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Elizabeth, Nueva Jersey


Ya estaban cerca del cementerio.

Philip McGuane estaba en el asiento trasero de su Mercedes de encargo, una limusina de cuatrocientos mil dólares con blindaje lateral y ventanillas a prueba de balas de una sola pieza, y miraba cómo discurrían velozmente los restaurantes de comida rápida, las tiendas vulgares y los avejentados locales de striptease. Con la mano derecha sujetaba un whisky con soda servido en el bar del coche. Miró fijamente el líquido color ámbar. No se movía y le sorprendió.

—¿Se encuentra bien, señor McGuane?

McGuane se volvió hacia su acompañante. Fred Tanner era muy alto, casi tan alto y resistente como uno de esos edificios de piedra rojiza. Sus manos eran como tapaderas de alcantarilla, los dedos como salchichas, y tenía una mirada de confianza absoluta en sí mismo. Tanner era de la vieja escuela: traje de alpaca brillante y aquel ostentoso anillo en el meñique del que nunca se desprendía, una joya de oro chabacana y desproporcionada a la que daba vueltas y manoseaba cuando hablaba.

—Estoy bien —mintió McGuane.

La limusina tomó la salida en la Autopista 22 en Parker Avenue y Tanner continuó jugueteando con el anillo. Tenía cincuenta años y era quince años mayor que su jefe. Su cara era un monumento cuarteado de planos ásperos y ángulos duros y llevaba el pelo pulcramente cortado a cepillo. McGuane sabía que Tanner trabajaba muy bien: era un hijo de puta frío, disciplinado y asesino para quien la compasión era un concepto tan importante como el feng shui. Tanner era un experto utilizando aquellas manazas o bien toda una panoplia de armas de fuego. Se había enfrentado a algunos de los tipos más desalmados y siempre había salido victorioso.

Pero McGuane sabía que aquello comenzaba a tomar un cariz totalmente distinto.

—Bueno, ¿quién es este hombre? —preguntó Tanner.

McGuane meneó la cabeza. Vestía un traje a medida de Joseph Abboud y tenía alquiladas tres plantas de oficinas en Manhattan Oeste. En otra época lo habrían llamado «consigliore» o «capo» o una tontería por el estilo, pero ya había pasado esa época (hacía mucho tiempo, por más que Hollywood se empeñe en hacernos creer que no) de guaridas y suites de velvetón, tiempos que sin duda Tanner seguía añorando; ahora todo funcionaba gracias a oficinas con secretaria y nómina centralizada por ordenador; se pagaban impuestos y se dirigían negocios legales.

Pero no eran mejores.

—¿Y por qué tenemos que ir allí? —insistió Tanner—. Debería ser él quien viniera a verlo, ¿no?

El señor McGuane no contestó. Tanner no lo entendería.

Si El Espectro dice que vayas a verlo, hay que ir, seas quien seas, porque negarse significa que El Espectro viene a por ti. McGuane tenía un excelente servicio de seguridad, buenos vigilantes, pero El Espectro le superaba: tenía paciencia, seguía los pasos y aguardaba la ocasión para tropezarse a solas contigo. Eso se sabía.

No; era mejor acabar de una vez acudiendo a la cita.

A una manzana del cementerio, la limusina se detuvo.

—Ya sabes lo que te he dicho —dijo McGuane.

—Sí, ya he puesto un hombre allí.

—Que no se deje ver si yo no hago la señal.

—De acuerdo. Tal como dijimos.

—No lo subestiméis.

Tanner cogió el picaporte y el sol hizo brillar su anillo.

—Perdone, señor McGuane, pero es un tipo corriente, con sangre roja como todos, ¿no?

McGuane no estaba muy seguro.

Tanner bajó de la limusina con un movimiento grácil para un hombre de su envergadura. McGuane se sentó detrás y dio un largo trago de whisky. Era uno de los hombres más poderosos de Nueva York y ese puesto en la cumbre no se alcanza sin ser un cabrón astuto y despiadado. Si das muestras de debilidad, estás perdido; si eres flojo, mueres. Tan sencillo como eso.

Y sobre todo, nunca hay que dar marcha atrás.

McGuane sabía eso como todo el mundo, pero en aquel momento lo que más deseaba era echar a correr, recoger todo lo que pudiera y esfumarse.

Como su viejo amigo Ken.

