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Introducción

La investigación sobre el crimen no ha existido desde

siempre, pues se inició después de que la creencia en los tabúes propios de la cultura primitiva se debilitara. En este contexto, todo comenzaba con el castigo del culpable de la infracción, pues lo que demostraba que se había cometido un crimen era el castigo mismo, “es decir, cualquier desgracia o catástrofe descargada sobre la comunidad o sobre el individuo”.1 Aquí el castigo, que tenía un valor expiatorio más que disuasivo, ejemplar o reparador, tal como sucede en nuestro tiempo, no era un fin o una condición de la solución, sino la premisa que daba la posibilidad de dicha solución. “La plaga que azotó a Tebas llevó al descubrimiento de las viejas transgresiones de Edipo; la derrota de los israelitas fue lo que les llevó a indagar las razones de la ira de Dios. El hambre, una epidemia, tienen el mismo efecto criminalista y religioso”.2

Desde esta lógica supersticiosa y mágica, la desgracia o la muerte supone un castigo para la víctima, proveniente de alguna divinidad, cuestión que estimula la indagación sobre los motivos, las causas y las acciones a seguir. En nuestra época, ya no se trata del castigo como expiación, sino del castigo promovido por el derecho. Su finalidad es hacer justicia y con ello preservar el lazo social.

En cuanto al objetivo de este libro, diremos que consiste en llevar a cabo un debate sobre el crimen y el criminal en su relación con la subjetividad y la locura. “El hecho de matar a un hombre, si es el enemigo en la guerra, se elogia; si se mata al agresor en defensa propia, el hecho es legítimo; el crimen pasional se perdona algunas veces; pero el asesinato para robar se condena en todos los casos enunciados”.3

O sea que lo condenable, desde el punto de vista jurídico, no es el crimen en sí, como acontecía en las sociedades primitivas donde las leyes, debido a que no son sociedades regidas por el discurso del amo,4 no son escritas sino que se transmiten por tradición. Se condena, en la actualidad, que el crimen se lleve a cabo para obtener una utilidad prohibida. Es por esto por lo que un acto criminal se valora jurídicamente en función de los móviles objetivos, y cuando no es posible situar la verdad de estos con plena claridad, se acude a un experto en busca de la explicación que el saber jurídico no posee, pues se infiere que han entrado en juego móviles subjetivos con respecto a los cuales el discurso jurídico no tiene cómo responder en términos explicativos.

En consecuencia, la perspectiva que nos orienta en este libro no será el análisis de casos que toman como referencia explicativa el derecho, sino un análisis en donde el móvil del crimen no logra ser establecido claramente por este discurso, cuestión que obliga a evocar la pregunta por la psiquis del criminal, en busca de los móviles subjetivos que lo indujeron al acto. Desde esta lógica, de principio a fin, abordamos el análisis del caso de José Aníbal Palacio Pabón (J. A.), el llamado “Degollador de San Javier” (acusado de asesinar, en Medellín, Colombia, a varias mujeres a finales del siglo pasado). En este mismo contexto, se hace alusión a otros casos de los denominados “asesinos seriales”, nombrados antes de la introducción de este término en el mundo criminológico como “asesinos múltiples”, entre los que también se encuentra, en el siglo xv, Gilles de Rais. Que desde esta época tengamos noticia de criminales en serie nos indica que dicho asesino ya existía desde antes de la industrialización y de la entrada en vigencia del capitalismo.

Otro crimen del que nos ocupamos en el texto, a partir de las memorias de su autor, es el cometido por el reconocido filósofo Louis Althusser. De acuerdo con los dictámenes forenses, ocurrió mientras se encontraba en estado de demencia; la víctima fue su mujer, compañera inseparable y por la que experimentaba un profundo amor. También nos han servido de orientación, en el examen del problema del que nos ocupamos en este libro, el análisis de crímenes de la mitología griega como el de Edipo, y de la literatura como Hamlet y Raskólnikov, que han sido de gran inspiración, más la evocación de otros criminales clasificados por la psiquiatría entre psicópatas, perversos y antisociales.

Dicen los autores que se han ocupado de la observación y el estudio de la personalidad del “criminal serial”5 que, en su mayoría, se caracteriza por afirmar que su empuje a matar no tiene ninguna razón ni explicación que remita a un móvil objetivo del crimen. Desde el psicoanálisis, en cuanto su objetivo es comprender la lógica que rige al criminal al realizar el crimen, interesa mostrar cuál es la causa subjetiva del crimen, y su relación con el criminal y el castigo, cuestión que puede ser de gran ayuda para la sociedad y la disciplina forense.

Otro aspecto que hace parte del debate de este libro, que toma como modelo a J. A., es el de las clasificaciones clínicas. El caso de este hombre ilustra de manera patética el empuje a las clasificaciones que nos vuelve a todos clasificables. A J. A. los distintos peritos le atribuyen un “trastorno de personalidad” con diversas connotaciones patológicas, pero siempre evitaron comprometerse con ningún juicio que le hiciera pensar al juez de conocimiento que se trataba de un “demente”, pues el objetivo era imputarlo a como diera lugar, debido a que se le consideraba sumamente peligroso para la sociedad, y sobre todo para las mujeres, ya que solo ellas eran el objeto de su violencia.

Los peritos evaluadores argumentaron, en distintos lugares del expediente del acusado, pero sin ir más allá de una descripción fenomenológica de las conductas, que si bien J. A. padecía, sin ninguna duda, un “trastorno de personalidad con rasgos sádicos y necrofílicos”,6 era, sin embargo, imputable. A juicio de ellos, el que siempre atacara a las víctimas en parajes solitarios y sin que tuvieran posibilidad de defenderse ni de ser auxiliadas, para escapar enseguida, raudo y sin ser visto, de la escena del crimen, indicaba fielmente que tenía plena conciencia de la ilicitud de lo que hacía, pues, de lo contrario, no se entiende por qué pretendía ocultarse y engañar.

