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1 Del crimen y el delincuente:

un debate disciplinar

El crimen es un acto que sacude y conmueve. Puede ser premeditado por un cálculo racional o por un cálculo delirante; en esta última circunstancia, el sujeto, a pesar de “percibir” que fue el autor del crimen, no “reconoce” en qué le concierne eso que llevó a cabo —por excesivo que pueda haber sido—, o sea que no simboliza lo que hace. Esta manera de obrar implica que el autor del hecho a veces se conduzca como si nada hubiera pasado, como si fuera inocente o como si el castigo, por severo que sea, no lo conmoviera; cuestión que suele ser asumida como una frialdad propia de un criminal sin entrañas.

El crimen también puede llevarse a cabo sin saberlo, como en el caso de Edipo, lo que no lo exonera de responsabilidad subjetiva, pues ciega sus ojos y huye de su patria. El oráculo se ha cumplido. Y a pesar de que no se lo propuso se siente culpable.

La palabra “criminal” es solidaria del delito; su existencia depende de un orden legal legítimamente constituido, pues desde este se sancionan como ilícitos comportamientos humanos previamente prohibidos. Se considera “delito” una acción en la que deben cumplirse al menos tres condiciones: que sea externa a la legalidad, que lesione el bien jurídico de un tercero y se reconozca como culpable a un ser de carne y hueso.

La legalidad que precede al delito tiene, para el legislador, la función de definir unos límites, en los cuales se ha de encuadrar su acción punitiva sobre el transgresor de la ley. Estos límites son simbólicos y la tarea del legislador es evitar que se produzcan excesos y velar por el cumplimiento del debido proceso cuando se aplica la ley al supuesto transgresor. Esto quiere decir que el discurso jurídico tiene prevista la sanción del exceso o, como se dice, del ensañamiento, pero lo que no tiene en cuenta, y por eso el psicoanálisis puede venir en su auxilio, es el análisis de la relación del sujeto del inconsciente con dicho exceso al que denominamos “goce”.

El estudio de los delitos y las penas es objeto del pensamiento criminológico; en dicho estudio predomina la dimensión jurídica sobre la médica y la psicológica. No se debe, sin embargo, dejar de reconocer que muchos de los criminólogos inscritos en el llamado “positivismo criminológico” “tenían una formación médica”. César Lombroso, por ejemplo, pretendió trasladar “al estudio del crimen la máxima médica de que no hay enfermedad sino enfermos”.1

De la máxima referida se desprende lo siguiente: no habría que juzgar los delitos, como sucedía en el Antiguo Régimen, donde el cuerpo era colocado en el centro del escenario del castigo, sino a los delincuentes. Estos seres no harían parte de la normalidad, sino que serían enfermos que deberían curarse, o eliminarse, por ser enemigos del orden establecido. Un condenado a muerte sería aquel que hay que borrar de la faz de la tierra, porque su acto representaría una maldad suprema conceptuada como incurable.

En la actualidad, hay representantes de distintas disciplinas del hombre que se ocupan de cuestiones relacionadas con el crimen. Están los denominados “expertos en psicología forense”, que suelen referirse al tema como si fueran abogados, y dejan de lado su responsabilidad disciplinar; los neuropsicólogos, que lo hacen como si fueran neurólogos; los psicólogos cognitivo-conductuales y los psiquiatras de esta misma orientación, que se presentan como peritos expertos que estarían en condiciones de resolver “lo que se quitaba de las manos del jurista o experto del jurado”.2

El psicoanálisis, por su parte, se ha posicionado, frente al crimen y el delito, desde un lugar opuesto a la biologización de las conductas criminales, a las concepciones genéticas y neuronales, a los discursos morales, a las explicaciones sociológicas y culturalistas. Desde el punto de vista de la subjetividad, la distancia que separa al criminal del que no lo es, es menos grande de lo que se supone.

