Читать книгу Firma con mi nombre - Héctor Caro Quilodrán - Страница 11

IV

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El que encontró la urna debajo de un árbol en la plaza, lejos del lugar donde se guardaba bajo llave, dio aviso de inmediato a Onofre Benavente, cabeza del Comité de la Fiesta de la Primavera. El aludido salió de su residencia, no lejos de allí, seguido de sus hijos y, con dolor y estupor, verificó la urna sin ningún voto dentro.

—¡Un ultraje! —gritó, alzando el cofre vacío.

Buscó al culpable o a los culpables entre los espectadores reunidos en la plaza y fijó la mirada en uno, en la fila de mirones, quien, asustado, dio un paso atrás y luego otro hacia delante para no ser acusado del delito y linchado ahí mismo por la turba. Los hijos de don Onofre secundaban a su padre con la intención de azotar al culpable colgado de un árbol si se lo permitían, mientras Jovinito, el menor de los Benavente, con una risita malévola, se sobaba las manos a la sombra de su progenitor. Onofre Benavente, con la sangre hirviendo, se dirigió a la oficina del alcalde, secundado por sus partidarios y depositó, con gesto dramático, la urna en su escritorio.

—¿Cómo, señor alcalde, vamos a saber quién es la reina? ¡Fiesta sin reina no es fiesta, ni yo su presidente! —exclamó.

Esa misma tarde sesionó «El comité pro fiesta» para salvar la impasse suscitada esa mañana, la que fue calificada por unos como «robo», otros por «chantaje» y otros por «vandalismo». Tras horas de debates, convinieron en redactar un reglamento con sus respectivos anexos para responder a situaciones similares. La fiesta debía comenzar en unos días, pero decidieron postergarla para instalar el «Barómetro de la belleza» en el frontis del municipio, uno de los capítulos del nuevo reglamento, que registraría diariamente la cantidad de votos de cada candidata a la corona de reina.

—La fiesta se hará igual —dijo don Onofre y cerró la sesión extraordinaria en su calidad de presidente vitalicio, «punto que no estuvo en tablas ni lo estará mientras viva», pensó satisfecho.

La prórroga tuvo efectos positivos para los que preparaban disfraces y comparsas. La gente de Cantarrana tuvo más tiempo para terminar su carro alegórico que representaba una rosa gigante sobre un mar -o un jardín- de hojas verdes, idea que Lucinda dibujó, se la mostró a la señora Josefina, le gustó y se designó generala de la empresa. Los Pérez-Azaña aportaron la tela para los disfraces y Agustina se encargó de su confección. El carpintero de Cantarrana construyó la plataforma donde irían las doncellas y Ramoncito se ofreció para conducir los percherones del carro. Elías, el veterano jardinero de Cantarrana, tendría fresquitos los pétalos que las muchachas lanzarían a su paso por las calles.

El día de la fiesta, Agustina contempló a su hija colocarse la túnica, un calorcito ardió dulcemente en su pecho, cerró los ojos y, al abrirlos, la vio convertida en una muchacha con un cintillo de rosas en su pelo castaño, imagen que guardó para acompañarse el día de su muerte, pero se llevó la mano derecha a su cara para espantarla.

Las muchachas de Cantarrana se encontraron donde doña Josefina el día del evento ataviadas con sus túnicas, sus cintillos de rosas, mirándose sorprendidas entre sí. Y los niños, con sus ponchos verdes, daban forma a una pradera verde llena de rosas.

—¡A estas niñas, por Dios, les falta algo! —exclamó doña Josefina.

Y corrió en busca de carmín, polvos de arroz y las maquilló con sus manos suaves y blandas como masa leudada y pintó también sus labios una por una y cuando llegó el turno de Lucinda, algo le dijo al oído que la hizo ponerse colorada.

—¿Quién irá arriba? —preguntó doña Josefina, no quiso decir «de princesa» para no herir a nadie.

—Que sea Lucinda —dijo Clarisa, la mayor entre las chicas, y estuvieron de acuerdo.

La mencionada dudó, pero al final aceptó, diciéndose que ese día podía ser otra, una que nadie conocía.

Los cascos de los percherones sonaron en el pavimento. El alumbrado tornó irreal al carro y a la muchedumbre apostada en la plaza. Lucinda miró a Clarisa y la vio transformada por la luz artificial y ella misma se vio desprendida de la tierra, navegando contra la noche, con un canastillo en el brazo, lanzando pétalos de rosas a la gente a su paso. ¿Dónde estaría cuando fuera grande? Estaba empezando a vivir y ya se hacía esta pregunta como si para hacérsela fuera necesario no pisar la tierra, con la sensación de estar entre ella y el cielo, maquillada, con los labios pintados, en un pueblo donde no había nacido y ya lo estaba queriendo como suyo. «Lo vas a querer como a un padre, aunque sea feo y pequeño», le dijo una vez Agustina y tenía razón. Lanzó un puñado de pétalos al aire y otra vez se le vino la misma pregunta. En ese momento apareció un dragón, echando fuego por sus fauces, en medio de un estruendo infernal, mientras desde su lomo, unos dragones enmascarados lanzaban petardos al aire y otros se movían a pie entre el público. El desconcierto fue total. Lucinda dio un grito al reventar uno de los artefactos cerca de ella. El dragón desapareció tan rápido como había llegado envuelto en llamaradas y humo a esconderse en su cueva. Todos los años salía esta comparsa, se decía, conformaba por los hijos de las familias más pudientes del lugar. El aire lo dejaron a pólvora y azufre.

La música los sacó del susto y los invitó a bailar, a celebrar el arribo de la primavera, porque, sin ella, como decían los viejos, las cosechas no serían buenas, ni habrían romances al amparo de los árboles, donde más de un futuro cantarrano sería engendrado para reemplazar a los muertos del invierno, aunque la fiesta se hubiera atrasado por el robo de los votos y más bien despedían la primavera y recibían el verano al mismo tiempo.

Ramoncito aparcó el carro. Las niñas bajaron cuidadosamente. Lucinda no escuchó el sonido de sus huesos al pisar el suelo como creía. Quería decir que se habían asentado y no los escucharía más. Un dragón le tendió la mano y la invitó a bailar.

—No sé —respondió ella.

—Yo sí.

Ese sería su primer baile, lo haría con un dragón impregnado de azufre y ella con un cintillo de rosas en su cabeza.

Más allá, una gruesa lupa se centró en Manuel, desfigurando su rostro.

—¡Finalmente te vine a encontrar hecho una hoja!

Quien le hablaba era Sherlock Holmes, o más precisamente Benavides, irreconocible, vestido con el abrigo a cuadros de su madre, el gorro de un vecino y otros atuendos propios del famoso detective conseguidos por aquí y por allá gracias a la generosidad de la gente. Benavides vivía su «período sherlockiano» a tal extremo que pensaba aclarar el misterioso crimen de las señoritas Angulo, no resuelto, y sobre el cual se barajaban las más increíbles teorías. Romerito, disfrazado o, mejor dicho, «desnudado» de Tarzán, tiritaba de frío.