Sin embargo, afirmar que la comprensión del crimen se deduce del hecho de que alguien huya, apunta a dejar de lado la consideración de una psicosis, como nos parece que es el caso de J. A., “y así evitar que los inculpados hagan uso del régimen de inimputabilidad del código civil relativo a los actos producidos bajo estado de demencia”.7 A la pregunta de “¿por qué lo has hecho?”, centro alrededor del cual gira un interrogatorio en el orden legal, J. A. dice una cosa y la contraria, cuestión que en el discurso jurídico hace sospechoso a un sujeto de mentir. En cambio, del lado de la clínica psicoanalítica y del peritaje que de ahí podría desprenderse, la pregunta anotada, por muy normal que sea considerado aquel que se la formula a sí mismo o que le sea formulada, nunca puede ser respondida de manera total y de forma siempre coherente, pues cada vez se agregará a los móviles conscientes otros inconscientes que se desconocen, ya que el ser humano no es todo conciencia, ni en todos sus aspectos está gobernado por un yo de razón, como lo supone quien interroga.

J. A., contrario a Louis Amadeo Brihier Lacroix (alias Émile Dubois) —un francés clasificado como asesino en serie por haber matado en Chile a varios hombres adinerados—, era un ser aislado que no se representaba el sexo como un asunto que podía lograrse con una pareja. Nunca se observó indicio alguno de que un aspecto de su vida se caracterizara por la búsqueda de una satisfacción que pasara por el consentimiento de una pareja-mujer. Se veía empujado insistentemente a quedarse con algunas partes del cuerpo de las mujeres que asesinaba, por ejemplo, su cabeza, para convertirlas en “el instrumento de un goce8 solitario y autoerótico”.9

Otro que también se quedaba con partes del cuerpo de las víctimas fue Jack el Destripador, pero en este caso las atacadas, si bien también eran mujeres humildes, tenían la característica de ser prostitutas de bajo perfil, que trabajaban en la parte más deprimida del Londres de finales del siglo xix. Después de cortarles “la garganta de lado a lado hasta la tráquea”10 y de acuchillarlas, se quedaba, por ejemplo, con el útero, la vagina y la vejiga. No fue atrapado porque, contrario a otros criminales de esta índole, nunca dejó escapar con vida a ninguna de sus víctimas y tampoco decidió entregarse por sus propios medios a la Policía. Era sumamente certero en su ataque, y de una forma tan cuidadosamente planeada que no fue sorprendido ni condenado. Este es “el primer asesino en serie mediático de la historia, y hoy sin duda el más famoso del mundo”.11

De la vida de Jack el Destripador nada se supo, ya que al no ser aprehendido no pudo ser interrogado, ni evaluado o entrevistado, aunque sí clasificado. Él mismo fue quien se autobautizó con este nombre en una carta que envió a las autoridades, fechada el 25 de septiembre de 1888, donde se burlaba “del fracaso en la investigación”.12

J. A. y el francés Dubois sí cometieron errores que permitieron su captura para ser interrogados, evaluados, clasificados y condenados. Dubois era atractivo, organizado, se insertaba fácilmente en el plano social, gracias al buen uso de su condición de extranjero; J. A., en cambio, no tenía nada particular que lo hiciera atractivo, no daba la impresión de que hubiera en él algún objeto escondido que lo hiciera interesante. Digamos que era un ser insignificante que vivía aislado, no tenía amigos, ni dinero. Pero, sobre todo, no tenía la menor idea de cómo conducirse en el plano social y libidinal para acercarse a una mujer humilde con un objetivo distinto a asesinarla.

Otros criminales de mujeres han tenido a su lado, por largo tiempo, al menos una mujer, sin interesarse en asesinarla, como es el caso de Peter Sutcliffe, llamado el moderno “Destripador de York”, “un camionero que asesinó a trece mujeres entre 1975 y 1980”.13 Durante todo este tiempo actuó con total impunidad.

Contrario a Jack, que nunca fue descubierto, Peter sí tuvo cara para la Policía y los medios hablados y escritos. No se dice de él, como usualmente sucede con los criminales en serie, que haya tenido una infancia particularmente difícil:

Si bien creció demasiado pegado a las faldas de su madre. Solitario y huraño, en 1967 conoció a Sonia, hija de inmigrantes checoslovacos, que se convirtió en su esposa tras siete largos años de noviazgo. En este periodo Peter comienza a atacar a varias de las prostitutas con las que solía alternar. Una disputa por diez libras provocó su primera agresión, con una piedra, a una de ellas.14

Después se dedicó a matarlas de manera poco “delicada”, pues les propinaba martillazos y luego había cruel ensañamiento con el cadáver.

Ni Peter ni Dubois introducen en la cadena del crimen a su mujer y tampoco a la familia. En el caso de J. A., que nunca pudo tener una pareja estable, tomaba a las mujeres por detrás y las atacaba con arma blanca en un paraje solitario. No les daba tiempo a defenderse; su única explicación era: “me nace hacerles daño, es que a mí me gusta tirarle a las mujeres […] me daba ganas de matarlas o de privarlas para poder tener relaciones sexuales. Ya cuando las tenía listas me iba […], por lo general no me doy cuenta de lo que estoy haciendo, pero a veces sí”.15

Por su parte, Sutcliffe, después de ser aprehendido, “cuando estaba a punto de asesinar a su decimocuarta víctima en el interior de su coche”,16 y de finalmente confesar que era el “Destripador de York”, dijo que unas voces de ultratumba le ordenaban cometer los asesinatos; cuestión que desde luego el jurado no creyó y fue condenado a cadena perpetua. Luego perdió todas sus facultades mentales, lo que nuevamente deja la interrogación de si en efecto no se trataba de una psicosis.

