Читать книгу Por siempre jamás - Харлан Кобен - Страница 8

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La nota que me dejó Sheila era breve y cariñosa:


Siempre te querré.

S.


No había vuelto a la cama. Yo pensé que iba a pasarse la noche mirando por la ventana; el silencio no volvió a romperse hasta que oí la puerta cuando salió hacia las cinco de la mañana. No me sorprendió la hora porque ella madrugaba bastante, era la clase de persona que me recordaba ese antiguo anuncio del ejército que afirma que se hacen más cosas antes de las nueve que la mayoría de la gente en todo el día. Ya me entienden: la clase de mujer que hace que uno a su lado se sienta un gandul y la adore por ello.

Sheila me dijo en cierta ocasión —tan sólo una vez— que estaba acostumbrada a levantarse pronto por los muchos años que había trabajado en el campo. Yo le pedí más detalles pero eso fue cuanto dijo. Su pasado era una raya en la arena que era peligroso cruzar.

Más que preocuparme, su comportamiento me intrigaba.

Me duché y me vestí. Tenía en el cajón del escritorio la foto de mi hermano. La saqué y la estuve examinando durante un buen rato. Sentía un vacío en el pecho y, aunque mi mente divagaba y fantaseaba, una idea fija predominaba:

Ken se había escapado.


Quizá se pregunten por qué me había convencido todos aquellos años de que estaba muerto. Confieso que, en parte, era por una intuición anticuada mezclada con una esperanza ciega. Yo quería a mi hermano y sabía cómo era. No era perfecto. Ken se dejaba llevar por la cólera y se crecía en los enfrentamientos. Ken estaba mezclado en algo turbio, pero no era un asesino. Estaba seguro.

Pero había algo más en la teoría de la familia Klein aparte de esa fe singular. En primer lugar, ¿cómo podía Ken haber sobrevivido como un fugitivo, él que no tenía más que ochocientos dólares en el banco? ¿De dónde pudo sacar recursos para escabullirse de la orden de captura internacional? ¿Y qué motivos podía haber tenido para matar a Julie? ¿Cómo es que no se había puesto en contacto con nosotros durante aquellos once años? ¿Por qué estaba tan nervioso cuando vino por última vez a casa? ¿Por qué me dijo que corría peligro? Y ahora que lo pienso, ¿por qué no lo forcé a contarme más?

Pero lo peor —o lo más consolador, depende del punto de vista— era la sangre hallada en el escenario del crimen. Parte de ella era de Ken. En el sótano había una gran mancha de sangre suya y en un cobertizo del patio trasero de los Miller se descubrieron rastros en un seto. La teoría de la familia Klein era que el verdadero asesino había matado a Julie y herido gravemente (y finalmente matado) a mi hermano. La teoría de la policía era más simple: Julie se había defendido.

Había algo más que corroboraba la teoría de la familia, algo directamente atribuible a mí, que era, supongo, por lo que nadie se tomaba en serio nuestra teoría.

Aquella misma noche, yo vi a un hombre merodear cerca de la casa de los Miller.

Ya he dicho que este dato las autoridades y la prensa no lo tomaron en cuenta, porque, evidentemente, después de todo, yo estaba interesado en exculpar a mi hermano, mientras que es crucial para entender por qué nosotros creíamos en su muerte. Las opciones que se nos presentaban eran: que mi hermano había matado a una encantadora joven sin motivo y que luego hubiese vivido escondido once años sin recursos visibles (eso, no hay que olvidarlo, dejando aparte la amplia cobertura de los medios y la intensa búsqueda policial), o bien que había tenido una relación sexual consentida con Julie Miller (por las abrumadoras pruebas físicas) y que el lío en que estuviera metido y quien lo hubiese aterrorizado de aquel modo, tal vez el hombre que yo vi fuera de la casa de Coddington Terrace aquella noche, habían logrado implicarlo en un asesinato teniendo buen cuidado de que su cadáver no apareciese.

No digo que fuese una explicación perfecta, pero nosotros conocíamos a Ken y sabíamos que él no había hecho lo que se le imputaba. ¿Qué otra alternativa teníamos?

Había quien daba crédito a nuestra teoría, pero la mayoría se comportaba como esos necios que piensan que Elvis y Jimi Hendrix están en una de las islas Fiyi tocando música. Los reportajes de televisión difundieron las consabidas tonterías que cabe esperar del medio. A medida que pasaba el tiempo me volví menos activo en mi defensa de Ken. Aunque suene egoísta, yo quería vivir, seguir mi carrera. No quería convertirme en el hermano de un famoso asesino fugitivo.