—Bailemos —propuso—, me estoy congelando.

Los tres se sumaron a una fila de danzarines encabezados por una mujer disfrazada de locomotora, con Romerito de último vagón, agitando su taparrabo al ritmo de la música.

Al otro día, Lucinda colgó su cintillo de rosas en la puerta de su habitación, construida por Juan en un tramo del corredor. En su noche inaugural le dio la menstruación, el primer gran susto de su vida, ya que ni su madre ni en la escuela le habían hablado que eso le pudiera ocurrir, desde ese instante se interesó por su cuerpo, tomó conciencia de su feminidad, aunque siempre sería una niña a los ojos de sus padres.

Ella no estaba al tanto de lo que Juan y su madre conversaron una noche en voz baja como Juan solía hacerlo en sus horas de confesiones íntimas. Ella y Manuel dormían en la misma pieza, eran como hermanos sin serlo. «Es hora de separarlos», coincidieron ambos. «Lucinda crecerá y dejará atrás a Manuel», dijo Agustina y añadió: «no le diré nada del futuro para que se sorprenda con las cosas de la vida».

—¡Lucinda, ¿quieres ir a comprar al boliche de la señora Basilia? Dile a Manuel que te acompañe? —dijo Agustina alzando la voz al otro día de la fiesta.

Lucinda fue en busca del Manuel, encontrándolo en el patio, absorto en la lectura. Permaneció unos segundos a su lado, sin que él se percatara.

—Lamento interrumpirte —dijo—, pero vamos al boliche.

Manuel cerró el libro, marcando la página con una hoja.

En el camino vieron el auto negro de los Pérez-Azaña no por «La avenida de los aromos», sino viniendo del norte por el camino hacia el cementerio. Han vuelto los Pérez-Azaña ¿Estarían anoche en la fiesta?

—Seguramente, Manuel —afirmó ella—. Apuesto que la señora Basilia te da un caramelo. Si te da uno, dile que deben ser dos. No te olvides.

La señora Basilia se parecía a su caligrafía pequeñita, pero clarísima con la que anotaba las compras de sus clientes, con sus precios, cantidades y fechas en su libreta. Vestía siempre de riguroso luto en memoria de su marido muerto tempranamente que no alcanzó a darle un hijo, pero, en su lugar, le dejó un ahijado muy parecido a él. El almacén de la señora Basilia, situado en una de las salidas -o entrada- del pueblo, se le conocía como «El boliche», aunque más apropiado sería llamarlo «La aduana», porque nadie que entrara o saliera escapaba de su control. Su propietaria estaba todo el día apostada detrás del mostrador, en medio de mercaderías procedentes de los cuatro puntos cardinales: yerba mate del Paraguay guardada en olorosas barricas; especias asiáticas; conservas con nombres extraños; alpargatas; clavos; harina en quintales; aceite; cajas de velas o caramelos en frascos transparentes para tentar a los niños. No cerraba nunca, salvo para ir a misa los domingos, vestida con un traje negro finísimo, sombrerito de malla negra que le cubría los ojos y parte de su cara, caminaba derechita por la vereda, trazando una línea recta por la que volvía sin salirse un centímetro. De vuelta de la iglesia cambiaba sus prendas por otras igualmente de luto y retomaba a su puesto en el mostrador, saludando y siendo saludada. Los campesinos llegaban con sus carretas a venderle sus productos y si les faltaba dinero para cubrir sus compras, ella les fiaba, anotando el monto en su famosa libreta con su letra conocida en los lugares más apartados hacia el poniente. Nadie había dejado de pagarle ni faltado el respeto a pesar de ser una mujer menudita, tan frágil que bastaría un simple estornudo para hacerla caer y apoderarse de sus millones guardados celosamente debajo de la cama, en cajas de zapatos. Solo uno lo intentó, quiso saltar el mostrador, pero se encontró con la punta helada de un Colt calibre treinta y ocho -otra herencia de su marido- en la frente, que lo hizo volver sobre sus pasos orinado entero. Desde entonces, nadie osó saltar de nuevo el mostrador y sus millones continuarían acumulándose en cajas de zapatos.

Manuel, cada vez que iba a comprar, aprovechaba la oportunidad de pesarse en la romana de la señora Basilia, una de fierro capaz de soportar el peso de varios quintales y desde donde solía ver al ahijado ocupado en limpiar, desarmar y aceitar sus armas de caza, a quien verlo por la calle daba risa y miedo al mirarlo; risa por cargar una escopeta de dos cañones sobre sus espaldas flacas y jibosas y miedo por sus ojos, lo único que delataba vida en su cara, pero de ultratumba, característica por la cual se le conocía como «Tito Momia o Tito Ultratumba». La gente se burlaba de él a sus espaldas, pero nunca cuando iba armado. Tito asomó en la puerta de repente. La reacción de Manuel fue bajarse de la romana sin saber cuánto pesaba.

La señora Basilia escribió en su libreta el kilo de azúcar, el litro de aceite, fósforos. Al despedirse, puso en las manos dos caramelos a Manuel y la certeza de que se quedaría sola toda la vida.

El gusto de los dulces les duró hasta que llegaron a casa. Manuel retomó la lectura de su libro tendido a la orilla del canal. Lucinda, tiempo después, hizo lo mismo a su lado. El peso del cielo le cerró los ojos a Lucinda: recordó la fiesta de la noche y sus párpados temblaron.

—Manuel —dijo—, anoche bailé con un dragón.

—¿Quién era?

—Un dragón.

—¿Pero quién?

—No sé, creo que no tenía cara.

—Sí tenía, era Vitalicio, el hijo de don Recaredo.

—Tienes razón, por la voz lo reconocí, aunque no dijo casi nada.

Al rato llegaron Benavides y Romerito, navegando por el canal en una versión mejorada de la misma embarcación.

—Únete a nosotros, Manuel —lo invitó Benavides, sacándose el gorro de almirante—. Ven a descubrir nuevos mundos, ¡la historia nos llama!

Manuel no se resistió y partió dejando abandonado su libro. Lucinda lo tomó con curiosidad y empezó a leerlo.

La expedición fue corta. La embarcación se hundía cada cien metros por el peso de los tres. Regresaron por tierra, cargando la balsa y los aparejos. Manuel los acompañó hasta el cruce y, allí, se encontraron con una multitud mirando hacia el sur.

—¿Qué pasa? —preguntaron.

—Alguien se lanzó a las ruedas del tren —contestó el guardavía—. Uno que no encontró anoche su amor en la fiesta y decidió quitarse la vida.

Ni Manuel ni Romerito quisieron ver el cadáver. Benavides, en cambio, lo hizo echando de menos su lupa de Sherlock Holmes.

—¿Qué viste? —le preguntó Romerito cuando volvió.

—Mejor no les cuento.

Manuel retornó por «La avenida de los aromos». Al pasar por el frente del portón de hierro, trató de escuchar algún signo de vida, pero solo escuchó el viento. Por la casa del capataz divisó el carro alegórico cubierto todavía con pétalos marchitos. La fiesta había sido corta, buena para todos, menos para el que se lanzó a las ruedas del tren.