En el caso de J. A., su modo delirante de razonar con respecto a sus víctimas era más o menos el siguiente: si ellas no me aceptan y hacen como si yo no existiera, es porque no me quieren; luego, entonces, no es que yo las odie por ser mujeres, sino que al no quererme son ellas las que me odian; por lo tanto, son mis enemigas y debo aniquilarlas antes de que ellas lo hagan conmigo. O sea, que si bien estas mujeres no eran cercanas a él en ningún sentido, en el plano de su delirio sí, pues como no lo querían eran sus enemigas íntimas más peligrosas. J. A. tenía problemas imaginarios y reales con las mujeres porque no lograba simbolizar un deseo con respecto a ellas, y de este modo no tenía cómo formularles una demanda que pusiera freno a la satisfacción destructiva a la que era empujado. A este empuje, a eso íntimo desconocido y fuera de sentido (o real íntimo) que insiste, se refería de distintos modos; por ejemplo:

cuando sueño me nace hacerles daño a todas las mujeres […]. Me daba por tirarles a las mujeres, me daba por tirarles y salía corriendo, no es que me gustaba, ni buscaba lastimar a nadie, es un problema en el que se relaciona la agresión con la sexualidad. [...] Eso más que todo es un odio contra las mujeres […].17

En lugar de formular su deseo a una mujer por vía amorosa, se imponía en él una insistente e incontrolable voluntad de hacerles daño, la misma que se expresaba en la violencia letal con la cual las abordaba, hasta el punto en que las trataba como si no fueran seres humanos sino solo instrumentos de su satisfacción.

El problema de Dubois, por su parte, no era con las mujeres ni con cualquier hombre, sino con los hombres adinerados, ya que le gustaba apropiarse de lo que poseían, pero con la característica de que no se conformaba con robarles y matarlos para evitar ser denunciado o señalado, sino que, más allá de esto, procedía a actuar contra sus cuerpos de manera excesiva, como si algo pasional fuera puesto en juego. “Una vez con la víctima acostumbraba actuar con extremada violencia golpeándola con un laque y apuñalándola con una daga, a veces innecesariamente, dado que muchos de ellos eran hombres en avanzada edad sin gran capacidad de oponer resistencia al asalto”.18

Las mujeres, contrario a lo que sucedía con J. A., no representaban para Dubois ningún peligro: eran para él seres familiares, pues lograba tener más de una al mismo tiempo. Incluso, una joven llamada Úrsula, a quien conoció cuando vivió en Colombia —donde también cometió algún asesinato antes de partir—, lo siguió como hipnotizada: “desde su paso por Colombia hasta su destino final, Chile. Durante esa odisea ella pagó el costo de tener que aceptarle sus habituales deslices amorosos e infidelidades, pero no solo eso. Además, se vio forzada a convertirse en cómplice de varios de sus crímenes”.19

Pese a que en Dubois el móvil era el robo, de sus excesos de violencia con las víctimas los peritos dedujeron que había una satisfacción en juego, y al parecer fue esto lo que los animó a considerarlo más un criminal serial que un simple delincuente. En el caso de J. A. no se encontró intención de apropiarse de ninguna pertenencia de las víctimas, salvo partes del cuerpo que quería conservar, a la manera de un fetiche; por lo tanto, su satisfacción no se agotaba en el crimen, sino que había algo más allá que entraba en el juego de su voluntad pulsional.

Los criminales referidos y muchos otros que, por razones de espacio, dejamos de lado, son muy cercanos a lo que en la psiquiatría clásica se ha denominado “psicopatía”, propia de la conducta antisocial; también se habla de la “conducta antisocial” de la criminalidad, del “trastorno de personalidad antisocial”. Los psicópatas, inicialmente, no fueron considerados “ni locos ni cuerdos, sino que de alguna manera tenían una conducta que los separaba del resto”.20 Para Philippe Pinel, la causa de una personalidad psicopática “era la falta de educación”.21 Aquellos a quienes se les atribuye un trastorno de personalidad psicopático, un trastorno antisocial o de perversión, ni antes ni ahora son calificados de “enfermos mentales”, porque no aparece afectada la inteligencia. J. A., por ejemplo, según los psiquiatras que lo evaluaron, tenía trastornada el área de la sexualidad, pero no era enfermo del intelecto.

Por su parte, Bénédict Morel atribuye la psicopatía “a un desviamiento de la perfección de Dios”.22 Emil Kraepelin ve en el psicópata a un ser opuesto a “los parámetros sociales imperantes”.23 Para él, no se trata de un enfermo, sino de “un anormal que busca al otro complementario”.24 Busca una mirada que observe desde afuera lo que hace. Henri Ey agrega, a las características ya anotadas, que los psicópatas “son individuos de aplicación caprichosa y falseada de la ley”.25 En todos los casos, la psiquiatría refiere la causalidad a una exterioridad del individuo. “En general, hubo tres posiciones fundamentales en la psiquiatría: una es lo que se llamó la escuela más constitucionalista que se refería más a los factores constitucionales como determinantes. La otra es la escuela social, más vinculada con la clínica que proponía un factor de la exterioridad sociocultural. Y el psicoanálisis en relación a la sexualidad”.26

Avanzada la mitad del siglo xx, ha sido usual la utilización de la categoría “psicopatía” “como sinónimo de perversión”.27 Sin embargo, para el psicoanálisis, que al referirse a la perversión no se ocupa del individuo sino del sujeto desde el punto de vista pulsional, “la perversión es estructural”, mientras que “la psicopatía es parte de la psicopatología dinámica. La psicopatía es patología del carácter y la perversión una estructura clínica”.28 Anotemos al respecto que, en la clínica psicoanalítica actual, es muy escaso que se haga un diagnóstico de perversión, pues los perversos no van a análisis porque no tienen nada que ir a buscar allí, ya que no carecen del objeto de satisfacción pulsional. Por esto es común que se prefiera hablar en psicoanálisis de “rasgos de perversión” en las estructuras clínicas.

