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Cogí una cerveza Brooklyn de la nevera, abrí la puerta corredera de cristal y salí a lo que el agente inmobiliario había calificado optimistamente de «terraza», aunque venía a tener el tamaño de una cuna en la que apenas cabían dos personas de pie. No había sillas, evidentemente, y como era un tercer piso no se gozaba de una gran vista, pero de noche daba el aire y me gustaba.

De noche, Nueva York es una ciudad iluminada e irreal, envuelta en un fulgor azul-negruzco. Quizá sea la ciudad que nunca duerme, pero si se toma como referencia mi calle, la verdad es que no habría tenido dificultades para conciliar el sueño. Los coches aparcados se apretaban unos a otros junto al bordillo, pugnando por conservar la posición en que los habían dejado sus usuarios; los ruidos nocturnos llegaban como un pálpito, como un zumbido, y sólo se oía una musiquilla, algunas voces en la pizzería en la acera de enfrente y el runrún monótono del metro aéreo del West Side, la melodía de Manhattan.

Tenía el cerebro embotado. No sabía qué estaba sucediendo ni lo que iba a hacer. La conversación con la madre de Sheila había aclarado poco y había suscitado más interrogantes, y las palabras de Melissa seguían mortificándome, pero ella sí había planteado algo interesante: ahora que sabía que Ken estaba vivo, ¿qué estaba yo dispuesto a hacer?

Quería encontrarlo, por supuesto.

Quería encontrarlo a toda costa. ¿Y qué? Además de que yo no era un detective a la altura de las circunstancias, si Ken quería que lo encontraran, a quien primero recurriría sería a mí. Buscarlo sólo conduciría al desastre.

Quizá tenía otra prioridad.

Primero, mi hermano había huido. Ahora, había desaparecido mi novia. Fruncí el ceño. Menos mal que no tenía perro.

Estaba a punto de llevarme la botella a los labios cuando lo vi.

Estaba plantado en la esquina a unos cincuenta metros de mi casa, enfundado en una gabardina, con una especie de sombrero tirolés y las manos en los bolsillos. Desde tan lejos, su rostro semejaba un globo blanco brillante sobre fondo oscuro, un círculo sin rasgos en el que no se apreciaban los ojos, pero sabía que me miraba y notaba la intensidad de su mirada. Se podía palpar.

El hombre permanecía inmóvil.

Los escasos peatones que pasaban por la calle sí se movían, como hace la gente de Nueva York: moverse, andar, caminar con algún propósito, y hasta cuando se paran ante un semáforo o porque pasa un coche no dejan de moverse, preparándose. Los neoyorquinos se mueven constantemente. No se están quietos.

Pero aquel hombre parecía una estatua de piedra mirándome. Parpadeé con fuerza. Seguía allí. Le di la espalda y me volví a mirar. Seguía inmóvil. Pero había algo más.

Algo en él me resultaba familiar.

No quise darle mayor importancia; nos separaba una distancia considerable, era de noche y yo no veo muy bien y menos con luz artificial, pero se me erizaron los pelos de la nuca como a un animal que intuye el peligro.

Opté por seguir mirándolo a ver cómo reaccionaba, pero ni se inmutó. Perdí la noción del tiempo que estuvimos así, pero noté que se me helaban las puntas de los dedos, aunque al mismo tiempo sentí crecer en mí una fuerza interior y no aparté la vista de él. El rostro sin rasgos tampoco la apartó.

Sonó el teléfono.

Al fin aparté la mirada de él y vi que mi reloj marcaba casi las once. Era tarde para llamar. Entré sin volver la cabeza y cogí el receptor.

—¿Dormías? —dijo la voz de Cuadrados.

—No.

—¿Damos una vuelta en coche?

Aquella noche, él se encargaba de la furgoneta.

—¿Te has enterado de algo?

—Nos vemos en el estudio dentro de media hora.

Colgó. Yo volví a la terraza, miré hacia la calle y el hombre ya no estaba.


