Читать книгу Firma con mi nombre - Héctor Caro Quilodrán - Страница 10

III

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La campanilla de la puerta sonó con tal fuerza que sacó al gato de su molicie e hizo apurar el paso de la doncella. Era el cartero que insistía tirando del llamador de la puerta como si pidiera auxilio. La doncella recibió el telegrama y se lo llevó a la señorita Bárbara y esperó mientras lo leía, con las manos cruzadas en la falda, balanceándose levemente sobre sus pies.

—Sí, señorita —asintió luego de recibir sus instrucciones, con una breve inclinación de cabeza.

La doncella abandonó el recinto, perdiéndose en una galería. Se detuvo frente a una puerta entreabierta. La habitación estaba vacía, desde su interior emanaba un intenso olor a transpiración de alguien que marcaba su territorio con ella. Después se dirigió al garaje.

—Jacinto, te llegó trabajo —dijo sin verlo.

—No te oigo, Bruni, acércate —salió una voz desde debajo del coche.

Brunilda dio un paso, indecisa.

—Los patrones llegan a las cuatro, debes ir a buscarlos —dijo.

—¿Cierto?… Oye, Bruni, no hay piernas más hermosas que las tuyas. Tienen una línea morena hasta la rodilla, allí hace una curva y se pierde arriba en la oscuridad. ¿Qué habrá en esa oscuridad, Bruni?

Desde el suelo intentó atraparla con su mano. La joven dio un salto hacia atrás.

—Será para el que se case conmigo —afirmó y se fue.

No hacía mucho que Jacinto era el chofer de la casa, un trabajo que le exigía estar a disposición las veinticuatro horas del día para ir al banco, a la iglesia, al médico, a buscar o dejar a alguien a la estación, o esperar largo rato mientras la señorita Bárbara hacía una diligencia. Muy a menudo no tenía mucho que hacer, horas de ocio que llenaba, manteniendo impecable el único Cadillac de la región.

Se puso su uniforme: chaqueta y pantalón gris, botas negras. El cordón dorado de la gorra lo hacía parecer un cadete militar. A ello contribuía también su porte, juventud y buen humor. A las tres en punto se presentó en la cocina, anunciándose con un sonar de botas.

—Señorita Brunilda, ¿a quiénes deberé traer?

—A los niños.

—Nunca he visto niño alguno en mi breve tiempo en esta casa.

Irguió su cuerpo, acomodándose en su uniforme.

—La necesito para identificarlos —dijo luego—. Tendrá que acompañarme. Capaz que llegue con niños ajenos, ¿se imagina?

—Ya no son niños, pero aquí lo son mientras no se casen. Los reconocerá de inmediato. Y, además, ellos conocen el uniforme.

—Pero no a mí. Míreme, estoy listo para que salgamos de paseo, solitos, en el auto.

Brunilda esbozó una sonrisa, sin contestarle.

—No será mi culpa si llego con mocosos equivocados, se lo advierto —dijo, despidiéndose con un andar de torero, desafiando al toro con sus espaldas.

Jacinto aparcó bajo un árbol e hizo el resto del trayecto a pie a la estación. Un campesino, confundido quizás por su uniforme, lo saludó militarmente. La campana anunció el tren al poco rato. No pasaron cinco minutos y la locomotora hizo su aparición, primero con su mole negra y humeante, seguida por el vagón de la correspondencia con la puerta ya abierta, lista para dar paso a las sacas del correo junto con la prensa del día. Se detuvo rechinando sus ruedas envueltas en una nube de vapor. Solo una dama descendió del coche salón. Era alta, apenas puso pie en tierra, se obstinó en vigilar el descenso de una jovencita ayudada por un gentil joven, después contó las maletas depositadas por el auxiliar en el andén. «Ellos son», dedujo Jacinto. La estirpe de los Pérez-Azaña se les notaba a una legua de distancia.

—Soy el chofer de Cantarrana, a su servicio —dijo, sacándose la gorra.

La dama le indicó el equipaje con su quitasol.

—Sea cuidadoso —agregó.

Jacinto cogió dos maletas, pero se arrepintió cuando descubrió que cada una pesaba como cincuenta kilos. No obstante, su amor propio era grande y las llevó como pudo hasta el auto.

«Aquí reventaron mis riñones», se dijo y, apoyado en el portamaletas, tomó aliento, quitándose la gorra. La cajuela se repletó rápidamente con el equipaje.

—Su lugar es atrás, Cristian, no al lado del chofer —advirtió la dama al joven.

—Miss, estoy muy bien —respondió el aludido, sin moverse.

