Читать книгу Para mi biografía - Héctor Adolfo Vargas Ruiz - Страница 17

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Pero algo más imprevisto tenía que acontecerme y fue un día en que, por causas extrañas, me encontraba totalmente solo en la casa, cuando en forma imprevista se presentó mi madre, quien, desde el día de sus segundas nupcias, había separado casa: me tomó de la mano, me condujo hacia una columna, me ató a ésta y, sacando una navaja de esas que en su época las llamaban “Castel”, se preparó a degollarme. En aquel instante, sin yo comprender el motivo que inducía a mi madre a tomar tal decisión, toda vez que nunca se había interesado por mí, se oyó un ruido raro proveniente de la calle, lo que hizo que mi madre se apresurara a desatarme, exigiéndome la promesa de no comentar a nadie lo sucedido. Entonces, desde aquel momento, sucedió un cambio favorable en aquellas interrumpidas relaciones madre e hijo, bajo el compromiso de no contar a nadie el anterior episodio. Sin embargo, se interponía la autoridad de mi padrastro, a quien no le caía muy bien mi presencia en su hogar, de suerte que mi padrastro resultó pegándome por faltas que supuestamente yo cometía, cuando la realidad era diferente: era la parte económica la que lo atormentaba. Ya habían dilapidado la parte hereditaria de mi madre. Mi padrastro era un trotamundos sin iniciativas y sin amor al trabajo y su unión con ella sólo había tenido un fin: la herencia.

Es así como, acabada la primera parte de lo que le había correspondido a mi madre, era urgente recurrir a lo que quedaba de la hijuela de los herederos y, para satisfacer esta necesidad, era indispensable matar al hijo, pues, matándolo, quedaría ese otro recurso económico para la subsistencia del nuevo hogar. Luego esa fue la conclusión que los llevó a todo lo que se urdió para mi degollamiento. Mas, como se frustró ese programa y entraba ya el año treinta en que todo el panorama sociopolítico, económico, religioso, intelectual y cultural empezó a evolucionar y el pueblo, ávido de oportunidades, a servirse de él, entrando yo a mis nueve años, mi madre, de modo inesperado, nos llevó a vivir a Tunja, porque a mi padrastro le habían dado trabajo en el trazado del Ferrocarril del Nordeste y mis servicios eran indispensables para cuidar las hijas del segundo matrimonio.

En aquella corta estadía en la ciudad de Tunja, fui matriculado en una escuela a la que llamaban “Modelo” (hoy sección primaria del Colegio de Boyacá), de donde me escapaba muy frecuentemente sólo por correr detrás del carruaje en que se paseaba Monseñor Crisanto Luque para besarle la mano y así sentirme santificado. Luego, en aquel mismo año, le suspendieron el contrato al padrastro y fue preciso trasladarnos a Fusagasugá en busca de mejor vida y allí me tocó alternar mi oficio de niñero con el de vendedor ambulante de tinto y cigarrillos, actividad que ejercía entre las tres y las seis de la mañana alrededor de las agencias de transporte.

En agosto del año en referencia, se posesionó de la Presidencia el Doctor Enrique Olaya Herrera, quien era propietario de la quinta llamada “Tierra Grata” y, en uno de sus paseos veraniegos, tuve la gran emoción de estrecharle la mano al “Mono”. Entonces, para no sentirme un muchacho cualquiera, ya registraba, en mi corta existencia, los tres más grandes acontecimientos: primero, el de haber sido acólito (casi cura); el segundo, el de haberle besado la esposa a Monseñor y, el tercero, el de estrechar la mano del primer Presidente liberal del siglo. Todo esto me fue creando un algo de independencia y de rebeldía: recordé la prematura muerte de mi padre, el despilfarro de la herencia, las malas intenciones de mi madre, los maltratos de maestros y padrastro y, un día cualquiera, boté a la basura el cajón del tinto, me trepé en un camión y, camuflado entre la carga, llegué a San Victorino, el lugar más comercial del viejo Bogotá.

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