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I

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Lucinda aprendió a escribir la palabra Singer de tanto verla en la máquina de coser de su madre cuando todavía no iba a la escuela, la misma que tenía por delante, de hierro, con un carrete de hilo solitario sobre su brazo negro. La emoción de tenerla después de tantos años en sus manos, la llevó a seguir con la punta de sus dedos la hermosa caligrafía de la palabra Singer, rodeada de adornos dorados y continuó hasta llegar a la manilla de la rueda, la acarició y luego la hizo girar lentamente y, después, más y más rápido hasta que la velocidad y el tiempo se condensaron en el hilo negro que pasaba por la aguja y, atrapada por su sonido embriagador, recordó de pronto a Juan, su padre, decir con una voz distinta a la habitual: «Agustina, nos vamos». El subir y bajar de la aguja la llevó a preguntarse de dónde salió esa máquina de coser que siempre estuvo acompañándola en la familia, veranos e inviernos con su rumor de eterno moscardón.

—Venía por el camino viejo, al fondo las casas patronales y arriba un cielo inocente, casi sin nubes. Serían las doce cuando sonó el balazo. Las palomas huyeron de las esquirlas del sonido, desordenando el aire con el desconcierto de sus alas. El eco del disparo lo sentí apagarse en mi pecho, pensé inmediatamente en don Germán, era el único que tenía armas que sonaran así.

—¿A qué cosa? —preguntó Juan Manuel atento a sus palabras.

—A muerte, hijo. Un presentimiento se me vino a la cabeza, se hizo más hondo cuando el alazán salió de las pesebreras a todo galope y corrí hacia allá, encontrando a don Germán muerto por su propia mano entre las patas de los caballos, con la boca abierta, llevándose su última bocanada de aire. No me atreví a cerrársela. Lo dejé rodeado de su gente, peones y sirvientas, y fui tras las huellas del caballo. Otro presentimiento me dijo que al animal lo vería moribundo en el fondo del barranco y así fue.Volví en busca de la carabina, -era mi obligación por ser el caballerizo-, y le di el tiro de gracia, viendo cómo se llevaba consigo mi cara llena de tristeza. Más tarde, tranquilicé a las bestias como lo hacía don Germán: casi metiéndose en sus orejas, confesándose con ellas, diciéndoles sus secretos. Ese día murió el amo y su caballo. Y el tiempo, para no ser menos, se tornó gris.

Apenas el finado estuvo bajo tierra llegaron los acreedores exigiendo lo suyo: tierra, plata, bienes, animales. Y de la hacienda de los Gómez, casi un país entero, no quedó ni siquiera una viuda para llorar al patrón, solo deudas. Era mucha tierra para ser despilfarrarla en una vida, pero don Germán no era cualquiera, le gustó vivir entre el todo y la nada, y se fue con la nada puesta.

La muerte es capaz de cambiar muchas cosas; la de don Germán lo cambió casi todo. Yo no quedé al margen. El nuevo administrador me despidió por orden de los acreedores.

«Des-pe-di-do». Por esa palabra dicha así se han cometido muchos crímenes. Se lo dije a Agustina sin ocultar mi impotencia y agregué:

—Ya no hay trabajo por aquí.

Y ella me respondió como si la distancia no existiese:

—Busquemos más lejos.

—Juan Manuel, la muerte de don Germán me hizo escribir mi única carta. Fueron unas pocas líneas garrapateadas con lápiz y saliva. Mi letra no era mala, pero me había ejercitado solo con mi firma. Cuando me faltaron palabras, eché al sobre la foto de la Pascuala. Esa yegua me llevó a Santiago cuando yo era jovencito a celebrar el centenario de la Independencia, el año 1910. Como ella me agrandó el mundo, le di las gracias, sacándole toda su belleza desde la tusa a la cola, delante de ministros y embajadores. El público aplaudió. Nos ganamos -ella para ser justo- la Medalla de Oro al mejor exponente de su raza. Nos sacaron una foto, -la misma que eché al sobre- y su nombre y el mío salieron en el diario.

