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Introducción

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Probablemente como la mayoría de los libros, este tiene un principio insospechado y un final impredecible. De este último, si finalmente gustará o será útil, no puedo decir —por eso es impredecible—, pero del primero debo contar una breve historia.

En 2009 fui invitado por la Facultad de Estudios Generales de la Universidad de Puerto Rico a impartir un curso especializado sobre ciudades del Caribe. Tuvo lugar durante un semestre con un grupo reducido de estudiantes graduados y de término, y constituyó una oportunidad única para discutir con una docena de mentes jóvenes sobre el pasado de sus ciudades, y de paso, imaginar juntos el futuro. Con absoluta seguridad debo agradecer, ante todo, a ellos y ellas, la idea de escribir este libro.

Del curso salió un primer artículo que fue publicado en la Revista Umbral de esa facultad, y del que se desprendió una conversación con el entonces decano de la facultad, el gran amigo Jorge Rodríguez Beruff, quien, mientras caminábamos por una de las empinadas callejuelas del viejo San Juan, argumentó de mil maneras sobre la pertinencia de un libro. Pero solo recuerdo uno de sus argumentos: me dijo que yo tenía una ventaja adicional sobre la mayoría de mis contemporáneos, pues había vivido en las tres ciudades.

Un argumento sencillo y bastante confuso —vivir en una ciudad no te capacita especialmente para escribir un libro sobre ella— pero que me ha acompañado todo el tiempo y me ha ayudado a seguir adelante. No sé por qué, pero lo tomé en serio. Y al final creo que aunque haber vivido la cotidianeidad en estas tres ciudades por períodos relativamente largos no me ha dotado de un atributo especial para entenderlas —lo cual posiblemente se advierta en el texto— sí para imaginarlas como cuerpos vivos, diría como sujetos, y a mí cabalgando sobre ellas. Es decir, gracias al sabio consejo de mi amigo Beruff, me he divertido escribiendo este libro. Y eso, en este mundo de vidas finitas, es importante.

En realidad no puedo decir que esa tríada de hábitats haya sido equilibrada. La Habana es mi ciudad natal, y en ella me asomé al mundo, hice travesuras infantiles, aprendí a perder y a ganar, me enamoré, y construí una familia que es hoy mi mayor orgullo. Todos mis lugares cómplices están en La Habana, o al menos en como la recuerdo a tres lustros de distancia. Y de ella, en el verano de 2000, tuve que partir hacia Santo Domingo en uno de esos viajes forzados por las circunstancias que uno nunca sabe bien si es un exilio o una migración, pero que siempre es un destierro. Desde entonces he vivido en Santo Domingo, con un breve interregno de un año (2009-2010) en que oficié de profesor invitado en la encantadora Universidad de Puerto Rico, y residí en San Juan, ciudad a la que había visitado varias veces antes.

La información existente sobre estas tres ciudades es muy dispar, cuantitativa y cualitativamente. Santo Domingo fue una ciudad muy importante en el siglo XVI y por ello abundan las crónicas y los estudios sobre el período. Pero la crisis posterior sumió a la ciudad en la pobreza y en el silencio. Y hasta hoy, no es posible hablar de una densidad de estudios sociológicos e históricos de valor. Santo Domingo es una ciudad en una permanente carencia cultural y académica. Difícilmente puede identificarse aquí una comunidad intelectual con una producción consistente, mucho menos aun de un debate profesional en igual sentido. Y ello se refleja en la parquedad de estudios sobre la ciudad. Cabe destacar, obviamente, la alta calidad de las excepciones que aproveché golosamente y cito a lo largo de los capítulos.

La situación de La Habana y San Juan es mucho más favorable.

A pesar de la cargante tutela estatal sobre el pensamiento social, la historia y actualidad de La Habana están acompañadas de una producción consistente, que incluye tanto a los especialistas locales como a extranjeros. Y así ha sido, al menos, desde fines del siglo XVIII. Y lo sigue siendo en la misma medida en que la situación de la isla evoluciona desde la profunda crisis en los noventa y se advierten consecuencias importantes para el Caribe y para el sur de la Florida.