Don Olaberry era quien proveía de libros a Manuel de su biblioteca. En sus ratos solos, leía en sus dos lenguas, la materna y el castellano aprendido en contacto con la misma gente que le cambió su apellido original de Olhaberry por el de Olaberry y nadie lo llamaba Eugene, su nombre de pila, salvo Genoveva. No se hacía problemas por eso, le gustaba ser llamado «don», que le recordaba al «sir» británico. Su vida estaba vinculada a los fina sangre las veinte y cuatro horas del día, pero en su casa, un chalecito pegado al haras por el lado norte, florecía su verde Irlanda, donde disfrutaba de un whisky irlandés malteado, regalo de una familia conocida. Sus días preferidos eran los lluviosos, con viento, tormenta, la chimenea encendida, un libro, un vaso de whisky, y a tiro de honda, los fina sangre bajo su cuidado. Esa era su patria, su mundo.

Ese día, luego de leer el periódico, se dirigió a su despacho. Allí lo esperaba Cristiancito, a quien le mostró el diario con la noticia de la victoria de uno de los ejemplares nacido en el haras. Cristiancito lo felicitó sin demostrar el mismo entusiasmo de sus antepasados por los caballos.

Manuel fue a devolverle un libro justo en ese momento. Apenas don Olaberry lo vio, le dijo a Cristian:

—Manuel es la persona más indicada para acompañarte a pescar. Sabe dónde pican los salmones, ¿no es cierto, niño?

Manuel nunca había visto tan de cerca a Cristian, a lo más detrás de los cristales del auto. Ahora, en cambio, esperaba una respuesta de sus labios.

—Mañana por la mañana, donde la señora Josefina —respondió.

Cristian asintió y él se despidió, olvidándose de devolver el libro.

Manuel contó lo sucedido en su casa. La noticia detuvo por un instante el corazón de los moradores y un bombazo de sangre los puso en movimiento. Manuela le lavó su mejor camisa para el día siguiente; Agustina le lustró su único par de zapatos. Porque Manuel, tratándose de Cristiancito, aunque fuera para ir a pescar, debía presentarse con la mejor ropa. Salió a la hora convenida al encuentro.

—¿A dónde vas tan elegante, hijo? —preguntó la señora Josefina al verle.

—A pescar con Cristiancito.

—Ahora entiendo —Si hubiera sido su hijo lo habría vestido igual—. ¿Llevas algo para comer? Te haré unos panes con harto arroyado y queso —dijo al constatar que iba con las manos vacías.

Manuel se apoyó en la caña de pescar, mirando en la dirección por donde debía aparecer Cristiancito. Esperó nervioso. Ir a pescar para él era algo solitario, premiado solo a veces con la captura de un pez. Pero ahora era distinto. Si los salmones no picaban, sería un fiasco para él y para don Olaberry que lo había presentado como experto en el arte de pescar. Había otro problema: no sabía cómo tratar a Cristiancito. Si fuera como Benavides, le diría: «Cristian, ¿qué tal?». Para él son todos iguales. Su padre le dio una zurra por algo parecido, por preguntarle por qué le rendía honores al sargento Sanhueza cuando tenía cara de tonto y no tan solo él, sino su hijo que repetía curso cada dos años y por eso le decían «El dos en uno». Ahí, el padre le cerró la boca y le dio unos cuantos azotes, mientras le decía: «por tu culpa no llegaré a cabo. ¿No sabes que los oficiales mandan informes confidenciales a sus superiores?». Averiguó el sentido exacto de la palabra confidencial, de reservado, secreto y la anotó en su libreta azul. Así le había contado Romerito. «Mejor no divago más», se dijo. Y al rato apareció Cristiancito acompañado por Jacinto, el chofer, y doña Josefina.

—Estoy listo —dijo Cristian, vestido de explorador: traje verde caqui, botas, sombrero, caña de pescar metálica, un morral para los peces y una red para sacarlos del agua.

—¿Qué le digo a la señorita Winter? —preguntó Jacinto, con cara de aproblemado.

—Que me fui de pesca.

—No será mi culpa si le pasa algo.

—Déjalos, yo soy testigo de lo dicho por Cristiancito —intervino doña Josefina.

Jacinto y doña Josefina vieron alejarse a los pescadores vestidos cada uno a su manera. Ninguno hizo comentario, volviendo a sus deberes habituales, mientras los pescadores se perdían por el camino salpicado por las sombras de los árboles. A mitad de él, vieron una casa de adobe.

—¿Quién vive allí? —preguntó Cristian mirando las tejas musgosas del techo.

—Venancio Reiman.

—¿Quién es?

—Un inquilino.

Se alejaron de los álamos hasta llegar donde el estero dibujaba una «S» y sus aguas se arremolinaban antes de continuar zigzagueando por entre el galegal y los sauces.

—Aquí es —anunció Manuel.

Cada cual se acomodó a la orilla del estero, mirando pasar el agua lentamente, cada uno refugiado en su ser, callados, apretando las cañas de pescar como si fuera la prolongación de sus cuerpos. No había pasado media hora cuando Manuel levantó un pez. Cristian enterró su caña en la tierra y fue a verlo. Manuel golpeó al pez con un palo y Cristian le ofreció su morral para guardarlo, pero este desistió al verlo nuevo e impecable.

—No lo ensuciemos —dijo—. Lo atamos de las agallas y lo dejamos en el agua, así no se pondrá tieso.

Cristian aceptó y volvió a su sitio. Pensó en Adela. Su hermana debería estar sentida porque no la acompañó a visitar a la familia Subiabre. Un hecho así para ella era un acto de deslealtad pura. Manuel sacó otro pez. Cristian, esta vez, no fue a verlo. La pesca se estaba transformando en una competencia silenciosa con Manuel, aunque él no lo supiera. «Paciencia, debo tener», se dijo cuando Manuel sacó el tercer pez y él no tenía ninguno a su haber, salvo su estómago vacío.

—Manuel, me muero de hambre —dijo.

—Tengo comida, hagamos un alto — y buscó su merienda—. La señora Josefina nos hizo unos sánguches.

Cristian hundió los dientes en el pan con arrollado y queso. Tras el primer bocado, dijo:

—Está exquisito.

Y limpiándose la boca, miró fijamente a Manuel.

—¿Nunca me habías visto antes, Manuel?

—No como ahora, de lejos —respondió, dejando de masticar.

—No tenías, entonces, la más remota idea de cómo era yo.

—Sí, la de un marciano que no pisaba tierra.

—Me sorprendes —«¿Así me verá la gente?», se preguntó.

—No, tanto como Lucinda.

—¿Quién es Lucinda?

Manuel no supo explicarle quién era. No sabía cómo hacerla visible a los ojos de Cristiancito y dijo lo primero que se le vino a la mente:

—Iba en el carro alegórico de Cantarrana para la fiesta.

—El carro lo vimos, muy hermoso.