Jacinto, detrás del volante, los repasó por el espejo. La muchachita estiraba el cuello, quizás por un tic o para verse más alta. La llamada «miss» estaba ya pasadita por los años y su cutis color marmóreo no lo podía ocultar el maquillaje. Sus ojos, cruzados por rayas rojas, eran señal segura de que pateaba el suelo si algo le disgustaba. Cuando iba a estudiar al joven, la miss le dijo:

—¿Qué espera?

—Que me lo ordenara, señorita —y se puso en marcha.

Observó a la miss inspeccionándose cada poro de su cutis con la punta de sus dedos. «Todo está en su lugar, señorita, aunque algo averiado por la edad y el viaje», pensó riendo e hizo el trayecto a la vuelta de la rueda.

Tocó la bocina al llegar ante el portón. El jardinero, don Elías, abrió la pesada puerta. Tres personas formaban el comité de recepción: Meche, Brunilda y Bárbara.

—¡Cristiancito, cómo ha crecido! —dijo Meche, la cocinera, con sus ojos húmedos—. Y usted, Adelita linda, ya es toda una dama.

—Suban las maletas —ordenó Bárbara.

Jacinto luchó de nuevo con su peso, secundado por Elías, quien poseía fuerzas increíbles. Después, Jacinto fue a la cocina, desplomándose en una silla con las piernas estiradas.

—Ya se acabaron tus fuerzas, Jacinto —dijo Meche, abriendo una caja de chocolate.

El aludido se irguió para mirar los caramelos. «Son de los buenos, envueltos en papel plateado», pensó.

—Es un regalo de Cristiancito —explicó ella—, nunca me olvida… Pruébalos, con confianza.

Jacinto masticaba el segundo chocolate cuando entró Brunilda.

—Me lo comeré lentamente —dijo, acariciándola con la vista.

Brunilda cogió un chocolate con su mano morena. Todo era hermoso en ella, hasta su modo inconsciente de ser bella.

—Me tocó uno de licor, de los que me gustan —afirmó con una sonrisa.

—El mío también, Bruni, tenemos los mismos gustos —respondió presto el chofer.

—Habla por ti no más —replicó Brunilda.

—Podríamos conocer nuestros gustos, si lo consiente…

—¿Oyó, Meche? —preguntó la joven.

Meche, con la lengua adherida al chocolate, movió apenas la cabeza.

—¿Conoce algún remedio para curar los males de Jacinto?

Meche se pasó el índice por la boca, limpiándose sus labios.

—Que se dé un baño de agua fría y se saque ese olor insoportable a sobaco.

Jacinto se defendió:

—Fueron las maletas. ¿Traían piedras, acaso? ¿Quién es esa señorita Guinter con cara de monja arrepentida? —gesticuló, expandiéndose su tufo a sudor.

—Hombre, es la institutriz —contestó Meche—. Lleva mucho tiempo con ellos. Es inglesa. Alta, huesuda y sin carne… ¿No le encuentras un parecido con los caballos de don Olaberry?

—No me gustan las mujeres así —refunfuñó él—. Prefiero a las que son como Brunilda, morenas, con esas caderitas y esa cintura hechas para mí. Y no sigo más arriba o abajo por respeto a usted, doña Meche.

—Anda a meter la cabeza debajo de agua helada —replicó Brunilda, yéndose de la cocina.

Jacinto partió a su cuarto, mirando hacia las ventanas del segundo piso. Primera vez que veía tantas luces allí.

