Читать книгу Por siempre jamás - Харлан Кобен - Страница 11

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Después de la entrevista con el subdirector Pistillo, Cuadrados y yo montamos en la furgoneta.

—¿Vamos a tu apartamento? —preguntó.

Asentí con la cabeza.

—Te escucho —dijo.

Le relaté la conversación que había tenido con Pistillo.

Cuadrados meneó la cabeza.

—Alburquerque. Odio ese lugar, tío. ¿Has estado alguna vez?

—No.

—Está en el sudoeste, pero un sudoeste falso, como una copia de Disneylandia.

—Lo tendré en cuenta, Cuadrados. Gracias.

—Así que ¿cuándo se fue Sheila?

—No lo sé —contesté.

—Piensa. ¿Dónde estuviste la semana pasada?

—En casa de mis padres.

—¿Y Sheila?

—Se supone que aquí, en Nueva York.

—¿La llamaste?

—No, me llamó ella a mí —contesté después de pensarlo.

—¿Comprobaste el número desde el que llamaba?

—Estaba bloqueado.

—¿Hay alguien que pueda confirmar que estaba en la ciudad?

—No creo.

—Así que podría haber llamado desde Alburquerque —dijo Cuadrados.

Reflexioné al respecto.

—Puede haber otras explicaciones —dije.

—¿Por ejemplo?

—Podría tratarse de huellas dactilares antiguas.

Cuadrados frunció el ceño sin dejar de mirar la calzada.

—Quizá —proseguí— fue a Alburquerque el mes pasado o hace un año, ¡joder! ¿Cuánto tiempo duran las huellas?

—Creo que bastante.

—Pues pudo haber sucedido eso —dije—. O a lo mejor eran las huellas que había dejado en un mueble, una silla, por ejemplo, que estaba en Nueva York y que enviaron a Nuevo México.

—Descabellado —comentó Cuadrados ajustándose las gafas de sol.

—Pero posible.

—Sí, claro. O tal vez alguien le pidió los dedos prestados, ¿no? Y se los llevó a Alburquerque el fin de semana.

Un taxi nos adelantó de pronto y Cuadrados giró en una bocacalle a la derecha rozando a unos peatones que invadían la calzada a tres pies del bordillo. En Manhattan, la gente siempre hace eso. Nadie espera en la acera a que cambie el semáforo, arriesgan su vida para llegar a otra frontera imaginaria.

—Ya sabes cómo es Sheila —dije.

—Sí.

Me costaba trabajo decirlo, pero lo solté:

—¿Crees que puede ser una asesina?

Cuadrados no contestó. Llegamos a un semáforo en rojo, frenó y me miró.

—Otra vez empiezas a hablar como con lo de tu hermano.

—Cuadrados, lo que quiero decir es que hay otras posibilidades.

—Will, lo que quiero decir es que tienes el culo en la cabeza.

—¿A qué te refieres?

—¿Una silla?, por Dios bendito. ¿Estás de broma? Anoche Sheila estuvo llorando y te dijo que la perdonaras, y por la mañana se había largado. Ahora los federales nos dicen que han encontrado sus huellas en el escenario de un crimen. ¿Y tú con qué me sales? Con gilipolleces de un transporte de sillas y de un viaje de Dios sabe cuándo.

—Que haya huellas suyas no quiere decir que matara a nadie.

—Quiere decir que está implicada —replicó Cuadrados.

Encajé ésa. Me recosté en el asiento y miré por la ventanilla, sin ver nada.

—¿Se te ocurre algo, Cuadrados? —dije al cabo de un rato.

—Nada.

Continuamos en silencio.

—Yo la quiero, ¿sabes?

—Lo sé —dijo él.

—En cualquier caso, me mintió.

—Eso complica las cosas —comentó Cuadrados encogiéndose de hombros.

Me puse a recordar la primera noche que pasamos juntos: Sheila abrazada a mí con la cabeza reclinada en mi pecho, su brazo rodeándome; era una situación tan plena, tan sosegada, el mundo era tan maravilloso... Estuvimos así no sé cuánto tiempo. «No hay pasado», dijo ella casi para sus adentros y yo le pregunté a qué se refería. Ella siguió con la cabeza sobre mi pecho sin mirarme y no añadió nada.

—Tengo que encontrarla —dije.

