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1. MI SITIO

Nací el cuatro de julio de 1921 en un paraje cerca de Tinjacá. Eran los primeros días de un caluroso mes, momentos en que nuestro decadente Gobierno celebraba un nuevo aniversario de la Independencia de Estados Unidos, el mismo que veinte años antes, con los yankees, había cercenado a Colombia y dado el zarpazo a la provincia de Panamá, mientras el Gobierno recibía a cambio su “plato de lentejas”. Estábamos pasando los umbrales de los primeros cinco lustros del siglo veinte con un inventario de hechos intrascendentes, unos, y trágicos e infortunados, los demás; no bien terminada la guerra que se llamó “De Los Mil Días”, el Presidente de turno le estaba dando los últimos plumazos a las reglas que enseñaban a memorizar “Con zeta se escribe azada, vergüenza, pezón, ...” y algo más, cuando al cabo de unos años debió suceder lo inevitable: Al liberalismo le cobraban, con el asesinato del caudillo Rafael Uribe Uribe, el atrevimiento y osadía de medir sus fuerzas con el partido de Dios.

Por aquellos tiempos, la comarca se debatía en una alarmante pobreza, primero, por los efectos de lo que llamaron la Primera Guerra Mundial, acontecimiento que, originado en Europa, le tocó a nuestro país sufrir sus consecuencias en lo que concierne a la economía y a las pestes que, implacables, diezmaban los pueblos con la presencia del tifo, el sarampión, la viruela, la difteria y la malaria, entre las más terribles; segundo, por la prolongada ausencia de las lluvias y la violencia de los vientos; tercero, por el flagelo del piojo, el pito, la nigua, la pulga, la cuesca, el chirivico y el mismís, insectos éstos que no dejaban tranquilos ni a los santos de las iglesias, todo esto debido a la ausencia total de programas de saneamiento ambiental; y cuarto, a la modorra que se apoderaba de la población humana que, por ser descendiente de la nobleza española, le era humillante el trabajo material y un poco difícil el intelectual, por lo cual el ingenio popular producía coplas como éstas:

El juez pregunta al alcalde,

y ambos preguntan al cura,

llama el cura al sacristán

y el sacristán a Resura.

Son los jurungos de Turca

bichos, chivatos, patojos,

que abundan, pican y ofenden

como la nigua y el piojo.

Cuando el destino fatal

se adueña de una persona,

por más conjuros que se haga,

el piojo no la abandona.

Ni la abandonan tampoco

los odiosos chirivicos,

si no son niguas y pulgas,

cuescas, manetas y pitos.

En un tiempo era Guatoque

lo que hoy es Santa Sofía

desde que Segundo Sáenz

lo volvió carnicería.

A Muzo voy por el uso,

a Coper, por devoción,

a Maripí, por desgracia

y a Pauna, por maldición.

Pero ya pronto estaremos

ante la Virgen bendita

pa’ que nos haga el milagro

a cambio ‘e la limosnita.

Estas coplas rompían la monotonía de la región al paso de los promeseros que se desplazaban hacia el santuario de la Virgen más bella y milagrosa que el cielo y la tierra hayan tenido en los tiempos pretéritos, en los presentes y puedan tenerla en los venideros: la Virgen del Rosario de Chiquinquirá. En medio de esta danza de la pobreza, de la pereza y de la torpeza, nació este niño predestinado a ser durante su larga existencia, protagonista de una serie interminable de hechos insólitos, siendo primogénito del matrimonio entre Adolfo Vargas Sanabria, de diecinueve años de edad y Ana Elisa Sánchez Castellanos, de catorce. La criatura ya había sido sometida a una dura prueba desde el vientre de la madre, quien, en uno de esos arrebatos propios de la inexperta juventud, ante una ligera desavenencia conyugal, salió a veloz carrera y se lanzó al río que bajaba crecido, con tal suerte que fue rescatada a poca distancia por un cazador que acechaba una guagua. Una vez rescatada viva la joven esposa, fueron necesarios muchos remedios para evitar el aborto del primogénito.

