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Win había cargado una montaña de vídeos en el yate. Miraron los viejos episodios de Batman (aquellos con Julie Newmar como Cat Woman, y Lesley Gore como Pussycat ¡doble miau!), La extraña pareja (Óscar y Félix en Pasapalabra), un episodio de En los límites de la realidad («Servir al hombre») y uno más actual, Seinfeld (Jerry y Elaine visitan a los padres de Jerry en Florida). Olvídense del estofado. Ésta era comida para el espíritu. Pero ante la posibilidad de que no fuese lo bastante sustanciosa, también había Doritos, ganchitos de queso, más Yoo-Hoo e incluso una pizza recalentada de Calabria’s Pizzería en Livingston Avenue.

Win. Podía ser un sociópata, pero vaya tío.

El efecto de todo el conjunto estaba más allá de lo terapéutico, el tiempo pasado en el mar y más tarde en el aire era como una cámara hiperbárica emocional, una oportunidad para que el alma de Myron se recuperase de los dolores del síndrome de descompresión, para volver a la súbita reaparición en el mundo real.

Los dos amigos apenas si hablaron, excepto para suspirar por Julie Newmar como Cat Woman (cada vez que ella aparecía en pantalla con su ajustado traje de gata negro, Win decía: «miauuefecto»). Ambos tenían cinco o seis años cuando emitieron la serie por primera vez, pero algo en Julie Newmar como Cat Woman destrozaba completamente cualquier noción freudiana de latencia. Por qué, ninguno de los dos lo podía decir. Quizá su villanía. O algo más primitivo. Esperanza sin duda tendría una opinión interesante. Intentó no pensar en ella —un trabajo inútil y agotador cuando no podía hacer nada al respecto—, pero la última vez que había hecho algo así había sido en Filadelfia con Win y Esperanza. La echaba de menos. Mirar los vídeos no era lo mismo sin sus comentarios.

El yate atracó y se dirigieron al avión privado.

—La salvaremos —afirmó Win—. Después de todo, somos los buenos.

—Dudoso.

—Ten fe, amigo mío.

—No, me refiero a que seamos los buenos.

—Tendrías que saberlo.

—Ya no —dijo Myron.

Win puso aquella cara con la barbilla sobresaliente, aquella que había venido a bordo del Mayflower.

—Esta crisis moral tuya —comentó— te favorece muy poco.

Una rubia espectacular de voz ronca como sacada de un viejo número de cabaret los recibió desde la cabina del avión de la compañía Lock-Horne. Les sirvió bebidas entre risitas y mohines. Win le sonrió. Ella le devolvió la sonrisa.

—Curioso —dijo Myron.

—¿Qué es curioso?

—Siempre contratas azafatas espectaculares.

Win frunció el entrecejo.

—Por favor. Prefiere que la llamen asistenta de vuelo.

—Perdona mi torpe insensibilidad.

—Intenta ser un poco más tolerante —dijo Win—: adivina cómo se llama.

—¿Tawny?

—Cerca. Candi. Con i latina. Y no le pone el punto. Le dibuja un corazón encima.

Win podía ser más cerdo, pero resultaba difícil imaginar cómo.

Myron se sentó. La voz del piloto sonó en el sistema de megafonía. Se dirigió a ellos por el nombre, y después despegó. Un avión privado. Un yate. Algunas veces era agradable tener amigos ricos.

Cuando llegaron a la altitud de crucero, Win abrió lo que parecía una caja de puros y sacó un móvil.

—Llama a tus padres —dijo.

Myron permaneció callado por un momento. Le invadió una nueva oleada de culpa, que le coloreó las mejillas. Asintió, cogió el móvil, marcó el número. Sujetó el móvil con demasiado fuerza.

Atendió su madre.

—Mamá… —dijo Myron.

Su madre comenzó a llorar. Consiguió llamar a su padre, que cogió el supletorio en la planta baja.

—Papá…

Y entonces él también comenzó a llorar. Llanto estereofónico. Myron se apartó el teléfono del oído por un momento.

—Estaba en el Caribe —explicó—, no en Beirut.

Una explosión de risas por parte de ambos. Después más llantos. Myron observó a Win. Éste permaneció impasible. Myron puso los ojos en blanco, pero por supuesto también estaba complacido. Quéjense todo lo que quieran, ¿a quién no le gusta que le quieran de esta manera?

Sus padres comenzaron una charla insensata; insensata a posta, sospechó Myron. Aunque podían ser unos plastas, sus padres tenían la maravillosa capacidad de saber cuándo no debían preguntar. Consiguió explicar dónde había estado. Escucharon en silencio. Después su madre preguntó:

—¿De dónde nos llamas ahora?

