Читать книгу Firma con mi nombre - Héctor Caro Quilodrán - Страница 9

II

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Juan encontró a don Olaberry en la puerta del haras como si no se hubiera movido de allí y la primera luz del sol le hubiera lavado la cara, de blanco, con su sombrero, sus mejillas rosadas y sus dos puntitos azules más azules que el día anterior.

—Hombre, llegas a buena hora —dijo don Olaberry—. ¿Cómo fue tu primera noche en Cantarrana?

—Dormí como un muerto —contestó Juan, pensando, luego, que su segunda vida empezaba con esa respuesta.

—Te envidio. Duermo poco, cuatro o cinco horas cuando soy afortunado. Te enseñaré los caballos, acompáñame.

En la caballeriza, le indicó el primero:

—Este es Sultán, viejo reproductor; esta es Favorita; aquellos: Souepi y Bromazo; y estos son Fantasma Gris, Dublín, Tincado y Eugenia.

Los caballos sacaban sus cabezas de los boxer al escuchar sus nombres, a modo de saludo. Don Olaberry habló de ellos sin pausa, al parecer no necesitaba respirar cuando se refería a sus fina sangre.

—A cada animal hay que conocerlo como a un amigo o… enemigo —resumió, mirando a Juan y cuando vio en sus ojos lo que esperaba, le presentó a los caballerizos que hacían su entrada a esa hora: Ramoncito, delgado, cuerpo de jockey, le estrechó la mano con una sonrisa; Bruno, de doble barbilla, ojos enrojecidos, cara picoteada por el acné, lo miró como si fuera a disputarle su lugar en el haras. Los demás saludaron llevándose la mano al sombrero.

De vuelta en casa, al anochecer, Juan contó cómo había sido su primer día laboral. Manuel, mientras lo escuchaba, seguía con un dedo los nudos de la mesa de madera y creyó dibujar un caballo con alas. Juan, luego, se levantó de la silla seguido de Lucinda y Manuel. Al pasar frente al espejo en la pared puesto allí por Agustina, tropezó, sorprendido con su imagen: cara huesuda, el bigote crecido y el pelo marcado por la circunferencia del sombrero.

—¿Y los santos, Agustina? —preguntó al no verlos.

—Todavía están en el baúl —respondió ella.

Lucinda sacó del baúl a la Virgen del Carmen y Manuel la figura de San Francisco labrada en madera.

—Le falta la mitad de los brazos y está medio quemado —observó Manuel.

—Aún así, es un santo milagroso —repuso Juan—. Él nos ayudará. Tiene su historia, ¿saben?

—Cuéntela —pidieron los niños al unísono.

—La haré corta. Mi padre había sembrado trigo en tierra casi virgen y creció fuerte, abundante, prometiendo buena cosecha. Pero un día de enero, cuando la tierra es un infierno por el calor, el trigal ardió sin previo aviso. Mis padres vieron avanzar el incendio hacia la casa, la que habían dejado al cuidado del perro y el santo. «¡Haz algo, santito!», le pedían al correr. «Si la casa se quema, te quedarás sin techo igual que nosotros!». Y, cosa increíble, el viento cambió de curso. El fuego se calmó y, como se sabe, lo quemado no arde dos veces. Las llamas se detuvieron delante de la figurilla de San Francisco, pero no salió ileso del incendio: perdió la mitad de su nariz, quedó sin brazos, con la sotana chamuscada y sus canillas al aire. Cuando mis padres murieron, heredé el San Francisco con todas sus quemaduras.

Lucinda palpó la nariz chata del santo y trató de alárgasela con los dedos.

—¿Qué le vas a pedir, ahora, padre?

—Que nos ayude en esta vida nueva.

—¿Y cómo se pide algo así?

—Abriendo el corazón.

—Le pido entonces al santo que le devuelva el alazán —declaró Lucinda.

Ella no sabía que el alazán era producto de un cruce clandestino entre su yegua y Pascualo, descendiente de la famosa Pascuala. El potrillo salió igual a su padre: hermoso, del mejor linaje. Lo llamó Renegado en honor a un riachuelo que corría avergonzado entre los árboles y peñascos, casi no se dejaba ver y, cuando lo hacía, era para mostrar su belleza y esconderse de nuevo en la espesura. Lo mismo le pasó a su potrillo: lo escondió, sacándolo por caminos deshabitados para que nadie lo viese.

—Gracias —respondió, emocionado.

Luego encendió una vela en honor al santo. La luz amarillenta alumbró débilmente el lugar.

Juan, antes de acostarse, fue al fondo del patio, de pie, en medio de la noche, respiró hondo. Las palabras de Lucinda todavía seguían vibrando en su consciencia. La soledad lo embargó, le apretó tanto el corazón que lo obligó a sentarse en un madero con la sensación de que su padre saldría de la oscuridad de un momento a otro, que lo estaba esperando como lo hacía cuando niño, atento al sonido de los cascos de su caballo al cruzar el puente, señal de que volvía sano y salvo en una época con mucho cuatrero suelto. Cuando lo escuchaba cruzar el puente se iba al camino, aunque lloviera, dejándose los ojos sin párpado por verle a través de la oscuridad. Lo primero que lograba ver eran las chispas de las herraduras al chocar contra las piedras y, después, lo adivinaba antes de verle salir realmente de las sombras. No sabe por qué, pero parece que lo volverá a ver tal como lo hacía, bajándose del caballo con sus pies todavía buscando los estribos, solamente le faltaría su madre con un farol en la mano, alumbrando su cara barbuda, diciendo: «hijo, bésalo, es tu padre». Esa imagen traída por la noche le recordó que ya a los diez años lo acompañaba a cuidar el ganado en la cordillera, sin saber si estaban en Chile o al otro lado de la raya, así, siguiéndole sus pasos, se le metió su ser una vez más en sus huesos o escuchándole, o sin decir nada, o simplemente viendo cómo le echaba leña al fuego o cuando dormían juntos al calor de las brasas, amarrados a sus pequeñeces humanas, protegidos por las estrellas. «Todavía vive -se dijo-, solo morirá cuando yo muera, entonces ya no tendrá mis ojos para seguir mirando», luego, irguiéndose desde el rescoldo mismo de su memoria, estiró los brazos y aspiró una bocanada de aire. El canto de las ranas lo escuchó lejano y entró, silenciosamente, a la casa, se sacó la ropa y acostándose junto a su mujer, entrelazó a ella todo su ser desmembrado.