Mientras el lenguaje de la psicología de nuestro tiempo se encuentra atravesado por el discurso epidemiológico, el lenguaje psicoanalítico se distancia de este, pues el énfasis de aquel recae en una medicina preventiva más que curativa. Mientras la medicina, las neurociencias, la psiquiatría y la psicología tienen en común que, en sus diagnósticos, evaluaciones e intervenciones, se instalan en el paradigma aristotélico del cuerpo y el alma como una unidad, el psicoanálisis prefiere el modelo cartesiano, que diferencia rotundamente estos dos registros. Para el psicoanálisis, cuerpo y alma están separados, y cuando entran en relación ello no sucede porque forman una unidad, sino gracias a la mediación del inconsciente, que por estar estructurado como un lenguaje tiene una composición simbólica y no biológica.

Cuando el autor de este texto empezó la investigación para la tesis doctoral sobre el sujeto criminal,3 surgió la duda de cuál sería el modelo metodológico más apropiado; de inmediato se descartó la inspiración médica, pues en la medida en que en esta técnica se privilegia al individuo como un conjunto de órganos con funciones específicas, y se pone el énfasis en el plano epidemiológico, la noción de “instinto” pasa a ser la que más proximidad guarda con la cuestión del crimen.

El modelo conductista y el cognitivo son tan lejanos como el modelo médico a los propósitos del psicoanálisis, pues aparte de aquellos mantener la orientación explicativa del crimen, en la perspectiva de una causalidad externa al sujeto, evalúan, miden y clasifican las conductas, para excluir la pregunta por los factores inconscientes que intervienen en el acto criminal. Estos factores son los que definen el sentido del crimen y se diferencian del “descubrimiento, la interpretación y el uso de los indicios, para el esclarecimiento del crimen”.4

El denominado “culturalismo empírico” se inscribe en la tradición funcionalista y explica el crimen de acuerdo con su definición de “cultura”. Ella es, para el funcionalismo —Edwin Sutherland, Albert Cohen—, un “conjunto de costumbres, códigos morales y jurídicos de conducta, creencias, prejuicios, etc., que las personas de una comunidad comparten y aprenden en la participación social”.5 En este sentido, el crimen se inscribiría en lo que definen como una “subcultura”, la cual se configura “no tanto como oposición a unos valores sino como adecuación a otros diferentes”.6 Entonces, dentro de “la subcultura criminal, las conductas desvaloradas por la cultura jurídica y moral son legítimas”.7

El modelo metodológico referido, si bien tiene en cuenta el aspecto social del crimen, en su concepción del sujeto, insiste en la escisión entre el mundo de la razón y el universo mental. La defensa de esta escisión hace que no resulte útil para una investigación que cuente con el sujeto del inconsciente. El abordaje de un fenómeno social o clínico, que se base en la idea de que “mental” es sinónimo de que algo no marcha en el campo de la razón, entra en oposición con el psicoanálisis, pues con el término “mental” no hace referencia a lo psíquico, sino a los órganos de los sentidos, que se ponen al servicio de la adaptación al medio ambiente y que comparten el organismo humano con el organismo animal.8

El modelo del discurso penal también fue descartado como vía metodológica, pues la pregunta que se formuló en ese momento no era por el crimen como objeto penal, ni por el criminal en su sentido jurídico, sino por la relación del sujeto con el crimen como objeto social. En esta perspectiva, se valora la función del inconsciente en las conductas y se tiene en cuenta la causalidad externa al sujeto, pero esta última no es tomada como argumento explicativo.

Ante el crimen, un psicoanalista no se pregunta cómo acceder a la “verdad del crimen”, en el sentido de localizar los hechos reales, sino por la “verdad del criminal”, que no se refiere a los hechos verificables objetivamente sino a las causas subjetivas de su transgresión. En la elaboración de su informe pericial no cuentan las impresiones digitales, un pelo, un trozo de papel, el registro de una cámara, “la ceniza de un cigarrillo tirada inadvertidamente”.9 Estas pistas inanimadas son útiles a los expertos en criminalística, encargados de recoger, en la escena del crimen, los elementos objetivos que sirven como indicios para acceder, mediante deducción, a su esclarecimiento. A nivel criminalístico se les concede un gran valor probatorio de la verdad. La reunión de estos rastros, o alguno en particular que haga de prueba reina, constituyen el fundamento que permite definir la culpabilidad o la inocencia del acusado.