—Sí, lo sé.

—¿Me ayudarás?

Cuadrados se encogió de hombros.

—Serías incapaz de hacerlo tú solo.

—Es cierto —dije—. ¿Por dónde empezamos?

—Como dice el viejo proverbio, antes de seguir adelante, hay que mirar atrás —contestó Cuadrados.

—¿Te lo acabas de inventar?

—Sí.

—De todos modos, es lógico.

—Will...

—Sí.

—Está claro que es de cajón, pero si miramos atrás, a lo mejor no te gusta lo que vemos.

—Casi seguro —dije.


Cuadrados me dejó en casa y volvió a Covenant House. Entré en el apartamento y tiré las llaves en la mesa. Normalmente habría pronunciado el nombre de Sheila para ver si estaba, pero lo encontré todo tan vacío, tan falto de energía, que ni me molesté. Lo que había sido un hogar los últimos cuatro años me parecía distinto, extraño. Notaba un olor viciado, como si hubiese estado mucho tiempo deshabitado.

¿Y ahora qué?

Lo registraría todo, me dije. Buscaría pistas, lo que fuera que significase eso. Pero algo que de inmediato me llamó la atención fue lo espartana que era Sheila; le complacían las cosas sencillas, por triviales que fuesen, y me instaba a que yo hiciese lo mismo. Sus pertenencias eran mínimas; cuando se vino a vivir conmigo se trajo una sola maleta. No era una indigente porque yo había visto extractos de una cuenta bancaria y en el piso había gastado más de lo que le correspondía, pero ella era de las que se rigen por esa máxima de que «son las propiedades las que te tienen a ti y no al contrario». Ahora que lo pensaba comprendí que, efectivamente, las propiedades atan.

Mi sudadera extragrande del Amherst College estaba sobre una silla del dormitorio; la cogí y sentí que se me encogía el corazón: en otoño habíamos pasado los dos un fin de semana en mi antigua universidad. Hay un montículo escarpado en el campus de Amherst que a cierta altura se abre en una especie de patio típico estilo Nueva Inglaterra y a continuación desciende hacia la amplia zona de terrenos de deporte. Los estudiantes, en un alarde de originalidad, lo llaman «La colina».

Una noche Sheila y yo paseamos por el campus cogidos de la mano y nos tumbamos en la mullida hierba de aquel paraje a contemplar el cielo otoñal y a hablar durante horas. Recuerdo que pensé que nunca había sentido tanta paz, tanta serenidad, tanta placidez y auténtico gozo. Allí tumbados, Sheila me puso la palma de la mano en el estómago y, sin dejar de mirar las estrellas, la introdujo por la cintura del pantalón. Me volví levemente y la miré, y cuando sus dedos alcanzaron su objetivo vi su sonrisa maliciosa.

—Como cuando eras estudiante —dijo.

Lo cierto es que, efectivamente, me calenté como nunca, pero fue en ese momento concreto, en aquella colina, con su mano dentro de mis pantalones, cuando comprendí casi con certeza sobrenatural que era la mujer de mi vida, que siempre estaríamos juntos y que el recuerdo de mi primer amor, mi único amor antes de Sheila, el que me obsesionaba y desplazaba a los otros, se esfumaba de una vez por todas.

Miré la camiseta y volví a sentir de pronto el olor a madreselva y maleza. La apreté contra mí y pensé por enésima vez desde la entrevista con Pistillo: ¿habría sido todo mentira? No.

Eso no puede fingirse. Cuadrados podría tener razón respecto a la capacidad de las personas para la violencia, pero no se puede fingir una compenetración como la nuestra.

La nota seguía en la encimera.


Siempre te querré.

S.


Tenía que creerlo. Era lo menos que podía hacer en deferencia a ella. Sheila tenía su pasado y yo no entraba en él. Fuese el que fuese, debía de tener sus razones. Ella me quería. Estaba seguro. Y en ese momento mi obligación era encontrarla para volver a..., no sé..., a nosotros.

No iba a dudar de ella.

Miré en los cajones. Por lo menos sabía que Sheila tenía cuenta en un banco y tarjeta de crédito, pero no encontraba ningún comprobante, ni extractos, ni talonarios. Pensé que los habría tirado.