Miró a los ojos del chófer en el retrovisor, lanzó un profundo suspiro y le dirigió una inclinación de cabeza. El coche reanudó la marcha, dobló a la izquierda y cruzó las puertas del cementerio Wellington; en cuanto las ruedas hicieron crujir la grava, McGuane dijo al conductor que parase. McGuane se bajó y fue hacia la ventanilla.

—Te llamaré cuando te necesite.

El chófer asintió con la cabeza y arrancó.

McGuane se quedó solo.

Se alzó el cuello de la chaqueta y barrió con la vista el cementerio preguntándose qué escondite habrían elegido Tanner y su hombre para acechar; probablemente cerca del sitio del encuentro, detrás de un árbol o un arbusto. Si estaban bien escondidos no lograría verlos.

Era un día claro y el viento cortaba como una guadaña. Se encogió de hombros. El ruido del tráfico de la Autopista 22 rebasaba las pantallas sónicas y serenaba a los muertos. Le llegó una ráfaga de olor a algo recién asado y pensó por un instante en la cremación.

No había rastro de nadie.

McGuane encontró la senda y dobló a la izquierda. A medida que pasaba por delante de las tumbas miraba inconscientemente las fechas de nacimiento y defunción, calculando edades y preguntándose de qué habrían muerto los niños. Se quedó indeciso un instante al ver un apellido conocido: Daniel Skinner, muerto a los trece años. Adornaba la lápida la escultura de un ángel sonriente: McGuane ahogó la risa al verla pensando en el abusón de Skinner que atormentaba constantemente a un compañero de cuarto grado. Pero el 11 de mayo —tal como rezaba la lápida— el de cuarto grado había comparecido con un cuchillo de cocina para defenderse. Su primera y única puñalada le acertó en el corazón.

Adiós, angelito.

McGuane se encogió de hombros e intentó desechar aquel recuerdo.

¿Fue entonces cuando todo comenzó?

Reemprendió la marcha. Continuó en línea recta, torció a la izquierda y aminoró el paso. Escudriñó en torno suyo. Ningún movimiento aún. Allí había más silencio, era una zona más tranquila y verde. Aunque a los inquilinos tanto les daba. Dudó un instante antes de torcer de nuevo a la izquierda para acercarse a la tumba convenida.

Se detuvo. Comprobó el nombre y la fecha y su pensamiento retrocedió en el tiempo. Recapacitó sobre lo que sentía y se dijo que no gran cosa. No se molestó en volver a mirar a su alrededor. El Espectro estaba cerca. Lo presentía.

—Habrías debido traer flores, Philip.

Era una voz suave y melosa con cierto ceceo que le heló la sangre en las venas. McGuane se volvió despacio y miró detrás de él. John Asselta se aproximaba con un ramo de flores en la mano. McGuane retrocedió. Asselta clavó en él sus ojos y McGuane sintió un garfio de hierro en el pecho.

—Cuánto tiempo —dijo El Espectro.

Asselta, el hombre a quien McGuane conocía por El Espectro, se acercó a la tumba. Él se quedó completamente inmóvil. Cuando pasó a su lado sintió que la temperatura descendía treinta grados.

McGuane contuvo la respiración.

El Espectro se arrodilló, depositó delicadamente las flores en el suelo y permaneció un instante con los ojos cerrados. A continuación se levantó y alargó su mano delicada de pianista para acariciar la tumba de forma íntima.

McGuane hacía esfuerzos por no mirar.

La piel de El Espectro era como las cataratas: blancuzca y acuosa. Venas azules como lagrimones teñidos surcaban aquel rostro casi atractivo. Sus ojos eran de un gris profundo casi transparente y su cabeza en forma de bombilla era desmesurada para su espalda estrecha; llevaba recién rapado el cráneo salvo un mechón largo y pardusco que le caía como en cascada en el centro. En sus rasgos había algo delicado, casi femenino, una versión pesadillesca de una muñeca de porcelana.

McGuane retrocedió un paso más.

A veces uno se tropieza con alguien cuya bondad lo deslumbra, pero hay ocasiones en que sucede todo lo contrario: estás con alguien cuya sola presencia te ahoga en un manto de sangre y podredumbre.

—¿Qué quieres? —preguntó McGuane.

El Espectro agachó la cabeza.

—¿Conoces el dicho de que en las trincheras no hay ateos?

—Sí.

—Pues es mentira —replicó El Espectro—. Sucede justamente lo contrario. Estando en una trinchera cara a cara con la muerte sabes con certeza que no hay Dios y eso te hace luchar por sobrevivir y seguir respirando, jurando por lo que sea, porque no quieres morir, porque en el fondo de tu corazón sabes que con la muerte termina el juego y no hay ningún más allá. No hay paraíso, ni Dios. Sólo la nada.