Dado que, desde el psicoanálisis, tenemos en cuenta que el sujeto del acto es gobernado por fuerzas psíquicas que se localizan más allá de la influencia malsana del aspecto social y familiar, y que nada tiene que ver lo orgánico degenerado, los analistas nos preocupamos más por los indicios subjetivos que por las señales materiales recogidas en la escena del crimen. Lo psíquico no lo asociamos con trastorno o desorden, sino con el inconsciente sexual y agresivo, el deseo insatisfecho, los conflictos éticos, las pasiones, la pulsión representada por el superyó cruel, los desgarramientos de la culpa y el malestar supuesto en el orden simbólico. Esta dinámica psíquica funda y conforma una subjetividad existencial, que en lugar de ser medida, evaluada y medicada más bien se interroga, dándole la palabra al ser que habla.

Desde la perspectiva del psicoanálisis, el “hombre delincuente” no remite a una “personalidad criminal”, ni es alguien a quien se le deba evaluar un posible déficit, ni medir su grado de responsabilidad en la falta cometida. El delincuente tampoco es una máquina que puso su capacidad de razonar al servicio del mal, pues si bien en cada delincuente encontramos un sujeto que calcula y sigue una lógica en sus actos, nada en ese cálculo es mecánico ni químico. El cálculo, la razón, el déficit posible y la lógica del sujeto delincuente dependen de operaciones simbólicas, de las cuales no siempre es consciente.

El instrumento que se prefiere en el psicoanálisis, para tratar en el ámbito práctico con el sujeto criminal, no es el microscopio, ni los test de inteligencia, el interrogatorio, las pruebas de personalidad o el polígrafo, sino la “palabra”. Sabemos que la dialéctica en la que nos sumerge la palabra del sujeto no nos conduce hacia una causa unitaria, ni a un saber exacto, como el que se pregona con el gen o se persigue con el test, pero sí nos orienta hacia un saber que, por no ser preconcebido, sino construido a partir de la palabra del sujeto, cuenta con la verdad referida a sus modos de satisfacción pulsional. Esta verdad no es “exacta”, en el sentido de la objetividad positivista que para el discurso jurídico es tan importante; pero allí donde logra ser reconstruida, sin duda, nombra con rigor, no el esclarecimiento del crimen, sino el fundamento subjetivo del malestar existencial de un hombre y los motivos de su acto criminal.

Para un psicoanalista es más importante la palabra del criminal que los hechos, así esté demostrada la falta de sinceridad del delincuente, pues su orientación es hacia procesos psíquicos que permiten definir la relación del sujeto con el acto criminal, y no hacia la realidad de lo que sucedió. En lugar del psicoanalista hacer hablar el objeto inanimado, como sí lo lleva a cabo el criminalista, hace hablar al sujeto del acto animado por su goce, y en este sentido no lo asume como alguien conocido, como lo suele tomar un experto, sino como un enigma y con la intención de establecer “a quién ha matado realmente” el asesino.

Nos importa saber quién era el criminal antes del crimen, quién es en el momento de cometerlo y en qué se ha convertido después. Este movimiento, constituido por esos tres “momentos lógicos”, es el que proponemos seguir clínicamente cuando se entrevista a un sujeto acusado de un crimen y del que se sospecha que algún trastorno lo condujo a la violencia contra el semejante. Se ha constatado, en la clínica, que en esos tres momentos lógicos se asiste a tres posiciones subjetivas distintas, que requieren ser analizadas, cuestión que los jueces no están en condiciones de establecer a partir de su conocimiento del derecho, menos del sentido común que suele guiarlos en sus interrogatorios, de la apariencia del acusado o de la influencia transferencial favorable o desfavorable que este ejerza sobre el juez.

“Como prueba, como evidencia, a favor o en contra de la culpabilidad, la psicología es inútil. Vemos diariamente cómo se abusa de ella en los tribunales”.10 No existe método “psicológico seguro para descubrir el autor de un crimen”,11 pues no es del establecimiento de la culpabilidad o de la inocencia de lo que en rigor se ocupa la psicología, y menos el psicoanálisis. El campo de aplicación del psicoanálisis no es el de un mundo tangible y observable en un laboratorio, pues la investigación que adelanta no es sobre la realidad material, sino psíquica.