Desde la psiquiatría, es común que se diga que en los psicópatas hay un evidente desprecio por la víctima y, en general, por los otros, y que para efectos de la elaboración de un perfil de la personalidad del psicópata estarían las categorías “arrogancia, falta de remordimiento, ausencia de empatía en las relaciones personales, manipuladores, conflictos en las conductas de la infancia, padres cómplices”.29 También estarían la impulsividad, la irresponsabilidad, la ausencia de culpa, de autocontrol; en suma, se trata de alguien que cosifica al otro y que no aprendió a evitar ser desbordado por sus pasiones. El autor que hemos citado en esta parte introductoria remarca una diferencia clínica entre el psicópata y el antisocial, que conviene dejar plasmada: mientras un “antisocial en su acto coercitivo atraviesa lo íntimo, lo privado y lo público sin pedir permiso, el psicópata busca la complicidad u obtener el consentimiento del otro”.30

Acerca de la felicidad de la pulsión

La pulsión busca satisfacerse por el medio que sea, “aun cuando sea incluso por satisfacciones sustitutivas”,31 como es el caso de la sublimación. Estos criminales encarnan la pulsión en su estado puro, que es siempre ser satisfecha. El “corazón de la pulsión es el de una impulsión siempre satisfecha”.32 En consecuencia, lo más propio de un criminal serial es jugársela toda por ser feliz con cada crimen. Es su manera singular de hacerse a la felicidad en lo que de esta es posible: alcanzarla un instante en todo su esplendor con cada crimen.

De acuerdo con la tesis referida, la “compulsión a la repetición” en el criminal serial no tiene el mismo valor subjetivo que para un neurótico, pues mientras en este la repetición es repetición de una decepción, en aquel es repetición de la felicidad. Nadie es tan feliz como un criminal serial cuando de nuevo tiene atrapada a una víctima y acaba con ella de acuerdo con su modo de goce establecido. En lo que sí coinciden, en su relación con el goce pulsional,33 un criminal serial y un neurótico es en lo siguiente: que es “en la infelicidad, en el fracaso, en la frustración, donde la pulsión se satisface en un nivel fundamental”.34 El criminal serial es feliz del lado pulsional en el mismo instante en que aniquila a su víctima, pero del lado del yo es un infeliz, un fracasado, y es justo ahí, en el derrumbamiento del yo, en donde la pulsión humana, sin importar de qué estructura clínica se trate, encuentra su mayor felicidad. No es por otra cosa que se sostiene, desde el psicoanálisis, que la pulsión se satisface fundamentalmente en el retorno sobre sí mismo. Esto queda demostrado en el hecho de que, salvo contadas excepciones, la mayoría de los criminales seriales han cometido algún error que finalmente los conduce a terminar condenados a la pena de muerte o a cadena perpetua; es decir, reducidos a una nada desde el punto de vista existencial o social.

Así como un neurótico no deja de perseverar en su repetición hasta no tocar fondo y caer en la más completa infelicidad, un criminal serial no deja de perseverar en su felicidad de matar —hasta no ser atrapado y ajusticiado—, pues es ahí en donde la meta interna de la pulsión se realiza verdaderamente. Mientras el criminal serial no es atrapado vive tiempos felices y hasta puede creerse inocente, pero es en el momento en que llega la infelicidad de ya no poder seguir cometiendo los crímenes, que lo hacían feliz, que puede llegar a sentirse culpable sin saber por qué y gritarlo abiertamente. Será condenado severamente y se quedará sin saber nada de “la verdad de la que se trata en el circuito del goce”,35 pues este saber no se alcanza sino mediante un análisis, ajeno para un perverso y un criminal que avanza sin parar hasta la muerte subjetiva, eso que está detrás de esa felicidad sin ley en la que perseveró.

Más allá del placer, del deseo y del amor está el goce pulsional. En el caso de J. A., su más allá preferido no consistía en mantener propiamente relaciones sexuales con los cadáveres de las mujeres, sino con alguna parte del cadáver, que era cuando por fin encontraba su felicidad. La parte del cadáver era el “objeto exterior en el cual la pulsión lograba su meta externa […]; es necesario para la pulsión tener un objeto exterior para realizarse”.36 Pese a que la “pulsión” parece un concepto abstracto, “está muy cerca de la experiencia”,37 por la satisfacción que la define, y porque la misma no produce un efecto de placer agradable, sino de goce imperativo.

Esto significa que tanto la repetición compulsiva del neurótico como la del criminal serial no se define por una búsqueda de sentido, sino de goce. Es como si sentido y goce se tornaran equivalentes en la compulsión, como si se volviera imposible vivir sin acceder a la satisfacción que se ha implantado en el ser del sujeto. Mientras del lado del amor y el deseo la satisfacción pasa por el Otro simbólico regulador del lazo social, la que es propia de la pulsión no, en tanto es esencialmente interna. En consecuencia, lo denominado “goce” por el psicoanálisis “es fundamentalmente esa satisfacción interna de la pulsión”.38

J. A. no encontraba la felicidad al violar a sus víctimas antes de matarlas, ni las sometía a humillaciones para hacerles sentir su poderío, como sí ocurre con otros criminales seriales, como Julio Pérez Silva, a quien también haremos referencia en este libro, pues J. A. siempre sostuvo que era impotente. El festín sexual de J. A. no era antes del crimen ni en el acto mismo de este, sino después; así que si bien se reconocía homicida no aceptaba, como suele suceder con no pocos criminales seriales, que se le acusara de violador. Como si con esta negativa quisiera dar a entender que se le debe juzgar por aquello que constituye la verdadera alteración fundamental del cuerpo, que es en donde ha radicado su más profunda apuesta, y no por otra cosa.

De Julio Pérez Silva se dice que, en tan solo tres años, presumiblemente, mató y ultrajó sexualmente a “dieciséis mujeres mayoritariamente adolescentes y adultas jóvenes”.39 Su forma de actuar se ceñía de manera estricta a un libreto que ejecutaba de modo invariable, con muy ligeras improvisaciones en caso de exigirlo las circunstancias. Les ofrecía “a sus víctimas acercarlas hasta el lugar al cual se dirigían, para una vez arriba del vehículo llevárselas bajo intimidación y uso de la violencia hasta un lugar despoblado, maniatarlas, agredirlas y abandonarlas, ya sea muertas o moribundas y preocupándose de ocultarlas de manera que no fueran a ser avistadas o descubiertos sus cadáveres por terceros”.40

No le interesaba el cuerpo de su víctima sino mientras estuviera vivo, pues una vez muerto lo tiraba como un desecho.