La escuela de yoga se llamaba Cuadrados. Yo, naturalmente, le tomaba el pelo. Cuadrados se había convertido en un sinónimo de Cher o Fabio. La escuela, el estudio o como quiera llamarse, tenía su sede en un edificio de seis pisos en University Place cerca de Union Square y tuvo unos orígenes modestos, anónimos, hasta que una famosa, una estrella del pop muy conocida, «descubrió» a Cuadrados. Se lo contó a sus amistades y unos meses después apareció un artículo en Cosmopolitan y después otro en Elle. Luego, en un momento dado, una empresa importante de información comercial propuso a Cuadrados grabar un vídeo y él, firme partidario de la mercadotecnia, no se hizo de rogar y fue así como nació el Cuadrado Yoga Corporation, marca registrada. El día de la grabación del vídeo, Cuadrados incluso se afeitó.

El resto era historia.

De un día para otro pronto no hubo en Manhattan y aledaños un solo acontecimiento social que se preciara que no contara con la presencia del gurú de moda en mantenimiento físico. Cuadrados rehusaba casi todas las invitaciones pero aprendió pronto a establecer contactos. Casi no le quedó tiempo para dar clases. En la actualidad, si uno quiere seguir un cursillo en su escuela, aunque sean los impartidos por alguno de sus discípulos más jóvenes, tiene que apuntarse a una lista de espera de dos meses como mínimo. Cuadrados cobra veinticinco dólares por clase y es dueño de cuatro estudios, el más pequeño de los cuales acoge a cincuenta alumnos y el mayor a doscientos, y cuenta con una plantilla de veinticuatro profesores en turnos rotatorios. Eran las once y media cuando llegué a la escuela y había aún tres clases en marcha.

Hagan el cálculo.

En el ascensor empecé a oír unos arpegios lastimeros de sitar combinados con un chapoteo de cascadas, una mezcla sonora que a mí me resulta tan tranquilizante como una porra eléctrica a un gato. Lo primero que vi en el vestíbulo fue la tienda de regalos con incienso, libros, lociones, cintas, vídeos, CD y DVD, cristales, cuentas, ponchos y camisetas teñidas a mano. Tras el mostrador había dos seres anoréxicos de veintitantos años vestidos de negro que apestaban a cereales de desayuno. Eternamente jóvenes, cómo no; uno varón y otro mujer, aunque costaba diferenciarlos. Hablaban con voz pausada y tendente al estilo paternalista de un encargado de restaurante de moda recién inaugurado y en sus innumerables piercings abundaban la plata y el turquesa.

—Hola —dije.

—Quítese los zapatos, por favor —replicó el posible varón.

—Ah, sí.

Me descalcé.

—¿Su nombre, por favor? —añadió la posible mujer.

—Vengo a ver a Cuadrados y me llamo Will Klein.

El nombre no les decía nada y pensaron que era nuevo.

—¿Tiene usted cita con el yogui Cuadrados?

—¿El yogui Cuadrados? —repetí.

Me miraron los dos.

—Díganme una cosa: ¿es yogui Cuadrados más elegante que el Cuadrados corriente? —pregunté.

Los jovencitos me miraron muy serios, sorprendidos. Ella tecleó en el ordenador y observaron juntos la pantalla con el ceño fruncido; él cogió el teléfono y marcó un número, la música de sitar aumentó una barbaridad y sentí que se apoderaba de mí un dolor de cabeza insoportable.

—¿Will?

Con la cabeza alta, las clavículas prominentes y atenta al mínimo detalle, una Wanda espléndida y en leotardos hizo su aparición. Además de la profesora número uno de Cuadrados era también su amante desde hacía tres años. Hay que puntualizar que los leotardos eran de color lavanda y le quedaban muy bien. La presencia de Wanda resultaba una visión de impacto: alta, de miembros esbeltos, ágil, hermosa a morir y negra. Negra, sí. Una ironía para quienes estábamos al corriente del origen del tatuaje de Cuadrados.

Me abrazó con calidez de humo de leña mientras yo ardía en deseos de que durase eternamente.

—¿Cómo estás, Will? —preguntó con voz melosa.

—Ya estoy mejor.

Retrocedió un paso para escrutar si decía la verdad. Había asistido al entierro de mi madre y no había secretos entre ella y Cuadrados, del mismo modo que no los había entre Cuadrados y yo, así que, en consecuencia, como si se tratase de una prueba algebraica sobre las propiedades de comunicación, cabía deducir que no había secretos entre ella y yo.

—Está a punto de acabar una clase de respiración Pranayama —dijo.

Asentí.

Ella ladeó la cabeza como si se le hubiera ocurrido alguna cosa.