Genoveva escuchó el tren de las cuatro, cerrando el álbum. Sus ojos ya no le servían ni siquiera con la lupa para ver las fotos de sus nietos, si eso se llamaba ver. Su cuerpo le dice: «no te queda mucho tiempo». Y ella, para no engañarse, se ha dado un año o dos de vida. La muerte se ha ido apoderando, silenciosamente, de sus manos y, para no verlas, se las cubre con unos guantes de seda fina. Tiene un año o dos para saber si el río guardó su retrato y como rueda vieja que es rodará hasta el camino madre desde donde nacen todos, entonces quiere estar sola para no herir a nadie si se le escapa un nombre, si le dice adiós, llamándolo, en presencia de alguna persona. La muerte es muy franca, no miente. ¿Desde cuándo tiene ese nombre en su boca? ¿Había guerra en el Viejo Mundo? Se pregunta. Es un nombre asociado al origen mismo del haras. Tiembla al pensar en ello. La vida no es más que un temblor y cuando deja de hacerlo, muere. Ahora lo sabe. Qué cosas le salen por la boca, cosas que nunca pensó podría decirlas. Estaba sola, recuerda, -sus padres ausentes por negocios-, en la habitación de su madre, vestida con uno de sus trajes, -le gustaba probárselos y verse con ellos frente al espejo-, cuando lo vio luchando en el picadero con un animal arisco, con sus venas a flor de piel, el hocico lleno de espuma, luchaban hombre y animal no lejos de la ventana, tan cerca que con el aleteo de sus pestañas podría haberlos tocado. A veces alentaba al animal en su lucha, a veces a él, a veces era ella quien luchaba contra el jinete, uno sin nombre, solo con el de una visión creciente frente a sus ojos. El tren ha reiniciado la marcha, su sonido se acerca y lo escucha alejarse hacia el sur. Su corazón se agita. Pronto llegarán sus nietos a verla. El roce de su mano con la colcha la conduce de nuevo al picadero. La lucha no había terminado entre el jinete y el animal. Continuó delante de ella hasta cuando el potrillo entregó su oreja y se dejó conducir, entonces el jinete se desmontó mirando hacia donde se encontraba. ¿La había descubierto o fue un movimiento casual? Al otro día, lo recuerda muy bien, el sol alumbró el techo de las caballerizas. La mañana se llenó de voces, las de los peones, pero de todas, escuchaba una, la que daba instrucciones, la que a veces le hablaba a los animales, mientras acariciaba sus quijadas con la mano. ¿Qué hizo después? La pregunta la recorre entera en busca de respuesta. Ordenó ensillar su caballo predilecto, sabía que si cabalgaba se encontraría con los jinetes de vuelta de su paseo diario por el camino, la saludarían casi con vergüenza, la mirarían con miradas furtivas, bajando la vista. Se subió al caballo y cabalgó al encuentro de la pequeña tropilla y, cuando se encontró con ella, taconeó al animal, este dio un brinco e hizo como que perdía el control del corcel. El jinete, veloz, acudió a su auxilio. Ella se excusó. «Mejor me regreso, parece que hoy mi caballo no está de humor», dijo, regresando junto a él, así inauguró un camino nuevo sobre el viejo. Al otro día, uno más radiante que el anterior, cabalgó hasta el límite de Cantarrana señalado por los altos y añosos eucaliptus, envuelta en su fragancia, puso pie en tierra, respiró aire puro, dejó sus huellas marcadas en el pasto con el peso de sentimientos nuevos, desconocidos. De vuelta, por la tarde, se dejó llevar por la brisa vespertina hasta las puertas del haras. Allí encontró al jinete en su puesto, el de encargado del haras de Cantarrana, la joya de los Pérez-Azaña. Su presencia a esa hora le causó sorpresa, la tomó, seguramente, como capricho de la hija del patrón. Ella no quería ser vista así, sino simplemente como Genoveva. Ya dentro del haras, se apoyó en una de las vallas del picadero, desde donde contempló la casa firmemente asentada desde un ángulo distinto. Divisó el dormitorio de su madre y se vio mirando por su ventana… El sonido de un motor la distrae. ¡Ya vienen! Escucha cómo se abre el pesado portón. Su oído es lo único bueno que le queda… Ella miraba hacia la ventana y él también lo hizo en la misma dirección. Ella calló, recuerda. Ambos callaron. Quizás la había descubierto observándolo desde allí. Sintió vergüenza. Llena de confusiones, dio unos pasos sin dirección.

—¿A dónde va? Ese no es el camino, señorita.

Escuchó, sin atreverse a mirar atrás. Atravesó el jardín de vuelta, pisando sus propios huesos, no las piedrecillas del sendero. ¿Dónde estaba, Genovita? Ya me estaba preocupando. Era Meche quien preguntaba, no la de ahora, sino su madre, porque su deber era cuidarla. Eso decía siempre con mucho orgullo. Lo dijo también antes de morir, dejándole de herencia a su hija con su mismo nombre para que la siguiera cuidando. Es ella, quien, ahora encarnada en su hija, le da la bienvenida a los niños, mientras se seca los ojos humedecidos con la punta de su delantal de eterna cocinera. ¡Oh, la vida no es más que una rueda que gira en torno al mismo centro! Ahora lo ve cuando ya no le quedan ojos. Escuchó abrirse una puerta a lo lejos. Es Elías, el jardinero, seguido de Jacinto. Voces presurosas suben la escalera, las de Bárbara, Adela, también la de él, que viene cuando no puede ofrecerle más que un cuerpo reducido a un mapa de estrías, manos escondidas debajo de guantes de seda, viene ahora a su encuentro, cuando es pura levedad, una que solo soporta recuerdos y sin poder controlarse pronuncia su nombre:

—¡Franciscooo!

—Madre, es Cristian —dijo Bárbara, encendiendo las luces.

Genoveva, apoyada en los almohadones, estiró sus manos para aferrar el vacío. Su pelo plateado resalta sobre los almohadones y los arabescos de la colcha de damasco se enredan en sus manos, haciéndola parte de una estampa que representa la vejez, una sin miedo ni desesperación, aclarada, aclarándose.