Esperamos al cartero comiéndonos una gallina tras otra. Félix Candia, mi vecino de más abajo, llegó con una carta a las cuatro semanas. No la abrí, se la pasé a Agustina. ¿Sabes qué hizo? Anticipó la respuesta con el brillo de los ojos.

—Juan, una carta pesada trae siempre noticias importantes —dijo— La yegua te trajo suerte.

Fui feliz donde al administrador.

—Me voy —le dije.

—Para eso necesitas un salvaconducto.

Su respuesta sonó como una amenaza. Mi ignorancia era tal que no sabía nada del mentado papel. En esa época era así, no sé si lo seguirá siendo.

Cuando nos fuimos, una sola estrella despedía la noche. Una gota de rocío cayó en el dorso de mi mano que sequé con mis labios para llevarme el gusto del cielo de esa madrugada. Faltaba Lucinda, no la desperté, debe haber estado en medio de un sueño, uno de esos que dejan al cuerpo en calidad de despojo porque pesaba demasiado cuando la deposité en las frazadas.

« Soñaba que me caía por un abismo, pero alguien me salvaba con sus brazos», recordó Lucinda. Luego enhebró la aguja y siguió cosiendo solo por probar a la vieja Singer .

Las ruedas de la carreta aplastaron las sombras. Agustina, silenciosa, no se volvió a echarle una última mirada a la que fue su casa. Yo sí, la vi entumida debajo de un árbol como una gallina echada con sus pollos. Cuando aclaraba, divisamos el tejado del retén.

—¿Traes el salvoconducto, Juan? —preguntó Agustina.

Lo llevaba calientito en el pecho. Apenas nos detuvimos, salió el sargento. No vi por ningún lugar al cabo Segura, era buena persona y lo eché de menos. Detrás del sargento, para mi sorpresa, apareció el administrador. Ese hombre no dormía, estaba en todas partes.

—¿El salvoconducto? —inquirió el uniformado.

Se lo alcancé. El papel salió latiendo de mi pecho.

—Leo que el ciudadano Juan José Dinamarca Avello posee un buey negro con una mancha blanca en la paleta y la segunda en la frente, y otro animal colorado.

—Así es, mi sargento.

—También es dueño de un potrillo alazán.

—Ahí va amarrado a la carreta.

—¿Qué lleva la carreta?

—Mis aperos, la montura, utensilios de cocina, ropa de cama. Mi hija duerme entre las frazadas.

—Que acredite la propiedad de los animales —sacó la voz de repente el administrador.

—Son míos —¿Qué otra cosa podía decir?

—No basta —aseguró el sargento—. ¿Dónde están las marcas?

Las iniciales JD estaban un poco perdidas en la pelambre de los bueyes, pero estaban.

—¿Y las del potrillo?

—No tiene marca, es muy nuevo —respondí.

—No sé por qué, Juan Manuel, no le puse la marca. Me olvidé, o no le quise quemar la piel tan temprano, o tal vez fue por otra cosa.

—Si no tiene marca, es de la hacienda —afirmó el administrador con ceño duro y apuntándome con el dedo—. Él es el amansador, sargento, el fresco lo quiere hacer pasar como suyo. No es el primer caso ni será el último.

Lo dijo como si leyera un papel. Cambió de tono para agregar:

—Uno más que se aprovecha de la muerte de don Germán Gómez.

—Es mío —repetí—, hijo de mi yegua.

—¿Dónde está la yegua? —preguntó el sargento, levantando las cejas.

—La vendí para comprarme el colorado.

—Si no tienes prueba, el animal queda retenido.

Vi el cañón de mi escopeta entre los bultos. Un pensamiento malo me nubló la vista, pero no la razón. Mi escopeta no servía ni para meter susto. Perdí mi alazán en el mismo lugar donde unos días atrás pedí a Dios su ayuda. Quedó claro que no me había oído.

« Desperté en ese momento. Venía saliendo de un mal sueño. Me bajé de la carreta con un sonido de huesos en mis oídos -se acordó Lucinda-; en esa época yo creía que mis huesos sonaban. Me puse al lado de mi padre al verlo solo, mirando cómo se llevaban a su alazán preso como si fuera un hombre.