—Desde el avión de Win.

Ahora exclamaciones en estéreo.

—¿Qué?

—La compañía de Win tiene un avión privado. Te acabo de decir que él me recogió…

—¿Estás llamando desde su teléfono?

—Sí.

—¿Tienes idea de lo que cuesta?

—Mamá…

Pero la charla sin sentido se acabó deprisa. Cuando Myron colgó unos segundos después, se echó hacia atrás. La culpa reapareció como una ducha helada.

Sus padres ya no eran jóvenes. No lo había pensado antes de largarse. No había pensado en un montón de cosas.

—No tendría que haberles hecho esto —dijo Myron—, y tampoco a ti.

Win se removió en el asiento; un lenguaje corporal que en su caso era todo un detalle. Candi apareció de nuevo. Bajó una pantalla y apretó un interruptor, apareció una película de Woody Allen. La última noche de Boris Grushenko. Ambrosía para la mente. La vieron sin hablar. Cuando acabó, Candi le preguntó a Myron si quería darse una ducha antes de aterrizar.

—¿Perdón? —dijo Myron.

Candi soltó una risita, lo llamó tontorrón y se alejó.

—¿Una ducha?

—Hay una en la parte de atrás —dijo Win—. También me tomé la libertad de traerte una muda.

—Eres un buen amigo.

—Lo soy, tontorrón.

Myron se duchó y se vistió, y después todos se abrocharon los cinturones de seguridad para la aproximación. El avión descendió sin demora, con un aterrizaje tan perfecto que podría haber sido coreografiado por los Temptations. Una limusina los aguardaba en la pista. Cuando descendieron del avión, el aire parecía extraño y desconocido, como si hubiesen estado visitando otro planeta en lugar de otro país. También llovía con fuerza. Bajaron la escalerilla a la carrera y entraron en la limusina, que ya tenía las puertas abiertas.

Se sacudieron un poco.

—Supongo que te quedarás conmigo —dijo Win.

Myron había estado viviendo en un ático en Spring Street con Jessica. Pero eso era antes.

—Si te va bien.

—Me va bien.

—Podría irme con mis padres…

—Acabo de decir que me va bien.

—Me buscaré un lugar.

—No hay prisa —dijo Win.

La limusina se puso en marcha. Win unió los dedos para formar una capillita. Siempre lo hacía. Quedaba muy bien. Con los dedos unidos, apoyó los índices en los labios.

—No soy la mejor persona con quien hablar de estos temas —dijo—, pero si quieres hablar de Jessica, Brenda o lo que sea…

Separó los dedos, e hizo un gesto con la mano derecha. Win lo intentaba. Los asuntos del corazón no eran su fuerte. Sus sentimientos respecto a las relaciones románticas podían ser calificados objetivamente como «deplorables».

—No te preocupes —manifestó Myron.

—Entonces de acuerdo.

—De todas maneras, gracias.

Un asentimiento rápido.

Después de una década de luchar con Jessica —años de estar enamorado de la misma mujer, pasar por una ruptura importante, volver a encontrarse, dudar, crecer hasta reunirse de nuevo—, se había acabado.

—Echo de menos a Jessica —dijo Myron.

—Creía que no íbamos a hablar de ello.

—Lo siento.

Win se removió de nuevo en el asiento.

—No, continúa.

Como si hubiese preferido que le hicieran un tacto rectal.

—Es que… supongo que una parte de mí siempre estará enredada en Jessica.

Win asintió.

—Como algo en un fallo mecánico.

Myron sonrió.

—Sí. Algo así.

—Entonces amputa el miembro y déjalo atrás.

Myron miró a su amigo.

Win se encogió de hombros.

—He estado mirando Sally Jessy en los ratos libres.

—Ya se nota —afirmó Myron.

—El episodio titulado «Mamá me quitó el anillo del pezón» —dijo Win—. No me avergüenza decir que me hizo llorar.

—Es bueno ver que te pones en contacto con tu lado sensible. —Como si Win lo tuviese—. ¿Qué viene a continuación?

Win consultó su reloj.

—Tengo un contacto en las celdas del juzgado de Bergen County. Ya tendría que estar allí.

Apretó el botón del altavoz y marcó unos números. Escucharon el timbre del teléfono. Después de dos timbrazos una voz respondió:

—Schwartz.

—Brian, soy Win Lockwood.

El habitual silencio reverente cuando se escucha ese nombre. Luego:

—Hola, Win.

—Necesito un favor.

—Di.

—Esperanza Díaz. ¿Está ahí?

Una breve pausa.

—No lo has oído de mí —dijo Schwartz.

—¿Oír qué?