—Soy Cristian, abuela —dijo un joven con la altura de la adolescencia.

—Oh, Cristian, has cambiado la voz…me recuerda a una persona.

—Abuela, ya está con sus confusiones —y la besó.

—Te has convertido en un hombrecito, hasta con barba incipiente —rió, pasándole sus manos por las mejillas.

Cristian, rojo, dijo:

—Soy el mismo, abuela.

—Y yo, Adelita —se adelantó su nieta girando sobre sus talones.

—Déjame besarte, preciosa.

—Ya, es suficiente por ahora, mañana tienen todo el día para conversar —dijo Bárbara y apagó las luces, menos la del velador.

La suave luz de la lámpara acarició su rostro como si fuera una mano, sensación que le trajo ciertas palabras de Francisco: «El amor deja una cicatriz». Ella había replicado: «Es una herida, entonces». Y él agregó: «Pero la más hermosa de todas». ¿La herida o la cicatriz? No se lo preguntó. Al día siguiente cabalgó hasta el final de sus dominios. Regresó galopando como si las espaldas de Francisco fueran la meta de su carrera. El caballo sudaba; ella también. Cuando llegó subió a su cuarto. Ordenó agua caliente. Con la bañera a punto se sumergió en ella, sintió cómo el agua la cubría bajo un mar de espuma, siendo invadida por una sensación de abandono, mientras su cuerpo se hacía pez, con su propia vida, escapándose y, antes de que se fuera, dejándola con la añoranza de su existencia, emergió del agua, atrapándolo con la toalla, aprisionó su calor, recompuso sus latidos, poniéndose de pie, de nuevo entera, hecha una, frente al espejo empañado por el vapor del agua, trazó en él, inconsciente, la cruz sobre su superficie, sacrificó su cara a su signo, signo que se transformó en barrotes de una celda, viéndose prisionera, bajo la mirada de los retratos de sus antepasados, severos, rígidos, imponiendo autoridad, temor, poder, conceptos que su padre quiso representar en la casaquilla de los jinetes de Cantarrana, pero las ranas se impusieron como los símbolos para ser paseados victoriosos por los pura sangre en los hipódromos. Borró la cruz y en su lugar se encontró con los ojos de alguien hablándole desde las aguas del azogue: «¡ve a verle!» La toalla cayó al piso, de sus pies nació su propia escultura puesta allí para ser contemplada, joven, naciente hacia el futuro. «Ve a verle», insistió su otro yo, con su piel brillante, pelo húmedo, mejillas tersas, encendidas, recto el tabique nasal, ojos grandes. Así fue. Esa imagen conserva. «¡Oh, Dios, qué cosas tenía guardadas!». Las puertas se cierran. Ya no hay signos de vida en la casa. Los niños dormirían cansados después del largo viaje. Meche se habría ido a la cama, dichas sus oraciones. El chofer estaría por ahí, inquieto, fumando quizás antes de acostarse. La casa duerme; ella recuerda. ¿Qué hora sería? Solamente el pitazo de los trenes, el relincho de los caballos le recuerda el paso del tiempo. Esa misma noche, una distinta a todas, con el pelo recién lavado, con olor a jabón, esencias en el cuerpo, bajó al jardín, cruzó sus senderos en dirección al haras. Salía luz por el despacho de Francisco. Allí lo vio absorto. Dos líneas recorrían su frente limpia y amplia. Sus manos reposaban sobre la madera del escritorio. ¿Qué pretendía ella? ¿Buscaba lo inesperado por si desde él nacía lo nuevo?

—¡Señorita! —exclamó él al verla de pronto surgir casi de la nada.