—¿Qué hacías? —preguntó Agustina en voz baja.

—Recordaba a mi padre, se me vino sin aviso. Me sentí como un niño.

—Juan, eres un sentimental —rió, acurrucándolo en sus brazos.

—Manuel, vamos a ver pasar los trenes —dijo Lucinda posando su mano en su hombro.

Otra vez se encontraron con los perros apostados casi en el mismo sitio; uno de ellos le dio un lenguatazo a Manuel, provocándole escalofríos en la pierna, luego los siguieron hasta el límite de la casa patronal. Al parecer, su territorio terminaba allí.

La casa patronal parecía levitar sobre los muros, pintada por la luz matinal. La visión humedeció los ojos a Lucinda. Ambos se sentaron en la hierba a contemplar en silencio esa maravilla solitaria, visible solamente en su parte superior, dejando el resto a la fantasía. Sin embargo, por una rejilla de hierro a ras de tierra, se podía mirar el césped terso, liso cerrado por rosales, flores, dividido por un camino que se abría frente a una escalinata por la cual se subía a una terraza semicircular, donde cuatro columnas sostenían un alto balcón. Pero lo que más les llamó la atención fueron sus dos torres altísimas: una trepaba en busca del cielo y la otra, a la derecha, más baja y maciza, una enredadera la amarrada al suelo. A Lucinda le parecieron atalayas. Podrían haberse quedado mirándolas un largo rato, pero, continuaron su exploración, siguiendo la línea del muro cortado bruscamente por un formidable portón de hierro coronado con figuras de bronce, retorciéndose entre lanzas doradas. Desde fuera, observaron el segundo piso y el ático; una buganvilia florida le daba un color parecido a la sangre.

—¿Quién vivirá aquí, Manuel? —suspiró Lucinda.

—Gigantes —respondió él.

Lucinda, por curiosidad, pegó su ojo a la cerradura del portón. Un hilillo de aire fresco le llegó desde el interior junto a voces ininteligibles. La repentina aparición de un automóvil por el lado oriente de «La avenida de los aromos», con ese nombre la bautizaron ese día, los llevó a buscar refugio detrás de los árboles. El auto tocó la bocina y las pesadas hojas del portón se abrieron como por arte de magia. Un pedazo de patio asomó a la vista y desapareció cuando el portón se cerró.

Los niños continuaron su camino cubiertos por la sombra de los aromos. Al llegar a la vía férrea, el guardavía les cortó el paso.

—Esperen, ¡viene un tren!

Casi al instante, pasó una locomotora desaforada ante Lucinda y una oleada de aire tibio le levantó su falda.

El paso del último vagón del tren les dejó un camino abierto, tentándolos con lo que habría más allá de esos rieles que marcaban la frontera entre el ir o salir del pueblo. Pero no se atrevieron a cruzarla, volviéndose por el mismo lado del camino. Los perros todavía seguían allí custodiando su territorio. De pronto, una señora gordísima se abrió paso entre los canes. Lucinda, al verla, pensó en sus huesos debiluchos. La sonrisa de la mujer le encantó de inmediato.

—¿Son los que acaban de llegar? —preguntó con un hoyuelo dibujado en cada mejilla.

—Sí, nosotros —contestó Lucinda, recorriendo con su mirada la amplia fisonomía de la mujer.

La señora, sintiéndose observada, se arregló el pelo, alisó su ropa y, luego, se miró delante de un espejo imaginario.

—Soy Josefina —se presentó—, la mujer del capataz.

Y les alargó su mano.

—Nosotros, Manuel y Lucinda, los hijos de Juan —replicó la niña.

Manuel asoció la cara redonda de la mujer con esos cerditos usados de alcancía.

—¿De quién es la casa grande? —preguntó Lucinda.

—De los Pérez-Azaña, mi niña.

—Escuchamos voces en su interior.

—¡Ah! Deben de haber sido Cristiancito y la niña, Adelita, los últimos de la familia.

Uno de los perros se apegó a sus piernas y ella le dio una palmada con una de sus manos regordetas, dejándolo casi aturdido con el cariño.

—Me voy a la cocina —anunció—. Tú mamá también debe estar cocinando a esta hora.

—O cosiendo. Le gusta la costura.

—¡Que venga, si se atreve, a vestir mi figura! —dijo, estremecida por su propia risa.

—¿Usted no tiene hijos?

—No, mi niña. Tuvimos uno y se murió. Ahora ya no puedo —y ahogó un suspiro en su mar de carnes.

—Qué lástima —se compadeció Lucinda al verla hundirse en su cuerpo con una profunda tristeza y volver más pequeña a la superficie—. Le diré a mi madre que venga a verla con la huincha en la mano. Nos vemos.

—Pasen a verme cuando quieran —Josefina se volvió, seguida de los perros.

El falderillo, temeroso de sus cariños, la secundó moviendo la cola desde cierta distancia.

Días después, los niños llevaron a Agustina a casa de doña Josefina. Era temprano y la encontraron haciendo mermeladas, una de sus grandes debilidades cuando se sentaba a la mesa.