Terminado el frugal almuerzo, volvieron a sus lugares a la orilla del cauce. Al poco rato Manuel sacó otro pez. Cristian observó la escena ya con envidia. «Me cambiaré de lugar por si tengo suerte», se dijo. Y, luego, se preguntó: «¿Qué haré si no pesco nada? Le compraría a Manuel la mitad de su pesca o todos o le diría que se los diera. Volvería con su morral repleto de peces, pero no con los suyos. ¿Sería capaz de vestirse con ropa ajena? No, esa ropa ensucia a quien se la pone», se dijo. Por venir a pescar se estaba viendo confrontado con sus principios. Todo por un pez desconocido que se negaba a morder su anzuelo. Rogó: «Oh, pez, ayúdame, no quiero ser el hazmerreir cuando llegue a casa con las manos vacías». De pronto, una fuerte sacudida casi le arrebató la caña de sus manos. La aferró con más fuerza. Algo vivo tensó la lienza. Tiró. El espinazo brillante de un pez asomó en la superficie para hundirse de nuevo. Se notaba que luchaba contra el anzuelo opresor. No cejó. Entonces, sin saber cómo, lo arrastró hacia la orilla. Una vez fuera de su hábitat, la presa dio saltos desesperados en el pasto. Cristian, triunfante, se dejó caer al suelo a todo lo largo, miró al cielo, relajado, ya no sería el hazmerreír del día.

—¡Cinco kilos ochocientos cincuenta gramos! Es lo más grande que he visto en Cantarrana, Cristiancito —exclamó el capataz, media hora después

Bárbara, Adela, miss Winter, el chofer, el jardinero, Brunilda, Meche, cada uno reaccionó a su manera al ver el pez en el mesón de la cocina. Adela lo hizo con cierto desdén. Meche, con recelo, dijo:

—Esto no es un salmón, sino un monstruo del agua.

—Lo que sea —afirmó Cristian—, es mío. Prepáralo para la cena, quiero servirme por primera vez algo que yo mismo capturé, aunque sea un monstruo, como dices.

Luego, volviéndose a Manuel, dijo:

—Ven a cenar conmigo para celebrar.

Al rato, Meche recibió la orden de mala gana.

—¿Debo cocinarlo? —preguntó a Bárbara.

—Como Cristiancito dice —respondió la aludida y Meche, desolada, puso los ojos en blanco.

Manuel llegó sucio y pasado a olor a pescado y a lombrices a su casa y con una invitación a cenar. Debió haber dicho no, pero no pudo. Cristian le había caído bien, tan bien que ni siquiera miró cómo era la casa por dentro, aunque estuvo solamente en la cocina.

Lucinda al verlo indeciso, adivinó lo que pensaba.

—Vamos donde don Olaberry —dijo—, él tiene el deber de ayudarte.

Don Olaberry los vio entrar rumbo a él, y pensó: «Juan se habrá enfermado, pero no hacía mucho que lo había visto sano». Tras unos segundos de vacilación, Lucinda lo emplazó:

—Don Olaberry, necesitamos su ayuda: díganos cómo son las costumbres de los Pérez-Azaña. Manuel está invitado a cenar con Cristiancito, ¿me entiende? Manuel no puede hacer el ridículo.

El gringo los llevó a su casa. Los instaló en su comedor y les dio un curso sobre las buenas maneras y la etiqueta propia de esa familia y los suyos. Los Pérez-Azaña eran una mezcla de convenciones añejas y exquisitas a la vez, y otras no tanto para su gusto. Don Olaberry aprovechó la ocasión para recordar algunas de sus experiencias vividas a la mesa con gente diversa, echando de menos las veladas con Genoveva cuando ella era el centro de la vida social.

—Manuel, sigue mis instrucciones y te convertirás en un gentleman —dijo—. Ya me contarás cómo te fue, no me dejes mal —y le pasó la mano por el pelo, dando por terminado el curso.

Meche miró el enorme pez, sus ojos acuosos, las agallas todavía abiertas, las aletas duras, las escamas verdosas, rosadas, azuladas, grises, y pensó: «Por diosito... perdona que te invoque, pero esto no puede ser sino obra de un espíritu maligno. Cristiancito lo sacó justo donde se ahogó aquel Pérez-Azaña. No se sabe cómo se ahogó el pobre, solo que encontraron la mitad de su cuerpo, sin ojos y destripado. La otra mitad se perdió en el fondo fangoso, convirtiéndose en un culebrón, una cosa maligna, entre pescado, culebra y lagarto, que sale a tomar el sol y acecha a las mujeres desprevenidas. Así fue como agarró a la hija de Benítez -eso dijo ella, llorando- y a los nueve meses dio a luz un hijo con cara de pescado, que es el actual regente del Club Nacional con mucho éxito. El culebrón cantaba por las noches, no lo había escuchado, pero lo sabía. Los Pérez-Azaña eran todos culebrones, grandes y colorados, aunque por la sangre de los Urruztías ya no lo eran tanto, pero seguirán siéndolo hasta cuando estiren la pata. Cristiancito y Manuel, como no sabían lo peligroso del lugar, fueron a pescar allí sin pensar en las consecuencias».

El animal del agua miraba el vacío con sus ojos mustios sobre el mesón. Meche no quiso verlo más, tomó el machete y de un solo golpe le cortó la cabeza para matarlo de nuevo. Envolvió la cabeza en papel de diario, temerosa, y la tiró a la basura. No quiso dársela a su gato para no envenenarlo. Luego lo abrió con el cuchillo de arriba abajo e hizo desaparecer los interiores de su vista. No sabía si cocinarlo a la olla o al horno. Para convertirlo en una cosa distinta a un culebrón, lo cubrió con perejil, cebolla, zanahorias, laurel y ajos en una enorme asadera de hierro, lo roció, luego, con harto vino blanco para matarlo de una borrachera por tercera vez. Sudaba cuando terminó la operación. Así, desfigurada por el esfuerzo y el miedo, la encontró Brunilda en la cocina.

—¿Ya está el salmón en el horno? —preguntó.

—Todavía no, pero yo no comeré —contestó—. Nadie me saca de mis creencias: esto no es un salmón, aunque huela a pescado. Adelita no lo comerá ni por asomo, la conozco, haré otro plato para ella. Tú tendrás que probarlo cuando esté listo para saber cómo quedó el animalejo. Estás obligada.

—Lo haré con gusto, Meche, me encomiendo a mi santo San Sebastián para no envenenarme —rió con franqueza y agregó—. Iré a pagarle mi manda al santo y Ceferina vendrá en mi ausencia.

—Lleva también mi mandita, unos pesos que le estoy debiendo.

—¿Su otro plato será un pastel de choclo?

—Eso y algo más.

Meche se secó la frente y se acordó de algo.

—¿Pusiste un cubierto extra, Brunilda? —preguntó.

—No lo olvidé, aunque tengo mis aprensiones. ¿Qué cree usted? ¿Vendrá el hijo de Juan?

—Tengo el pálpito de que sí. ¿Lo sabe la señora Genoveva?