Ella no supo si avanzar o darse vuelta, si dijo algo, lo dijo con los ojos. Escuchó el tren cruzar la noche en su punto culminante, cuando las ruedas detenidas por los frenos, hierro contra hierro, revientan en una lluvia de chispas. Dio media vuelta y regresó asustada. Las primeras voces le llegan por la mañana. La de Juan, uno de los caballerizos; la voz inconfundible de Eugene; la de Bruno. El relincho vital de los potrillos da comienzo a la jornada. Meche, lejos, abre grifos, llena con agua su tetera gigante. Escucha los pasos tenues de Brunilda, sabe que tocará la puerta suavemente y dirá: «soy yo, señora». ¿Cuántos años lleva Brunilda con ella? Toda su vida. Si nació prácticamente en esta casa. ¿Quién es su padre? ¿Qué fue lo que dijo Zuni cuando mostró su embarazo? Que un afuerino la había dejado con «encargo». Afuerinos eran aquellos hombres que trabajaban días, semanas, meses y se iban, dejando tras sí un hijo en el camino; Brunilda fue uno de ellos, o, a veces un muerto con arma blanca. Brunilda preparó su baño. La espuma volvió a borrar su cuerpo menudo, ya no se iba como antaño en busca del mar, reducido a nada, pero aún así, le hacía falta, porque solo bajo su escasa sombra, podía dormir y sacar de su pozo casi seco la última agua para mojar las palabras que le quedan por decir, entonces, cuando esté completamente seco, ella se diluirá como sal en otra agua que no conoce. Ya limpia, perfumada, se creyó joven como Brunilda, pero al mirarse a sus manos, volvió a lo que era. Pronto vendrán los niños a saludarla. «¿Dónde se ubicará la memoria?», se pregunta. «¿Debajo de los párpados, por lo visto; debajo de la piel, por las caricias o en la saliva, por las palabras dichas?». Esa mañana al despertar creyó haber soñado, solamente en sueños podía escabullirse de la servidumbre sin ser descubierta. Se miró en el espejo. Era la misma, pero con otra mirada. Se dijo: «ensillaré de nuevo mi caballo para ir a su encuentro». No pudo ser. Sus padres regresaron. Volvió a su habitación lejos del picadero. Recibió muchos regalos: trajes nuevos, zapatos, sombreros y su padre anunciaba una fiesta para celebrar su arribo a Cantarrana. Con su madre tenían un rito. De frente, ambas de pie, se tocaban con las yemas de los dedos, extendiendo sus brazos. Las dos eran una copia cortada por la misma tijera. Daban unos pasos en una especie de ballet, al ritmo de la respiración de ambas; cuando perdían el contacto, se abrazaban. Ese día se demoró en dejarla partir de sus brazos, susurrándole al oído: «cuando lleguen nuestros invitados, serás la jovencita más hermosa». Lo que sucedió en las horas siguientes la aturdió. Fueron muchas cosas, unas tras otras. La presencia de su padre, grande, imponente, con sus mejillas rojas, siempre agitado, colmaba los espacios, dando órdenes y contraórdenes, para caer desplomado y dormirse y despertar preguntando por ella, con amor y un dejo de tristeza en la voz. ¿Por qué? Más tarde lo entendió. Los Pérez-Azaña terminaban con ella. Ella debió haber sido hombre para prolongar el apellido. Su alegría más grande era verla vestida de amazona arriba de un corcel. Ni las pesadas cortinas ni las alfombras pudieron ahogar los pasos de la familia Urruztía cuando hicieron su ingreso a la residencia, encabezada por doña Alonsa, de piel blanca, nariz aguileña, pesado collar de oro en torno al cuello, una cinta de color verde le subía el pecho de matrona y a su lado su marido, detrás venían su hija Carlota y Pablo, su hijo, que había suavizado la forma de la nariz de su madre. La vieja Meche los encontró divinos y se lo confidenció como buena observadora de cada detalle concerniente a su persona cuando se vestía para la cena con la cual su padre se celebraba a sí mismo rodeado de «su gente», así llamaba a sus amigos y no tantos a los que invitaba a su mesa para deslumbrarlos con alguna sorpresa solo conocida por él. Su corazón latía de un modo distinto en la mesa, rodeada de las familias más tradicionales de Cantarrana. Pablo se ubicaba a su lado; al frente doña Alonsa, celebrando cada salida del anfitrión con risas y comentarios. A los Urruztía se les conocía por su calidad de comerciantes. A ellos, los Pérez-Azaña y a los Vegochea, las dos ramas de la familia, por el lado paterno y materno, no se le hacía este tipo de preguntas. Todos sabían que la fortuna de los Pérez-Azaña provenía de los buenos tiempos de la agricultura y la minería, invertidos en papeles, propiedades y dueños de la mejor tierra. Todos habían estudiado internados en colegios religiosos, con profesores, tutores privados; no necesitaban más, el resto se aprendía conociendo y el dinero, por alguna ley vinculada con la ley de los imanes, siempre atraía al dinero y lo multiplicaba. «Cuando se nace con cuchara de oro en la boca, ya no se puede usar otra», se solía decir en las cenas. Ella misma era un buen ejemplo: estudió con las monjas y su pasión por los pura sangre venía de antaño y en cuanto a la ópera, se la inculcó su padre quien la descubrió en Buenos Aires, en su único viaje al extranjero. El sonido de la cuchara contra el cristal detuvo la conversación en la mesa. Su padre pidió silencio para retirar el velo de un objeto a sus espaldas. Era su última adquisición. El más moderno de los gramófonos visto hasta entonces en Cantarrana. Uno de los Benavente preguntó, ingenuo o por hacerse el gracioso, si era un instrumento para hacer longanizas, indicando con el dedo la bocina del instrumento, pero se arrepintió cuando vio el ceño duro de su padre, quien, con gesto propio de mago, colocó el disco sobre la plataforma y la aguja buscó el surco. Cuando parecía que no funcionaba, una voz maravillosa inundó el recinto.