Una reacción psíquica no es prueba de ningún hecho material; así, por ejemplo, se puede observar objetivamente la reacción emotiva de un sujeto porque ha cometido un crimen, pero también esta misma reacción se podría producir en un sujeto obsesivo que apenas “ha deseado cometerlo”. Desde el punto de vista de la realidad psíquica, desear cometer un crimen puede ser tan grave como haberlo cometido. No ha de pretender un lugar la prueba psicológica “en el establecimiento de las pruebas”.12 El psicoanálisis no se ocupa clínicamente del crimen como tal, ni del descubrimiento del autor de los hechos, sino de explicar por qué no hay ser humano que no haya deseado cometerlo en algún momento de su vida, y en caso de pasar del deseo al acto, se pregunta si le ha producido o no alguna satisfacción, cuestión que sirve de orientación para responder a la pregunta de dónde aparece colocado el sujeto con respecto a su acto; aspecto que ha de aportar los elementos básicos para la realización de un informe pericial a partir de lo que dicho sujeto nos enseña sobre él.

Proximidad y diferencia del psicoanálisis con la sociología en el análisis del crimen

Desde el registro sociológico asistimos a una mirada del delincuente y el delito que se distancia de la mirada médica, psiquiátrica y psicológica. Para la sociología, el delito no es considerado un hecho anormal, sino un hecho social normal, mientras que el delincuente no sea concebido como un enfermo mental. Aquí “normal” quiere decir que el crimen se presenta en todo tipo de sociedad, desde las culturas primitivas hasta nuestros días. Pero su investigación sí “pertenece a un periodo posterior a la cultura primitiva, cuando la creencia en los tabúes se había debilitado y comenzaba con el castigo del culpable”.13

El punto de vista del psicoanálisis frente al crimen se aproxima al de la sociología, en que no asocia crimen con enfermedad mental; sin embargo, en la explicación acerca del modo como se involucra el sujeto en el crimen no se conforma con invocar las causas sociales, sino que también tiene en cuenta la subjetividad. El psicoanálisis se acoge a la idea sociológica de que no existe una sola sociedad “en la que no haya criminalidad”.14 Pero agrega que no hay ser humano que no sea capaz, “en ciertas condiciones, de cometer una infracción al derecho”.15

Pasar por la vida sin transgredir la ley no es algo sencillo para ningún ser humano. La posición de respeto a la ley es una conquista que se relaciona con una ética ciudadana, y no con un instinto de adaptación a lo social, que es común encontrar en los organismos vivos, pero complicado de lograr en los sujetos de lenguaje. Ningún ser de lenguaje se acoge gustoso a la ley, cuya función es prohibir; por eso, hay que educarlo con esfuerzo para que renuncie a la parte de sí que lo empuja a la transgresión y al daño. En lo más íntimo de cada ser humano se alberga una voluntad transgresora de la ley, voluntad a la que desde el psicoanálisis se llama “pulsión”. Esta voluntad es silenciosa, y respecto a la misma, cada ciudadano tiene gran responsabilidad, debido a la crueldad que involucra.

Así como para la sociología no hay nada más normal que el crimen, para el psicoanálisis no hay nada “más humano que el crimen”. Esto quiere decir que mientras existan seres humanos y organización social el crimen nunca desaparecerá de la faz de la tierra. No es gratuito que en el origen mítico de la sociedad se establezca la prohibición de tres delitos —el homicidio, el incesto y el canibalismo—, de los cuales únicamente el último parece más o menos superado socialmente.

Intimidad humana del crimen

En un texto titulado “La responsabilidad moral por el contenido de los sueños”,16 Sigmund Freud da cuenta de que es tan íntimo el crimen para cada ser humano que ninguna ley puede exigir que, al estar dormido, no tenga sueños inmorales, o que, al estar despierto, no tenga fantasías criminales. Un psicoanalista, en la clínica de todos los días, se encuentra con personas que, pese a comportarse en la vida como seres pacifistas, que hacen prevalecer los intereses ciudadanos sobre los propios, a menudo tienen sueños nada morales.