Estoy seguro de que en Covenant House me aceptaron con reservas. No se lo reprocho. Aunque soy director, mi nombre no aparece en el membrete y se evita mi presencia en las campañas de recogida de fondos. Mi trabajo tiene lugar estrictamente entre bastidores. Y en general no me importa.

Miré otra vez la foto de alguien tan conocido y al mismo tiempo tan desconocido para mí.

¿No habría mentido mi madre desde el principio?

¿Había estado ayudando a Ken mientras que a papá y a mí nos decía que había muerto? Ahora que lo pienso fue mi madre quien más insistió en la teoría de que había muerto. ¿Le habría mandado dinero a escondidas todos esos años? ¿Conocía Sunny desde el principio su paradero?

Eran preguntas que hacerse.

Aparté la vista y abrí un armarito de la cocina. Había decidido no ir a Livingston aquella mañana; la idea de permanecer un día más en aquella casa-ataúd me sacaba de quicio, y tenía que trabajar; estaba seguro de que mi madre, además de entenderlo, me habría apoyado. Así que me serví un tazón de cereales Golden Grahams y marqué el número del buzón de voz de Sheila en la oficina, le dije que la quería y que me llamase.

Mi apartamento —bueno, ahora es nuestro apartamento— está en el cruce de la Calle 24 con la Novena Avenida, cerca del Hotel Chelsea. Generalmente camino las diecisiete manzanas en dirección norte hasta Covenant House, que está en la Calle 41, no lejos de la autopista del West Side, un barrio que era una zona ideal para jóvenes huidos de casa antes de que hicieran la limpieza de la Calle 42, una repugnante zona de degradación a la vista de todo el mundo. La Calle 42 era una especie de antesala del infierno donde se daba cita un comercio amoroso grotesco de diversas especies. Trabajadores que acudían de la periferia y turistas se cruzaban con prostitutas, camellos, proxenetas, tiendas de psicodelia y cines de pornografía, y al final del recorrido acababan excitados o deseando darse una ducha y ponerse una inyección de penicilina. En mi opinión era una degradación tan asquerosa, tan deprimente, que resultaba agobiante. Soy un hombre, sé lo que son la lujuria y el deseo, como cualquier otro, pero nunca he entendido cómo alguien puede confundir el erotismo con esas guarras desdentadas adictas al crack.

El saneamiento de la ciudad dificultó en cierto sentido nuestro trabajo. Antes, la furgoneta de recogida de Covenant House sabía por dónde hacer la ronda, mientras que ahora los jóvenes campaban por todas partes y nuestro cometido resultaba más ambiguo, pero lo peor de todo era que la ciudad estaba limpia únicamente en apariencia. La llamada gente decente, esos empleados y turistas de que hablaba antes, no se veían expuestos ahora a deambular ante escaparates con el cartel de SÓLO ADULTOS o marquesinas destartaladas con anuncios de títulos pornográficos grotescos como AFEITANDO LOS BAJOS A RYAN o BRAGAS ARDIENTES. Pero semejante sordidez nunca desaparece; la sordidez es como las cucarachas: pervive escondida en madrigueras. Yo creo que es imposible acabar con ella.

Y esconder la sordidez tiene sus aspectos negativos, porque cuando está a la vista puede uno despreciarla y sentirse superior; es muy humano y para muchos un desahogo. Otra ventaja de la sordidez al descubierto es la de: ¿qué es preferible, una agresión visible o un peligro subrepticio que acecha como una serpiente oculta entre las matas? Finalmente —quizá resulte un análisis prolijo por mi parte— no puede haber cabeza sin cola, arriba sin abajo, ni estoy seguro de que haya luz sin sombra, limpieza sin suciedad, bien sin mal.

El primer bocinazo no me hizo volver la cabeza. Vivo en Nueva York y no oír bocinazos cuando caminas equivaldría a no sentir el agua cuando nadas. Así que no me volví hasta que oí la voz conocida decir: «Eh, gilipollas», al tiempo que la furgoneta de Covenant House se detenía con un frenazo. Su único ocupante era Cuadrados, sentado al volante. Bajó el cristal de la ventanilla y se quitó las gafas de sol.

—Sube —dijo.

Abrí la portezuela y monté de un brinco. La furgoneta de ayuda olía a tabaco, a sudor y levemente a los bocadillos de mortadela que repartíamos de noche. Había todo tipo de manchas en la alfombrilla, la guantera era una especie de cueva y los asientos estaban desfondados.