—¡Ah, traen a mi costurera! —exclamó, secándose unas gotas de sudor de la frente.

Sus pies pequeños y rollizos quedaron a la vista.

—Usted verá, señora Agustina, qué puede hacer conmigo para verme bella —se rió, mostrando sus dientes perfectos y sus labios bien dibujados, consciente de que su sonrisa era lo más encantador de su rostro y, también, que los últimos chispazos de su sensualidad estaban en su boca.

—¿Podemos ir a conocer las bodegas? —rogó Lucinda—. Por favor, tenemos mucha curiosidad…

Agustina, huincha en mano, esperó la respuesta de la mujer.

—Vayan no más —respondió Josefina—. Eso sí, están casi vacías en esta época del año —dijo con tono de excusa— y cuidado con los fantasmas, porque penan hasta de día —y se echó a reír.

Las llamadas bodegas eran unos caserones altísimos ubicados detrás de la casa del capataz, sostenidos por robles enteros apenas cepillados, donde se mezclaban los olores de la tierra y se dibujaban, en la penumbra, los contornos de barricas de madera y greda llenas de granos y quintales adosados contra los muros, pero el frío guardado en su interior los obligó a salir en dirección a los establos, donde las vacas de pesadas ubres ni siquiera les prestaron atención, para pasar al pañol de las herramientas. Allí, los arados mostraban el acero frío de sus hojas y sus manceras suavizadas por manos callosas, más allá las rastras parecían listas para moler los terrones más duros, mientras las guadañas cortaban las cabezas de las sombras y las hoces dibujaban signos olvidados en las paredes, y los martillos, las tijeras, los serruchos y las picotas temían al óxido y al abandono.

De pronto, Agustina los llamó.

—¿Qué llevas ahí, mamá? —preguntó Lucinda cuando ya iban de regreso a la casa.

—Tela suficiente para vestir a un regimiento. La señora Josefina la mantenía guardada hace tiempo.

—Coseremos mucho, madre —se alegró Lucinda.

La Singer volvió a ponerse en acción, su rumor llenó las paredes de tierra mezclada con paja. Agustina tensó su columna y empezó la costura del vestido gigante de la señora Josefina. Nunca había hecho uno de esas dimensiones, lo hizo pensando que Manuela se ocupaba de sus propias labores, los niños estarían jugando cerca del canal, Juan se ganaba el pan del día al lado de los caballos y siguió cosiendo entusiasmada, dándole vueltas a la ruedecilla como si bombeara sangre a su propio corazón, porque al ritmo de su Singer nacía una familia, sin pensar que el pensamiento quedaría guardado en su memoria para siempre, mientras el vestido de doña Josefina tomaba forma.

Don Olaberry llamó a Juan a su lado ese mismo día, a la hora del almuerzo:

—Esta noche hay parto —dijo—. Te espero en mi despacho.

Juan llegó con su manta y su paciencia a la caballeriza para asistir el alumbramiento de la yegua Clarita. Don Olaberry miraba a esa hora, de pie, un paisaje dibujado en los cristales de la ventana.

—Haré té, mientras tanto —dijo al descubrir su presencia, yéndose envuelto en su traje blanco que se matizaría con los colores del otoño al avanzar el año.

Juan se sentó a esperar en un sillón de cuero suavizado por el uso e imaginó las cosas de que habría sido testigo, acumulando el polvo de los años. La luz de la bujía alumbró sus pómulos huesudos. Algunas estrías habían arañado ya la piel de su cuello cuyo color tostado contrastaba con la camisa blanca debajo de una chaquetita corta. El bigote ponía algo de una época desaparecida a su rostro y el color indefinible de su sombrero llamaba a engaño: no era por la suciedad, sino por mezcla de frío, lluvia y sol caída durante inviernos y veranos. Al frente, lo miraba un gringo vestido de smoking, sonreía, y se notaba que ya miraba hacia otros horizontes, reduciendo su tierra a un recuerdo cada vez más lejano. Al escritorio de castaño, conocía muy bien esa madera, la luz le sacaba todos sus matices sensuales a través del barniz. Le llamó la atención una silla en un ángulo, puesta allí más bien de adorno, pero sin ella al lugar le faltaría algo.

Escuchó golpes de cascos contra el pavimento. Salió a mirar. La noche lo atrapó con sus estrellas jugando a los puntitos. Las yeguas parían también en noches como estas donde los Gómez. El viejo Gómez consultaba el horóscopo cuando nacía un potrillo. Según él, los hombres y animales estaban sujetos a los astros. Lo afirmaba lanzando un escupitajo al vacío y con un insulto, protestando quizás por la distancia entre él y las estrellas, enseguida pateaba la tierra como si ella tuviera la culpa. Él tenía su propia explicación y se la guardaba para sí. Cuando volvió al despacho, don Olaberry, con un tazón en la mano, se paseaba inquieto.

—Juan, aquí tenemos pura sangre descendientes de árabes a los que yo agrego sabiduría irlandesa. ¿Ves la foto que está ahí?

—La vi cuando entré.

—Pues bien, por el caballo de la foto, me vine a Cantarrana. Lo compraron los Pérez-Azaña y yo le seguí los pasos. Tiene muchos descendientes. Uno más esta noche con la yegua Clarita. Tamborileó el cristal de la fotografía queriendo despertar al caballo y al joven de la foto.

Los sonidos provenientes de las escuadras dejaron al gringo con la mano en alto. Callaron. Luego la ansiedad los hizo correr. Ya no faltaba nada para el parto. A la media hora asomó el potrillo envuelto en una tela de cebolla. Juan lo ayudó a nacer. El misterio de la vida lo sintió pasar por sus manos con un mensaje escrito en la placenta para ser descifrado. El potrillo, un montón de vida, acurrucado en la paja, inválido, sin muletas, trató de alzarse sobre sus patas: cuatro hilillos temblorosos que se doblaban, inseguro, se afirmó en ellas y buscó el caliostro de las ubres, mientras la yegua giraba su cabeza con una mirada ancestral, casi humana, justo, cuando el pitazo del tren anunció un nuevo nacimiento en Cantarrana.