En San Juan radica la mejor universidad pública del Caribe, con una serie de escuelas especializadas o interesadas en temas urbanos, y que han ido conformando toda una biblioteca sobre la ciudad. En ocasiones sorprende el volumen de lo producido, teniendo en cuenta la dimensión de la isla que probablemente es la que posee la densidad de producción teórica urbanística más alta de toda la región.

Por razones políticas, no pude trabajar en La Habana, pero afortunadamente poseía algún stock informativo que varios amigos se ocuparon de incrementar. Varias visitas a San Juan me ayudaron a husmear en algunos de sus valiosos centros documentales. En Santo Domingo, donde vivo, accedí a varias bibliotecas y entre ellas una que siempre recuerdo por su solidaridad y dedicación: la radicada en el Centro Bonó. En todos los casos el internet fue un recurso valioso, sea para acceder a sus bases de datos (todavía me dejo sorprender por la riqueza de la Biblioteca Digital Cubana) como para adquirir literatura especializada en algunas de las librerías virtuales.

Quiero agradecer con particular sinceridad a todos los amigos y amigas que me ayudaron con el engorroso problema de la información.

Desde La Habana conté con la valiosa cooperación de Erasmo Calzadilla e Irina Echarry, dos talentosos jóvenes intelectuales a quienes espero algún día poder conocer y agradecerles personalmente. También recibí documentos de viejos amigos como Alfredo Prieto y Carlos García Pleyán. Y de este último —a quien considero el mejor sociólogo urbano de Cuba— recibí estímulos y lecturas críticas altamente calificadas que me permitieron corregir, agregar y seguir.

No menos sugerentes fueron las animadas conversaciones con mi amigo, argentino/dominicano, Julio Corral. Un auténtico urbanista errante que aportó algunas ideas y documentos que utilicé todo lo que pude.

Desde San Juan me ayudaron Francisco Rodríguez, Carlos Severino, Jorge Lizardi y Aura Muñoz, aportándome ideas y documentos desde diferentes ángulos, todos muy importantes. Y por supuesto, Jorge Rodríguez Beruff, quien de paso hizo cosas que nadie hace: prestarme valiosos libros de su biblioteca particular, ubicada a cientos de kilómetros de la mía. Espero devolvérselos algún día.

Otra ayuda vital provino de Siro del Castillo, un amigo cubano, quien ha aprendido a querer cada rincón de Miami sin dejar de querer cada rincón habanero, y a contarme historias que regularmente no aparecen en los libros, con la misma pasión como lo hacen los cuenteros de Coyoacán. También en Miami mi sobrino predilecto —en realidad tengo uno solo— Arian Albear Dilla me ayudó facilitándome el acceso a varias bases de datos y bibliotecas especializadas.

Finalmente en México, en cuya capital, por esos vuelcos extraños de la vida escribo esta página final, recibí la ayuda y el estímulo de encarecidos amigos como Velia Cecilia Bobes, Rafael Rojas, Ernesto Rodríguez, Armando Chaguaceda y Johanna Cilano. A todos agradezco haber compartido observaciones, comentarios y algunos valiosos libros.

Estoy seguro que he sido injusto en este recuento, y he olvidado otros muchos aportes que me ayudaron en estos tres años de trabajo. Me disculpo de antemano y remito el olvido a mi mala memoria. Pero lo que nunca podría olvidar es el sentido superior de la vida que siempre me ha regalado mi familia (mi colección de hermanas —naturales y políticas— y casi siempre sobrinas) y en particular ese círculo más íntimo con el que se hablan y tramitan los detalles. El círculo que me animó, soportó mis malos momentos y se alegró junto conmigo ante cada minúsculo éxito: mi esposa Teresa Rodríguez, mi hija Charlene, mi yerno Carlos Durán y mis tres nietos: Santiago, Mariana y Pablito.

Y sobre todo a Pablito, a quien dedico este libro predilecto, para que siempre me acompañe.

San Juan/Santo Domingo/México, verano de 2013

Ciudades en el Caribe

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