garantizo que dentro de una hora, los requisarán.
Un escándalo financiero, pensó Myron. ¿FJ no había mencionado algo así?
Crimstein volvió su atención hacia Win.
—¿Todo eso de la retirada de los doscientos mil es verdad?
—Sí.
—¿Pueden probar que Esperanza lo sabía?
—Probablemente.
—Maldita sea.
Meditó un momento.
Win fue a un rincón. Sacó el móvil, marcó, comenzó a hablar.
—Métame en el caso —dijo Myron.
Crimstein lo miró.
—¿Perdón?
—Como señaló anoche, soy abogado. Nómbreme abogado defensor junto con usted, y cualquier cosa que me diga entrará dentro de la relación abogado-cliente.
Ella negó con la cabeza.
—Una, nunca colaría. La juez verá lo que es, una estratagema para que no pueda testificar. Dos, es una idiotez. No sólo apestará a una jugada defensiva desesperada, sino que parecerá que le estamos callando porque tenemos algo que ocultar. Tres, aún puede que le acusen de todo esto.
—¿Cómo? Ya se lo dije. Estaba en el Caribe.
—Así es. Donde nadie sino el playboy podría encontrarle. Es conveniente.
—Cree…
—No creo nada, Myron. Sólo le digo lo que el fiscal podría estar pensando. Por ahora estamos adivinando. Vuelva a su oficina. Llame a su contable. Asegúrese de que sus libros están en regla.
—Lo están —afirmó Myron—. Nunca he robado ni un centavo.
Hester se volvió hacia Win.
—¿Y qué pasa con usted?
Win colgó el teléfono.
—¿Qué pasa conmigo?
—También revisarán sus libros.
Win enarcó una ceja.
—Lo intentarán.
—¿Están limpios?
—Puede comer en ellos —contestó Win.
—Bien. Dejaré que sus abogados se ocupen. Ya tengo bastante de qué ocuparme.
Silencio.
—¿Cómo la sacamos de allí? —preguntó Myron.
—Nosotros no la sacamos. Yo la saco. Manténgase apartado.
—No recibo órdenes de usted.
—¿No? ¿Qué le parece recibirlas de Esperanza?
—¿Qué pasa con Esperanza?
—Es su petición, no la mía. Manténgase apartado de ella.
—No me creo que lo haya dicho.
—Créalo.
—Si quiere que me mantenga apartado —dijo Myron—, tendrá que decírmelo a la cara.
—Muy bien —dijo Crimstein con un fuerte suspiro—. Vamos a ocuparnos de eso ahora mismo.
—¿Qué?
—¿Quiere preguntárselo a ella? Deme cinco minutos.