En cuanto a J. A., se presume que acabó con diecisiete mujeres en un periodo de tiempo similar al que se tomó Pérez Silva, pero solo le fueron comprobadas una muerta y otra herida que logró escapar, mientras que a Silva se le comprobaron solo dos casos. J. A. no tenía, como Julio, un libreto tan elaborado, no tenía pareja, como sí la tenía este, de quien, además, su mujer y las hijastras:

Nunca comentaron nada negativo de él. Noelia, su pareja, señaló: “Siempre fue muy introvertido. Hablaba poco, incluso conmigo […] Eso sí, es muy bueno. Me abrazaba, me cepillaba el pelo y poco faltaba para que me lavara los pies cuando llegaba. Me hacía acostarme y me llevaba la comida a la cama”. Una de las hijas de Noelia comentó sobre Julio: “Para nosotras él era nuestro verdadero padre”.41

J. A. actuaba en parajes solitarios, en horas favorables, y seleccionaba solo adultas que, como él, provenían de familias humildes. En ambos casos, las víctimas que escaparon con vida del ataque se encargaron de reconocer al agresor.

Los criminales en serie representan, al lado de la perversión —de ahí que, en sus crímenes, las prácticas caracterizadas como perversas suelan estar presentes—, lo que sería una negativa radical a la renuncia al goce pulsional. Son portadores de un goce que resultó imposible negativizar, pues la renuncia al goce, en el caso de los neuróticos, se hace debido al amor, y este sentimiento es el que los diversos peritos forenses evidencian como ausente en los criminales así clasificados, igual que la ética moral y la capacidad de conmoverse.

Es en nombre del amor que “se acepta renunciar a satisfacer las pulsiones”. Los seres humanos partimos de un goce pulsional autoerótico obtenido con partes del cuerpo —boca, ano, pene—, que luego “pasa por la renuncia al goce pulsional” para evitar ser castigado por el Otro y perder su amor, “y da como resultado la insatisfacción fundamental del deseo”.42 Para no perder el amor de ese Otro se acepta “renunciar a satisfacer las pulsiones”43 que predominan desde la primera infancia. “Pero, si es posible comer la mermelada sin que el Otro lo sepa, todo va bien. Hay gente que permanece toda la vida en este nivel: robar, etcétera, y… pas vu, pas pris (no visto, no capturado). Es una inmoralidad externa cuyo soporte es la policía, el tribunal, el orden público”.44

Sobre la clasificación del criminal

Hechas estas consideraciones, orientadas a la comprensión de la parte subjetiva que debería ser tenida en cuenta para una mejor comprensión del problema, diremos que “todo asesino es plausible de ser situado dentro de una clasificación que contemple su crimen y le otorgue una significación. En este sentido —y dentro de estas diversas estructuras clasificatorias—, el motivo, la clase y la causa se vuelven confusos, mostrando de este modo el fracaso de la captación del real involucrado”.45

También es un ejemplo de esto el caso de J. A., quien rompe, en gran medida, con el saber establecido a nivel forense; de ahí que se le nombre de diversas maneras, como si algo de él no pudiera ser bien dicho.

Ahí puede verse que son los discursos de cada época los encargados de generar “los nombres y las respectivas clasificaciones para los asesinos”46 y no tanto lo que estos padecen, para de este modo poder definir con rigor sus crímenes. Por esto, nunca queda claro, para el discurso jurídico, “a quién mata —o qué cosa— mata el asesino”.47

En el caso de J. A. se verifica, punto por punto, una afirmación de Jacques-Alain Miller, en el sentido de que los ordenamientos que generan las clasificaciones:

No se construyen solamente a nivel teórico sino que se refieren a una práctica efectiva, a una pragmática. Sin embargo, el artificialismo de las clases, el semblante de las clases —en tanto respuestas a un nominalismo—, implica, a su vez, la vía de acceso de individuos, que al mismo tiempo se apartan de ellas y las descompletan. El individuo siempre es la excepción de la clase y de la clasificación, nos conduce así a la noción de sujeto.48

Para la investigación psicoanalítica sobre el crimen, sea en su aspecto serial o demencial, los conceptos de “pulsión”, “goce” y “sujeto” son fundamentales.49 Nuestra preocupación en estos casos no es por el encasillamiento del criminal, siempre centrado en el comportamiento y con la finalidad de que se determine si es o no imputable, ni por caracterizarlo de acuerdo con la cantidad de víctimas, los periodos de tiempo en que lleva a cabo su ataque, si ataca a conocidos o a desconocidos, si hay brutalidad, humillación, demostraciones de domino, perversión en sus distintas versiones, las armas utilizadas, el modus operandi, si se acompaña o no de violación, desaparición o descuartizamiento, sino por “las razones subjetivas del crimen, que permitirían descubrir la verdadera lógica operante en todos ellos”.50

Un aspecto subjetivo invariable, y que vale para cada ser humano en su dimensión subjetiva, es el siguiente: que la meta interna de la pulsión humana es, “en todos los casos, la alteración del cuerpo sentida como satisfacción”.51 Lo que es variable y debe ser establecido, caso por caso, es el modo como cada quien busca que se produzca en él dicho cambio corporal llamado “satisfacción”, y el objeto externo elegido para la pulsión lograr su meta, cuestión en la que entran en juego variables relacionadas con la historia de cada quien, sus identificaciones y marcas de goce venidas del Otro.

Por esta razón, no diferenciamos a los asesinos de acuerdo con el modo “en que asesina[n], a quiénes y cómo culmina[n] su crimen”. Están “los asesinos en masa”, que llegan “a lugares públicos y comienzan a matar a varias personas, a veces se suicidan y generalmente no tienen planeado un escape”.52 Los asesinos múltiples, como J. A., es común que escapen después de haber aniquilado a la víctima. Regularmente, son identificados por alguna de las víctimas que pudo salvarse de la muerte y no se detienen hasta entregarse por voluntad propia, o hasta ser capturados y condenados a cadena perpetua o a muerte.