—¿Qué demonios hacías? —preguntó Cuadrados sin apartar la vista de la carretera.

—Ir al trabajo.

—¿Por qué?

—Terapia —contesté.

Squares asintió con la cabeza. Se había pasado la noche al volante de la furgoneta cual ángel redentor en busca de jóvenes desvalidos y su aspecto era deplorable, pero, claro, tampoco habría empezado muy entero. Iba peinado al estilo Aerosmith de los ochenta, con raya en medio, y tenía el pelo bastante sucio; creo que tampoco lo había visto nunca bien afeitado y menos con una barba cuidada o un ligero sombreado de dejadez atractivo a lo Miami Vice; los trozos de piel visibles eran marcas de viruela, llevaba unas botas de trabajo tan desgastadas que parecían blancas, sus pantalones vaqueros parecían haber sido arrastrados por un búfalo de las praderas y ostentaba una panza que le confería el poco deseable aspecto de fontanero derrengado. Por su manga subida asomaba un paquete de Camel. Tenía los dientes amarillos por el tabaco.

—Estás hecho una mierda —dijo.

—Eso quiere decir algo, viniendo de ti —repliqué.

Mi respuesta le hizo gracia. Lo llamábamos Cuadrados, como abreviatura de los cuatro cuadrados que tatuaban su frente, dos y dos superpuestos, como las divisiones cuadrangulares de ciertas canchas de juego. Como ahora se había convertido en un maestro de yoga, con vídeos editados y una cadena de escuelas, muchos suponían que el tatuaje era algún tipo de símbolo hindú con determinado simbolismo. Pero no era eso.

En su día había sido una cruz gamada. Le había añadido cuatro líneas para cerrarla.

Era algo de su pasado que yo no acababa de entender porque Cuadrados es probablemente la persona menos polémica que he conocido, y también probablemente mi mejor amigo. La primera vez que me habló del origen de los cuadrados me quedé de una pieza. Nunca me explicó el motivo, ni buscó disculparse; él, igual que Sheila, nunca hablaba de su pasado. Otros dan pelos y señales. Ahora lo entiendo mejor.

—Gracias por las flores —dije.

Cuadrados guardó silencio.

—Y por venir —añadí.

Había acudido al entierro en la furgoneta de Covenant House con un grupo de amigos que componían más o menos el contingente de asistentes ajenos a la familia.

—Sunny era estupenda —dijo.

—Sí.

Se hizo otro silencio y Cuadrados añadió:

—Pero qué asistencia de mierda.

—Gracias por señalármelo.

—Por Dios, hombre, ¿cuánta gente había?

—Eres un consuelo, Cuadrados. Gracias, tío.

—¿Quieres consuelo? Pues que sepas que la gente es gilipollas.

—Espera, que cojo un boli y lo apunto.

Silencio. Cuadrados se detuvo ante un semáforo y me miró a hurtadillas. Tenía los ojos enrojecidos. Sacó de la manga remangada el paquete de cigarrillos.

—¿Quieres contarme qué te pasa?

—Pues, mira, resulta que el otro día se murió mi madre.

—De acuerdo. No me lo cuentes —dijo.

El semáforo se puso verde y la furgoneta arrancó. Me vino a la mente la visión de mi hermano en la fotografía.

—Cuadrados.

—Dime.

—Creo que mi hermano está vivo —dije.

Cuadrados no dijo palabra; sacó un cigarrillo de la cajetilla y se lo puso en la boca.

—Vaya epifanía —comentó.

—Epifanía —repetí asintiendo con la cabeza.

—Es que voy a cursillos nocturnos —añadió—. ¿Y a qué viene de pronto ese cambio de ánimo?

Dejó la furgoneta en el pequeño aparcamiento de Covenant House. Solíamos aparcar en la calle pero la gente rompía la ventanilla o la cerradura y se metía dentro para dormir. No llamábamos a la policía, claro, pero el gasto de cristales y de cerraduras era tal que durante un tiempo decidimos dejarla abierta para que se guareciera en ella quien quisiera. Por la mañana, el primero que llegaba al trabajo daba unos golpes en la chapa, los inquilinos nocturnos pillaban el mensaje y se largaban.

Pero hubo que desistir también de este método porque la dejaban —me ahorraré detalles— hecha un asco. Los sin techo no son precisamente de lo más exquisito: vomitan, ensucian, muchas veces no encuentran váter. No digo más.

