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Presentación
Cuatro ciudades en su salsa

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Carlos García Pleyán

Es posible que este libro tenga un principio insospechado y un final impredecible, como nos cuenta Haroldo en su prólogo, pero de lo que estoy convencido es que el trayecto entre ese inicio inesperado y ese desenlace imprevisible es un sugestivo y divertido viaje —donde no faltarán piratas, castillos, flotas, murallas y contrabandistas— que merece la pena recorrer.

Resulta curioso que las cuatro ciudades caribeñas analizadas también hayan tenido un principio insospechado —el colonialismo ibérico no esperaba lo que encontró— y un futuro impredecible. No puede ser de otra forma para centros urbanos sujetos desde su fundación a vectores económicos, políticos y culturales fuera de su alcance. Su común condición fronteriza explica en buena parte su propia historia. El área del Caribe viene siendo, desde hace siglos, una zona de acercamiento y separación, de contacto de lo diverso, de fricción, de mezcla, amalgama y mestizaje. Se trata de lugares nada aburridos, donde la sorpresa, el sobresalto y lo imprevisto se hace cotidiano. La aptitud para saber colocarse con sentido de oportunidad en ese territorio de cruce y de paso y la habilidad de aprovechar y gestionar las ventajas de su ubicación ha sido lo que ha fijado buena parte de las fortunas y los infortunios de esas ciudades. Dilla lo codifica oportunamente como un proceso de intermediación, es decir de metabolización de los intercambios con el exterior, que será clave en su historia.

Como resultado de esos intercambios en lugares y tiempos no siempre coincidentes, Dilla formula tres etapas en la evolución urbana de esos centros.

En un inicio “las virtudes y las fortunas de las ciudades caribeñas dependieron de sus roles respecto a la frontera imperial y a los flujos de mercancías y valores en el sistema de flotas”. Se trataba de enclaves cuyas relaciones y actividades tenían mucha mayor vinculación con las metrópolis que con los territorios donde se iban formando las sociedades locales. Fueron ciudades que vivieron del paso de las flotas, de los subsidios intercoloniales y cuya localización portuaria y morfología espacial estuvo condicionada por ese entorno.

Si las ciudades enclave fueron consustanciales al sistema imperial español, más tarde la ciudad desarrollista se expandió en el marco de la hegemonía norteamericana. Si bien las primeras eran ciudades pivote, estas se vuelcan al interior del país, hacia ese entorno extramuros hasta ahora devaluado: el “interior”. Sin dejar de aprovechar su situación estratégica se reinventan como puntos de articulación no ya comerciales sino de una industria agroexportadora. El crecimiento de las relaciones internas económicas, sociales y demográficas genera movimientos migratorios que las todavía débiles estructuras urbanas serán incapaces de asimilar adecuadamente. Con ello se expandirán la pobreza urbana y la desigualdad.

En la última etapa esas ciudades vuelven a alejarse de sus espacios nacionales, “devienen partes del proceso de exclusión e inclusión selectivas del mercado mundial y producen una alta segregación a sus interiores”. Devienen dramáticos los procesos de exclusión y fragmentación a lo interno de la ciudad, entre las zonas y los grupos conectados “al exterior” —por ejemplo, al turismo internacional— y las periferias (o los centros deprimidos) ocupadas por inmigrantes rurales.

Las cuatro ciudades han hecho este recorrido en el tiempo con suerte diversa. Santo Domingo fue una ciudad importante en el siglo XVI pero su crisis posterior la sumió en un largo silencio. San Juan fue la fortaleza colonial por excelencia. La Habana supo aprovechar con insistencia su localización geoestratégica. Ahora la ciudad —o la región— que lidera el entorno y se constituye en punto de referencia transnacional es Miami.

Llama la atención que a inicios del siglo XX, cuando la Habana rebasaba ya los 300 000 habitantes, San Juan no alcanzaba los 50 000, Santo Domingo todavía rondaba los 15 000 y Miami reunía tan sólo 2000 residentes. Hoy son todas “millonarias”. El crecimiento de estas ciudades en el siglo XX ha sido brutal y sus efectos no menos violentos. Basta cruzar la relativamente corta distancia que media entre la Milla de Oro y el barrio de La Perla en San Juan, entre Monte Barreto o Siboney y el barrio Romerillo en La Habana, entre la Plaza España y el barrio de Santa Bárbara en Santo Domingo, entre Fisher Island y el barrio de Liberty City en Miami, para medir la sorprendente proximidad espacial y el no menos llamativo distanciamiento social y económico.

Mi condición de habanero —adoptiva, pero ya cercana al medio siglo— hace que me haya deleitado recorriendo el centenar de páginas dedicadas a las descripciones y análisis de la que fue la “Llave del nuevo mundo”. La Habana ha sobrevivido al final de las flotas, al cese de los situados, a la epidemia de peste en el XVII, al asalto de los ingleses en el XVIII, a la ruina del imperio, pero después de medio siglo de incuria y malquerencia, de “revancha de los habitantes del interior contra la soberbia habanera” vuelve a ser no solo una ciudad rota sino cansada y en regresión demográfica. Necesita encontrar fuerza e inspiración. ¿Cuál será el precio que tendrá que pagar por su renacimiento y reinserción en el mundo del siglo XXI? ¿Sobrevivirá al inevitable y desigual diálogo que le espera con Miami?

Según Dilla, la recuperación “requiere afrontar una serie de retos vitales que remitiría a cinco temas: rehabilitación infraestructural, construcción democrática, descentralización, recuperación demográfica y vocación de intermediación”. Coincido en lo esencial, pero me gustaría comentar y matizar algunos aspectos.