A pesar de la escasez imperante en la región, en aquel hogar de Tinjacá había buena provisión, debido a la no poca heredad y a las actividades comerciales del jefe de familia, lo que permitía que allí se congregara una buena parte de la parentela paterna y la vida trascurriera en ambiente de camaradería y colaboración en los diferentes oficios propios del campo. Zapateaban grandes ollas de tiesto sobre fogones de piedra en el piso de tierra, dentro de las cuales, abundaban cereales, tubérculos y carne de ovejo, cuyos olores mezclados con el humo de los tizones traspasaban los techos y tejados y se metían preciso en las narices de los moradores, como preludio de una suculenta cena. El guarapo, más chicha que guarapo, era ingrediente indispensable tanto para quitar la sed como para templar el ánimo desgastado por la rudeza del trabajo diario. Así que, bajo el influjo de esta agradable bebida, y antes de apetecer la cena, el jefe del hogar sacaba su tiple, que tocaba con destreza, para entonar las últimas guabinas y torbellinos que había compuesto. Es grato recordar la sencillez de las cosas, el calor humano y la lentitud de los sucesos, no obstante el gran atraso en que se vivía en aquella región; así, mientras las muchachas se encargaban de arrimar el agua y la leña de los quehaceres de la cocina y el lavado de ropas, los muchachos se entregaban al manejo del ganado y de las labranzas.

En su corta existencia, mi padre fue muy afortunado, pues desde adolescente se distinguió como buen administrador de los bienes de sus progenitores; era tiplista y cantador, muy aficionado a la caza y a mantener muy bien amaestrada su jauría. Prestó el servicio militar y dejó varios hijos extramatrimoniales. Cuentan que, estando sentado cerca de unas matas de olivo entonando guabinas, acompañado de su tiple, de repente empezaron a gruñir y a danzar con un raro compás unos marranos que estaban amarrados muy cerca del lugar y sólo se aquietaron cuando mi padre suspendió su concierto, no sin antes observar que los tales cerdos, en el furor de su danza, habían reventado sus lazos y se habían defecado y orinado de la emoción experimentada. Por supuesto, este relato me llevó a interesarme desde muy niño por la música y el canto, aunque no por el extraño comportamiento de los cerdos.

Como el tiempo corría veloz en la casa de La Resaca, que así se llamaba la heredad, llegó la hora de bautizar al primogénito de aquel joven matrimonio, pero hubo que esperar un poco más, mientras se acordaba el nombre adecuado para el nuevo ser, pues mientras unos opinaban que debía llamarse Moisés, por haber sido salvado de las aguas, otros opinaban que no le campeaba ese nombre, porque no le veían la aureola del Espíritu Santo y, además, porque, por línea materna, era anticlerical, si se tenía en cuenta que al abuelo le gustaba leer todos los libros de José María Vargas Vila, por cuya mala maña había sido excomulgado por el cura de la parroquia. Al fin, sobre esta disputa, llegaron a un acuerdo las partes en litigio y le acomodaron un nombre que, para fortuna del recién nacido, estaba fuera del santoral. Para que las cosas no se fueran a complicar con el párroco del lugar, fue preciso celebrar el sacramento en la parroquia vecina de Sutamarchán, pero eso sí, con padrinos con las mismas inclinaciones vargasvilistas del abuelo: -Porque tengo con qué educarte – le decía el padre al recién bautizado- tendrás que ser un gran hombre para honra de la familia. Ya verás que pronto pasarán estos malos tiempos, mejorarán las cosechas, engordarán los ganados y mejorarán los negocios para que no nos falte nada. ¡Ah! pero será preciso que tengas hermanitos para que te acompañen.- Mientras transcurría esta plática, la criatura no hacía nada más que patalear en el canto del padre y mirarlo fijamente a la cara como queriendo darle las gracias por tan buenas y sinceras intenciones, además de que, con sus diminutas manecitas, trataba de arrancarle la nariz.

Mi feliz infancia quedó trunca a los cuatro años de nacido, pues mi padre murió de tifo en el año veinticinco, quedando mi madre viuda a la edad de diecinueve años. En aquella misma época, mi madre me abandonó para contraer segundas nupcias.

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