El Espectro alzó la cabeza y lo miró, pero McGuane permaneció imperturbable.

—Te he echado de menos, Philip.

—¿Qué es lo que quieres, John?

—Me parece que lo sabes.

McGuane lo sabía pero no replicó.

—Tengo entendido —prosiguió El Espectro— que estás en apuros.

—¿Qué es lo que has oído?

—Rumores. —El Espectro sonrió. Su boca era como un fino corte de navaja y, al verla, McGuane estuvo a punto de gritar—. Por eso he vuelto.

—Es problema mío.

—Ojalá fuese verdad, Philip.

—¿Qué es lo que quieres, John?

—Esos dos hombres que enviaste a Nuevo México han fracasado, ¿verdad?

—Sí.

—Yo no fallaré —musitó El Espectro.

—Sigo sin saber qué quieres.

—Supongo que estarás de acuerdo en que yo me juego algo en esto.

El Espectro aguardó a que McGuane asintiera con la cabeza.

—Supongo que sí.

—Philip, tú tienes recursos. Acceso a información que yo no tengo —añadió El Espectro mirando la tumba, y McGuane casi pensó por un instante que había en él algo humano—. ¿Estás seguro de que ha vuelto?

—Totalmente seguro —respondió McGuane.

—¿Cómo lo sabes?

—Por alguien de dentro del FBI. Se supone que los que enviamos a Alburquerque debían confirmarlo.

—Subestimaron a su adversario.

—Eso parece.

—¿Sabes adónde ha huido?

—Estamos averiguándolo.

—Pero no con muchas ganas.

McGuane no contestó.

—Preferirías que volviera a desaparecer, ¿verdad?

—Eso simplificaría las cosas.

El Espectro negó con la cabeza.

—Esta vez no —replicó.

Se hizo un silencio.

—Bien, ¿quién puede saber dónde está? —preguntó El Espectro.

—Tal vez su hermano. El FBI citó a Will hace una hora para interrogarlo.

El Espectro mostró interés y alzó la cabeza.

—Interrogarlo, ¿sobre qué?

—Todavía no lo sabemos.

—En ese caso podría ser un buen punto de partida para mí —dijo El Espectro con voz queda.

McGuane asintió a regañadientes y en ese momento El Espectro se le acercó y le tendió la mano. McGuane, paralizado, sintió un estremecimiento.

—¿Tienes miedo de dar la mano a un viejo amigo, Philip?

Lo tenía. El Espectro se aproximó más y la respiración de McGuane se aceleró, indeciso sobre si hacer la señal a Tanner.

Una bala. Una bala podría acabar con aquello.

—Dame esa mano, Philip.

Era una orden y McGuane obedeció. Casi contra su voluntad despegó despacio la mano del costado. Sabía que El Espectro mataba. A muchos, y a sangre fría. Era la Muerte, no un simple asesino; la Muerte en persona, como si un simple contacto por su parte fuese un aguijonazo que atraviesa la piel y llega a la sangre infundiendo un veneno que penetra en el corazón como aquel cuchillo de cocina que había esgrimido hacía tantos años.

McGuane desvió la mirada.

El Espectro se acercó aún más y le estrechó la mano. McGuane reprimió un grito, intentó zafarse del pegajoso apretón, pero El Espectro lo mantuvo.

McGuane sintió en ese momento que algo frío y punzante se le hundía en la palma de la mano.

El apretón se intensificó. McGuane lanzó un grito ahogado de dolor. Lo que fuera que El Espectro ocultaba en la mano se le clavaba en los tendones como una bayoneta. El apretón se cerró un poco más. McGuane cayó con una rodilla en el suelo.

El Espectro esperó hasta que McGuane alzó la vista. Las miradas de los dos hombres se encontraron. McGuane estaba seguro de que sus pulmones dejarían de respirar y de que sus órganos se parecían uno por uno. El Espectro aflojó la mano. Dejó en la de McGuane el objeto punzante y lo rodeó con los dedos. Finalmente, lo soltó y dio un paso hacia atrás.

—Puede ser un viaje sin retorno, Philip.

—¿Qué demonios quiere decir eso? —dijo McGuane casi sin resuello.

Pero El Espectro le dio la espalda y se alejó. McGuane bajó la vista y abrió la mano.

En la mano, reluciendo a la luz del sol, tenía el anillo de oro del meñique de Tanner.

Por siempre jamás

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