—¿Tienes un segundo antes de irte? —preguntó tratando de quitarle importancia.

—Claro que sí.

Caminó con paso grave pasillo adelante —Wanda era demasiado armoniosa para caminar simplemente— y yo la seguí sin apartar los ojos de su cuello de cisne. Pasamos por delante de una fuente tan grande y ornamentada que me dieron ganas de echar una moneda; miré furtivamente a una de las aulas con alumnos en absoluto silencio, sólo se les oía respirar profundamente. Parecía un plató de cine: gente despampanante —yo no sé cómo Cuadrados se las arreglaba para encontrar tanta gente estupenda— apretujada en posición de combate, con gesto inexpresivo y piernas abiertas, brazos estirados y rodillas flexionadas en ángulo recto.

Entramos en el despacho que Wanda compartía con Cuadrados a la derecha del pasillo. Ella se sentó en una silla y cruzó las piernas en posición del loto. Yo me senté frente a ella de un modo más convencional aguardando a que hablase, pero vi que cerraba los ojos como tratando de relajarse. Esperé.

—Que conste que yo no te he dicho nada —advirtió.

—Muy bien.

—Estoy embarazada.

—Vaya, enhorabuena —dije haciendo ademán de levantarme para darle un abrazo.

—A Cuadrados no le hace mucha gracia.

—¿Qué quieres decir? —pregunté parándome en seco.

—Está que trina.

—¿Qué?

—A ti no te lo había dicho, ¿verdad?

—No.

—A ti te lo cuenta todo y de esto hace una semana.

Comprendí.

—A lo mejor no me lo ha querido comentar por lo de mi madre —añadí.

—No me salgas con monsergas —replicó mirándome furiosa.

—Bueno, perdona.

Dejó de mirarme y adoptó su semblante imperturbable, que en aquel momento no lo era tanto.

—Yo esperaba darle una alegría.

—Y no se la diste.

—Yo creo que quiere... —parecía no dar con la palabra— que aborte.

Me quedé pasmado.

—¿Te ha dicho eso?

—No me ha dicho nada, pero está haciendo noches extra con la camioneta y dando más clases.

—Te está evitando.

—Sí.

Se abrió la puerta sin ninguna llamada previa y Cuadrados asomó su cara sin afeitar. Dirigió una breve sonrisa a Wanda, que desvió la mirada, y me hizo a mí una señal con el pulgar hacia arriba diciendo:

—Vamos allá.


No hablamos hasta que estuvimos sentados en la furgoneta.

—Te lo ha contado —dijo Cuadrados.

No era una pregunta sino una afirmación, así que no me molesté en contestar sí o no.

—No vamos a hablar de ello —añadió metiendo la llave de contacto.

Era otra aseveración sin necesidad de réplica.

La furgoneta de Covenant House surca la noche directamente hacia sus entrañas. Muchos de nuestros chavales se acercan al albergue pero otros muchos los recogemos con la furgoneta. El trabajo social consiste en conectar con las entrañas sórdidas de la sociedad, localizar a los jóvenes huidos de casa, los golfillos, aquellos a quienes con frecuencia se denomina «desechables». Un crío que vive en la calle es en cierto modo —perdonen la analogía— un hierbajo: cuanto más tiempo permanece en ella, más difícil es de desenraizar.

Perdemos más de los que recuperamos y discúlpenme por la comparación anterior, que es una tontería, porque implica que limpiamos algo malo y conservamos algo bueno, cuando, de hecho, es lo contrario. Recurriré a otra: la calle es como un cáncer en el que la detección precoz y la prevención son las claves de la supervivencia a largo plazo.

No es que sea mucho mejor, pero se entiende lo esencial.

—Los federales se pasaron —dijo Cuadrados.

—¿En qué?

—En los antecedentes de Sheila.

—Cuenta.

—Esas detenciones suyas son de hace mucho tiempo. ¿Quieres que te las explique?

—Sí.

Comenzamos a internarnos en la zona lóbrega. Los enclaves de prostitución son movibles y se localizan a veces cerca del túnel Lincoln o del Javits Center, pero últimamente la policía con sus medidas enérgicas ha extremado la limpieza, así que las partes se han desplazado hacia el sur, al barrio de envase de carne de la Calle 18 y al extremo del West Side. Aquella noche, la prostitución estaba en su apogeo.