—Sí, está chocha con su nieto. Le consiente todo. Dice cosas que no le entiendo, parece que no solo está casi ciega, sino que también se le iría la memoria. A Cristiancito, lo confunde con un Francisco. ¿Sabe de quién habla?

La mujer no respondió.

—¿Pasa algo?

—Nada, chiquilla, pensaba en el nombre de Francisco.

—Me voy, Meche, le contaré los entretelones después de la cena.

—Si sobrevives a ella —dijo la cocinera, pasándose la mano por la frente.

«Cristian prefirió ir a pescar y no acompañarla donde las Subiabre, una cosa así no se le podía hacer a ella», Adela, refunfuñaba, ofendida. Cuando visitó sola a las Subiabre, lo primero que hicieron fue preguntarle por él, dónde estaba, qué hacía, si estaba agripado... Acaparó toda la atención sin estar presente, tuvo que inventar una excusa para justificar su ausencia que las tontas creyeron a pie juntillas. «No, no bajaría a cenar. No celebraría las dotes de pescador de su hermano y menos compartiría la mesa con el hijo de un caballerizo. Nunca se había visto algo semejante». Su enojo se lo demostraría no yendo a cenar. Pero tocada por un rayo se dio cuenta de que podría reírse en sus narices cuando ese Manuelillo, -ya lo estaba viendo-, no supiera cómo comportarse en la mesa. No sabría cómo usar los tenedores, cuchillos, cucharas, copas y, avergonzado, bajo la mirada de los comensales, rompería en llanto y abandonaría la mesa. Tras sí, dejaría solamente olor a pescado y a lombrices. ¿O qué diría Cristian si el tal Manuelillo sorbiese la sopa directamente del plato, secándose la boca con el reverso de la mano? Miss Winter, que no dejaba pasar las malas costumbres, no diría nada, pero lo mataría con su mirada pedagógica. Ella, en cambio, sería generosa. «No es tu culpa, hermanito querido», diría. Y, luego, hasta alabaría su altruismo. «Pero hay un límite y tú lo sobrepasaste», lo increparía con el dedo levantado. «Ya ves cuáles son las consecuencias».

Bajó de su habitación dispuesta a pasar un rato memorable en torno a la mesa. La señorita Winter sentada ya junto a la vieja chimenea de piedra anotaba algo en su diario de vida. Ella ocupó un sillón y esperó hojeando una revista de moda. Cristian asomó doradito y guapo. Detrás llegó la tía Bárbara con una amplia falda de media estación y una blusa con lunares negros. «¿Qué hará Cristian si el tal Manuelillo no asoma su nariz?», pensaba mientras miraba sin leer la revista. El reloj dio la hora. «El tal Manuelillo no viene», se dijo y cerró la revista. Brunilda, en ese momento, anunció su presencia.

—Ve a buscarle, Cristian —ordenó Bárbara.

Cristian volvió con Manuel calzado con los mismos zapatos con que fue a pescar, lustrados nuevamente y la misma camisa lavada y secada contra el tiempo.

Pasaron a la mesa. A Manuel lo ubicaron al lado de Cristian, al frente de Adela.

Brunilda, de uniforme y con el pelo tomado en un precioso moño, sirvió el primer plato: sopa de espárragos. Adela esperó atenta la reacción de Manuel, mientras por debajo se frotaba las rodillas. No se resistió a decir:

—Te esperamos, Manuel.

—Perdón, señorita —contestó y cogió la cuchara de la sopa. Se la llevó a la boca tal como le enseñó don Olaberry, preguntándole a la miss:

—¿Viene usted del mismo país del señor Olaberry?

La institutriz, sorprendida con la cuchara a medio camino de la boca, dijo:

—No, soy inglesa.

—Miss Winter lleva muchos años con nosotros, ha llegado a ser un miembro más de la familia —Bárbara puntualizó.

—Así es —reafirmó Cristian.

Miss Winter miró con ojos agradecidos a quienes les había entregado su juventud y, después, se fijó en Manuel.

—Y tú, ¿de dónde eres? Entiendo que no naciste en Cantarrana.

—Me siento como si fuera de aquí —y se secó los labios con la servilleta.

—Tiene una hermana —contó Cristian.

—¿Quién es? —Adela se arrepintió de la pregunta.

—Era una de las chicas que lanzaba pétalos al público en la fiesta —contestó su hermano.

—¿Cómo lo sabes? —otra vez la curiosidad traicionó a Adela.

—Lo comentó la señora Josefina —Cristian disolvió la mentira, revolviendo la sopa.

Bárbara hizo sonar su pequeña campanilla. Brunilda retiró los platos. Cuando volvió, traía el salmón al horno servido en hermosos platos con sus guarniciones, oloroso, bello a la vista. Adela no se sirvió, para ella habían dispuesto otro guiso.

Manuel no se equivocó, tomó el cuchillo y tenedor correctos, bajo la mirada inquisidora de Adela.

—Un brindis por la faena del día —Bárbara levantó su copa, exhibiendo la piel blanca de su brazo y el ángulo de su axila.

Manuel hizo uso del agua manil, mojando la punta de sus dedos y se los secó con la servilleta.

Miss Winter comentó cada uno de los trozos de salmón que se llevó a la boca.

A la hora de los postres, Brunilda llegó con frutas y helados de lúcuma con sorbete de guinda.

Manuel disfrutó cada porción de helado, su paso fresco por la garganta, la deliciosa sensación de lo dulce mezclado con el sabor un tanto ácido del sorbete.

—¿No le parece, señorita Adela, que es un helado exquisito? —preguntó Manuel con los labios enrojecidos y los ojos llenos de placer.

Adela se olvidó de su encono. El rostro bondadoso de Manuel, sin mancha, la desarmó.

—Cuando Meche está de humor hace cosas deliciosas —dijo, sonriendo.

—Hay que darle las gracias por sus helados —repuso Manuel.

Manuel se retiró terminada la cena. Se llevó en su boca el sabor del salmón adobado en sus propios jugos y la frescura del helado. Cristian lo dejó en la puerta. Ya afuera, Manuel se percató que de nuevo no había mirado cómo era la casa por dentro, ocupado en conocer a sus moradores.