Antes de bajarnos de la furgoneta reflexioné sobre cómo enfocarlo.

—Voy a hacerte una pregunta.

Cuadrados aguardó.

—Nunca me has comentado qué piensas tú de lo que sucedió con mi hermano —dije.

—¿Eso es una pregunta?

—Bueno, una observación. La pregunta es: ¿por qué?

—¿Por qué nunca te he dicho lo que imagino que le sucedió a tu hermano?

—Eso es.

—Porque nunca me lo preguntaste —respondió Cuadrados encogiéndose de hombros.

—Pero hemos hablado mucho de ello.

Cuadrados volvió a encogerse de hombros.

—Bien; te lo pregunto ahora —dije—. ¿Crees que está vivo?

—Desde siempre.

Así, por las buenas.

—Así que tanto como hemos hablado de ello y tantas veces como te he presentado argumentos convincentes en contra...

—No acababa de ver claro si intentabas convencerme a mí o querías autoconvencerte.

—¿No te creíste mis argumentos?

—No —respondió—. Nunca.

—Pero tú no me llevabas la contraria.

Cuadrados dio una profunda calada al cigarrillo.

—Porque tu fantasía no hacía mal a nadie.

—Ojos que no ven, corazón que no siente, ¿verdad?

—Sí, suele ser así.

—Pero ciertos razonamientos eran sólidos.

—Porque te los crees tú.

—¿A ti no te lo parecen?

—No me lo parecen —replicó Cuadrados—. Decías que tu hermano no tenía recursos para andar por esos mundos escondiéndose, cuando para eso no se necesitan recursos. Mira esos chicos sin hogar que vemos a diario. Si alguno de ellos quisiera desaparecer, lo haría en un instante.

—Pero contra ellos no hay orden internacional de búsqueda y captura.

—Orden internacional —repitió Cuadrados en tono de desdén—. ¿Tú crees que todos los polis del mundo se levantan pensando en tu hermano?

Tenía razón; sobre todo ahora que me daba cuenta de que a lo mejor había recibido ayuda monetaria de mi madre.

—Sería incapaz de matar a nadie.

—Tonterías —replicó Cuadrados.

—Tú no lo conoces.

—Tú y yo somos amigos, ¿verdad?

—Sí.

—¿Tú puedes creerte que yo antes quemaba cruces y gritaba: «Heil Hitler!»?

—Es distinto.

—No lo es. —Bajamos de la furgoneta—. Una vez me preguntaste por qué me cambié el tatuaje, ¿lo recuerdas?

Asentí con la cabeza.

—Y me contestaste que me fuera a la mierda —añadí.

—Exacto. Pero la verdad es que podía habérmelo borrado con láser o disimulármelo mejor; pero lo conservo porque me sirve de recordatorio.

—¿De qué? ¿Del pasado?

—De las posibilidades —dijo Cuadrados enseñando los dientes amarillos.

—No sé qué quieres decir.

—Porque eres un negado.

—Mi hermano era incapaz de violar y matar a una mujer inocente.

—Hay escuelas de yoga que enseñan mantras —replicó Cuadrados—. Pero no por repetir una cosa mil veces resulta verdad.

—Hoy estás muy profundo —dije.

—Y tú estás muy gilipollas —replicó apagando el cigarrillo—. ¿Vas a decirme por qué has cambiado de opinión?

Estábamos a punto de cruzar la puerta.

—Vamos a mi oficina —dije.

Dejamos de hablar nada más entrar. La gente piensa encontrarse con una pocilga, pero nuestro centro de acogida dista mucho de serlo. Nuestra filosofía es que debe ser un lugar que cualquiera pueda considerar aceptable para su propio hijo si se encontrara en apuros. A los patrocinadores al principio les chocó este enfoque —como todos los albergues de beneficencia, éste les queda muy lejos—, pero también hay necesitados donde ellos viven.

Estábamos los dos callados porque en Covenant House concentramos nuestros cinco sentidos en los chicos. Es lo menos que puede hacerse por ellos; por una vez en sus desgraciadas vidas son lo que más importa. Saludamos a todos como si fuesen —me perdonarán que me exprese así— hermanos perdidos durante mucho tiempo. Los escuchamos. Les estrechamos la mano y los abrazamos. Los miramos a los ojos, nunca por encima del hombro, y los miramos de frente serenamente, porque si intentas fingir, estos chicos lo captan rápidamente; tienen un sexto sentido. Aquí les damos cariño sin reservas, incondicional. Y lo hacemos a diario. Si no, más vale quedarse en casa. Eso no quiere decir que siempre obtengamos los mejores resultados, ni siquiera casi siempre, porque perdemos más de los que salvamos y las calles vuelven a tragárselos; pero mientras están aquí en el albergue han de encontrarse a gusto. Mientras están aquí se les quiere.