Los “sueños inmorales” son aquellos cuyos “contenidos son de egoísmo, de sadismo, de crueldad, de perversión, de incesto”.17 Freud dice, en el texto citado, que incluso un juez tiene derecho a tener sueños inmorales y nadie lo puede castigar por eso, aunque sin duda él mismo se lo puede reprochar internamente y juzgarse indigno de su profesión. De igual modo, puede suceder, por ejemplo, con un defensor de derechos humanos o con un procurador de la república, que son personajes de los que se puede esperar pulcritud del lado del yo racional, pero no así del lado de su inconsciente sexual y agresivo.

Jacques-Alain Miller nos recuerda que “Freud se pregunta sobre la implicación del sujeto en el contenido del sueño: ¿el sujeto debe sentirse responsable? En el sueño ocurre que uno es un asesino, mata, viola, hace cosas que en el mundo de la realidad merecerían castigos severos previstos por la ley”.18

El sueño tiene dos contenidos, uno manifiesto y otro oculto. El primero puede ser color de rosa; pero el segundo, la mayoría de las veces, está hecho de la realización de deseos que un ciudadano que se considere a sí mismo inscrito en la razón moral no aceptaría.

Para el psicoanálisis, lo amoral hace parte tanto de mentes enfermas y de criminales desalmados como de los hombres moralmente “buenos” e incapaces de cometer crimen alguno. La diferencia entre un criminal y un ser que no lo es radica en que mientras el primero ha fracasado en la civilización de sus pulsiones agresivas y sexuales, el segundo ha logrado abstenerse de actos inmorales, mediante la construcción de una ética que implica detenerse antes del acto transgresor, e inscribirse en principios opuestos al daño al semejante o a la corrupción facilitada por un poder atribuido.

Si un crimen monstruoso-excesivo escandaliza y suele pedirse para el victimario un castigo severo —pena de muerte o cadena perpetua—, es porque se ve allí reflejada una parte obscena de nosotros mismos, que estimamos ajena y preferimos localizar afuera, en un Otro socialmente considerado malo, monstruoso, desadaptado y peligroso para la vida en sociedad. Cada quien prefiere lejos de sí la maldad, puesta en otros seres considerados canallas, a no ser que llegue a cierto margen de honestidad perversa y declare: “Yo soy un bandido y es así como viviré y moriré”. La honestidad de Jhon Jairo Velásquez Vásquez (alias Popeye), el conocido sicario del fallecido narcotraficante colombiano Pablo Escobar, consiste en decir: “Soy un bandido y ahora que salgo de la cárcel estoy preparado mejor que nadie para la guerra o para la paz”. La deshonestidad del político criminal y corrupto consiste en decir que se ha sacrificado por los demás y que lo malo que se dice de él son calumnias de la oposición o un complot de sus enemigos políticos.

El lado horrible, reprochable, es lo que el psicoanálisis, gracias al descubrimiento del inconsciente y la “pulsión de muerte”,19 “le ha agregado a la idea de nuestro ser”.20 Cada quien tiene la responsabilidad social de hacerse cargo de esa parte inmoral que lo constituye como un ser reacio al vínculo civilizado, parte que, de distintas maneras, aflora en la conciencia de cada uno, y de la que socialmente sus máximos representantes son los criminales fríos, monstruosos e inconmovibles frente al dolor ajeno. Estas mismas tendencias también las encontramos, por ejemplo, en los nominados “delincuentes de cuello blanco” y en aquellos que en nombre del bien y de la moralidad, o de algún ideal supremo, han cometido crímenes atroces.

“Freud considera que toda conciencia moral y la elaboración teórica y práctica del discurso del derecho son reacciones al mal que cada [uno de nosotros percibe en lo más profundo de su ser]”.21 El derecho es una respuesta destinada a limitar el mal que hay en cada ser social. El mal se regula en lo subjetivo mediante la adquisición cultural de sentimientos de piedad, altruismo, compasión, vergüenza; y en lo social, gracias a la prohibición y el respeto a la ley. Estos sentimientos faltan en aquellos seres que no se conforman con ser monstruos tímidos, pues asumen abierta y descaradamente el deseo de hacer el mal. El delincuente absoluto o el criminal radical es aquel que se orienta en la vida regido por un empuje hacia el mal, a tal punto que insiste hasta ser detenido por la fuerza o por el límite de la muerte.