Meche lavó la cocina con jabón y lejía, luego la fregó con cenizas. El olor del animal del agua desapareció, no así de sus pensamientos, sentándose, rodeada de sus ollas de cobre reluciente, se acordó de su madre. Por ella sabe gran parte de la historia de los Pérez-Azaña. Su madre no era nada de tonta, sabía escuchar y grabarse en su memoria lo oído, lo visto, igual que ella, por algo son como una gota de agua, según la señora Genoveva y tienen el mismo nombre. Todo comenzó con un caballo traído de las Españas -un país de gente atormentada, así dicen que son-, con ese caballo, como único capital, el primero de los Pérez-Azaña cultivó estas tierras, taló bosques, persiguió a los indios, pero terminó ahogado durante un invierno muy crudo, solo hallaron la mitad de su cuerpo y la otra se convirtió en culebrón. Eso lo sabe todo el mundo y desde entonces a los Pérez-Azaña se les conoce como «Los culebrones». El segundo culebrón construyó la primera casa patronal con adobes de un metro de grosor. El tercero la agrandó más, le agregó un cepo a donde iban a parar los castigados por robo o los borrachos. Aplicaba justicia con sus propias manos, a su modo: unos días de encierro o unos azotes bastaban para poner en orden a su gente. Así eran las cosas. Las reglas eran muy claras. El de arriba siempre arriba y el de abajo siempre abajo. Un rayo quemó el mentado cepo, pero su madre le dijo que eran puras mentiras porque fueron los campesinos quienes le prendieron fuego y le echaron la culpa a un rayo. El rayo fue real, pero cayó en el establo que estaba al lado y mató a una vaca. Ese culebrón fue hombre temeroso de Dios, evangelizó a mucha gente en la fe cristiana. También se le conoció por lo tacaño y por dejar mucha riqueza. De su mujer no se sabía mucho, salvo que fue la madre de su único hijo vivo, pues tuvo varias pérdidas, Dionisio de las Marías, el más famoso de todos los culebrones. Su mamá se cubría la boca al nombrarlo, miraba hacia al cielo, disculpándose por las palabrotas que le saldrían de su boca por su causa. «Ese hombre fue un chusco insaciable, hija, conocido por tener un miembro más de animal que de gente. Un pervertido. Las mujeres le temían, pero igual más de alguna tontona lo buscó para probar suerte, queriendo saber hasta donde era cierto lo del chivato pecador. Hacía el amor solo una vez y después, si te he visto no me acuerdo. A eso no se le puede llamar amor, sino simples calenturas. No se le escapaban ni las novicias del convento en sus correrías». Su madre dudaba por eso de que las monjas fueran vírgenes, porque alguna vez fueron jóvenes y con necesidades humanas como cualquiera, a menos que fueran viejas, feas y con bigote. Una de las señoritas Cotapo, enamorada del hombre hasta el dedo chico, no calló, diciendo a todos los vientos -sin importarle su honra- que su miembro de toro y gallo era una pura invención; en el fondo, afirmó, el tal María no era más que un impotente llegado el momento. Calló cuando su hermana la trató de mentirosa. Yo -dijo- también le conozco los misterios del hombre y espero mi segunda oportunidad. Esas Cotapo no pensaban, el cerebro lo tenían entre las piernas. El padre de las Cotapo, herido en su orgullo, quiso salvar el honor de sus hijas, ya que no podía casar a las dos al mismo tiempo con el autor de la deshonra, porque aquí la honra de las mujeres está debajo del ombligo y no en el corazón y solo se lava con casamiento. El Cotapo viejo eligió la violencia, la del huaso bruto, para lavar el honor de sus hijas; lo esperó oculto en la sombra de los aromos, le lanzó su caballo encima y unos argollazos de medio de kilo de puro fierro directos a la cabeza. Viejo tonto, cuando pudo haberle pegado un tiro y punto; no, lo quiso matar a fierrazos. El caballo de don Dionisio se paró en dos patas y, gracias a eso, se salvó. Apenas repuesto de la emboscada, devolvió el golpe con otro argollazo de medio kilo. Saltó sangre, se dieron duro, sin quejarse, a lo macho, hasta que perdieron el conocimiento. Al padre de las Cotapo, cubierto de sangre, lo llevó el caballo a su casa. Su madre encontró a don Dionisio colgado de un estribo al lado de la puerta. Nadie dijo nada, todos murieron calladitos en la rueda, pero el odio de los Cotapo hacia los culebrones siguió vivito y caliente hasta el día de hoy. Las señoritas Cotapo, con el tiempo, se casaron con unos novios venidos de lejos. Para los varones de Cantarrana, ya eran fruta picada, solo buenas para las moscas. Así son los hombres: les gusta pasarlo bien a costa de las mujeres, pero no consienten que sea al revés. Que era chusco y pecador lo reconocía el hombre sin inmutarse. Cuando lo atacaban los remordimientos se flagelaba, no comía ni veía gente. Su fervor religioso lo demostraba para Semana Santa, yendo de rodillas hasta la iglesia, seguido de su caballo adornado con crespones negros, listo para traerlo de vuelta. Subía los peldaños de la iglesia con las rodillas llenas de sangre y caía tendido delante del Señor. La iglesia recibía ese día unos cuantos pesotes de ese tiempo para lavar el piso, pagar las maldades cometidas y las venideras, ya que vendrían otras apenas le diera la calentura. Los curas, sabedores de las costumbres del hombre, recibían con una sonrisa el diezmo del pecado. La gente de Cantarrana no hablaba para Semana Santa, se saludaba solo con los ojos, no se decía palabra mala. El tiempo tomaba color ceniza. Los gallos se olvidaban de cantar por la mañana. «Puro silencio para que la gente escuchara en su corazón que Jesús murió a manos de esos fariseos por culpa de nuestros pecados y para salvar las almas de los hijos de Adán, la mía incluida, que me sostiene y alumbra cuando cierro los ojos y me los abre cuando sueño», me decía, y continuaba, antes de romper la tierra se escuchaba misa a cabeza descubierta, se pedía ayuda a Dios para que las cosechas fueran buenas, porque a la santa tierra no le bastaba la semilla, también requería del Todopoderoso para florecer. Lo mismo que con los hijos, no basta con los jugos del pecado, también deben ser bendecidos con Amor para crecer como buenos hijos de Dios. Una vez la gente comulgada, la tierra bendecida, dicho amén, partían los percherones trazando los surcos con el arado. Apenas los granos estaban bajo la tierra, a don Dionisio volvía a salirle la diablura y ensillaba su caballo para salir en busca de carne nueva. A mujer que se le aparecía en el camino, le tiraba el caballo. Algunas se echaban como si fueran gallinas con el gallo; otras, sorprendidas, hacían el signo de la cruz. El chusco se las llevaba a la tierra recién sembrada para darle, decía él, más fuerza a los granos con los espinazos de las mujeres. Y era cierto. Donde hacía sus cochinadas el trigo se daba firme y bueno. Los campesinos se hacían los tontos cuando descubrían sus andadas, pues creían más en el semental de Dionisio de las Marías que en las bendiciones del cura. Las cosechas, qué tiempos aquellos, decía su mamá, entornando los ojos, días duros de trabajo, pero llegada la noche, los sacrificios se