Читать книгу La promesa - Харлан Кобен - Страница 7

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Dos horas después, la familia de Aimee —los Biel— fueron los primeros en marcharse.

Myron los acompañó a la puerta. Claire le habló al oído.

—He oído que las chicas estaban en tu antigua habitación.

—Sí.

Ella le sonrió con malicia.

—¿Les has contado que...?

—Por Dios, no.

Claire meneó la cabeza.

—Eres un mojigato.

Él y Claire eran buenos amigos en el instituto. A él le encantaba su espíritu libre. Se portaba como un chico, a falta de una definición mejor. Cuando iban a una fiesta, intentaba ligar con alguien, normalmente con bastante éxito porque, vaya, era una chica atractiva. Le gustaban los musculitos. Salía con ellos una vez, tal vez dos, y cambiaba.

Ahora era abogada. Ella y Myron habían ligado una vez, en aquel mismo sótano, durante unas vacaciones escolares, en el último año. Myron había reaccionado peor que ella. Al día siguiente, Claire estaba tan tranquila. Sin escenas, ni tratamiento de silencio, ni «tal vez deberíamos hablar de esto».

Tampoco hubo bis.

En la facultad de derecho Claire conoció a su marido, «Erik con K», según se presentaba siempre. Erik era delgado y muy puesto. Casi nunca sonreía. Casi nunca se reía. Sus corbatas eran siempre maravillosamente elegantes. Erik con K no era el hombre con quien Myron habría imaginado que acabaría Claire, pero parecían llevarse bien. Debía de ser por aquello de que los opuestos se atraen.

Erik le dio un fuerte apretón de mano y le miró a los ojos.

—¿Nos veremos el domingo?

Solían jugar partidos improvisados de baloncesto los domingos por la mañana, pero Myron había dejado de ir hacía meses.

—No, esta semana no iré.

Erik asintió como si Myron hubiera dicho algo profundo y se fue a la puerta. Aimee sofocó la risa y se despidió.

—Me alegro de haberte visto.

—Lo mismo digo, Aimee.

Myron intentó mirarla de forma que transmitiera «Recuerda la promesa». No supo si lo había conseguido, pero Aimee asintió levemente con la cabeza antes de salir al jardín.

Claire le besó en la mejilla y volvió a susurrarle al oído:

—Pareces feliz.

—Lo soy —dijo.

Claire sonrió.

—Ali es estupenda, ¿eh?

—Lo es.

—¿Soy la mejor casamentera del mundo?

—Como salida de una producción barata de El violinista en el tejado —dijo él.

—No quiero apremiarte. Pero soy la mejor, ¿a que sí? Está bien, puedo asumirlo, la mejor del mundo.

—Sigues hablando de tu faceta de casamentera, ¿no?

—Claro, en lo otro ya sé que soy la mejor.

—Eh —dijo Myron.

Ella le pellizcó un brazo y se marchó. La vio alejarse, meneó la cabeza y sonrió. En cierto modo, siempre tienes diecisiete años y esperas que tu vida empiece.

Diez minutos después, Ali Wilder, el nuevo amor de Myron, llamó a sus hijos. Él los acompañó al coche. Jack, de nueve años, llevaba encantado el uniforme de los Celtics con el viejo número de Myron. Era lo más en moda hip-hop. Primero habían sido los uniformes retro de las estrellas favoritas. Ahora, en un sitio web llamado Big-Time-Losahs.com o algo por el estilo, vendían uniformes de jugadores que habían sido estrellas o que no habían llegado a serlo, jugadores que se lesionaron.

Como Myron.

Jack, a su edad, no entendía la ironía.

Cuando llegaron al coche, Jack dio un gran abrazo a Myron. Inseguro de cómo reaccionar, Myron se lo devolvió, pero fue breve. Erin se quedó aparte. Le saludó con la cabeza y subió al asiento trasero. Jack imitó a su hermana. Ali y Myron se quedaron de pie y se sonrieron como un par de adolescentes en su primera cita.

—Ha sido divertido —dijo Ali.

Myron seguía sonriendo. Ali le miró con sus maravillosos ojos marrón verdoso. Tenía el cabello rubio rojizo y conservaba restos de pecas infantiles. Su cara ancha y su sonrisa le cautivaban.

—¿Qué?

—Estás guapísima.

—No quiero jactarme, pero sí. Soy guapa.

Ali miró hacia la casa. Win —nombre real: Windsor Horne Lockwood III— estaba de pie con los brazos cruzados, apoyado en el umbral.

—Tu amigo Win —dijo—. Parece simpático.

—No lo es.

—Lo sé. Pensé que siendo tu mejor amigo y eso, debía decirlo.