—¡Juan, tienes manos de partera —exclamó don Olaberry como si fuera el padre de la criatura—. Luego, sacó sal de una caja guardada en uno de sus bolsillos y desparramó un poco a los pies del recién nacido—. Démosle la bienvenida con sal para que tenga sed de victorias —dijo y se hincó sobre la paja para recitar algo en una lengua desconocida—. Es mi rito para las ocasiones especiales —explicó.

Juan, conmovido por la escena, se sacó el sombrero en señal de respeto. Quizás don Olaberry invocaba así a Dios.

—Solo falta darle un nombre. Como es tu primer parto en Cantarrana —afirmó don Olaberry—, te ganaste el derecho de bautizarlo. ¿Cómo lo vas a llamar?

—¡Renegado! —exclamó Juan, como si ya el nombre lo hubiera tenido listo en la boca.

—¡Ese nombre parece una condena! Pero es tu elección —exclamó don Olaberry, ya de pie.

—Es que tuve un alazán con ese nombre. Es para que siga viviendo en este potrillo, don Olaberry.

—Ya tiene un nombre, ahora me corresponde pedir un deseo —dijo don Olaberry alegre como un niño y cerró los ojos.

—Y ¿Se puede saber?

—No, Juan, es un secreto.

Juan, desde ese día, pudo decir Renegado de nuevo en voz alta. Su potrillo había resucitado en otro Renegado que sería conocido por ser remolón en la partida y el primero en la llegada. Quizás así lo deseó don Olaberry.

El automóvil negro avanzó lentamente. Los rayos del sol rebotaron en el cromado de los faroles, en el parachoque, en los tapabarros, llenando el camino de reflejos enceguecedores. Los niños reconocieron al coche que habían visto entrar a la casa grande. Dos siluetas se dibujaron a través de las ventanillas traseras: debían ser las de Adelita y Cristiancito, nombres pronunciados por Josefina con mucho cariño y respeto.

Ya sabían, por boca de Ramoncito, que todas estas tierras, incluído el haras, pertenecían a los Pérez-Azaña. Que eran dueños del agua. Que le habían comprado al gringo Olaberry su sabiduría. Que la misión del capataz era vigilar. Que no se les veía casi nunca, salvo en los veranos, no siendo eso necesario, porque, para eso estaban las dos torres vigilantes, recordándoles su presencia.

—No te alejes mucho, Manuelín, acuérdate que veremos el tren de las doce, y se entró a ayudarle a su madre.

Manuel escuchó, esa noche, el canto de las ranas con los ojos cerrados. Mentalmente ubicó su lugar de origen. Al otro día, lleno de curiosidad, esquivó la casa del capataz, abriéndose paso por entre los gansos. Se desvió del camino en dirección a un manchón de árboles, una verdadera isla quemada por el sol, si pudiera verse desde arriba. Cruzó luego los matorrales, protegiéndose los ojos con sus manos. Cuando pisó tierra fresca sintió frío y se vio atrapado por las sombras heladas de los árboles. Una laguna escondida surgió a sus ojos alumbrada por rayos de sol filtrados a través de las ramas de la foresta. Una vez habituado a ver en esta luz media enferma, distinguió una rana que inflaba y desinflaba su cuerpo como el fuelle de una fragua tratando de calentar las aguas verdosas.

—¿Qué haces aquí?

Manuel se dio vuelta. Un ser sin edad, joven y viejo al mismo tiempo, lo observaba inquisidor.

—Miraba nada más —se disculpó.

El desconocido se sentó como si no tocara la tierra y lo invitó a sentarse, sacó, luego, una flauta de su bolsa e interpretó una sencilla melodía que le colmó la cara de vida y a él, escuchándola, el corazón.

—¿Te gustó? Es mi bienvenida, al reino de las ranas y al mío. ¿Cómo te llamas?

—Manuel.

—Un nombre como tantos. Yo, Silvestre, el rey de Cantarrana —dijo, colocó, luego, sus brazos debajo de la nuca, contemplando de esa manera lo que llamaba su reino. Un débil rayo de luz cayó sobre la palidez de su frente—. ¿Te vio alguien venir hasta acá? —preguntó.

—Nadie.

Manuel se tendió también en el pasto, le pareció que de otra manera no podría disfrutar ese momento. De pronto, Silvestre dio vuelta su cabeza, su mirada intensa lo hizo pestañear.

—Este lugar está lejos de las miradas de la gente Ni siquiera el capataz, que husmea por todos lados, viene. Para él esto es fango, fuente de mosquitos. Es un tipo peligroso, ten cuidado con él. ¿No te has fugado de tu casa o perdido?

—No —respondió Manuel con presteza—, quería saber dónde cantaban las ranas por las noches.

—Buena respuesta. No tienes cara de espía, lo que me deja tranquilo.

Silvestre interpretó de nuevo la misma melodía, que se deslizó por la superficie del agua, subió por la sabia de los árboles hasta la punta de las ramas.

—Me voy —dijo Manuel, cuando sonó el último tono de «La canción del bosque» como la llamó para sí.

—Si vienes mañana, recuerda: que nadie te vea.

Manuel sintió otra vez el peso de su mirada.

—No se lo diré a nadie —prometió sin que se lo pidiera.

—¿Dónde estuviste? —le preguntó Lucinda cuando se encontraron por la tarde.

—Dando una vuelta.

No mentía ni traicionaba a Silvestre con esa respuesta.