olvidaban con harta comida y trago. Estando la cosecha ensacada, bajo techo, la fiesta no tenía límites. Su mamá escuchaba los alegres gritos de la gente, a veces incluso se daban cuchilladas de puro contento y más de uno murió riéndose. La gente ya con harto trago en el cuerpo le juraba fidelidad a don Dionisio, llorando a moco tendido con él, porque, a pesar de su chusquería, lo querían a su manera. Lo querían con la alegría del vino y sin él, lo odiaban. Reconocían que abrió las bodegas cuando ya faltos de pan se habían comido casi todas las ranas y las que se salvaron se fueron a vivir en un pantano medio escondido y, otras se subieron a los trenes en búsqueda de un lugar en donde no las persiguieran. «Las ranas nos salvaron de la hambruna», le decía su madre dando gracias a Dios una vez más. Don Dionisio, en reconocimiento a las ranas sacrificadas por sus hombres, mandó a forjar una de bronce con otra a cuesta, la que se conserva todavía en el descansillo de la escalera de la casa. Por esa época o quizás más tarde, construyó dos altísimas torres a la casa, quizás con la idea de darle forma de iglesia. Solo cuando echaron humo, la gente supo que servían para calentar la casona llena de corrientes de aire. Más tarde, se hizo levantar una capilla al lado de las cocheras, pintada con cal, de piso rojo y bancos oscuros igual que el manto de los franciscanos, la erigió para que su mujer, una beata de misa y rezo diarios, rogara por la salvación de su alma y la suya. La capilla servía también para que los peones, creyentes y sufridos, tuvieran donde alimentar la esperanza de una vida mejor más allá de la muerte, escuchando misa cada domingo. La capilla era fresca en verano y sombría en invierno. Uno podía morirse de una pulmonía si no entraba abrigado hasta las orejas. No así don Dionisio que lo hacía con camisa abierta, desafiante. Era un lunático. «Así era», afirmaba su mamita con cara de horror y fascinación por ese hombre que de arrepentido pasaba a Diablo y de Diablo a Santo de un día para otro. Cuando los aromos florecían, se volvía chusco y salía en busca de polleras. Una se le escapó. La había visto cuando muchachita y volvió haciéndose el tonto para comprobar si era la misma y era la mismita, pero, ahora convertida en la muchacha más hermosa vista por sus ojos de lince. Quiso hacerle la gracia, pero la chiquilla huyó a campo traviesa. La persiguió por los barbechos, por el maizal, por los matorrales, se bajó del caballo para buscarla y, al final, la encontró oculta en la orilla del raudal. Se le tiró encima y la chiquilla se resistió, no le abrió las piernas. Se defendió. Le hundió los dientes en su chivato pecador. El grito de dolor de don Dionisio espantó al caballo. Cuando recuperó el habla le ofreció la mitad de Cantarrana a la chiquilla, pero fue inútil. La muchacha logró liberarse de su opresor, manchada no con su sangre, sino con la del chivato pecador, y corrió sin mirar hacia atrás. La chiquilla se llamaba Tegualda y estaba ya de novia, cuando el novio lo supo, se casó con ella, la llenó de hijos, mató su belleza haciéndole críos uno tras otro, perdió sus dientes de tanto amamantar chiquillos, hasta de a dos, uno en cada teta, poniéndose vieja muy pronto y con los años terminaría siendo una pasa arrugada. El orgullo de macho de Dionisio de las Marías quedó herido, herido de muerte por causa de esa niña. Se encerró con la imagen de la belleza de Tegualda en la cabeza. Lo suyo, entonces, no fue una simple pataleta, propia de sus lunas, sino, quizás, amor o, simplemente, orgullo herido. Quién iba a creer que por una simple muchachita perdería la cabeza, que lo llevaría a hacerse santo de verdad. Imposible, pero fue así, renunció a los placeres de la carne, comía poco, se aisló, no permitió la entrada de nadie a sus recintos. Mandó a pedir cosas raras: libros, mapas, compases, telescopios. «Vienen del extranjero», decía el cartero cuando llegaba con los paquetes o cajones. Después pidió herramientas, maderas, clavos, nadie sabía para qué. Al único que le permitió entrar fue a un pintor para que le hiciera su retrato. Debe haberle pagado muy bien, porque, apenas terminó la obra, partió a estudiar a Europa. Su madre le llevaba la comida, retiraba los platos vacíos, le recogía la ropa sucia y la viruta. Un día no encontró viruta, tampoco el siguiente, ni platos vacíos. Llamó y no le respondió. Avisó a su mujer, quien, con la ayuda de los peones, derribó la puerta y le dio un patatús -no se supo si de dolor o alegría- cuando lo vio dentro de un ataúd construido por él mismo, con una barba blanca, rodeado de los doce apósteles esculpidos con sus propias manos. Su madre se hizo cargo del cadáver y, por primera vez, le vio el famoso chivato pecador, -debía creerle porque, quizás, ella también le conoció los secretos al hombre-, con las cicatrices dejadas por los dientes de Tegualda, cuando los tuvo, reducido a una miseria inútil. Su mujer y su hijo no derramaron lágrimas al enterrarlo. Raimundo, el vástago, quedó como cabeza de los culebrones. Su mamita Meche conocía a los Pérez-Azaña al revés y al derecho, y lo mismo cada rincón de la casa, hasta el más lejano, solo visitado por los ratones. No por nada cuando era ama de llaves, función que solamente se le concede a personas de extrema confianza, el llavero no se lo quitaba de encima, su sonido la acompañaba cuando hacía sus rondas nocturnas, comprobando si las puertas estaban bien cerradas. ¿Qué habrá sido de su manojo de llaves? Los contínuos cambios de puertas y reparaciones del niño Raimundo deben haberlas dejado inútiles, porque le dio por echar abajo lo hecho por su padre, borrar sus huellas, aunque él, por ser su hijo, era la más importante. Trajo carpinteros, albañiles, con los cuales discutía por querer hacer las cosas a su manera. Cuando ordenaba disminuir la altura de las torres, se las hacían más altas; cuando pedía sacar las ranas de las escaleras, le colocaban más. Los tildaba de desobedientes y los maestros alegaban que los entuertos se debían al espíritu de los culebrones opuestos a todo tipo de cambios. Don Raimundo, borracho, se iba a la biblioteca a insultar a don Dionisio de las Marías pintado en tres retratos: de joven, de libertino y de santo. Una vez los quiso quemar, no se atrevió, le dio miedo cuando pensó que podría encontrarse con los tres Dionisios en la otra vida, le dijo su madre, repasando las cuentas del rosario por las noches. Don Raimundo se casó con su prima Sofía solo para acrecentar Cantarrana con las tierras del vecino y así llegar a ser más poderoso que su padre. La rueda de la fortuna fue generosa con él, pero lo castigó con sus hijos. Su primogénito ni siquiera lloró al nacer. Era un monstruito sin cerebro. A doña Sofía, inconsciente a causa de sus dolores, no se lo pasaron, se lo dieron por muerto. Su madre Meche se hizo cargo de él, lo recibió en sus brazos y se esforzó tanto en cuidarlo que el niño vivió dos días más y le puso por nombre Inocente. Don Raimundo sacó de noche el bultito muerto, enterrándolo en alguna parte de Cantarrana. Eso creía su madre. Cuando doña Sofía quedó encinta de nuevo fue tratada con puro algodones. Esta vez dio a luz a una niña sana, rojita, con llanto y pataleo. Don Raimundo dio gracias al divino por no castigarlo con un hijo fallado. Esa niña se llamó Genoveva y pasó a ser el tesoro más preciado de los Pérez-Azaña y con razón: no hubo ningún otro hijo. Su madre Meche fue el perro guardián de la familia, los vio nacer y morir, y ella, como buena hija, continuó sus pasos con la misma lealtad hacia sus patrones. La muerte de don Raimundo fue memorable, cómo no recordarla, si ocurrió cuando llegaron esos cantantes hablando a gritos en lengua de gitanos. Se construyó, para la ocasión, un escenario en el jardín, con una carpa al lado del magnolio, llena de refrescos, vinos, mistelas, canapés. Los invitados -¿quizás doscientos o más?