Por último, están los llamados spree killers, similares a los asesinos seriales, “pero con la diferencia de que matan súbitamente a muchas personas y en periodos de tiempo muy cortos; el serial, por el contrario, se toma su tiempo para cometer cada asesinato”.53 Ninguno de los dos suele tener ningún tipo de relación previa con la víctima; muchos de ellos han sido excombatientes en alguna guerra al servicio de una institución militar. Como si de algún modo revivieran, con su ataque, lo experimentado en otro momento.

Otro aspecto, anotado por Silvia Tendlarz y Carlos Dante García,54 que hace distinto al asesino en masa del serial, es que el goce que aquel alcanza con la violencia que ejerce no pasa por la sexualidad; de ahí que se infiera a menudo que probablemente padezca algún tipo de trastorno mental. Se distingue también del llamado —desde el discurso oficial— “terrorista” (una de sus características subjetivas es el enlace identificatorio con un amo absoluto que hace las veces de un yo ideal que exige la inmolación, para entrar a hacer parte de cierta grandiosidad). El asesino serial, como veremos en el caso de J. A., impresiona por su modo de proceder, pues generalmente sus crímenes están revestidos de un sadismo extremo, acompañado de la necesidad de tomar el control de la víctima.

Raramente, el asesino serial obtiene una ganancia material; el motivo siempre obedece más a una ganancia que se puede definir como un plus de satisfacción psíquica. “Las víctimas representan un valor para el asesino; esto se explica al descubrir que presentan un método específico para matar”.55 Por lo demás, contrario a lo que sucede con “los asesinos en masa, no planean entregarse ni realizar ataques suicidas”,56 pero dado que no se detienen, casi siempre avanzan hasta su aprehensión y severo castigo.

La cuestión del crimen es compleja, no se ha dicho al respecto la última palabra, pues tratándose de algo tan humano no existe una sola teoría que lo explique, sino abordajes diversos y argumentaciones concordantes y disímiles. Una hipótesis de partida, que se puede plantear, es que la proliferación del crimen, en sus distintas modalidades, es una de las formas como se manifiesta, en nuestro tiempo, la caída de la identificación simbólica al ideal; con ello, la caída del principio de autoridad que debilita la inclusión social y contribuye a la implantación de un yo ideal encarnado por un Uno supremo absoluto, tal como sucede en el caso del fundamentalismo.

Quien pretenda presentarse como un experto en asuntos forenses, referidos al crimen, tiene la responsabilidad ética y epistemológica de ponerse al tanto de los distintos debates sobre el crimen, el criminal y el castigo; de lo contrario, no podrá estar a la altura de su tarea. En la actualidad, es común encontrar que la manera de algunos “expertos forenses” de escapar al proceso de estar informados sobre los conflictos clínicos y teóricos, inherentes al problema del crimen, es convertirse en técnicos, orientados por la evaluación y por un resultado a obtener. Otro refugio que usan, para ponerse a salvo de la responsabilidad del acto, es el de la burocracia administrativa, en donde hay que preocuparse únicamente porque las cosas marchen sin ningún contratiempo y que sean rentables.

Composición del texto

En el capítulo 1 se hace un debate disciplinar sobre el crimen, la posición del criminal frente a este, al Otro de la ley y al castigo. Se hace también un análisis del modo como se posiciona el psicoanálisis respecto al crimen y el delito, y por qué no comparte la orientación hacia una biologización de las conductas criminales, ni se inscribe en concepciones genéticas, neuronales, en discursos morales, ni en explicaciones sociológicas y culturalistas. Se argumenta por qué la distancia que separa al criminal del que no lo es resulta menos amplia en el plano de la subjetividad de lo que se supone. Tanto para Sigmund Freud, como para Jacques Lacan, hay una intimidad del ser humano con el crimen; de ahí que ninguna ley pueda exigirle que mientras duerma no tenga sueños inmorales, o que al estar despierto no tenga fantasías criminales.

Los capítulos 2 y 3 están dedicados al análisis del expediente “Asesino múltiple de mujeres de Medellín”.57 En ambos capítulos se lleva a cabo un amplio análisis del caso desde la teoría y la clínica psicoanalítica, con el ánimo de hacer un aporte acerca del modo como puede articularse la posición del sujeto ante el acto criminal y la estructura clínica en juego, cuestión que no se inscribe en la psiquiatría, pues nos orientamos por una clasificación diferente a la que se sigue en los medios forenses (sin la más mínima interrogación, como si se tratara de un estándar incuestionable). La pregunta que nos guía en estos capítulos es: ¿qué sujeto es aquel que es acusado de acabar de manera sistemática, horrenda e inusual con al menos diecisiete mujeres en una comuna de Medellín, Colombia, entre los años ochenta y noventa del siglo pasado?

En ninguno de los exámenes de salud mental efectuados al sujeto por psiquiatría, antes de su acusación y posterior condena, se tuvo en cuenta la perspectiva psicoanalítica que aquí se propone; tampoco en los informes de psicología y menos en los conceptos clínicos o informes de evolución y tratamiento del sindicado. El motivo más profundo de la controversia suscitada en los medios forenses, y cuya lógica acá se reproduce, se debe a que se trata de un caso raro, es decir, de un “inclasificable” de la clínica que pone en cuestión las categorías existentes en los manuales diagnósticos, pues cabe en todas y a la vez en ninguna. Al parecer, se trata de un loco que a toda costa quisieron hacer ver como normal, igual que muchos otros en la historia de la criminología.

Nos ocupamos de argumentar por qué se trata de un caso raro, uno en el cual la frontera entre una estructura clínica y otra se torna muy difusa. A juicio de los psiquiatras, el comportamiento del sujeto, por aberrante que parezca, no lo pone del lado de la locura, pero tampoco se atreven a sostener que esté guiado plenamente por la conciencia y la razón moral, ya que le atribuyen un trastorno en el área de la sexualidad, cuestión que lo sitúa del lado del criminal en serie o, como dice en el título del expediente ya referido, como “asesino múltiple”.