—¡Es el gran Caruso! —exclamó su padre.

Esa voz voló por los rincones de Cantarrana. Ella pensó en Francisco. ¿Lo habría alcanzado también a él la fabulosa voz del cantante? A ella, esa voz le tocó el corazón con una palabra en especial: «lágrima». Una lágrima furtiva tal como lo decía la letra, pero llorada hacia adentro. Doña Alonsa cantó a capella para hacerse notar a los ojos de su anfitrión. La velada terminó muy tarde. Pablo se despidió besándole la mano. ¿Qué hizo los días siguientes? A Francisco no lo vio por el camino ocupado en atender los requerimientos de su padre. Su prima Paulina se casaba por esos días. Fueron a la boda. La palma de su mano roza, el relieve del cobertor y sus líneas la llevan hacia esos días de boda, música, danza, tertulias, veladas en el Teatro Municipal. Sus padres no pensaban en fijar fecha de regreso a Cantarrana. Eran así cuando algo les gustaba, se quedaban mientras el gusto les durase, porque para las cosas triviales estaba el capataz, los peones, el contador, don Olaberry, la servidumbre. Cierra los ojos, por sus párpados pasan las imágenes. Su padre, una vez ahíto de la capital, decidió volver. Al despedirse de la familia y de los amigos, les recordó a viva voz desde la pisadera del tren que los esperaba para su «veranazo» en Cantarrana, expresión muy propia de su vocabulario para designar las cosas de acuerdo a su genio y gusto. Mucha gente ha pasado por Cantarrana: senadores, obispos y más de un presidente de la República ha dormido la siesta en sus dominios. De pronto, escucha voces, pasos, acercándose. ¡Son los niños! La abrazan, la besan, quieren hacer muchas cosas con ella y para ella, pero les pide solamente: «pongan el gramófono, antes de retirarse». La música toma posesión de su cuarto. Las cuerdas la mecen, los bronces la levantan por el aire, la voz del cantante la crucifica a sus huesos. Se ve volando por el aire, sobre el paisaje conocido entre la vía férrea y el cementerio clavado con cruces a la tierra parda, donde el mausoleo de los Pérez-Azaña sobresale por sus dimensiones. La música se apaga. Volvieron a Cantarrana. Despertó con Meche a su lado al otro día. Le traía el desayuno a la cama para que le contase las cosas bonitas vividas en la capital. Una vez satisfecha su curiosidad, preguntó por el señorito Pablo con cierta malicia. Su caballo «Paloma» la esperaba ensillado, un mozo la ayudó a montar, cogió la brida y cabalgó hasta el final del camino con la esperanza de encontrar a Francisco. Llegó de nuevo a la línea de eucaliptos y se volvió. Distinguió las espaldas de Francisco, galopó para alcanzarlo, el viento peinó sus cabellos y sintió la sangre del animal pasar por su venas y tocarle su piel. Cuando estuvo a su altura, quiso contarle cómo había sido la boda de su prima, pero él, nervioso, apuró el paso cuando vio a su padre conversando con el capataz casi en medio del camino.

—¡Señorita, no bajamos de los 38 grados a la sombra! —dijo como si la casualidad los hubiera puesto allí en ese momento.

—¡Tanto calor que hace! —exclamó su padre.

—Sí, patrón, la tierra tiene fiebre —replicó prontamente el capataz.

—Genoveva, ponte sombrero —ordenó su padre—; estos solazos derriten el seso a la gente.

El silencio inunda la casa. Los niños han salido. Se frota la yema de los dedos, los entrecruza, nota su rigidez al hacerlo. Una vez más la consumió la osadía. Buscó la complicidad de las sombras en busca de la puerta del haras. A mitad de camino, sus fuerzas flaquearon. Volvióse antes de ser descubierta. Ahogó un grito en el jardín cuando vio dos luces incandescentes impidiéndole el paso: eran, por suerte, los ojos del gato de Meche. Al otro día, encontró una vez más a Meche a su lado como si viniera saliendo de sus sueños. «Señorita, perdone, le traía su desayuno». «Dormí mal, Meche». «Yo también. Mi gato desapareció y lo encontré aullando en el jardín; debe ser este calor el que lo pone inquieto. El capataz dice que la causa es la sequía; yo creo que nos caerá un chaparrón o bien tendremos un temblor». Meche tuvo razón. Se desató una tormenta de verano. Cayó una verdadera tromba de agua sobre la tierra sedienta, cerrándole sus heridas. Las plantas se enderezaron, las hojas se abrieron. Su padre gritó de alegría, llamándola:

—¡Ven a mojarte conmigo, Genoveva!