El consabido dibujo de rayas móviles del salvapantallas del ordenador desapareció cuando moví el ratón. Tecleé la contraseña, seleccioné el nombre de Sheila y pulsé en «correo antiguo». Nada. Ni un mensaje. Era raro. Sheila no usaba mucho el correo; de hecho lo usaba poco, pero ¿cómo es que no había un solo mensaje?

Pulsé en «archivos». Vacíos. Pulsé en «favoritos»: nada; busqué en «agenda»: nada.

Me recosté en el respaldo mirando la pantalla y se me ocurrió una idea que fue tomando cuerpo al mismo tiempo que pensaba si no sería violar su intimidad. Daba igual. Cuadrados tenía razón en lo de indagar desde el principio para saber qué pasos debíamos dar. Y tampoco se equivocaba en cuanto a que tal vez no me gustara lo que descubriera.

Seleccioné centralita.com, una guía telefónica amplísima; tecleé Rogers en «nombre»: el estado era Idaho; la ciudad, Mason. Lo sabía por el formulario que había rellenado al entrar de voluntaria en Covenant House.

Sólo aparecía un Rogers en la lista; anoté el número en un trozo de papel. Sí; llamaría a sus padres. Si empezábamos por mirar atrás, había que partir de ahí.

Cuando mi mano iba a marcar el número, sonó el teléfono. Lo cogí y oí la voz de mi hermana Melissa:

—¿Qué haces?

Pensé una respuesta y contesté:

—Tengo una complicación.

—Will, acaba de morir mamá —replicó ella con su voz de hermana mayor.

Cerré los ojos.

—Papá pregunta por ti. Tienes que venir.

Miré aquel apartamento extraño que olía a cerrado. No había motivo para quedarse allí. Pensé en la fotografía que conservaba en el bolsillo, la imagen de mi hermano en las montañas.

—Voy ahora mismo —dije.


Melissa me abrió la puerta.

—¿Y Sheila? —preguntó.

Musité algo sobre un compromiso y crucé el umbral.

Aquel día sí teníamos visita; no de la familia, sino de un viejo amigo de mi padre llamado Lou Farley, a quien seguramente llevaba sin ver diez años. Farley y mi padre se contaban alborozados viejas historias, algo sobre un partido de minibéisbol, y me vino a la cabeza el vago recuerdo de mi padre con el uniforme color castaño de recio poliéster con el logotipo de Friendly’s Ice Cream en el pecho. Oí el crujido de sus botas claveteadas en la grava del camino de entrada y sentí el peso de su mano en mi hombro. Hacía una eternidad. Oí que reían los dos. No había oído reír a mi padre así hacía años; tenía los ojos bañados en lágrimas y estaba arrobado. Recordé que mi madre acudía a veces a aquellos partidos: fue como si la viera sentada en las gradas con la camiseta sin mangas y sus fuertes brazos bronceados.

Miré por la ventana, pensando en ver aparecer a Sheila y que todo fuese en definitiva algún malentendido. Una parte de mí —una gran parte de mí— no reaccionaba. Aunque la muerte de mi madre era algo esperado hacía tiempo —porque el cáncer de Sunny, como suele suceder, era de progresión lenta e inexorable con rápido deterioro terminal—, yo estaba aún demasiado afectado para asumir todo lo que estaba ocurriendo.

Sheila.

No era la primera vez que perdía un amor. Cuando se trata de asuntos del corazón, incurro en una modalidad anticuada de pensamiento y creo en el alma gemela. Todos tenemos un primer amor.

Cuando el mío me dejó, abrió un agujero que me atravesó el corazón. Durante mucho tiempo pensé que no me sobrepondría, por diversos motivos: en primer lugar ni siquiera llegamos a romper. Pero, en cualquier caso, cuando ella me dejó, que, en definitiva, fue lo que hizo al final, yo estaba convencido de que mi destino iba a ser contentarme con otra que valiera menos o estar solo para siempre.

Luego conocí a Sheila.