Se evidencia, a lo largo del expediente a partir del cual se inspiró esta parte del texto, que los “expertos evaluadores” no se decidieron a reconocer que el nominalismo del que se valieron es apenas una construcción teórica. El diagnóstico es más un arte que una ciencia, y las categorías con las cuales se realiza son un artificio.58 Por científico que se asuma lo dicho sobre la vida psíquica de un sujeto, al no ser posible verificarlo en un laboratorio no será sino el efecto de un consenso entre pares.

Por esta razón, cuando un caso introduce un agujero en el saber, los evaluadores se quedan sin la argumentación suficiente para sostener un diagnóstico en donde las fronteras aparezcan claramente delimitadas. Huyen del impase que les plantea la insuficiencia del saber establecido, porque se han acostumbrado a confeccionar “un diagnóstico automático que refiere cada individuo a una clase patológica”.59

No había duda para los evaluadores que, un ser humano que se dedicase a matar atrozmente a mujeres trabajadoras de extracción humilde, sin intención de robarlas ni de violarlas y sin motivos de venganza, tiene que estar trastornado en algún sentido. Coinciden, desde la psiquiatría, en que sufre un trastorno de personalidad y que el área trastornada es la sexualidad, como si hubiera una sexualidad normal y otra patológica; de ahí que el trastorno de esta área no implica necesariamente trastorno mental, pues las otras áreas de la personalidad, por ejemplo la capacidad de autodeterminarse y, en general, el entendimiento, podrían estar funcionando bien.

El individuo puede continuar con el pleno dominio de sí, sabe lo que hace y cuáles son las consecuencias cuando ejecuta el acto criminal, pues solo parece tener dañadas sus facultades afectivas. Es de este modo como le son entregadas al juez de conocimiento las herramientas para imputar a un loco, a quien sus actos lo muestran objetivamente gobernado por un impulso de furor incontenible. Pinel lo describe de esta forma:

Esa manía sin delirio o es continua o se caracteriza por accesos o paroxismos periódicos, no se advierte ninguna alteración en las funciones del entendimiento, en la percepción, en el juicio, en la imaginación, en la memoria, pero sí cierta perversión en las funciones afectivas, inclusive impulsos a cometer actos de violencia o también un furor sanguinario, y esto sin que se pueda señalar ninguna idea dominante, ni ninguna ilusión de la imaginación que sea la causa determinante de estas funestas inclinaciones.60

El capítulo 4 muestra el abordaje analítico de los casos de tres personajes literarios:61 Raskólnikov, Edipo y Hamlet, más el del filósofo Louis Althusser. Los tres personajes literarios, y el sujeto de carne y hueso que es Althusser, se encuentran, por lo demás, en posiciones distintas frente al acto criminal; la historia de cada uno, las circunstancias en que se dan los crímenes y los desenlaces de la vida de cada quien, después del acto, nada tienen que ver entre sí. Estos crímenes no solo nos permiten profundizar acerca de la manera como procede el psicoanálisis frente al crimen y el criminal, sino también realizar algunas pinceladas, sobre todo a partir del caso de Edipo y de Raskólnikov, sobre la culpa y lo que es una víctima para el psicoanálisis.

En el capítulo 5 se toma la vertiente de la aniquilación del otro y de sí mismo, cuestión en la que nos sirve de orientación Montesquieu en su abordaje del crimen. Nos ocupamos de analizar en qué consiste la pasión por el mal; profundizamos aún más en cómo interviene la pulsión humana en el crimen y hacemos una revisión de los crímenes de los militares colombianos que fueron llamados “falsos positivos”, para establecer un contrapunto con los crímenes de niños efectuados por Gilles de Rais en la Edad Media. Con respecto a este mariscal, se pregunta Jacques-Alain Miller qué hubiese pasado si hubiera entrado en análisis. Y contesta que “quizás la respuesta posible, si aceptásemos a Gilles de Rais en un análisis, es que probablemente él pondría a su analista en una caja y lo tiraría al río, como hizo con su suegra”.62

En capítulo 6 se estudia el problema de la locura diferenciada de la psicosis, pues los criminales a los que se hace referencia a lo largo de la reflexión presentada en este libro han sido considerados portadores de algún tipo de locura antisocial o perversa. Se muestra en qué sentido, y por qué, existen muchas otras locuras fuera de la locura criminal, quizá menos letales para la vida en sociedad, pero no por ello menos importantes.

Otro aspecto abordado en el capítulo final es el relacionado con la locura de escribir. Para terminar, se hace un abordaje sobre el goce criminal, defendido, justificado y ofrecido por Sade, por medio de un contrapunto con la moralidad sostenida por Immanuel Kant. El goce criminal sadiano es el enarbolado por los criminales de los cuales nos ocupamos, y por muchos otros tomados como psicópatas seriales en la literatura existente sobre el crimen.

1 Theodor Reik, Psicoanálisis del crimen. El asesino desconocido (Buenos Aires: Ediciones Hormé, 1915), 123.

2 Ibid.

3 Franz Alexander y Hugo Staub, El delincuente y sus jueces desde el punto de vista psicoanalítico (Madrid: Biblioteca Nueva, 1961), s. p.

4 En las sociedades primitivas, el modo de vincularse entre quienes allí habitan no está regido y regulado por instituciones en donde la ley se defina a partir de un texto escrito, sino que todo lo que suceda estará guiado por tradiciones y creencias compartidas. Es en este sentido que puede decirse que no están dirigidas por un discurso, comandado por una legislación que descansa en cabeza de figuras jerárquicas que ejercen legalmente un poder.

5 Véase, por ejemplo, Rodrigo Dresdner, Psicópatas seriales, un recorrido por su oscura e inquietante naturaleza (Santiago: Lom Ediciones, 2016).

6 “Asesino múltiple de mujeres de Medellín” [expediente], t. 1, s. f.