Ella le hizo caso y gritó mientras el agua la mojaba. Necesitaba danzar, dar vueltas, correr. Paulina fue la primera en llegar para el «veranazo». El mozo la fue a buscar en el Landó, el más elegante de los coches de Cantarrana, con la heráldica de la familia grabada en sus puertas. El estilo del carruaje debe haber influído en ella porque se bajó diciendo que le había hecho recordar el día de su boda y, haciendo alusión a su vientre, dijo:

—Vengo con novedades, prima: ¡seré madre! Necesito aire, descanso y escuchar a este pajarito.

—Mientras lo haces —respondió su marido, un luterano, algo muy raro en su medio—, me gustaría visitar el haras, tío Raimundo.

—Eso lo haremos cuando vuelva Francisco —adujo el padre—. Lo mandé al Club Hípico con mis últimos ejemplares. Ella sintió un sobresalto al escuchar el nombre de Francisco. Le dolió cómo lo nombró, como un simple subalterno. Más tarde llegaron los Benavente, los Subiabre, los Meléndez y muchos más cuyos nombres no recuerda. Los últimos fueron los Urruztía, otra vez comandados por la madre del clan. Pablo, al darle la mano, atenazó la suya. Su padre puso la mano en su hombro y lo llevó a la biblioteca, «a conversar cosas de hombres». Ella no sabía que su nombre estuviera presente en las conversaciones de ambos. La noche la pasaron en el jardín. Entonces su diseño era distinto al actual, contaba con una fuente hacia donde convergían los senderos, pero su aroma sigue siendo el mismo, salvo cuando los hombres fuman. Al otro día se desplazaron al estero en un desfile de coches. Su prima Paulina lo hizo ahora en uno de los varios birlochos puestos a disposición por su padre para el traslado de amigos cercanos y no tanto. Meche fue a la cabeza de los sirvientes. Las mujeres corrieron a la orilla del estero a mojarse la punta de los pies. Su prima, pese a su embarazo, era la más osada, daba chillidos agudos con el agua hasta la rodilla bajo el beneplácito de su marido. Pablo contemplaba la escena sin ser parte de ella. Cuando salieron del agua, los esperaban las viandas dispuestas sobre los manteles con su vajilla respectiva, los vinos en su punto, el ponche frío de melón. Durante el banquete al aire libre, su padre iba de un lado a otro, cumpliendo a cabalidad su papel de anfitrión, mientras su madre, en segundo plano, lo dejaba hacer. Ulderico Lenz, el marido de su prima, bebió casi solo gran parte del ponche de melón y la última copa lo dejó dormido con la boca abierta. La modorra los embargó a todos. Los hombres cayeron tumbados con la camisa abierta sobre las mantas. Si la muerte hubiera pasado a esa hora volando los habría tomado ya por muertos. Meche, al mando de un ejército de sirvientes, recogió sigilosamente los platos vacíos, limpió, ordenó. Una vez terminada su labor, apoyada en un árbol, se convirtió en una estatua viva, puesta allí para velar el sueño de sus patrones. Cristian y Adela vienen a verla, se sientan en la cama, le conversan, y antes de irse, les pide que pongan de nuevo el gramófono. ¿Qué pasó en aquel «veranazo»? se pregunta a sí misma. El regreso de Francisco hizo posible la visita al haras para complacer, especialmente, a Ulderico Lenz. Ella hizo de anfitriona. Francisco saludó, habló nervioso, se detuvo en aquello que estimó importante. Cuando llegaron al criadero hizo traer un formidable ejemplar equino cuyo color negro resplandecía bajo el sol. Él mismo lo montó, dio una vuelta por el picadero, exhibiendo el brío del animal, su potencia marcada en las venas bajo la piel sedosa y cuando parecía que no se iba a doblegar a la mano del jinete, sacó un paso candencioso. El gramófono se detiene bruscamente. Su padre no le dio ni las gracias a Francisco, a ella la sacó del brazo del haras sin mirar hacia atrás. La música del gramófono la rodea, es una hoja, se deja llevar por los acordes hasta ese momento cuando se reunieron en la terraza. Paulina apareció con una de sus creaciones veraniegas adecuadas a sus cuatro meses de embarazo con su marido del brazo. Ambos se veían felices. Ella recurrió a una falda sencilla, blusa color pastel y sandalias. Pablo apretó las mandíbulas al verla, se sintió un crujir de dientes que su hermana Carlota ahogó con una carcajada. El humor de su prima los contagiaba a todos en la velada nocturna. Doña Alonsa le buscaba conversación con su hijo. Ella trató de ser simpática, aunque sonara a falso, cuando hubiera preferido estar galopando al encuentro de Francisco en el camino, darle las gracias por su exhibición ecuestre, embargada por la tristeza, no la pudo ocultar.