Pensé en sus ojos verdes y en su modo de taladrarme con la mirada. Pensé en el tacto sedoso de su pelo rojo. Pensé en aquella primera atracción física inmensa, arrolladora, que había ido penetrando en las fibras de mi ser y me impulsaba a pensar en ella constantemente, me provocaba nervios en el estómago y hacía que me diera un vuelco el corazón cada vez que miraba su rostro. Iba en la furgoneta con Cuadrados y él de pronto me daba una palmada en el hombro porque me veía embobado, perdido en una idea que él llamaba Sheililandia con una sonrisa socarrona. Estaba como embriagado. Nos sentábamos a mirar vídeos de películas antiguas abrazados, acariciándonos, provocándonos en broma, probando todo lo que podíamos resistir, cómodos y excitados, retozando, hasta que..., en fin, para eso hay en el vídeo un botón de pausa.

Dábamos largos paseos cogidos de la mano; nos sentábamos en el parque y musitábamos comentarios maliciosos sobre la gente que pasaba. En las fiestas me encantaba situarme en el otro extremo del cuarto y verla a distancia, mirarla caminar, moverse y hablar con los demás y, cuando nuestras miradas se encontraban, sentía una sacudida por aquel destello de connivencia en sus ojos, aquella sonrisa de lascivia.

En cierta ocasión, Sheila me pidió que rellenase un cuestionario insulso de una revista. Una de las preguntas era: «¿Cuál es la mayor debilidad de su amante?». Yo lo pensé y escribí: «A veces olvida el paraguas en los restaurantes». A ella le encantó, pero quiso que dijera alguna más y yo añadí: «Escuchar bandas infantiles y discos antiguos de Abba». Ella asintió muy seria con la cabeza y me prometió que procuraría cambiar.

Hablábamos de todo menos del pasado. Como es algo a lo que estoy más que acostumbrado en mi trabajo no me importaba mucho, pero ahora que lo pienso me resulta extraño, aunque entonces quizás aportaba cierto aire de misterio. Mas por encima de todo ello —vuelvo a rogarles paciencia conmigo— era como si antes de nosotros no hubiese existido nada. Ni amores, ni compañeros, ni pasado. Habíamos nacido el día en que nos conocimos.

Sí, ya sé.

Melissa estaba sentada al lado de mi padre. Los veía de perfil y advertí que el parecido era asombroso. Yo me parecía a mi madre. Ralph, el marido de Melissa, dio la vuelta a la mesa del buffet. Era el clásico empresario estadounidense medio, de camisa de manga corta y camiseta blanca de cuello cerrado; un buen tío que estrechaba la mano con fuerza, zapatos perfectamente limpios, pelo bien cortado e inteligencia limitada. Nunca se aflojaba la corbata y no es que fuera realmente estirado, pero sólo estaba a gusto cuando las cosas eran como deben ser.

No tengo nada en común con Ralph, pero a decir verdad no lo conozco muy bien. Ellos viven en Seattle y casi nunca nos visitan. En cualquier caso, no puedo evitar acordarme de la fase loca de Melissa, cuando salía con ese bala perdida de Jimmy McCarthy: qué brillo había en sus ojos entonces, qué espontánea y divertida era, desmadrada incluso. No sé qué sucedería y por qué cambió, o qué es lo que le dio miedo. La gente dice que maduró, pero yo no creo que fuera sólo eso; creo que hubo algo más.

Melissa —a quien siempre habíamos llamado Mel— me hizo una señal con la mirada y nos retiramos al estudio. Metí la mano en el bolsillo y toqué la foto de Ken.

—Ralph y yo nos marchamos mañana —dijo.

—Qué rápido —comenté.

—¿Qué quieres decir?

Meneé la cabeza.

—Están los niños y Ralph tiene trabajo.

—Claro —dije—. Os agradecemos que hayáis venido.

—No está bien que digas eso —replicó con los ojos muy abiertos.

Era cierto. Miré detrás de mí. Ralph estaba sentado con papá y Lou Farley contaba un chiste enrevesado y tonto, con un trozo de ensaladilla en la comisura de los labios. Quise decirle a Melissa que lo sentía, pero no podía. Mel era la mayor, le llevaba tres años a Ken y a mí cinco. Cuando encontraron muerta a Julie, ella huyó. Es la única forma de decirlo. Se mudó con su nuevo marido y su hijo al otro extremo del país. Yo había llegado a entenderlo, pero había veces en que aún me indignaba aquella deserción.

Pensé de nuevo en la imagen de Ken que guardaba en el bolsillo y adopté de pronto una decisión.

—Voy a enseñarte una cosa.