—Sheila podía haber sido una de éstas —dijo Cuadrados señalando con la cabeza.

—¿Hacía la calle?

—Se escapó de su pueblo del Medio Oeste y cogió un autobús para ir a buscarse la vida.

Era un caso tan frecuente que no me extrañó, pero ahora no se trataba de una desconocida ni de una joven vagabunda en las últimas, sino de la mujer más increíble que yo había conocido.

—De eso hace mucho tiempo —añadió Cuadrados como si leyera mi pensamiento—. La detuvieron por primera vez cuando tenía dieciséis años.

—¿Prostitución?

Asintió con la cabeza.

—Y tres veces más por lo mismo en el año y medio siguiente. Según la ficha trabajaba para un proxeneta llamado Louis Castman y la última vez que la detuvieron llevaba sesenta gramos de droga y una navaja. Quisieron imputarle tráfico y robo a mano armada, pero no prosperó.

Miré por la ventanilla. El cielo había cobrado un tono gris claro. Se ven tantas cosas malas en la calle que hay que trabajar con auténticas ganas para salvar algo. Sé que obtenemos buenos resultados y conseguimos cambiar el curso de algunas vidas; pero sé también lo que sucede aquí en la hormigueante sentina de la noche: nunca los abandona, porque el mal ya está hecho. Se puede intentar, buscar, insistir; pero el mal es irreversible.

—¿Qué es lo que te da miedo? —pregunté.

—No hablemos de eso.

—Tú la quieres y ella te quiere.

—Y es negra.

Me volví hacia él y aguardé. Sé que no se refería a esa simple obviedad y que no hablaba así por racismo, pero ya digo que el mal es irreversible. Yo había notado la tensión entre ellos dos; no era en absoluto tan intensa como su cariño, pero se notaba.

—Tú la quieres —repetí.

Siguió conduciendo.

—Tal vez eso formara parte de la atracción inicial —añadí—. Pero ella ya no es tu redentora; ahora estás enamorado de ella.

—Will.

—¿Qué?

—Basta.

Cuadrados giró de pronto a la derecha y los faros iluminaron a los niños de la noche. No se dispersaron como ratas sino que permanecieron mirando en silencio, sin parpadear apenas. Cuadrados entornó los ojos, localizó a su presa y frenó.

Bajamos sin decir nada; los jovencitos nos miraban con ojos agónicos y recordé a Fantine en Los miserables; me refiero a la versión musical porque no sé si la frase figura en la novela: «¿No saben que dan cariño a algo que ya está muerto?».

Había chicos y chicas, travestidos y transexuales. Pensé que ya había visto todas las perversiones y, aunque alguien me reproche ser sexista, diré que creo que nunca había visto una cliente mujer. No quiero decir que las mujeres no compren sexo; seguro que sí, pero no creo que salgan a la calle a buscarlo. Los clientes callejeros son siempre hombres, puteros que buscan una mujer pechugona o delgada, joven o vieja, normal o de perversión ilimitada que lo haga con hombres fuertes, con niños, con animales, cualquier cosa; algunos acuden acompañados de otra mujer, novia o esposa a quien arrastran a la refriega, pero todos los clientes que recurren a esas modalidades son hombres.

Por mucho que se hable de perversidades sin nombre, en su mayor parte esos hombres suelen acudir a comprar una determinada... actuación, por así decir; a que les hagan algo, algo que puede llevarse fácilmente a cabo en un coche aparcado. Si se piensa, es lógico para ambas partes. En primer lugar por la ventaja de evitar el gasto y ahorrarse el tiempo de buscar habitación y, aunque no desaparece la preocupación por el contagio de enfermedades, ésta es más leve, no hay peligro de embarazo y no hay que desvestirse apenas.

Prescindiré de otros detalles.

Las veteranas de la calle —entiendo por veteranas cualesquiera de las mayores de dieciocho años— saludaron con afecto a Cuadrados, a quien conocían y apreciaban, aunque estaban algo recelosas de mi presencia. Hacía ya algún tiempo que no estaba en las trincheras; aun así, de una forma extraña, a mí me alegraba verlas.