De acuerdo con el razonamiento realizado hasta aquí, es crucial para una sociedad ocuparse de trabajar en la construcción de una ética ciudadana como prevención del crimen. En las universidades del país, con el auge de la tecnología, se forman profesionales técnicamente muy competentes para responder a las exigencias de la producción capitalista, pero ser un profesional calificado no garantiza ser un ciudadano con capacidad de cultivar una ética de la vida que tenga como principio evitar transgredir la ley, así exista la oportunidad de hacerlo, o nunca ponerle precio a la vida de un semejante, por muy útil que resulte. Se le pone precio a la vida cuando una sociedad necesita la eliminación de cierta cantidad de seres humanos. En los casos en que esto sucede, se “sale del dominio del derecho y se entra en el de la política”.22

El acto de Harry Truman de “tirar la bomba atómica sobre Hiroshima”23 fue criminal y, en sí mismo, absolutamente demencial. Pero, como lo indica Jacques-Alain Miller, son actos que el derecho no juzga, actos que no entran bajo la pregunta que se hacen los criminólogos de hoy sobre quién puede ser ese sujeto que decide acabar con tanta gente de un solo golpe. Tampoco nadie se pregunta cuál era la personalidad de Truman; a nadie se le ocurre clasificarlo como portador de un “trastorno de personalidad” o de un trastorno mental transitorio o permanente, como se hace, por ejemplo, con Hitler. Truman hizo lo que hizo a pesar de que se le aconsejó no hacerlo, y lo hizo contra la población civil indefensa.

El día oscuro en el que se lanzó la bomba atómica quedó como un hecho histórico que hizo parte de la guerra. Nadie, dice Miller, lamenta lo sucedido, porque en ese momento era preferible que fueran muertos los japoneses a que continuaran resistiendo el ataque de los americanos y emplearan, contra estos, bombarderos suicidas. Este hecho ilustra algo que en la contemporaneidad se encuentra instalado y legitimado: que el crimen ha entrado a hacer parte de un “cálculo utilitarista”. No se encuentra, en dicho cálculo, “el goce de la sangre humana, sino más bien cierta frialdad”.24 “Ahora se hace todo en nombre de lo útil, eso limpia el ‘matar’ de toda crueldad, allí donde antes había un gozar del castigo”.25

Es responsabilidad de un psicólogo forense, esté o no orientado por el psicoanálisis, encontrarse en condiciones de abordar y profundizar los debates aludidos en este texto; deberá contar con ellos en su práctica forense, pues, de lo contrario, no pasará de ser un auxiliar del juez. Para el psicoanálisis es crucial establecer en qué consiste la compleja relación del sujeto criminal con su crimen, tomado este como objeto social y no como objeto médico y jurídico. Esta relación se inscribe en el saber inconsciente, saber que es producido sin darse cuenta por el sujeto cuando habla bajo transferencia, y que ha de ser captado por la escucha del psicoanalista en su experiencia; de ahí que se trate de un saber “constituido por el conjunto de los efectos de sentido”.26 La existencia del sujeto, pensado de este modo, no depende de una realidad que traiga los ecos de una ascendencia neurológica o biológica inherente a los genes, sino de una realidad simbólica inseparable del lenguaje. La realidad del saber, propio de la subjetividad, es de sentido, y se inscribe en un sistema de regulaciones simbólicas que rigen el funcionamiento humano. El sujeto no es una sustancia, y es por esto por lo que no puede contarse a sí mismo sino en el inconsciente, que es donde finalmente se constituye y habla.

Como no hay crimen que no sea producido por la lógica de los vínculos entre humanos, su naturaleza tiene que ser social. Y como no hay sujeto que entre en el vínculo social gracias a un instinto gregario, sino a la admisión de la ley en su inconsciente, interrogarlo, por un lado, desde la particularidad que supone su relación con dicho inconsciente y, por otro, en su relación con el crimen, no resulta en absoluto contradictorio. La fijación de estas premisas de análisis define el campo desde el cual un psicoanalista emprende el diálogo con el discurso penal respecto al crimen.