El río nos hizo compañía desde ahí con su estela blanca zigzagueante entre los cerros. Su rumor primitivo, encajonado, se colaba a través de los árboles. No hablábamos mucho; el eje de la carreta lo hacía por nosotros.

Fui la primera en divisar la balsa al fondo de la cuesta. Desde la distancia, distinguí unas formas borrosas sobre una piedra. De a poco, a medida que avanzamos, identifiqué a una mujer y a un niño; parecían esperar un acontecimiento ».

—Los esperábamos —dijo la mujer que el destino nos puso por delante ese día en ese sitio y a esa hora para recordarme mi condición de hombre. Su mirada me quemó. Lo quiso decir todo en pocas palabras.

—Para mí ya no hay nada, salvo cruzar el río. No quiero que mi hijo siga el signo de los suyos, dándole vuelta a los terrones. Para nada.

Así resumió su vida, como si hablara de una mujer que había conocido y muerto el día de ayer. No hallé qué decir y pregunté lo que no debía:

—¿Y el padre de la criatura?

—Soy las dos cosas para él —sentenció.

Su respuesta me dejó callado. Agustina habló por mí:

—Que siga con nosotros, Juan.

Dios me había castigado en la mañana, pero le demostraría que no se había equivocado al ponerme el corazón en el lado izquierdo.

—Crucemos el río, hagamos juntos el camino y sea lo que Dios quiera —dije cerrando los ojos para ver el futuro.

—Esa, Juan Manuel, fue una de las decisiones más importantes de mi vida.

—¿Para bien? —No supo si su hijo Juan Manuel le hacía la pregunta o se la hacía él mismo.

—Más que eso —respondió.

Yo dormí bajo el ala de mi sombrero protegido de la intemperie y de las babas de la noche. Cada uno vivió esa noche a su manera. Agustina me lo dijo años más tarde, mirando el pasado y el futuro pasar a través del vapor de la tetera. «Me prometí dar mi último suspiro a tu lado», así me declaró su amor y yo lo hice, a mi modo, llorando. Nos levantamos temprano al otro día. Ya no éramos forasteros. Tampoco sabíamos lo que éramos. Pero, para gente como nosotros, pasar la noche juntos, valía mucho. Todavía veo a Lucinda y a Manuel, un niñito, al otro día, saltando las sombras del camino como si fueran pozas de agua.

El río desapareció. Su lugar lo ocupó el polvo, las piedras, los árboles en las laderas, el camino solo. Al final del día nos esperaba Oreja del Diablo -que ni siquiera era un pueblo- llamado así porque todas las voces rebotaban en él, las de Dios y las del Diablo. No era fácil creerle a los orejanos, aunque dijeran las cosas con las mejores intenciones. ¡Si mentían hasta cuando soñaban! Se disculpaban diciendo que sus males se debían al clima malsano que les comía los sesos y a los periódicos que llegaban cuando las noticias ya eran leyendas. Así pasó con lo de la guerra civil. Su rumor bélico rebotó en Oreja del Diablo y llegó a la montaña, donde vivían mis padres, cuando yo estaba por nacer. La gente no sabía si darle crédito a los orejanos o no, pero cuando Segundo Miguel, hombre serio y de palabra, dijo que los uniformados venían de camino a enrolar gente a la buena y a la mala, mi padre y otros hombres en edad de portar arma, se fueron al monte. Ninguno quería ser carne de cañón en una guerra civil, la peor de todas, sin héroes, ni honor, ni bandera, no como la guerra de Paulino, que les recordaba cómo era una de verdad, contra otro país, fue lejos, lo devolvió vivo, pero cojo y desfigurado.