Cuadrados se acercó a una prostituta llamada Candi, quien supongo que no se llamaría así, porque no soy tan tonto. Ella le indicó con un gesto de la barbilla a dos chicas que tiritaban guarecidas en un portal; las miré y vi que, aunque no pasarían de dieciséis años, llevaban la cara pintarrajeada como dos niñas que acaban de encontrar el tocador de mamá, y el corazón me dio un vuelco. Lucían unos minipantalones en su más escueta expresión, botas de tacón de aguja y pieles falsas. A menudo me pregunto dónde encuentran esa indumentaria, si los proxenetas se surten en tiendas especiales para putas o algo así.

—Carne fresca —dijo Candi.

Cuadrados frunció el ceño y asintió con la cabeza. La información más fidedigna nos la facilitaban las veteranas y ello por dos razones: una de índole cínico, pues apartando a las novatas de la circulación eliminan competencia; cuando se vive en la calle, la maldad viene por sí sola y, con toda franqueza, Candi era odiosa. Esta clase de vida las envejece como un agujero negro y las nuevas llaman la atención aunque estén obligadas a guarecerse en los portales hasta que se hacen con un territorio.

A mí esto me parece puro egoísmo. La otra razón, la principal, es que —y no me consideren ingenuo— están predispuestas a ayudar porque se ven a sí mismas en la encrucijada y, aunque nunca lleguen a admitir que han tomado el mal camino, saben que para ellas sí es demasiado tarde, no pueden volver atrás. Yo solía discutir con las Candis del mundo y les replicaba que nunca es demasiado tarde, que siempre hay esperanza; pero estaba en un error. Por eso tenemos que localizarlas a tiempo. Hay un punto que, una vez traspasado, hace imposible redimirlas y el daño es irreversible. La calle las consume y se apagan, se integran en la noche y forman parte de esa entidad oscura. Se pierden para nosotros. Lo más probable es que mueran en la calle, acaben en la cárcel o se vuelvan locas.

—¿Y Raquel? —preguntó Cuadrados.

—Está en un coche haciendo un servicio —contestó Candi.

—¿Va a volver aquí?

—Sí.

Cuadrados asintió con la cabeza y se dirigió hacia las nuevas, a una de las cuales vimos ya inclinada sobre un Buick Regal. No hay palabras para describir nuestra frustración; porque lo que desearíamos hacer es acercarnos a entorpecer el contacto, apartar a la chica y agarrar al putero por la garganta y arrancarle los pulmones o, cuando menos, ahuyentarlo y hacerle una foto o... algo. Pero eso no se puede hacer porque perderíamos la confianza que nos tienen y si pierdes la confianza no sirves para nada.

Era difícil permanecer impasible. Por fortuna, yo no soy especialmente valiente ni agresivo y quizá sea una ventaja.

Vi abrirse la portezuela del copiloto y el Buick Regal pareció tragarse a la chica. Desapareció lentamente y se hundió en la oscuridad. Mientras contemplaba la escena nunca me había sentido más impotente. Miré a Cuadrados, que no apartaba los ojos del coche. El Buick arrancó y la chica desapareció como si no hubiera existido, lo que así sería, en definitiva, si el coche decidía no devolverla a aquel lugar.

Cuadrados se acercó a la otra chica y yo lo seguí unos pasos por detrás. Un temblor movía el labio inferior de la jovencita como si tratase de contener las lágrimas, pero sus ojos eran dos tizones de insolencia. Yo hubiera querido subirla a la furgoneta, aunque fuera a la fuerza. El autodominio es el factor principal de nuestra tarea y en eso Cuadrados es único. Se detuvo a un metro de ella para que no se sintiera acosada.

—Hola —dijo.

—Hola —respondió ella mirándolo de arriba abajo.

—A ver si puedes ayudarme —añadió Cuadrados dando otro paso y sacando una foto del bolsillo—. ¿Has visto a esta chica por casualidad?

—Yo no he visto a nadie —respondió ella sin mirar la foto.

—Por favor —añadió Cuadrados con sonrisa angelical—. No soy poli.

—Me lo he imaginado al verte hablar con Candi —replicó ella haciéndose la dura.

Cuadrados se acercó un poco más a ella.

—Es que... aquí mi amigo y yo... —saludé con la mano acompañando sus palabras— queremos ayudar a esta chica.

—Ayudarla, ¿cómo? —preguntó curiosa, entornando los ojos.

—Es que la persigue mala gente.

—¿Quién?