El mismo camino hizo al día siguiente, aunque tomando más precauciones. Esquivó a los gansos que podrían delatar su presencia, despertando a doña Josefina de su siesta.

Silvestre, recostado en la hierba, no se puso de pie.

—Sabía que vendrías y como eres mi único visitante, te contaré algo.

Y se sentó para dar comienzo a su relato:

—Cantarrana se llama así por las ranas. Si no te llamaras Manuel, ¿qué serías? Nada y yo tampoco si no tuviese el nombre de Silvestre —Se rascó la cabeza y agregó—. A menos que fuéramos un número. Tiempo hacía que no sostenía un diálogo como ahora. Hablo más con las ranas. ¡Escucha, hablaré con una de ellas! Y, al instante, dialogó y cantó con una a dúo. Con esa ranita hacemos buena pareja; ya nos conocemos. Las mejores cantoras son las de esta laguna. Antes había muchas, muchas, se iban saltando hasta la misma línea del tren, se subían a las pisaderas de los vagones cuando el tren se detenía o disminuía la velocidad.

—¿Cómo sabes eso?

—Me lo contó alguien entre otras cosas —suspiró; su manzana de Adán subió y bajó, marcándose sus quijadas debajo de la piel.

—Las ranas por ese entonces —continuó con las manos cruzadas sobre el pecho y la mirada perdida— se escondían en el equipaje de los pasajeros. Las damas, cuando buscaban un pañuelo en sus carteras o bolsillos, daban un grito al encontrar un batracio gordo y helado. A la caseta del guardavía llegaban por las noches. El guardia luchó con ellas, pero no pudo vencerlas y terminó cantando como una rana más; a esa altura tenía ya cara de batracio y lo apodaron el Rana.

—A Lucinda le gustaría escucharte, ¿la puedo traer? —preguntó Manuel.

—¿No se asustará al verme? No quiero visitantes. Haré una excepción contigo. Nadie debe verlos, en especial el capataz. Ya sabes, cuidado con él. Dicho esto, te mostraré algo solo para ti. ¡Sígueme!

Manuel fue tras él hacia una encina; de una de sus ramas colgaba su bolsa con forma de brazo y puño cerrado. Silvestre trepó en dirección a la copa del árbol con admirable destreza. Manuel lo imitó con cuidado.

—Podría vivir aquí arriba todo el año, si no fuera por el invierno —dijo el hombre.

Manuel pensó: «el árbol es su vivienda». No se lo preguntó ni se atrevió a preguntarle por si tenía familia. No quería indisponerse con él, si era tan interesante escucharlo…

—Desde aquí se ve todo —dijo Silvestre, indicando con su dedo el techo de la casa de los Pérez-Azaña, las dos torres, la cúpula de la iglesia, la línea del tren y la silueta lejana de un arroyuelo.

—¿Ves aquella luz? —preguntó señalando el horizonte.

Manuel aguzó la vista. Al final de los potreros, donde la línea férrea hacía una curva, le pareció que los rayos del sol se quebraban en un espejo.

—Sí —dijo, convenciéndose de haberla visto.

—Pues bien, el día que deje de palpitar se acaba el canto de las ranas.

—¿Por qué?

—Porque sí. Es que falta la otra parte, si las ranas dejan de cantar, esa luz ya no palpitará. Es como el corazón y la sangre, ¿entiendes?

Manuel movió la cabeza, llevándose la mano al pecho y repitió:

—Como el corazón y la sangre…

—Eso es —concluyó Silvestre —. Yo estoy aquí para cuidar el canto de las ranas.

—¿Qué pasaría si no estuviese?

—Siempre habrá un Silvestre para que su canto no se extinga. Es así de simple.

—Lucinda, conocí al rey de Cantarrana. ¿Lo quieres conocer?

Lucinda, antes de dar su respuesta, golpeó el suelo con uno de sus pies, se pasó pensativa la mano por la barbilla. Lo de rey de Cantarrana le pareció interesante.

—Vamos a verlo —dijo, decidida.

Silvestre parecía esperarlos. Examinó a Lucinda con un gesto alucinado y de la misma manera, después, los miró a ambos.

—¿Quieren escuchar algo? —preguntó.

—¿A las ranas? —se extrañó Manuel.

—No, mi historia.

Sus ojos se perdieron en un punto lejano y dijo:

—Soy el rey de Cantarrana. Lo cuido y lo vigilo, duermo arriba de la encina en los veranos y cuando llueve me protejo debajo de ella. Me alimento de las ranas y cuido su canto con mi flauta. ¿No es una buena historia, Lucinda?

Ella no respondió. Lo había estudiado detenidamente mientras hablaba. A pesar de su corta edad, podía discernir que los harapos no podían ocultar cierta nobleza, aunque rara. No hablaba como campesino, pero algo le comía los ojos por dentro.

—Como historia, sí —contestó luego—, si fuera verdad no estaría conversando con nosotros —no supo por qué lo trató de usted—. Los dueños de Cantarrana viven en la casa grande, los hemos visto pasar en el auto negro.

—Lo sabía. No me crees. ¡Fuera! —exclamó con gestos incongruentes.

Y ambos se fueron del reino de Silvestre, mientras se llevaba las manos a la cabeza.

Una pareja de carabineros salió de la casa del capataz con un detenido a los días después. Cuando pasaron por el frente de la vivienda de Juan, Manuel reconoció a Silvestre, flaco, desgreñado, su ropa convertida en harapos, siendo arreado como una res por el camino.

—¡Manuel! —gritó Silvestre—, me llevan preso. Te dejo mi reino, cuídalo. ¡Que no muera el canto de las ranas!

El pechazo de un caballo lo hizo trastabillar y no terminó lo que quería decir o lo hizo y no se le escuchó.