Creí advertir una mueca en su rostro, como si cogiera aire, pero quizá fuese mi imaginación. Llevaba un peinado a lo Suzy Homemaker, que junto con el rubio teñido de zona residencial y sus hombros enérgicos constituía probablemente el mayor encanto para Ralph. A mí me parecía que eran detalles que a ella no le sentaban bien.

Nos retiramos un poco hacia la puerta del garaje; yo miré hacia atrás y seguía viendo a mi padre con Ralph y Farley.

Abrí la puerta y Mel me miró con cara de extrañeza, pero me siguió. Pisamos el cemento frío del garaje. Era una dependencia hecha a propósito para el riesgo de incendio por la profusión de botes de pintura viejos, cajas de cartón, palos de béisbol, trastos antiguos de mimbre, neumáticos desinflados, todo ello esparcido como si hubiese habido una explosión. El suelo tenía manchas de aceite y una capa de polvo gris que impedía respirar lo cubría todo. Aún colgaba aquella cuerda del techo: recordé que en cierta ocasión mi padre tiró parte de los trastos para hacer sitio y colgar de ella una pelota de tenis a fin de que yo practicase. No acababa de creerme que aquella cuerda siguiera allí.

Melissa no dejaba de mirarme y yo no sabía cómo empezar.

—Ayer Sheila y yo estuvimos fisgando cosas de mamá —empecé a decir.

Entornó levemente los ojos, y pensé en explicarle que habíamos mirado en los cajones y curioseado las comunicaciones de nacimiento plastificadas, el viejo programa de cuando mamá representó el papel de Mame en el teatro de Livingston, y cómo nos habíamos recreado Sheila y yo con las antiguas fotos —«Mel, ¿recuerdas la del rey Hussein?»—, pero no salió una palabra de mis labios.

No dije nada más, metí la mano en el bolsillo, saqué la fotografía y la puse ante sus narices.

No llevó mucho tiempo. Melissa apartó la vista como si fuese a escaldarla, respiró hondo varias veces y retrocedió un paso. Yo quise acercarme, pero ella alzó una mano y me detuvo. Cuando volvió a levantar la cabeza, su rostro era inexpresivo y no se advertía en él ni sorpresa, ni angustia ni alegría. Nada.

Le mostré de nuevo la fotografía, pero esta vez ni se inmutó.

—Es Ken —dije como un idiota.

—Ya lo veo, Will.

—¿Y no se te ocurre decir más que eso?

—¿Qué quieres que te diga?

—Está vivo. Mamá lo sabía y guardaba esta foto.

Silencio.

—¿Mel?

—Te he oído. Está vivo.

Aquella contestación me dejó mudo.

—¿Algo más? —inquirió Melissa.

—Pero... ¿no tienes más que decir?

—¿Qué quieres que diga, Will?

—Ah, claro, se me olvidaba que tenéis que volver a Seattle.

—Sí.

Se dispuso a irse.

Volví a sentirme indignado.

—Dime una cosa, Mel, ¿te sirvió de algo huir?

—Yo no huí.

—No digas gilipolleces —repliqué.

—Ralph consiguió un trabajo en Seattle.

—Ya.

—¿Quién eres tú para juzgarme?

Me vino el recuerdo de cuando jugábamos los tres a Marco Polo horas y horas en el motel cerca de Cabo Cod, la ocasión en que Tony Bonoza murmuró aquello de Mel, cómo Ken enrojeció al oírlo y cómo se lanzó sin pensarlo dos veces sobre Bonoza a pesar de que le llevaba dos años y pesaba diez kilos más.

—Ken está vivo —repetí.

—¿Y qué quieres que haga yo? —replicó en tono de súplica.

—Reaccionas como si no te importara.

—No sé si me importa.

—¿Qué demonios quieres decir?

—Ken ya no forma parte de nuestras vidas.

—Lo dirás tú.

—De acuerdo, Will. Ya no forma parte de mi vida.

—Es tu hermano.

—Ken tomó sus decisiones.

—Y ahora, ¿qué? ¿Ha muerto para ti?

—¿No sería mejor que hubiese muerto? —replicó meneando la cabeza con los ojos cerrados mientras yo aguardaba—. Yo tal vez huyera, Will, pero tú también lo hiciste. Teníamos que elegir entre que nuestro hermano estuviera muerto o que fuera un brutal asesino. En cualquier caso, para mí está muerto.