7 Silvia Tendlarz y Carlos Dante García, ¿A quién mata el asesino? (Buenos Aires: Grama Editores, 2008), 119.

8 El uso en el conjunto del texto del término “goce” debe entenderse como una satisfacción que las personas llamadas normales no sienten como tal en la consciencia, pues se localiza más allá del placer, sentimiento que se define desde el psicoanálisis como un principio de unión, equilibrio y tranquilidad, que sirve de soporte a la orientación del yo racional hacia el bien de sí mismo y del otro. La satisfacción propia del placer mantiene al resguardo la integridad del individuo, quien no tiene inconveniente en aplazarlo si pone en riesgo la seguridad y la vida. En cambio, la satisfacción propia del goce es imperativa e inaplazable, y entre más riesgoso sea obtenerla más atractiva se vuelve, de ahí que sirva como soporte de la compulsión a repetir acciones que ponen en riesgo la vida del individuo o que minan el buen vivir. En el caso de los criminales seriales, no diremos que ellos experimentan placer al matar a sus víctimas, sino que más bien gozan, y este goce en ellos tiene la particularidad de ser una satisfacción que los empuja a no detenerse frente a la posibilidad de atacar repetidamente a quien se ha convertido en su víctima, por cumplir las condiciones que requiere para obtener satisfacción en su aniquilación, cuestión que es llevada hasta las últimas consecuencias.

9 Tendlarz y García, ¿A quién mata el asesino?, 126.

10 Miguel Ángel Linares, Mala gente. Las 100 peores personas de la historia (Madrid: Edaf, 2010), 23.

11 Ibid., 22.

12 Ibid., 24.

13 Ibid., 54.

14 Ibid., 55.

15 “Asesino”, 161.

16 Linares, Mala gente, 55.

17 “Asesino”, 161 y 157.

18 Dresdner, Psicópatas seriales, 73.

19 Ibid., 69.

20 Horacio Vommaro, “La psicopatía. Una perspectiva”, en Psiquiatría y psicoanálisis 2. Perversos, psicópatas, antisociales, caracterópatas, canallas, Jacques-Alain Miller et al. (Buenos Aires: Departamento de Estudios sobre Psiquiatría y Psicoanálisis (CICBA), Grama Ediciones, 2008), 60.

21 Citado en ibid., 61.

22 Citado en ibid.

23 Citado en ibid.

24 Citado en ibid.

25 Ibid., 62.

26 Ibid., 61-62.

27 Ibid., 62.

28 Ibid.

29 Ibid.

30 Ibid.

31 Jacques-Alain Miller, Conferencias porteñas, t. 2 (Buenos Aires: Paidós, 2009), 63.

32 Ibid.

33 Mientras el placer es del yo racional, el goce es pulsional, y por este motivo es compulsivo.

34 Miller, Conferencias porteñas, 64.

35 Ibid., 70.

36 Ibid., 63.

37 Ibid., 64.

38 Ibid., 65.

39 Dresdner, Psicópatas seriales, 177.

40 Ibid., 178.

41 Ibid., 183.

42 Miller, Conferencias porteñas, 66.

43 Ibid.

44 Ibid.

45 Tendlarz y García, ¿A quién mata el asesino?, 112.

46 Ibid.

47 Ibid., 105.

48 Miller, citado en Tendlarz y García, ¿A quién mata el asesino?, 112.

49 La pulsión es un concepto opuesto al de instinto, ya que este define en el individuo biológico sus necesidades, cuenta con un objeto específico para satisfacerse y se inscribe en una programación orientada hacia la adaptación por parte del organismo. La pulsión, contario al instinto, no se define a partir del individuo sino del sujeto, del lenguaje y la palabra, se opone a la adaptación y no cuenta con un objeto específico para satisfacerse, sino que cualquier objeto externo, si tiene o no vida, le puede servir. La pulsión se define por ser insaciable, por estar siempre empujando para ser satisfecha, sin importar los medios ni las maneras. La pulsión se resiste a ser domesticada por el Otro de la ley, aunque bajo ciertas condiciones puede sublimarse y regularse. Individuo e instinto están en una relación de correspondencia. Por su parte, pulsión y sujeto entran en una relación compleja. El sujeto es siempre responsable de sus pulsiones sexuales y agresivas, las cuales lo incitan hacia la satisfacción en la transgresión de la ley. Esto significa que la pulsión está hecha para poner al sujeto en conflicto con la ley y con sus semejantes. A la pulsión no le interesan los deberes, la moralidad ni el respeto y la convivencia en paz, pues lo más atractivo para ella es el goce de acabar con el otro como individuo, e incluso, después de darle muerte, tal como lo indican los criminales seriales, seguir con su cadáver. “El criminal radical quiere alcanzar no solo al otro en el nivel de la vida del cuerpo individual, sino también en la materia que subsiste después del primer crimen”. Jacques-Alain Miller, La experiencia de lo real en la cura psicoanalítica (Buenos Aires: Paidós, 2003), 305.

50 Ibid., 113.

51 Miller, Conferencias porteñas, 63.

52 Tendlarz y García, ¿A quién mata el asesino?, 113.

53 Ibid.

54 Ibid.

55 Ibid., 115.

56 Ibid.

57 El expediente es una fotocopia que consta de dos tomos que suman 839 páginas. Se trata de un documento público en donde queda constancia del proceso llevado a cabo con el acusado, y que sirve como fuente primaria para el análisis que aquí se presenta.

58 Véase Nieves Soria, Ni neurosis ni psicosis (Buenos Aires: Del Bucle, 2015).

59 Ibid., 23.

60 Pinel, citado en Soria, Ni neurosis ni psicosis, 123.

61 Un personaje literario es un ser cuya subjetividad es construida por el poeta. El sujeto no está en ninguna parte, siempre se construye y constituye; de ahí que la pregunta clínica del psicoanálisis es de qué sujeto se trata en cada caso, qué sujeto es el que se pone en juego. El sujeto siempre es un enigma.

62 Jacques-Alain Miller, “Fundamentos de la perversión”, en Psiquiatría y psicoanálisis 2. Perversos, psicópatas, antisociales, caracterópatas, canallas, Jacques-Alain Miller et al. (Buenos Aires: Departamento de Estudios sobre Psiquiatría y Psicoanálisis (CICBA), Grama Ediciones, 2008), 14.

Crimen, locura y subjetividad

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