El crimen tomado como objeto social no tiene, por condición estructural, la formación de una personalidad criminal, sino la inscripción de la ley en el inconsciente. Esta inscripción es la que nos hace ingresar como sujetos en los dominios del Otro simbólico.27 Un crimen, independiente de su condición objetiva, de los excesos que implique, las particularidades que lo definan y las circunstancias que lo promuevan, es un hecho social que involucra a un sujeto y simboliza algo que contiene su realidad concreta.

Mantener al sujeto transgresor ligado a su realidad psíquica y social implica tratarlo como un ser influido por sus pasiones; por tal motivo, el psicoanálisis extiende la responsabilidad hasta el campo de la sinrazón, así el discurso médico-legal argumente su eliminación en dicho campo.

Concluiremos este capítulo diciendo que la realidad del crimen no es psíquica ni biológica, sino social; pero como el crimen lo comete un humano, un ser trabajado por su realidad psíquica y social, se vuelve necesario articular esas dos realidades, y tomar el crimen como un medio para arrojar luces sobre la implicación del sujeto que entra en juego. Otro elemento conclusivo tiene que ver con el hecho de que, si en todo ser humano existen, en su inconsciente, tendencias perversas prohibidas, verificarlas en alguien no es garantía de que pueda llegar a ser un criminal, pues lo que dichas tendencias ponen a prueba son los recursos simbólicos con los cuales cuenta un sujeto para defenderse de lo criminal que hay en él. Estas precisiones adquieren un valor metodológico importante, porque definen los límites y las posibilidades en la orientación del debate con el discurso penal y con los saberes que vienen en su auxilio, debate para el que nos serviremos en los dos capítulos siguientes de un ejemplo concreto.

1 Citado en Gabriel Ignacio Anitua, Historia de los pensamientos criminológicos (Buenos Aires: Editores del Puerto, 2005), 230.

2 Ibid.

3 Publicada como libro: El sujeto criminal (Medellín: Editorial Universidad de Antioquia, 2007).

4 Theodor Reik, Psicoanálisis del crimen. El asesino desconocido (Buenos Aires: Ediciones Hormé, 1915), 15.

5 Anitua, Historia de los pensamientos criminológicos, 306.

6 Ibid., 305.

7 Ibid.

8 Una explicación de la diferencia entre lo psíquico y lo mental se encuentra en Héctor Gallo, Psicoanálisis e intervención psicosocial (Medellín: Editorial Universidad de Antioquia, 2017).

9 Reik, Psicoanálisis del crimen, 15.

10 Ibid., 67.

11 Ibid., 68.

12 Ibid., 77.

13 Ibid., 122.

14 Anitua, Historia de los pensamientos criminológicos, 269.

15 Silvia Tendlarz y Carlos Dante García, ¿A quién mata el asesino? (Buenos Aires: Grama Editores, 2008), 8.

16 Sigmund Freud, “La responsabilidad moral por el contenido de los sueños”, en Obras completas, t. 8 (Madrid: Biblioteca Nueva, 1972).

17 Jacques-Alain Miller, Conferencias porteñas, t. 3 (Buenos Aires: Paidós, 2010), 79.

18 Ibid.

19 “Pulsión de muerte” es el nombre que Freud le da a su descubrimiento de un insistente empuje irracional e ilógico a romper el equilibrio y la regulación que se pretende mantener desde el “principio del bien”; empuje orientado, básicamente, hacia la aniquilación de sí mismo, al seguir diversas estrategias, entre ellas la violencia contra el semejante, como sucede en los criminales seriales.

20 Miller, Conferencias porteñas, 79.

21 Ibid.

22 Ibid., 82.

23 Ibid., 81.

24 Ibid., 82.

25 Ibid.

26 Jacques-Alain Miller, La experiencia de lo real en la cura psicoanalítica (Buenos Aires: Paidós, 2003), 15.

27 Lugar desde el cual emana una orden, una regulación, una mediación de la que se espera logren servirse los sujetos en tanto seres hablantes.

Crimen, locura y subjetividad

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