—Su chulo. Mira, nosotros trabajamos en Covenant House. ¿Has oído hablar de ese centro?

La chica se encogió de hombros.

—Es un centro de acogida —añadió Cuadrados tratando de no darle importancia—. No es nada del otro mundo, pero puedes pasar por allí a comer algo caliente, dormir en una cama decente, llamar por teléfono y coger algo de ropa y otras cosas. Bien, esta chica —prosiguió mostrándole la foto de una colegiala blanca con corrector de ortodoncia— se llama Angie —siempre hay que dar un nombre para personalizar— y estaba con nosotros haciendo unos cursillos; es una chica estupenda, y además tiene un trabajo. Está cambiando de vida, ¿sabes?

La jovencita no decía nada.

—A mí me llaman Cuadrados —añadió él tendiéndole la mano.

—Yo soy Jeri —susurró ella estrechándosela.

—Encantado.

—De acuerdo. Pero yo no he visto a esa Angie y ahora tengo cosas que hacer.

Llegados a este punto, había que andar con tacto porque si se insiste demasiado las pierdes para siempre, se guarecen en su concha y no vuelven a salir. En ese momento, lo que hay que hacer, lo único que se puede hacer, es plantar la semilla y decirles que tienen un refugio, un lugar seguro donde poder comer y estar. Les ofrece una manera de dejar la calle una noche. Cuando acuden se les da cariño incondicional, pero no antes, porque se asustan y huyen.

Aunque te duela en el alma, es lo único que se puede hacer.

Muy poca gente es capaz de realizar el trabajo de Cuadrados mucho tiempo seguido, y los que aguantan, los que se destacan en él, es porque están... un poco descentrados. Hay que estarlo.

Cuadrados dudó un instante. Desde que lo conozco recurre siempre al truco de la «chica desaparecida» para romper el hielo. A la chica de la foto, la verdadera Angie, la había encontrado él hacía quince años muerta de congelación en la calle junto a un contenedor. En el entierro, la madre de la chica le dio una foto y Cuadrados siempre la llevaba encima.

—Bien, gracias —dijo sacando una tarjeta y entregándosela—. ¿Me informarás si la ves? Puedes pasarte por allí cuando quieras. Para lo que sea.

—Sí, a lo mejor —contestó ella aceptándola.

Cuadrados volvió a titubear y añadió:

—Hasta la vista.

—Vale.

A continuación hicimos lo menos natural del mundo: alejarnos.


El verdadero nombre de Raquel era Roscoe. Al menos es lo que él o ella nos dijo. Yo no sabía si tratarla en femenino o en masculino.

Cuadrados y yo encontramos el coche aparcado frente a un muelle de carga y descarga; un lugar habitual para la prostitución callejera; el coche tenía las ventanillas empañadas pero, de todos modos, nos quedamos a cierta distancia. Lo que fuera que se desarrollaba en el interior, y nos imaginábamos perfectamente qué era, no necesitaba testigos.

Transcurrido un minuto, se abrió la portezuela. Como se habrán imaginado, Raquel era un travestido, de ahí la ambigüedad de género. Con los transexuales no hay problema: los tratas en femenino; pero el travestismo es más complicado. En ocasiones es pasable el trato en femenino, pero hay otras en que resulta un poco demasiado políticamente correcto.

Probablemente era lo que sucedía con Raquel.

Raquel bajó del coche, abrió el bolso y sacó el vaporizador Binaca. Lo pulsó tres veces, hizo una pausa y se roció tres veces más. El coche arrancó y ella se volvió hacia nosotros.

Hay travestidos guapísimos, pero no era el caso de Raquel, un negro altísimo que no andaría lejos de los ciento cincuenta kilos, con unos bíceps como jamones y una sombra vertical que a mí me recordaba a Homer Simpson, pero con una voz tan atiplada que Michael Jackson a su lado resultaba un camionero; la voz de Raquel se parecía a la de Betty Boop en apuros.

Raquel confesaba veintinueve años, pero llevaba seis diciendo lo mismo; desde que yo lo conocía. Trabajaba cinco noches por semana, lloviera o no, y contaba con una clientela fiel. De haber querido, habría podido dejar la calle y buscar un sitio donde trabajar previa cita, como hacen otros, pero a Raquel le gustaba la calle. Eso es algo que la gente no entendía; la calle es oscura y peligrosa, pero también adictiva. Tiene una energía, electricidad. Te hace conectar con ella. Para algunos de nuestros jóvenes, la alternativa que se plantea es un trabajo basura en un McDonald’s o el embrujo de la noche y, cuando uno no tiene futuro, la elección es bien sencilla.