Al entrar en mi despacho vimos que había dos personas esperándonos: una mujer y un hombre. Cuadrados se paró en seco y olfateó el cuarto como un perro de caza.

—Policías —me dijo.

La mujer sonrió y vino a nuestro encuentro mientras el hombre permanecía detrás apoyado en la pared.

—¿Will Klein?

—Soy yo —contesté.

Me enseñó su carnet con ademán ostentoso y el hombre hizo lo propio.

—Mi nombre es Claudia Fisher y mi compañero es Darryl Wilcox. Somos agentes del FBI.

—Federales —comentó Cuadrados alzando los pulgares como si le impresionara que yo mereciera tal atención. Echó un vistazo al carnet y luego a la mujer—. Eh, ¿por qué se ha cortado el pelo?

—¿Usted quién...?

—No se sulfure —la interrumpió Cuadrados.

La agente frunció el ceño y me miró entornando los ojos.

—Quisiéramos hablar con usted. A solas —añadió.

Claudia Fisher era baja y vivaracha; la estudiante-atleta de instituto aplicada pero demasiado recatada, la clase de chica que se divierte pero nunca de manera espontánea. Llevaba el pelo corto y peinado hacia atrás, un poco al estilo de los setenta, pero le sentaba bien. Lucía unos pequeños pendientes de aro y tenía una pronunciada nariz aguileña.

En Covenant House desconfiamos de la ley. No es que yo pretenda proteger a los delincuentes, pero no me apetece contribuir a su captura. Pretendemos que el albergue sea un refugio de paz, y cooperar con la ley afectaría a nuestra fama en las calles, que es nuestra baza principal. Digamos que somos neutrales: una Suiza para los desamparados. Por supuesto, es indudable que mi historia personal, por el modo en que los federales han tratado el caso de mi hermano, no contribuye a que los aprecie.

—Prefiero que él esté presente —dije.

—Él no tiene nada que ver en esto.

—Considérenlo mi abogado.

Claudia Fisher miró a Cuadrados escrutando los vaqueros, el pelo, el tatuaje, mientras él se estiraba unas solapas imaginarias y fruncía las cejas.

Yo fui a mi escritorio y él se dejó caer en el sillón de enfrente y plantó las polvorientas botazas en la mesa. Fisher y Wilcox permanecieron de pie.

—¿Qué desea usted, agente Fisher? —dije abriendo las manos.

—Estamos buscando a una tal Sheila Rogers.

Aquello no me lo esperaba.

—¿Puede decirnos dónde podemos encontrarla?

—¿Por qué la buscan? —pregunté.

—¿Le importaría decirnos dónde está? —replicó Claudia Fisher con una sonrisa condescendiente.

—¿Se encuentra en algún apuro?

—Ahora mismo —hizo una breve pausa y cambió de sonrisa— sólo queremos hacerle unas preguntas.

—¿Sobre qué?

—¿Se niega usted a colaborar con nosotros?

—No me niego a nada.

—Pues entonces díganos, por favor, dónde podemos localizar a Sheila Rogers.

—Me gustaría saber el motivo.

La mujer miró a su compañero y Wilcox asintió levemente con la cabeza. La agente volvió a mirarme.

—A primera hora de hoy, el agente especial Wilcox y yo fuimos al lugar de trabajo de Sheila Rogers en la Calle 18. No estaba. Preguntamos dónde podríamos encontrarla. Su jefe nos informó que había llamado diciendo que estaba indispuesta. Fuimos a su último domicilio conocido. El casero nos dijo que hace meses que se marchó de allí y que su dirección actual era la de usted, señor Klein, 378 Oeste de la Calle 24. Fuimos allí. Sheila Rogers no estaba.

—Qué bien habla —comentó Cuadrados.

—No queremos problemas, señor Klein —dijo ella sin hacerle caso.

—¿Problemas? —pregunté.

—Tenemos que interrogar a Sheila Rogers y rápidamente. Podemos hacerlo por las buenas, pero si opta por no colaborar podemos recurrir a otros medios menos agradables.