—Vale, siempre que nos entendamos mutuamente. Sí, está aquí. La trajeron esposada hace un par de horas. Todo muy de tapadillo.

—¿Por qué de tapadillo?

—No lo sé.

—¿Cuándo será procesada?

—Supongo que mañana por la mañana.

Win miró a Myron. Éste asintió. Esperanza permanecería detenida toda la noche. No era una buena señal.

—¿Por qué la detuvieron tan tarde?

—No lo sé.

—¿Viste cómo la traían esposada?

—Sí.

—¿No le permitieron entregarse por su cuenta?

—No.

De nuevo los dos amigos se miraron el uno al otro. El arresto a última hora. Las esposas. La noche en la celda. Alguien en la oficina del fiscal estaba cabreado e intentaba dejar las cosas muy claras. No era nada bueno.

—¿Qué más puedes decirme? —preguntó Win.

—No mucho. Como dije, llevan todo esto muy a la chita callando. El fiscal ni siquiera lo ha comunicado a los medios. Pero lo hará. Con toda probabilidad antes de las noticias de las once. Un anuncio rápido, sin tiempo para preguntas, esa clase de cosas. Demonios, yo ni siquiera me hubiese enterado de no haber sido un gran aficionado.

—¿Un gran aficionado?

—A la lucha profesional. Verás, la reconocí de sus viejos días de luchadora. ¿Sabías que Esperanza Díaz era la Pequeña Pocahontas, la princesa india?

Win miró a Myron.

—Sí, Brian, lo sabía.

—¿De verdad? —Brian estaba ahora muy excitado—. La Pequeña Pocahontas era mi gran preferida. Una gran luchadora. De primera clase. Entraba en el cuadrilátero con aquel pequeño bikini de ante, y después comenzaba a luchar contra las otras tías, tías muy grandes, revolcándose por el suelo y hacía cosas, lo juro por Dios, era tan caliente que se me derretían hasta las uñas.

—Gracias por la imagen —dijo Win—. ¿Algo más, Brian?

—No.

—¿Sabes quién es su abogada?

—No. —Después—: Ah, otra cosa. Tiene a alguien más o menos con ella.

—¿Más o menos con ella, Brian?

—Afuera. En la escalinata del juzgado.

—No estoy seguro de entenderte —dijo Win.

—Afuera, bajo la lluvia. Está sentada allí. Si no supiese que no es posible, juraría que es la vieja compañera de equipo de la Pequeña Pocahontas. Mamá Gran Jefe. ¿Sabías que Mamá Gran Jefe y la Pequeña Pocahontas fueron el equipo campeón intercontinental tres años seguidos?

Win suspiró.

—No me digas.

—Vete a saber lo que significa intercontinental. Me refiero a ¿qué es intercontinental? No estoy hablando de ahora, de hace cinco u ocho años, como mínimo. Pero, tío, eran impresionantes. Grandes luchadoras. Hoy, bueno, la liga ya no tiene clase.

—Mujeres que luchan vestidas con bikini —dijo Win—. Ya no las hacen como antes.

—Eso es. Demasiadas falsificaciones, pechos de silicona, al menos es como lo veo. Una de ellas va a caer sobre el estómago y bum, las tetas revientan como un neumático viejo. Así que ahora ya no lo sigo mucho. Quizá si estoy haciendo zapping y algo me llama la atención puede que eche un vistazo…

—Hablabas de una mujer bajo la lluvia.

—Correcto, Win, vale, lo siento. En cualquier caso, está allí, sea quien sea. Sentada en los escalones. Los polis le preguntaron qué estaba haciendo. Dijo que estaba esperando a su amiga.

—¿Así que está allí ahora mismo?

—Sí.

—¿Qué aspecto tiene, Brian?

—Como el Increíble Hulk. Sólo que da más miedo. Y quizás es más verde.

Win y Myron intercambiaron una mirada. No había duda. Mamá Gran Jefe también conocida como Big Cyndi.

—¿Alguna cosa más, Brian?

—No, en realidad no. —Después preguntó—: ¿Así que conoces a Esperanza Díaz?

—Sí.

—¿En persona?

—Sí.

Un silencio de asombro.

—Jesús, tú sí que has vivido, Win.

—Así es.

—¿Crees que podrías conseguirme su autógrafo?

—Haré todo lo que pueda, Brian.

—¿Quizás una foto autografiada? ¿De la Pequeña Pocahontas en bikini? Soy un gran aficionado.

—Ya lo veo, Brian. Adiós.

Win colgó y se reclinó en el asiento. Se volvió hacia Myron, que asintió. Win cogió el intercomunicador y le dijo al chófer que los llevase al juzgado.

El último detalle

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