Raquel nos vio y echó a caminar hacia nosotros tambaleándose grotescamente sobre aquellos tacones de aguja con zapatos del cuarenta y cinco —empresa nada fácil— hasta detenerse bajo una farola. Su cara estaba gastada como una roca embestida por mil tormentas. No conozco su pasado porque miente tanto como respira, pero se cuenta de él que era un famoso jugador de rugby que se rompió la rodilla, aunque él en cierta ocasión me dijo que había obtenido una beca para la universidad por su elevada puntuación en el Test de Aptitud Escolar. Pero existía también la versión de que era ex combatiente de la guerra del Golfo. A gusto del lector.

Raquel saludó a Cuadrados con un afectuoso beso en la mejilla y fijó su atención en mí.

—Tienes muy buen aspecto, Will, cariño —dijo.

—Gracias, Raquel.

—Estás de rechupete.

—Las preocupaciones me hacen más apetitoso —repliqué.

—Podría enamorarme de un hombre como tú —añadió Raquel pasándome un brazo por los hombros.

—Me halagas, Raquel.

—Un hombre como tú me redimiría.

—¿Y tú ibas a dejar tantos corazones rotos como tienes por estos andurriales?

—Sí que es verdad —replicó Raquel con una risita.

Enseñé a Raquel una foto de Sheila; la única que tenía. Al pensarlo me percaté de que era algo bastante extraño; la verdad es que a ninguno de los dos nos gustaba hacernos fotos, pero de eso a no tener más que una...

—La conoces, ¿no? —pregunté.

—Es tu novia —contestó Raquel después de mirar la foto—. La vi una vez en el albergue.

—Exacto. ¿La habías visto antes en algún otro sitio?

—No. ¿Por qué?

No había motivo para mentir.

—Es que se ha largado y la busco.

Raquel examinó otra vez la foto.

—¿Puedo quedármela?

Como en la oficina había hecho copias en color, se la di.

—Preguntaré por ahí —dijo Raquel.

—Gracias.

Asintió con la cabeza.

—Raquel —dijo Cuadrados—, ¿recuerdas aquel chulo que se llamaba Louis Castman?

Raquel se puso tensa y miró a un lado y otro sin contestar.

—Raquel.

—Tengo que volver al trabajo, Cuadrados. El negocio es el negocio.

Le corté el paso y él me miró como si fuese una mota de caspa en su hombro.

—Hacía la calle —dije.

—¿Tu chica?

—Sí.

—¿Y trabajaba para Castman?

—Sí.

—Un mal hombre, Will, encanto —dijo Raquel persignándose—. Castman era el peor de todos.

—¿Por qué?

—Las chicas de la calle —explicó humedeciéndose los labios— son simple mercancía básica, ¿me entiendes? Hacen negocio con casi todo quisque. Si sacan dinero, se quedan. Si no, ya sabes.

Lo sabía.

—Pero Castman —dijo Raquel en un susurro de misterio parecido al que algunos utilizan cuando mencionan la palabra «cáncer»— era distinto.

—¿En qué sentido?

—Él deterioraba su propia mercancía; a veces sólo por divertirse.

—Hablas de él en pasado —terció Cuadrados.

—Porque hace tres años que no se le ve por aquí.

—¿Está vivo?

Raquel dejó de moverse. Miró a su alrededor. Cuadrados y yo intercambiamos una mirada, a la espera.

—Está vivo —respondió Raquel—. Supongo.

—¿Qué quieres decir?

Raquel negó con la cabeza.

—Tenemos que hablar con él —dije—. ¿Sabes dónde podemos encontrarlo?

—He oído rumores.

—¿Qué rumores?

Raquel volvió a negar con la cabeza.

—Preguntad en una casa del Bronx Sur, en la esquina de Wright Street con la Avenida D. He oído decir que está allí.

Raquel se alejó con paso más seguro sobre sus tacones de aguja. Un coche que pasaba se detuvo a su altura y otra vez la noche se tragó a un ser humano.

Por siempre jamás

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