—¿Qué habrá pasado? ¿Por qué se lo llevan? —preguntó Manuel a Lucinda.

Silvestre se perdió delante de las patas de los caballos, pero persistió en las retinas de Lucinda y Manuel.

—La señora Josefina debe saberlo —afirmó Lucinda y ambos fueron a verla.

Cuando llegaron, su marido, el capataz, en su cabalgadura, se despedía de ella.

—¿Qué pasó, señora Josefina? —preguntaron a un mismo tiempo.

—Se llevaron preso al loco, mi marido lo sorprendió ordeñando las vacas.

—Tendría hambre —arguyó Manuel.

—No sé, es la primera vez que lo veo en persona. Solo había escuchado rumores sobre él.

Llegaron los últimos ardores del verano y de Silvestre no se supo más. «Un loco menos», había dicho el capataz. «¡Pero si no le hacía daño a nadie!», protestó Manuel para sí, recordando que Silvestre no llevaba consigo la bolsa colgada de la encina y decidió ir en su búsqueda.

Por el camino, a esa hora no había un alma. La laguna, un remanso frío y solitario, lo absorbió de nuevo con su propio mundo. Para su alegría, la bolsa continuaba en su sitio. Cuando la abrió fue como entrar en la intimidad de Silvestre, en su interior había una flauta, un medallón metálico, presionó su tapa y quedó al descubierto el retrato de una mujer y una carta. No miró más. La cerró y se prometió a sí mismo guardar las cosas de Silvestre hasta cuando volviera. Sin soltar la bolsa de Silvestre observó la línea férrea, el horizonte y el cielo. El reino de Silvestre ardía bajo el sol en ese momento y desprendía rayos desde el horizonte mismo.

Apenas vio a Lucinda, en la casa, le mostró la bolsa.

—Es de Silvestre —dijo—, se la guardaré hasta cuando vuelva.

—Donde nadie la encuentre —recomendó Lucinda, yéndose hacia el canal, donde llegó Manuel al rato.

Los dos, de espaldas sobre la hierba, miraron el cielo, experimentando la misma sensación: la de haber vaciado sus cuerpos y ya, sin el peso de sus almas, volaban.

Agustina detuvo la vieja Singer, el silencio le abrió los oídos. Los movimientos de Manuela los escuchó en algún sitio, ambas sin necesidad de hablar se habían distribuídos los deberes hogareños. Miró con cariño a su Singer, no siempre la había visto limpia, brillante, funcionando a la perfección como ahora. Recordó a los gitanos cuando llegaron vendiendo ollas a las casas patronales y pailas de cobre en un carromato lleno de cachivaches viejos y menos viejos, oxidados o no, cuya procedencia solo ellos conocían. Uno de esos cachivaches era la Singer. Les preguntó por la vieja máquina, negaron que fuera vieja e inútil, sino una maravilla a la que solo le faltaba un poco de cariño. La convencieron. La compró por cuatro gallinas y una docena de huevos, sin olvidar al gallo que desapareció junto con los gitanos. La conservó con la esperanza de hacerla funcionar algún día. Eso ocurrió cuando el herrero la limpió y la dejó operando. Luego pensó que gracias a Josefina, su primer cliente, habían llegado otros y necesitaba hilo y botones para atenderlos. Mandaría a los niños al pueblo por ellos, pero ¿sería bueno enviarlos solos o debería acompañarlos? Quedó en la duda. Pasó el hilo por la aguja, bajó la palanca, aprisionó la tela contra el metal brillante y echó a andar la rueda con la mano derecha y se imaginó cómo sería coser con una de esas máquinas nuevas a pedal que había visto en la hoja de un diario; tener una de esas era un sueño, pero ninguna sería como la suya, que, además de coser, la hacía soñar. Tocó madera una vez más e hizo girar la rueda, cuyas ondas sonoras se unieron al zumbido de un moscardón que salió por la puerta, huyendo de su propio rumor.

Doña Josefina los vio pasar con el pelo cepillado y doblar hacia «La avenida de los aromos». Los niños aguzaron los oídos frente al portón de la casa, no escuchando ninguna señal, salvo la respiración de la nada. Cruzaron los rieles condenados a unirse en el espejismo de la distancia y entraron por primera vez al pueblo más imaginado que visto, del que solo conocían su orilla y la cúpula de la iglesia. Manuel se lo imaginaba invadido por las ranas en la noche y abrigaba la esperanza de encontrarse con Silvestre en alguna de sus calles. El camino los llevó a una alameda frondosa, desde donde se veía la estación desierta custodiada por un alcornoque, árbol extraño para crecer en ese sitio, zaherido por el polvo de los trenes y las manos vandálicas. Manuel miró hacia atrás y fijó la estación en su memoria, la que recordaría tal como la vio ese día cuando se quemó. Siguieron por una calle empedrada por la cual circuló alguna vez un tranvía de sangre real o imaginario. Doblaron hacia la izquierda. La calle se ensanchó con casas muy altas para ser de un piso, pegadas unas a otras, por ambos lados de la calle, mirándose entre sí, de puertas cerradas, cien metros más se encontraron con la iglesia bañada por el sol, con su campanario, el que solían ver desde la distancia. Por la puerta abierta del templo entraba la canícula de rodillas.

—Entremos, mamá.

Cruzaron la puerta.

—La iglesia está vacía como las calles, mamá.

Agustina no alcanzó a responder. El sonido de un órgano tocado por alguien invisible llenó el vacío. Después de haber echado una mirada a la iglesia, salieron con la música en sus oídos. La calle ahora se estrechó para encauzar multitudes que aún no llegaban cuando todavía no veían a nadie. Los habitantes del pueblo parecían haber huído ante una amenaza, pero, primero, aseguraron bien las puertas para encontrar sus casas como las habían dejado. Caminaron con esa duda en mente. Llegaron a una bocacalle recalentada por el sol, doblaron hacia la derecha. El viento les trajo ese rumor inconfundible de presencia humana y corrieron casi a su encuentro, apareciendo frente a ellos una plaza en torno a la cual circulaba la gente quizás a la espera de un gran acontecimiento. La noticia también había llegado a las raíces de los árboles porque estaban saliéndose de la tierra.