—No tiene por qué ser culpable, ¿sabes? —insistí mostrándole otra vez la foto.

Melissa me miró y de pronto volvió a ser la hermana mayor.

—Vamos, Will. No te engañes.

—Cuando éramos pequeños, él nos defendía y nos cuidaba; nos quería.

—Y yo lo quería, pero también veía cómo era; le atraía la violencia, Will. Tú lo sabes. Sí, nos defendía; pero ¿no crees que era en parte porque le gustaba? Tú sabes que cuando murió estaba mezclado en algo feo.

—Eso no quiere decir que sea un asesino.

Melissa volvió a cerrar los ojos. Yo notaba que intentaba sacar fuerzas de flaqueza.

—Hablando claro, Will, ¿qué hacía aquella noche?

Nos miramos un rato a los ojos. Yo no dije nada pero sentí un escalofrío en el corazón.

—Olvida el asesinato. ¿Qué pintaba Ken haciendo el amor con Julie Miller?

Sus palabras penetraron en mi pecho, frías, inquietantes. No podía respirar; cuando pude hablar lo hice con un hilo de voz distante:

—Habíamos roto hacía más de un año.

—¿De verdad vas a decirme que la habías olvidado?

—Pues... ella era libre y él también. No había motivo...

—Él te la jugó, Will. Enfréntate a la realidad. En cualquier caso, él se acostó con la mujer que amabas. ¿Qué clase de hermano es ése?

—Habíamos roto —atiné a replicar—. Yo no tenía ningún derecho sobre ella.

—Tú la querías.

—Eso no tiene nada que ver.

—¿Quién es el que huye ahora? —dijo ella sin dejar de mirarme a los ojos.

Retrocedí tambaleante y me senté en los escalones de cemento con la cara entre las manos. Me recompuse pedazo a pedazo. Me llevó un rato.

—No deja de ser nuestro hermano.

—¿Y qué quieres hacer? ¿Buscarlo? ¿Entregarlo a la policía? ¿Ayudarlo a que siga escondido? ¿Qué?

No sabía qué decir.

Melissa se acercó a abrir la puerta que daba al estudio.

—Will.

Alcé la vista.

—Eso ya no forma parte de mi vida. Lo siento.

En aquel momento la vi cuando era una jovencita, tumbada en su cama cotorreando, con el pelo excesivamente cardado, la habitación con olor a chicle; Ken y yo nos sentábamos en el suelo y poníamos los ojos en blanco. Recordé sus gestos: cuando estaba boca abajo, dando patadas al aire mientras hablaba de chicos, de fiestas y de bobadas; pero si estaba boca arriba mirando al techo es que soñaba. Y pensé en sus sueños. Y pensé que ninguno de ellos se había hecho realidad.

—Te quiero —dije.

Ella, como si hubiese leído mis pensamientos, se echó a llorar.


El primer amor nunca se olvida y la primera mujer que yo amé acabó asesinada.

Conocí a Julie Miller cuando sus padres vinieron a vivir a Coddington Terrace estando yo en primer curso en el instituto de Livingston. Empezamos a salir dos años después; íbamos a los bailes de alumnos de nuestra edad y a los de mayores de otros cursos. Fuimos la pareja de honor de nuestra clase. Éramos inseparables.

Nuestra ruptura fue sorprendente tan sólo por lo previsible que era, aunque nosotros fuimos a distintas universidades convencidos de que nuestro compromiso resistiría al tiempo y al distanciamiento; pero no podía ser, aunque aguantó mucho más que en la mayoría de los casos. En el primer curso, Julie me llamó por teléfono para decirme que quería conocer gente y que salía con un chico de un curso superior que se llamaba (y ahora no estoy bromeando) Buck.

Yo habría debido superarlo. Era joven y aquello era un ritual de paso bastante corriente; probablemente al final lo habría logrado. Empecé a salir con otras chicas y, aunque me costaba, iba aceptando la realidad porque el tiempo y la distancia contribuían a ello.

Pero luego Julie murió y fue como si parte de mi corazón fuera a permanecer siempre encadenado a su memoria.

Hasta que conocí a Sheila.