—¿Qué te pasa? ¿Estás cansada? —preguntó su prima, inquieta.

—Me retiro —se excusó, yéndose a su cuarto.

A oscuras, tendida en su lecho, le llegaron las voces alegres y, después remplazadas por los sonidos nocturnos y el péndulo del reloj de su cuarto. Permaneció tendida en su cama sumida en confusiones, ansiedades y deseos. Sin saber cómo, al rato se descubrió en el haras, al amparo de las sombras, pegada a un muro. Un sola luz indicaba el lugar donde estaba el despacho de Francisco. Cuando la vio entrar, la miró y dijo: «el futuro es incierto». ¿Qué quiso decir con eso? Ella no contestó, cobijándose en sus brazos presintió el milagro de la creación, juntó consigo todo lo que quería ser, pero Francisco miró hacia la puerta como si por ella fuera a entrar el peligro escrito con mayúsculas de un momento a otro. ¿Qué peligro? Años después, lo supo. Meche dijo al otro día en voz alta a la hora del desayuno:

—La señorita Genoveva se enfermó, se pescó un solazo. —Habló como si hubiera desobedecido sus advertencias.

Ella no salió de su pieza durante toda la jornada. Dormía, despertaba, dormía, despertaba. Parecía estar en el fondo del mar y nadaba como un pescador de perlas en busca de aire y volvía a sumergirse. De pronto la puerta se abrió. Dos sombras se acercaron en puntillas, la cogieron de la mano, hablaron en murmullos. Quizás dijeron: «pobrecita, tiene fiebre». Y abandonaron la habitación tal como habían entrado. Cuando volvió a la realidad, la luz del día luchaba por entrar a través de la ventana. Los huéspedes se habían ido. La casa era un remanso de paz antes de la tormenta. Una de esas que se dan en tierra seca. La biblioteca de los Pérez-Azaña nunca fue para leer, salvo para Dionisio de las Marías, en sus momentos de soledad, sino usada más para guardar todo tipo de objetos vinculados a la familia, especialmente los adquiridos por Dionisio de las Marías y los cuadros pagados a buen precio a sus autores. También la biblioteca era el lugar donde se tomaban las grandes decisiones al amparo de los retratos de los antepasados. Las pesadas cortinas de la biblioteca permanecían cerradas cuando acudió al llamado de su padre sin saber de qué se trataba. El cambio de temperatura lo sintió apenas entró al recinto, ubicándose en el único lugar luminoso, al frente de su padre acompañado de su madre.

—Hija —dijo, y guardó una pausa.

Notó que luchaba por decir algo al verlo rojo de ira y, al final, dio un puñetazo en la mesa:

—¡Despedí a Francisco Chandía! Sabes muy bien por qué.

Se le hizo un nudo en la garganta. Se imaginó a Francisco aplastado por su padre. No sabía que su apellido fuera Chandía ni menos que se pudiera pronunciar con tanto odio.

—No dices nada, ¿eh? —bramó— Esto termina antes de empezar.

Ella se mantuvo inmóvil cuando otro puñetazo cayó sobre la mesa.

—Entremos en materia —dijo, cambiando de tono—. Eres nuestra única hija, sobre tus hombros descansa el futuro de Cantarrana. Si no lo has entendido, es hora de que lo hagas. Sofía —se dirigió a su mujer—, tú y Genoveva necesitan hacer un viaje largo, se van al Viejo Mundo. Disfruten y no vuelvas, Sofía, hasta que Genoveva entre en razón —y se desplomó con todo su peso sobre la silla.

Ella, helada, sin voz, se convirtió, al igual que Meche, en una estatua puesta en el jardín para cuidar el sueño de sus amos. Ni siquiera defendió a Francisco. Ese día se mató sola. «¡Oh, Dios!», se dice, «qué claridad me ha dado el recuerdo». Así fue, así se hizo su vida. Hasta Cantarrana se le ha alumbrado de nuevo. Todo lo ve ahora con ojos viejos alimentados de imágenes más que con la luz del día. Mañana son las fiestas florales un poco atrasadas. Una vez fue reina de aquel festejo, su padre le regaló un caballo para celebrarlo, entonces Cantarrana era un puñado de casas y ella una joven amazona. Escuchó al chofer guardar el automóvil en el garaje, la casa quedó en silencio y ella se cubrió con la sábana sin saber si despertaría, si habría para ella otro día.

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