—¡Oh!, amenazas —terció Cuadrados frotándose las manos.

—¿Cómo lo prefiere, señor Klein?

—Lo que preferiría es que se marchasen.

—¿Qué sabe usted de Sheila Rogers?

Aquello empezaba a ser absurdo y me dolía la cabeza. Wilcox metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una hoja de papel que entregó a su compañera.

—¿Está al corriente de la ficha delictiva de la señorita Rogers? —preguntó ella.

Traté de mantenerme imperturbable, pero incluso Cuadrados se sorprendió.

La agente comenzó a leer el papel:

—Robo en comercios, prostitución, posesión de droga con intención de venta.

Cuadrados profirió un ruido burlón.

—Cosas de aficionados —dijo.

—Robo a mano armada.

—Va mejorando —comentó Cuadrados con una inclinación de cabeza—. Pero no hay condena, ¿verdad? —añadió mirando al hombre.

—Así es.

—Así que a lo mejor no es culpable.

Fisher volvió a fruncir el ceño mientras yo me mordía el labio inferior.

—Señor Klein.

—No puedo ayudarlos —dije.

—¿No puede o no quiere?

—Déjese de semánticas —repliqué sin amilanarme.

—Vaya, señor Klein, reincidente al parecer.

—¿Qué coño quiere decir con eso?

—Encubrimiento. Primero de su hermano. Ahora de su amante.

—Váyase a la mierda —dije.

Cuadrados me hizo una mueca claramente decepcionado por mi floja réplica.

La agente insistió.

—Usted no se da cuenta —dijo.

—¿De qué?

—De las repercusiones —añadió—. ¿Cómo les sentaría, por ejemplo, a los patrocinadores de Covenant House si lo detuviéramos por, pongamos, complicidad e instigación al delito?

—¿Sabe a quién debería preguntar? —dijo Cuadrados acudiendo en su defensa.

La mujer arrugó la nariz en dirección a él como si fuese algo que acababa de rasparse de la suela del zapato.

—A Joey Pistillo —añadió Cuadrados—. Seguro que Joey lo sabe.

Al oír aquel nombre, los dos agentes se pusieron a la defensiva.

—¿Llevan móvil? —insistió Cuadrados—. Podemos preguntarle ahora mismo.

La agente miró a su compañero y luego a Cuadrados.

—¿Nos está diciendo que usted conoce al subdirector Joseph Pistillo? —preguntó.

—Llámelo —respondió Cuadrados—. Ah, un momento; tal vez no sepa su número directo —añadió estirando el brazo y haciéndole una seña con el dedo para que le pasara el aparato—. ¿Le importa?

La agente le entregó el teléfono y Cuadrados marcó el número y se lo acercó al oído. Se reclinó cómodamente en el asiento sin quitar los pies de la mesa. De haber llevado un sombrero del Oeste, no me habría costado imaginármelo inclinándolo sobre los ojos para echar una siestecita.

—¿Joey? Hola, hombre, ¿cómo estás? —dijo; escuchó un minuto y soltó una carcajada antes de iniciar una réplica jocosa mientras los dos agentes palidecían.

Lo normal es que yo hubiese disfrutado con aquella exhibición de poder porque, entre su pasado y su actual condición de famoso, Cuadrados superaba en un grado a casi todo el mundo, pero mi mente vagaba por otros derroteros.

Al cabo de unos minutos, Cuadrados le dio el móvil a la agente Fisher.

—Joey quiere hablar con usted —dijo.

Los dos agentes del FBI salieron del despacho y cerraron la puerta.

—Tío, los federales —dijo Cuadrados volviendo a alzar los pulgares con gesto de respeto.

—Sí, mira qué contento estoy.

—Vaya sorpresa, ¿no? ¿Quién habría pensado que Sheila estuviera fichada?

—Yo no.

Al volver a entrar, los dos agentes del FBI habían recobrado el color y la mujer tendió el teléfono a Cuadrados con una sonrisa exageradamente cortés.

Cuadrados se lo acercó al oído.

—¿Qué pasa, Joey? —preguntó y escuchó un instante—. De acuerdo —añadió y cortó la comunicación.

—¿Qué sucede? —pregunté.

—Era Joey Pistillo. El jefazo del FBI en la costa Este.

—¿Y qué?

—Que quiere hablar contigo personalmente —respondió Cuadrados desviando la mirada.

—¿Y bien?

—Creo que no nos va a gustar lo que tiene que decirnos.

Por siempre jamás

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