—Win es complicado.

—Es guapo.

—Lo sabe.

—Pero no es mi tipo. Demasiado guapo. Demasiada pinta de chico rico.

—Tú prefieres a los machos —dijo Myron—. Lo comprendo.

Ella se rió disimuladamente.

—¿Por qué no deja de mirarme?

—Lo más probable es que te esté evaluando el culo.

—Es agradable saber que alguien lo hace.

Myron se aclaró la garganta y apartó la mirada.

—¿Quieres que cenemos mañana?

—Me encantaría.

—Te recogeré a las siete.

Ali le puso la mano en el pecho. Myron sintió algo eléctrico al contacto. Ella se puso de puntillas —él medía metro noventa y cinco— y le besó en la mejilla.

—Cocinaré yo.

—¿En serio?

—Nos quedaremos en casa.

—Bien. Entonces será algo familiar. ¿Para que conozca mejor a los chicos?

—Los chicos pasarán la noche en casa de mi hermana.

—Oh —dijo Myron.

Ali le miró intensamente y subió al coche.

—Oh —repitió Myron.

Ella arqueó una ceja.

—Y no querías fanfarronear sobre tu elocuencia...

Se marchó. Myron vio desaparecer el coche, todavía con la sonrisa de zombi en la cara. Se volvió y fue a la casa.

Win no se había movido. Había habido muchos cambios en la vida de Myron —sus padres se habían mudado al sur, el nuevo hijo de Esperanza, su empresa, incluso Big Cyndi— pero Win seguía siendo una constante. El cabello de un rubio ceniza se le había vuelto gris en las sienes, pero aún era un blanco privilegiado prototípico. La mandíbula noble, la nariz perfecta, los cabellos peinados por los dioses: olía, merecidamente, a privilegio, zapatos blancos y bronceado de golf.

—Seis coma ocho —dijo Win—. Lo dejaré en siete.

—¿Cómo dices?

Win levantó una mano, con la palma hacia abajo, y la meneó a un lado y otro.

—Tu señora Wilder. Siendo generoso, le daría un siete.

—Vaya, no sabes cuánto me alegro. Viniendo de ti y todo eso.

Entraron en la casa y se sentaron en la sala. Win cruzó las piernas con su elegancia habitual. Su expresión se instalaba pertinazmente en la arrogancia. Parecía mimado, consentido y blando, al menos por su cara. Pero el cuerpo era otra historia. Era todo músculo, nudoso y denso, delgado pero fuerte como un alambre.

Win chasqueó los dedos. En él quedaba elegante.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—No.

—¿Por qué estás con ella?

—Estás bromeando, espero.

—No. Quiero saber qué es exactamente lo que ves en la señora Ali Wilder.

Myron meneó la cabeza.

—Sabía que no debería haberte invitado.

—Ah, pero lo hiciste. Así que déjame perorar.

—Por favor, no lo hagas.

—En nuestros años de Duke, fue la preciosa Emily Dowing. Después, tu alma gemela durante más de diez años, la exquisita Jessica Culver, un breve flirteo con Brenda Slaughter y ay las, más recientemente, la pasión Terese Collins.

—¿Esto tiene algún objetivo?

—Lo tiene. —Win separó los dedos y los juntó de nuevo—. ¿Qué tienen en común todas esas mujeres, tus antiguos amores?

—Dímelo tú —dijo Myron.

—En una palabra: suculencia.

—¿Ésa es tu definición?

—Mujeres que echaban humo —siguió Win con su acento pedante—. Todas y cada una de ellas. En una escala del uno al diez, daría a Emily un nueve. Sería la puntuación más baja. Jessica sería un once, de las que te hacen perder el seso. Terese Collins y Brenda Slaughter eran ambas casi diez.

—Y en tu experta opinión...

—Un siete siendo generoso —terminó Win por él.

Myron sólo meneó la cabeza.

—Dime por favor —dijo Win—, ¿dónde radica la gran atracción?

—¿Eres tú de verdad?

—Ya lo creo.

—Pues, te daré una noticia, Win. Primero, aunque no sea realmente importante, no estoy de acuerdo con tu puntuación.

—¿Oh? ¿Cómo puntuarías a la señora Wilder?

—No pienso hablar de eso contigo. Pero, para que lo sepas, Ali tiene esa clase de físico que te va cautivando. Al principio crees que es atractiva, pero después, cuando la conoces...

—Bah.

—¿Bah?

—Racionalización.

—Bueno, te daré otra noticia. El físico no lo es todo.

—Bah.

—¿Otra vez con el bah?

Win volvió a unir los dedos.

—Hagamos un juego. Yo diré una palabra, y tú la primera cosa que te venga a la cabeza.