A mi padre no le mostré la foto.

Volví a mi apartamento a las diez de la noche. Seguía vacío, persistía el olor a cerrado y me seguía pareciendo extraño. No había mensajes en el contestador. Si la vida sin Sheila era así, no valía la pena.

El trozo de papel con el teléfono de sus padres en Idaho continuaba encima de la mesa. ¿Cuál era la diferencia horaria con Idaho? ¿Una hora? ¿Tal vez dos? No lo recordaba. En cualquier caso allí serían las ocho o las nueve.

No era demasiado tarde.

Me dejé caer en el sillón y miré el teléfono como si el aparato fuera a decirme lo que debía hacer. No lo hizo. Al cabo de un rato cogí el trozo de papel y recordé que cuando le dije a Sheila que llamase a sus padres se había puesto pálida; eso había sido tan sólo el día anterior. El día anterior. No sabía decidirme y lo primero que se me ocurrió fue que mi madre me habría sabido aconsejar lo correcto.

Me invadió una oleada de tristeza.

Al final me decidí a actuar. Tenía que hacer algo, y lo único que se me ocurría era llamar a los padres de Sheila.

—Diga —contestó una voz de mujer al tercer timbrazo.

Carraspeé antes de preguntar:

—¿Señora Rogers?

Hubo una pausa.

—¿Sí?

—Me llamo Will Klein.

Aguardé para ver si el nombre le decía algo. Pero, aunque así fuese, callaba.

—Soy amigo de su hija.

—¿Qué hija?

—Sheila —contesté.

—Ah —comentó la mujer—. Tengo entendido que está en Nueva York.

—Sí —dije.

—¿Llama desde allí?

—Sí.

—¿Y qué desea, señor Klein?

Era una buena pregunta. Ni yo mismo lo sabía; así que respondí con una obviedad:

—¿Sabe usted dónde puede estar?

—No.

—¿No la ha visto ni ha hablado con ella?

—Hace años que ni veo a Sheila ni hablo con ella —dijo la mujer con voz cansada.

Yo abrí y cerré la boca y traté de encontrar una alternativa, tomar otra ruta, pero era inútil.

—¿No sabe que ha desaparecido?

—Sí, las autoridades se han puesto en contacto con nosotros.

Cambié de mano y de oído el receptor.

—¿Y pudo usted darles algún dato de utilidad?

—¿De utilidad?

—¿Tiene usted idea de adónde puede haber ido? ¿Adónde ha huido? ¿Si puede estar en casa de algún amigo o pariente?

—Señor Klein.

—Diga.

—Sheila no forma parte de nuestra vida hace mucho tiempo.

—¿Por qué?

Me salió de improviso y me imaginé que, naturalmente, iba a recibir un reproche, un rotundo «¿y a usted qué le importa?». Mas volvió a hacerse un silencio. Yo traté de aguantar callado pero ella aguantaba más.

—Es que es una persona maravillosa —añadí sintiendo palpitar mi corazón.

—Usted es algo más que un amigo, ¿verdad, señor Klein?

—Sí.

—Las autoridades nos dijeron que Sheila vivía con un hombre. ¿Se trata de usted?

—Llevamos juntos casi un año —contesté.

—Parece usted preocupado por ella.

—Así es.

—¿Está enamorado de Sheila?

—Mucho.

—Pero ella no le ha hablado de su pasado.

No sabía qué responder a pesar de que era evidente la respuesta.

—Trato de comprender —dije.

En ese momento, el vecino de al lado puso el equipo estéreo cuadrafónico a todo volumen y el bajo bombardeó la pared. Como hablaba por el móvil me fui al otro extremo del apartamento.

—Quiero ayudar —dije.

—Voy a hacerle una pregunta, señor Klein.

El tono me hizo apretar con fuerza el aparato.

—El agente federal que vino a casa —continuó— explicó que usted no sabía nada.

—Nada, ¿sobre qué?

—Sobre Carly; que no sabe dónde está —dijo la señora Rogers.

Yo estaba confuso.

—¿Quién es Carly? —pregunté.

Se produjo otra pausa larga.

—¿Puedo darle un consejo, señor Klein?

—¿Quién es Carly? —repetí.

—Siga con su vida. Olvide que ha conocido a mi hija.

Y colgó.

Por siempre jamás

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