—Mamá, demos una vuelta, para ser unos igual a ellos.

—Ya —respondió Agustina— y después compramos el hilo y los botones.

El viaje de vuelta lo hicieron con la sensación de que no habían llegado a un pueblo fantasma. Ya sabían dónde encontrar a la gente, pero les faltaba averiguar por qué se juntaban en la plaza a girar como polillas a su alrededor. Lucinda se detuvo al cruzar la vía férrea en dirección a su casa y miró hacia atrás. El pueblo no era como se lo había imaginado, si pudiera lo habría hecho de nuevo, pero como ya estaba hecho, tendría que acostumbrarse a él como estaba.

—A ti, Manuel, ¿qué te pareció.

—Le falta un río que pase por el medio.

Esta respuesta Lucinda no la olvidaría, ni tampoco la expresión de Manuel tal como la vio el día en que vieron por primera vez el pueblo que sería la referencia de sus vidas para entenderse, para orientarse cuando se sintieran perdidos, para ver, sentir, oler, para mirarse en los ojos de otra gente.

«Los niños encontraron al pueblo un poco feo», pensó Agustina, «pero lo llegarán a querer como a un padre y para un hijo no hay padres feos». Aguzó el oído. No escuchó nada. Deberían estar cerca del canal a la sombra de los sauces. Decían que el pueblo era caluroso en verano y helado en invierno, enhebró la aguja con hilo nuevo y cosió siguiendo una ruta invisible en la tela.

Manuel y Lucinda, recostados debajo de los sauces, sumergidos plenamente en ellos, fuera de todo y, al mismo tiempo, siendo el centro de ese todo, escucharon de repente el típico sonido de un bulto al caer al agua, que los hizo levantarse, intrigados, hacia el canal, para saber su origen, viendo una cámara de un neumático enorme atascada en las ramas de los sauces, de la cual emergió un personaje echando agua por la boca, mientras sostenía un par de zapatos en la mano derecha como si fuera un trofeo recién encontrado en el fondo del canal. A su lado, otro sobreviviente de este naufragio, se sostenía afirmado en algo parecido a un remo.

El de los zapatos, lo primero que hizo fue depositarlos en tierra y, apartándose el pelo de la frente, dijo:

—¿Se asustaron? —y continuó sin inmutarse—. Somos exploradores, queremos saber con Romerito hasta dónde llega el canal —El otro asintió con la cabeza, dando saltos para sacarse el agua de los oídos. Viendo que sus interlocutores seguían con la boca abierta, se presentó.

—Benavides —dijo como si no necesitara otro nombre fuera de ese para identificarse. ¿Quieren venir con nosotros?

Manuel dijo sí de inmediato. Lucinda guardó silencio, pero igual lo ayudó a subirse a esa extraña embarcación surgida de una mente loca o visionaria, deseando que la expedición encallara unos metros más allá, pero no fue así, la corriente se la llevó, dejándola pensativa.

Los expedicionarios, embriagados por la corriente y la frescura de los sauces, no se dieron cuenta cuando el canal se unió al estero en su parte más torrentosa. Manuel recordó tarde que no sabía nadar.

—¡Nos vamos al mar! —gritó Benavides.

—¡Nos vamos al mar! —gritó de nuevo Benavides, excitado por el peligro, mientras comprobaba si llevaba sus zapatos atados al cuello.

Entonces chocaron contra las raíces de unos árboles. Manuel cayó al agua, dio unos manotazos y de puro susto aprendió a nadar o creyó que lo hacía.

La expedición llegó hasta ahí. Ordenaron los aparejos de la extraña embarcación y se la echaron al hombro. Romerito dio unos saltos por el aire demostrando sus condiciones atléticas que lo llevarían lejos en el futuro. Benavides se apartó el pelo de la frente, orientándose por dónde podrían volver, cuando acababan de conocer juntos el peligro y no lo olvidarían.

—Allí se ve una senda, alcancémosla —dijo Benavides y se echó a andar.

A pocos pasos de ahí, se encontraron con una carreta tirada por bueyes a paso lento. Venancio, uno de los inquilinos de Cantarrana, la conducía y un mocetón llamado Segundino, les ofreció la mano para subir. Los animales, ajenos a todos, no podían saber que llevaban a un grupo humano cuyas historias se cruzarían en el futuro.

—¿De dónde vienen? —preguntó Venancio.

—Del estero —contestó Benavides.

—Más de alguno perdió la vida allí —dijo Venancio—, pero no contaban con algo como eso —e indicó la embarcación destripada que llevaban al hombro.

Manuel no dijo nada, aunque por unos segundos, creyó haber estado a punto de ahogarse, pero no lo contaría, menos a Lucinda, que lo estaría esperando intranquila.

—¿Quién es tu padre? —preguntó Venancio a Benavides.

—Mi padre es policía, le dicen el Pancora, por lo colorado.

Su color se debía a su afición por el trago, pero eso lo calló.

«El Pancora Benavides, conocido por lo mañoso y malas pulgas cuando usaba uniforme, pero de civil, manso como cordero», pensó Venancio.

—¿Por qué llevas los zapatos atados al cuello? —siguió preguntando.

—Si los pierdo, mi papá me mata.

—Ya te he visto antes en el camino —dijo Venancio a Manuel—. Eres el hijo del caballerizo, ¿no?