- colmaron el lugar. Aparecieron todos los Urruztía. La señorita Paulina se hizo presente con su marido e hijos. Llegaron los Benavente, los Subiabre, el alcalde, el cura, hasta los Cotapo, quienes no aceptaron la ayuda de los Pérez-Azaña cuando se les quemó la casa, por puro orgullo, pero la novedad de los cantantes italianos los hizo olvidar por un momento las afrentas sufridas por sus mujeres en manos de Dionisio de las Marías. Don Raimundo, que ya cojeaba, quiso darse un gusto ese día. Los pulmones le silbaban, pero aún así sacó fuerzas para dar la bienvenida a sus invitados. Él mismo dio la señal para iniciar la opera de Sansón. Ese pobre hombre daba alaridos de dolor, berridos atronadores como los del cerdo cuando le clavan el cuchillo en el cuello. La música atronaba, nunca en Cantarrana se había escuchado algo parecido. Al final el templo se vino abajo. El susto del público fue grande como si fuera un terremoto. Tal vez don Raimundo se identificó con Sansón y, ya sin fuerza, felicitó a los cantores, quienes le pagaron cantándoles unas canciones muy bonitas, llenas de emoción. Esa misma noche murió don Raimundo. Los invitados habían venido a una fiesta y terminaron quedándose para el velorio y al entierro del anfitrión. Don Raimundo murió con ruido. En cambio, doña Sofía se fue calladita, como fue toda su vida. Y, al poco tiempo, su mamita también murió, dejándole a ella en su remplazo. Pronto le tocará el turno a doña Genoveva, porque nadie es inmortal. Ella, fiel al legado de su madre, continuó sirviendo dentro de estas cuatro paredes sin salir de ellas; su madre las dejó solo dos veces en su vida, la primera fue para la foto de la inauguración del criadero, es ella la que está detrás del cura Parada, conocido como el «Potro Parada» por tentarse con las devotas y la segunda fue cuando cuando el hijo de los Arruztía, Pablo, andaba detrás de Genoveva. Al comienzo este Pablo le cayó bien y hasta rezó para que hicieran una buena pareja, pero muy pronto se dio cuenta que los Urruztía buscaban solamente la riqueza de los Pérez-Azaña con engaño e hipocrecía, tratando de llevarse a Genovita para su corral, quiso borrar lo rezado, algo que se hace rezando de atrás para adelante para sacarle el Demonio a los poseídos y no fue capaz. Ella jamás había puesto un pie fuera de la casa, ni siquiera ha ido a la estación estando muy cerca, pero la conoce al dedillo gracias a su imaginación, lo mismo pasa con las calles del pueblo, igual sabe donde vive la gente y con quién, sabe quién muere, quién nace, quién le pone el gorro a quién. No necesita conocerlos personalmente, para saber quiénes son llegado el momento. Eso le pasó con el notario, cuando le abrió la puerta, le dijo «pase, señor Evaristo», al viejito se le cayó el monóculo de saberse conocido hasta por la cocinera. ¿Cómo sabes tanto, Meche? le preguntó una vez Brunilda. «Muy sencillo, le respondió, todas las personas tocan la puerta de los Pérez-Azaña cuando necesitan algún favor ya sea por plata, por una recomendación, por un trabajito, por las malas cosechas. Yo veo, escucho y callo. Hasta conozco cada árbol de la plaza. Ahora lo sabes, niña preguntona». Cuando moría un conocido, lo lamentaba, acompañándolo con el pensamiento en su funeral. Nunca sintió necesidad de hombre. Eso no le impide saber qué es el amor, de oídas al menos. Gracias a Dios se había librado de los hombres que buscan a las mujeres para una sola cosa. La chiquilla del lavado, sin ir más lejos, perdió su pega por tentarse con el chofer. ¿Dónde estaría ahora? Por ahí lavando lo ajeno para alimentar a Ovidio, un flojo descarado que robaba cosas de la despensa, cuando ella le hubiera dado conservas, fideos, porotos e, incluso, unos pesos si se lo hubiera pedido con buenas palabras. Ella no ha pasado hambre. No podía quejarse, ni necesitaba pensar en su sepultura. Sus huesos, llegado el momento, se irán al panteón de los Pérez-Azaña, donde ya reposan los de su madre, porque donde se sepulta al patrón, se entierra también al criado, así lo dispuso la señora Genoveva. «Esta casa es tu casa y así será hasta tu último día», le aseguró y su palabra vale y la dejó establecida en su testamento. A su madre Meche no le gustaban los cambios y a ella tampoco. Por suerte, la viejita no alcanzó a ver la piscina en el jardín, le habría dado un patatús y más al descubrir a las visitas en paños menores. La palabra «visitas» le recordó a Francisco y el viaje a Europa de Genoveva con su madre. Fue en un período con muchas visitas cuando pasó algo entre Genoveva y ese tal Francisco. Su madre lo sospechó, le dijo, cuando salió a buscar a su gato en la noche y vio una sombra pegada al muro, le dio mucho miedo, pensó en un espíritu, quizás era el alma del monstruito Inocente que andaba penando, pero no, era la señorita Genoveva. Su mamá tenía un olfato muy delicado para saber cuándo una mujer se chiflaba por un hombre. El tal Francisco debió de haber sido buen mozo, capaz de dejar húmeda a una mujer con solo mirarla. Era raro que doña Genoveva a esas alturas de su vida pronunciara su nombre, pero como se dice que los niños y los viejos no mienten, algo debe haber de cierto. No hacía mucho vio al doctor hablar con Bárbara en voz baja. La señorita se puso triste. Si se muere doña Genoveva lloraría mucho, pues qué pasará si no está ella. La señora Genoveva vivía de sus recuerdos, que los tiene y muchos, no como ella que no ha sido quemada por las llamas de la vida, tan solo ha sido chamuscada un poco al vivir dentro de los muros de la casa de los Pérez-Azaña. Nació en esta casa para servir a los Pérez-Azaña y eso no se paga con dinero, así se lo dijo agradecida la señora Genoveva y con sus cinco sentidos en orden, agregó para dejarla más tranquila: «seguirimos juntas en la otra vida». Y más encima recibía mes a mes unos pesitos que los ahorra en el banco gracias a la ayuda de Barbarita. Esa niña la quería como si fuera su madre y en cierto modo lo era: cuando bebé le cambió los pañales, le secó las nalgas, solo le faltó amamantarla, pero la consoló con sus pechos cuando echaba de menos los de la señora Genoveva, secos de un día para otro.

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