Efectivamente, una ciudad sin una infraestructura técnica aceptable no puede funcionar y menos competir ni atraer inversiones. Pero no se trata solo de modernizar y rehabilitar redes técnicas, soterrar cables, introducir tecnología inalámbrica, reciclar, limpiar, interconectar, sino de hacerlo sin afectar ni destruir el rico patrimonio urbano. ¿Serán compatibles, por ejemplo, el encanto de los recorridos peatonales por la ciudad de los portales y las columnas con los destrozos que suelen generar las autopistas urbanas y que contemplamos en Santo Domingo, San Juan o Miami? La apuesta por un transporte público eficiente es inexcusable.

Coincido con Dilla en que no se trata solo de descentralizar la gestión de la capital de modo que pueda generar y administrar los recursos de manera autónoma, sino que en paralelo hay que volver a urdir el tejido social, cívico y asociativo que permite vivir a una ciudad y que legitima los derechos y deberes ciudadanos. Y lo primero, para ello, es revertir la vieja desconfianza ruralista y reivindicar a la ciudad como principal fuente de empleo, generación de riqueza, expresión cultural y desarrollo científico. Hay que repetir —con Lerner— que la ciudad no es el problema, es la solución.

Es indudable que La Habana ha comenzado ya un proceso de desarticulación y rearticulación con el territorio nacional e internacional. La densidad de proyectos, ideas e inversiones en la franja costera que va de la bahía del Mariel hasta la península de Varadero, pasando por las bahías de La Habana y Matanzas, es cada día creciente. Por otra parte, el año pasado (2012) —y con el bloqueo vigente— ya se registró un flujo de pasajeros de Miami a La Habana que rebasó el medio millón de cubanoamericanos y los 100 000 norteamericanos, por no hablar de los crecientes flujos financieros y de mercancías (la mayoría informales, pero absolutamente presentes en la vida cotidiana de buena parte de los habaneros…). Una vez más coincido con Dilla en que se trata de una región que mira al norte y que necesitará de la hábil construcción de una relación que no la devore.

Sólo dos puntos añadiría yo aquí. Uno, que La Habana debe ser capaz de reconstruir su base económica con audacia y no reproducir lo que todavía está en el imaginario de la mayoría de políticos y funcionarios: una ciudad de fábricas e industrias. De hecho, si la ciudad quiere situarse en el siglo XXI deberá promover una ciudad postindustrial, basada en las economías creativas (cultura, biología, informática, diseño…) y conectada a las redes mundiales, más adecuada al sustrato demográfico y educacional que posee. Una ciudad que no se sustente en la cantidad de la mano de obra sino en su calidad y creatividad. Una ciudad del conocimiento, que habrá que conectar al mundo para su propia supervivencia.

Dos, la ciudad debe saber aprovechar sus múltiples zonas de oportunidad urbanística (la enorme y pronto disponible bahía portuaria, el aeropuerto inutilizado de Columbia, las favorables áreas al este de La Habana, etc.). Se trata de centenares de hectáreas que pueden generar miles de millones de dólares. Pero no solo debe saber utilizar esas extensas áreas sino también ser capaz, principalmente, de “hacer ciudad sobre la ciudad”, eliminando el actual despilfarro de suelo estatal —construido y no construido— y rehabilitando, reciclando, reconstruyendo, reparando a fin de lograr una ciudad compacta, más eficiente y económica. Sin olvidar que no se trata de procesos inocentes, sino que a menudo acarrean procesos de gentrificación o elitización como ya se siente en barrios como el de Miramar o incluso en la Habana Vieja, zonas de donde han comenzado a ser expulsadas poblaciones que prefieren ceder espacio habitable, ventajosa localización y estatus social a cambio de convertir esas ventajas en recursos financieros.

La recuperación demográfica que menciona Dilla como último reto es de naturaleza distinta. Aquí no se puede intervenir directamente, como se ha intentado hacer con decretos y medidas administrativas, sino actuando sobre la que es principal población objetivo: la juventud. De ellos dependen las dos variables que controlan el crecimiento o decrecimiento de la ciudad: la escasa fecundidad y la excesiva emigración. Lo que significa que mientras no se actúe decididamente en aspectos ligados con la oferta de vivienda para nuevas parejas o la apertura de oportunidades de trabajo y realización personal para jóvenes, no se logrará ningún cambio demográfico positivo. La juventud tiene que sentir que el país está en sus manos, como lo sintió la que produjo el boom de natalidad en los años sesenta.

Dilla se pregunta, preocupado, al final del primer capítulo: “La pregunta que siempre nos hacemos es si el final del largo recorrido cultural de nuestra historia urbana compartida esta predestinada a terminar entre las lentejuelas de Ocean Drive. O si hay algo más allá”. En mi opinión, entregar la ciudad a las nuevas generaciones es su única salvación. Dejemos pues de una vez que ellos —en palabras de Miguel Matamoros— “remitan los muertos a la gloria y continúen bailando el son”.

Haroldo ha leído y descifrado numerosos planos y mapas con extrema atención, ha exprimido los censos y las estadísticas disponibles, ha hecho un examen acucioso de la literatura especializada disponible, ha recorrido novelas y libros de viajes, ha caminado por sus calles y, sobre todo, ha trabajado en esas ciudades, que es la mejor manera de conocerlas. El resultado de esta extensa labor es un texto con un balance exquisito de erudición, rigor analítico y fina ironía. “Me he divertido escribiendo este libro”, nos revela su autor en las primeras líneas. Me he divertido leyéndolo, confieso yo al cerrar su última página. Y no creo que sea solo por esa “tendencia imbatible a la alegría” que supone Dilla al Caribe, sino porque el libro se lo merece.

La Habana, 22 de noviembre de 2013

Ciudades en el Caribe

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