Myron cerró los ojos.

—No sé por qué hablo de asuntos del corazón contigo. Es como hablarle a un sordo de Mozart.

—Sí, muy gracioso. Va la primera palabra. De hecho, son dos palabras. Tú dime lo primero que se te ocurra: Ali Wilder.

—Calor.

—Mentiroso.

—Vale, creo que ya hemos hablado bastante de esto.

—Myron...

—¿Qué?

—¿Cuándo fue la última vez que fuiste a salvar a alguien?

Las caras de siempre cruzaron como un rayo por la cabeza de Myron. Intentó desecharlas.

—Myron...

—No empieces —dijo Myron suavemente—. He aprendido la lección.

—¿De verdad?

Pensó en Ali, en su maravillosa sonrisa y en la franqueza de su rostro. Pensó en Aimee y Erin en su antiguo dormitorio del sótano, en la promesa que les había forzado a hacer.

—Ali no necesita que la rescaten, Myron.

—¿Crees que se trata de eso?

—Cuando digo su nombre, ¿qué es lo primero que se te ocurre?

—Calor —repitió Myron.

Pero esta vez, incluso él supo que estaba mintiendo.

Seis años.

Hacía seis años desde la última vez que Myron había jugado al superhéroe. En seis años no había dado ni un puñetazo. No había empuñado, y mucho menos disparado, una pistola. No había amenazado ni le habían amenazado. No había chuleado con las glándulas pituitarias rebosando esteroides. No había llamado a Win, el hombre más aterrador que conocía, a que le echara una mano o lo sacara de un lío. En los últimos seis años, ninguno de sus clientes había sido asesinado, algo muy positivo en su ramo. Ninguno había sido herido o arrestado; bien, excepto la queja por prostitución en Las Vegas, pero Myron seguía sosteniendo que había sido una trampa. Ninguno de sus clientes, amigos o seres queridos había desaparecido. Había aprendido la lección. No metas la nariz en los asuntos de los demás. No eres Batman, y Win no es una versión psicótica de Robin. Sí, Myron había salvado a algunos inocentes durante sus días de casiheroicidad, incluida la vida de su hijo, Jeremy, que tenía diecinueve años —casi no podía creerlo— y cumplía el servicio militar en algún lugar desconocido de Oriente Medio.

Pero Myron también había hecho daño. Como en lo que les había sucedido a Duane, a Christian, a Greg, a Linda y a Jack... Pero sobre todo, él no podía dejar de pensar en Brenda. Todavía visitaba su tumba muy a menudo. Tal vez habría muerto de todos modos, no lo sabía. Tal vez no era culpa suya.

Las victorias tienen tendencia a desvanecerse. La destrucción —los muertos— se quedan a tu lado, te tocan en el hombro, aminoran tu paso, te obsesionan de noche.

De cualquier modo, Myron había enterrado su complejo de héroe. Los últimos seis años su vida había sido tranquila, normal, como todas, casi aburrida.

Fregó los platos. Vivía a medias en Livingston, Nueva Jersey, en la misma ciudad —no, en la misma casa— en la que había crecido. Sus padres, los queridos Ellen y Alan Bolitar, habían vuelto a su tierra natal (el sur de Florida) hacía cinco años. Myron había comprado la casa tanto por inversión, una buena inversión, de hecho, como por que sus padres tuvieran un lugar donde volver durante los meses cálidos. Myron pasaba una tercera parte de su tiempo en la casa de los suburbios y dos tercios con Win en el famoso edificio de apartamentos Dakota de Central Park West, en Nueva York.

Pensó en la noche siguiente y su cita con Ali. Win era idiota, eso estaba claro, pero como siempre sus preguntas habían dado en el blanco, si no en toda la diana. No era lo del físico. Eso era una estupidez. Y no tenía que ver tampoco con su complejo de héroe. No se trataba de eso. Pero algo le retenía y sí, tenía que ver con la tragedia de Ali. Por mucho que quisiera, no podía olvidarlo.

En cuanto a su papel de héroe, hacer prometer a Aimee y Erin que le llamarían, eso era diferente. Seas quien sea, la adolescencia es difícil. El instituto es zona de guerra. Myron había sido un chico popular. Era un jugador de baloncesto estadounidense de la revista Parade, uno de los diez primeros del país, y, utilizando el estereotipo de moda, un auténtico estudiante atleta. Si alguien podía tenerlo fácil en el instituto, era alguien como Myron Bolitar. Pero no fue así. Al final, nadie sale de esos años ileso.

Es necesario sobrevivir a la adolescencia. Sólo eso. Pasarla.

Tal vez fuera eso lo que debería haber dicho a las chicas.

La promesa

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