Al rato, Segundino se bajó de la carreta, dijo vivir en el otro extremo de Cantarrana y que no le gustaba pasar por el frente de la casa patronal.

Venancio los condujo hasta las cercanías de las bodegas de Cantarrana. Años después, Benavides recordaría con Venancio esta escena asociada a sus zapatos comprados por su padre dos números más grande para que le durasen una eternidad. Apenas puso pie en tierra firme, invitó a Manuel a visitarlo en su casa.

—Para que conozcas mi cuaderno de tapas azules —dijo, entusiasmándolo.

—Es de palabras secretas —apuntó Romerito, compartiendo una mirada cómplice con su amigo.

—Se nos acaba el verano —dijo Lucinda, con las manos detrás de la nuca, mirando en dirección al camino—. Vamos a despedirlo, viendo pasar los trenes.

La puerta del haras acababa de ser regada. La humedad dibujaba un mapa con islas frescas y misteriosas que irían desapareciendo en un mar de tierra a medida que el sol las calentara. Por alguna razón desconocida, no las pisaron y las saltaron. Ya en el cruce, el paso de un tren y su lenta desaparición en el horizonte, los dejó sumidos en una sensación parecida al abandono que la borró la presencia del automóvil negro detenido al otro lado de la vía. Cuando se levantó la barrera, el coche pasó delante de ellos a la vuelta de la rueda. Aparte del chofer, sus pasajeros no podían ser otros que Cristiancito y Adela.

—Al fin los vimos de cerca. No eran marcianos —sentenció Lucinda, irónica.

—Pero también iba otra persona y no tenía cara de extraterrestre —replicó Manuel.

—La señora Josefina sabe todo lo que sucede en Cantarrana. Vamos a verla, ella nos dirá quién es.

Josefina los recibió llenando frascos de mermelada.

—Son para los Pérez-Azaña —explicó, mostrándoles con orgullo uno de los frascos cerrados sobre la mesa—. Mis mermeladas son conocidas hasta por las amistades de la señora Fernanda.

—¿Fue a ella a quien vimos en el auto negro?

—No, chiquilla, ella es la señorita Winter, la institutriz de los niños. Es seca como palo viejo —dijo, alejando un moscardón con su mano.

—Necesito ayuda —añadió luego, mientras depositaba sus mermeladas en un canastillo—. Son para la familia y las amistades de la señora Fernanda. Mañana se van. ¿Me ayudan con un canastillo cada uno?

Lucinda miró su vestido, sus rodillas peladas y bajó su vista por el hueso dibujado debajo de la piel tostada hasta los pies.

—Nunca hemos entrada a esa casa… —dijo insegura.

Doña Josefina se vio en Lucinda como fue décadas atrás.

—¿Tienes vergüenza? —inquirió—. Mira, el verano te ha dado los mejores colores, no importa que seas flaquita. Además, iremos a la puerta de servicio. Casi no se ve por la madreselva.

Manuel y Lucinda cogieron sendos canastillos y avanzaron detrás de la voluminosa mujer. Josefina tiró de la campanilla y le abrió la doncella. A Lucinda la atrapó la luz que caía desde una ventana oval.

—¡No te quedes parada, deja el canastillo en el piso! —la conminó Josefina.

—¡Uf, eso fue todo! —exclamó Lucinda con las manos vacías y lanzó un suspiro.

Manuel, por su lado, echó de menos por un segundo la tierra y la pisó con fuerza.

Ese día domingo se inició lentamente traído por las campanas, llamando a misa.

—Vamos a acortar el día, Manuelín —anunció Lucinda.

—Hacía tiempo que no me llamabas así.

—Debe ser porque me siento rara. ¿No te pasa lo mismo?

Manuel no supo qué contestarle. Su vista la detuvo en el techo de la casa de los Pérez-Azaña marcado por las sombras de las torres. «¿Qué cosas se esconderían dentro de ellas? Tantas como las que hay dentro de un reloj», pensó, comparación surgida por su naciente aficción a las cosas mecánicas desde que vio la trilladora de don Pantaleón.

—Te quedaste con la boca abierta, mirando la casa —le reprochó Lucinda—, cuando sus moradores son fantasmas: se habla de ellos, pero nunca se les ve. ¿Cómo teniendo una casa tan grande no dan señales de vida? —preguntó enseguida.

Doña Josefina era la única que los nombraba con sus nombres. Juan, su padre, ni siquiera los aludía, con razón, cuando su mundo era don Olaberry y los caballos. Habría seguido meditabunda, si la puerta de hierro no se hubiera abierto lentamente. Dado su ánimo tristón, le pareció que todas las cosas ese día se iban a desarrollar en cámara lenta. El automóvil negro salió sin hacer ruido desde el interior de la propiedad, llevando sobre el portamaleta los canastillos con las mermeladas de doña Josefina. El vehículo aceleró y algunas piedrecillas saltaron hacia los lados. A través de los cristales, se distinguían unas siluetas: correspondían a Adela, a la señorita Winter -tocada por un sombrero- y a Cristiancito.

—Digámosles adiós como a los pasajeros del tren —dijo Manuel y saludó con la mano.

—Sí, como nadie ha salido a despedirlos…

Los dos agitaron las manos, revolviendo el aire de un día domingo donde unos se iban, otros se quedaban. Lo hicieron con la esperanza de que alguno de los pasajeros les respondiera el saludo de la misma manera, pero no fue así.

—No nos vieron —concluyó Lucinda, un poco desilusionada.

El auto se detuvo al llegar al cruce y, luego, dio un pequeño salto al cruzar la vía férrea. Y se perdió de vista. La puerta de hierro se cerró con un pesado sonido a metal. El eco se enredó en la rama de los aromos que guardarían la luz del verano con la esperanza de florecer con los colores del oro en la próxima primavera.

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