Las mujeres quedaron solas; mi madre conmigo en sus entrañas, mientras mi padre con los demás buscaron reses perdidas, jugaron a las cartas para matar el tiempo. Cuando la bandera flameó en la casa patronal, las mujeres supieron que uno de los bandos había salido triunfante y les avisaron que bajaran. La guerra no fue grande ni chica. Balazos hubo, también muertos y muchas madres y viudas quedaron llorando. El presidente de entonces se dio un tiro en la cabeza antes de doblegarla frente a sus enemigos; fue hombre de palabra. Mi padre, al verme en los brazos de mi madre, me puso el nombre de mi abuelo: el viejo lo había llevado en alto durante ochenta y cinco años y yo debería seguir su ejemplo.

A Oreja del Diablo lo vimos aplastado por el atardecer, con colores naranjas y amarillos, mientras un hilo de humo ascendía hacia el cielo. Llegamos preguntándonos dónde pasar la noche cuando la luna alumbraba débilmente. Un hombre, sentado en un banco, nos detuvo en la última casa del camino y nos habló casi excusándose:

—El pueblo está de fiesta: la gente borracha, los caminos inseguros —dijo casi maldiciendo a la especie humana.

Enseguida levantó un dedo hacia el cielo y nos hizo oír los cascos de un caballo a la distancia. No pasaron dos minutos cuando un jinete tiró de las riendas frente a nosotros, la cabeza se le cayó al pecho y la bestia se lo llevó como un peso muerto. El orejano dijo:

—Este es uno más de los entregados a las manos del vicio. El domingo habrá procesión, la convoca el cura y hasta, quizás, el Espíritu Santo baje a darle una mano.

El hombre, a esa hora, ya era una mera sombra. Lo último que escuchamos de él fue como si la pared de la casa hablara:

—Para que se lleven un buen recuerdo de Oreja del Diablo, duerman en mi pajar. Se los paso.

Esa noche dormimos tranquilos, ocultos de todo el mundo.

«Yo había tenido miedo -se acuerda Lucinda-, pero se me pasó al ver los ojos tranquilos de Manuel. Al otro día, tendidos en la carreta, nos entretuvimos imaginando el cielo como mar y por él navegábamos. A veces, le llamaba Manuelín. A él le gustaba, me pedía que se lo dijera de nuevo, cerraba los ojos y se embarcaba en uno de los barcos que habíamos dibujado en el cielo».

Cuando vimos un puente largo y estrecho sobre un río, nadie en la carreta necesitó decirlo en voz alta: si lo cruzábamos juntos, no nos separaríamos jamás. Un puesto de control nos detuvo a la salida del puente; hundí mi mano automáticamente en el pecho en busca del salvoconducto.

—¿Esta es su familia? —preguntó el uniformado.

—Sí —dije.

Al decir sí, se me agrandó la familia, me casaba de nuevo sin tener nada que ofrecerle, salvo el nombre de Cantarrana. Cuando recibí el salvoconducto con un timbre, todos suspiraron aliviados.

Más tarde le indiqué a mi mujer un pueblo en el horizonte:

—Allí está nuestro destino.

La torre de la iglesia emergía sobre pilares invisibles. La cruz colgaba del crepúsculo. Un coro de casas mudas nos vio pasar con indiferencia. Agustina y Lucinda golpearon en la primera puerta; nadie respondió. Lo intentaron en la segunda y, al cabo de un momento, apareció la cara bonachona de un hombrecito con barba blanca.

—Si buscan a la gente —dijo—, les advierto que no hay nadie en las casas. Todos fueron a la procesión.

—Caballero, díganos por dónde se llega a Cantarrana —repuso Agustina.

El hombrecito, curioso, salió a examinar la carreta y a cada uno de nosotros, frunciendo su nariz como un perro de fino olfato.

—Parece que han hecho un viaje largo —adujo—, poca gente arriba a este pueblo. ¿Están las cosas muy mal por otros lados?

—Malísimas. Díganos, ahora, ¿cómo se llega a Cantarrana? —insistió Agustina.

—Giren a la derecha… No, a la izquierda. Se van a encontrar con la vía férrea, la pasan y verán una avenida de aromos sin flores, pero igual es bonita. Allí está lo que buscan —respondió y, luego, sonrió.

—Muchas gracias —dijimos al unísono.

—Pregunten por don Olaberry —agregó en un susurro, cuando ya habíamos partido.

Me lo contó él mismo años más tarde. Todo el mundo lo llamaba Pablito, el Preguntita cuando quería saber demasiado. Se murió, pero quedó su hijo, el «Preguntita chica». Lo debes de conocer, Juan Manuel.

Al carrete se le acabó el hilo. Lucinda colocó uno nuevo, enhebró la aguja e hizo rodar la ruedecilla, rememorando:

«Manuel, al cruzar la vía férrea, se agachó, tocó la superficie pulida de los rieles y escuchó murmurar la distancia en ellos. Llegamos a “La avenida de los aromos”. A su lado derecho se alzaba una casa majestuosa. El camino dobló. La casa majestuosa se separó de él defendida por las sombras del crepúsculo».

Unos perros nos siguieron hasta el letrero: «Haras Cantarrana» sobre un portón abierto par en par. Grité: ¿aló, aló? El silencio se tragó mi voz. Di unos pasos tímidos hacia el interior de la propiedad, introduciéndome en un patio limpio y ordenado. El primer signo de vida fue el bufar de un caballo, luego apareció un hombre ya de edad vestido de traje blanco y sombrero del mismo color. Me sentí observado por sus dos puntitos azules y dijo con una voz, una que no se olvida jamás:

—¿Qué busca, hombre?

—Soy Juan Dinamarca —le contesté y le pasé la carta que llevaba conmigo.

La leyó, moviendo la cabeza y me miró.

—De modo que tú eres Juan Dinamarca —dijo, arrastrando las erres—. Yo mismo te respondí tu carta. Llegas a tiempo, uno de mis fina sangre tiene cólico. Mañana te presentas a trabajar.

—Sí, señor.

—Llámame don Olaberry, así como suena. Hoy todos fueron a la procesión. La gente aquí es muy religiosa, aunque a su manera.

—Entiendo, don Olaberry.

—¿Sabes por qué estás aquí?

Me quedé callado.

—Por esa potranca, Pascuala se llamaba —dijo, cerró los ojos y, luego, continuó—. Sí, Pascuala. Me pareció un diamante puro de la raza criolla. Le concedimos la Medalla de Oro, siendo yo miembro del jurado. En fin, yo mismo te llevaré a tu nuevo hogar.

Siguió hablándome hasta detenerse en esta casa, en donde estamos ahora.

—La puerta no tiene llave —explicó—. No se usa por estos lados. Preséntate mañana temprano y hablaremos más.

Hizo amago de irse, pero volvió sobre sus pasos.

—Vi que llegaste con tu familia. Bienvenidos todos a Cantarrana —dijo como disculpándose y se marchó.

Manuel y yo corrimos a la casa oscura, una vez dentro, saltamos por su piso de tierra apisonada. Poseía dos piezas, un corredor rodeándola por los cuatro costados, unas paredes, puerta, ventanas. ¿Qué más podíamos pedir, si ya teníamos un techo? Aunque mi madre decía que una casa sin fuego era una cueva.

Encendimos una lámpara, entramos la mesa -esta misma y la golpeó con los nudillos-, las camas, los santos, la Singer, los cacharros… Por la noche, nos servimos una sopa caliente. Al faltar una silla, usé en su lugar la montura, apenas la toqué se me vino a la memoria el alazán que perdí en el retén, convertido ya en un campeón, pero quizás a esa misma hora me estaría olvidando. Tuve otro presentimiento, pero hasta el presente no sé cómo decirlo con palabras, pero a ti, Juan Manuel, también te va a pasar lo mismo con el tiempo.

¿De dónde salió la vieja Singer, cómo llegó a manos de su familia? No se había oxidado con los años y el desuso. Lucinda cortó con los dientes el hilo como lo hacía su madre, y miró la prenda terminada. Era una máquina capaz de muchas cosas todavía. Giró de nuevo la ruedecilla, dejándose llevar por el sonido hacia las imágenes del pasado, a escuchar de nuevo las hojas del otoño arrastradas por el viento antes de llover.

Firma con mi nombre

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