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Pensar y sentir la luna


He visto una cosa blanca en el cielo. Me dicen que es la luna, pero qué puedo hacer con una palabra y con una mitología.

Jorge Luis Borges

La Luna es, a veces, un refulgente disco de plata o de marfil, y, otras veces, una galleta mordida. Voluble y cambiante, dicen que dijo William Shakespeare. Es un mito persistente en el imaginario de todas las culturas y es inspiración definitiva de boleristas enamorados, poetas y locos, que de ellos todos tenemos algo.

Su rostro oculto es una metáfora de lo que tuvimos que develar para conquistarla y hacerla nuestra. La Luna ha sido decisiva en la construcción de la física, y a su vez las leyes de la física nos permiten indagar acerca de su verdadero rostro.

Pensar en la Luna, saber dónde está en cada instante del tiempo, saber su velocidad, cuál es su trayectoria, su tamaño, su masa, su historia, su superficie y su influencia sobre nuestro planeta fue absolutamente necesario para la conquista real que significó sentirla y poner los pies en ella, con toda la carga simbólica que esta posesión representa.

El medio siglo de la llegada del hombre a la Luna nos permite vislumbrar la feroz competencia por el conocimiento científico, la veloz carrera por el dominio tecnológico necesario para la delicada misión y el fantasma de la motivación bélica —de cohetes y tecnología nuclear—, en un contexto de oposición de dos sistemas políticos irreconciliables. Hablamos de una época turbulenta, llena de temores y paranoias, por el riesgo de que la guerra dejara de ser fría y estallara de nuevo una confrontación mundial.

How high the moon.

Nancy Hamilton

Todo comienza cuando la humanidad aprendió a calcular cuán alta está la Luna, conoció la distancia que nos separa de ella y así empezó a despojarla de su contenido místico. El cómputo se hizo posible gracias a una afortunada coincidencia: el Sol y la Luna ocupan un área similar en el cielo, es decir, vistos desde la Tierra, el ángulo que ellos forman es el mismo. Por eso durante los eclipses totales de Sol no falta Luna ni sobra Sol.

La Luna es pequeña y está cerca de nosotros, mientras que el Sol es grande y está lejos. Esto resulta una coincidencia afortunada, porque la duración total de los eclipses y el tamaño de la Tierra permiten (geometría mediante) determinar que la Luna se encuentra a unas 70 veces el radio de la Tierra, es decir, a una distancia aproximada de 390.000 kilómetros.

Tal cálculo lo hicieron los griegos un siglo y medio antes de nuestra era. Con ese valor y el ángulo que la Luna forma, podemos precisar su tamaño, que resulta ser de unos 1740 kilómetros de radio, es decir, aproximadamente la tercera parte del radio de la Tierra. Una vez conocida la distancia entre la Tierra y la Luna, determinados momentos de sus fases permiten medir la distancia entre la Tierra y el Sol. La Luna nos habla del sistema solar.

La Luna que no cae y la manzana que cae.

Ernesto Sábato

De la mano de Isaac Newton la Luna fue nuevamente protagonista: ella le señaló al científico que estaba en lo correcto al suponer que la gravedad disminuye con el cuadrado de la distancia. Si conocemos la distancia a la Luna y el tiempo que esta demora en darle una vuelta a la Tierra (unos veintiocho días), podemos calcular la aceleración que la Tierra le imparte a la Luna, un valor que resultó ser consistente con la aceleración de la manzana que cae en la superficie de la Tierra. Así, la teoría de gravitación de Newton explicaba la aceleración de la manzana, que cae, y la de la Luna, que no cae. La Luna nos habla del universo.

Mi siglo vertical y lleno de teorías.

Eugenio Montejo

Las teorías de la física son, entre otras cosas, una manera de indagar sobre la realidad y conocer lo que de otra forma hubiera sido imposible. La teoría de la gravitación universal de Isaac Newton permitió calcular la masa de la Luna, cuyo valor resulta ser el 12 % de la masa terrestre.

La lógica implacable de la ciencia comienza a funcionar: una vez conocida la masa y el tamaño de la Luna, podemos calcular su densidad, que es igual a la de las rocas terrestres. También podemos medir la diferencia de la atracción gravitacional que la Luna ejerce en las caras opuestas de la Tierra. Esta diferencia es la causa de las mareas en nuestro planeta. El Sol refuerza el efecto, pero la Luna es la responsable principal de las mareas. Por cierto, el efecto recíproco de la gravedad de la Tierra sobre los lados opuestos de la Luna es lo que hace que ella nos muestre siempre una misma cara.

La masa de nuestro satélite y su tamaño determinan la aceleración con que cae un cuerpo cerca de su superficie y resulta ser el 16 % de la aceleración en la Tierra. Así, al dejar caer un cuerpo en la superficie de la Tierra, este desciende 5 metros en 1 segundo; en la Luna solo caería 80 centímetros. Un astronauta pesaría en la Luna el 16 % de su peso en la Tierra.

Todo esto fue un lento y arduo proceso necesario para la conquista de nuestro satélite.

Fly me to the Moon.

Bart Howard

Lo que vino después fue vorágine y vértigo. El desarrollo de armamento nuclear por parte de Estados Unidos y del régimen soviético, el macartismo en los Estados Unidos y el férreo estalinismo en la Unión Soviética, el triunfo de Mao en China y el inicio de la guerra de Corea proveían el eruptivo telón de fondo de los años de la posguerra.

El «delicado balance del terror» —la frase es de Winston Churchill— encontró en la carrera espacial el motivo que evitaría que la sangre llegara al río. La experiencia con proyectos de misiles balísticos intercontinentales devino en la posibilidad real de ubicar un satélite artificial en órbita alrededor de nuestro planeta: la carrera espacial había empezado. La Unión Soviética picó adelante y en 1957 puso en órbita el Sputnik, una pelota de aluminio de 60 centímetros de diámetro, que desató una ola de pánico colectivo y una profunda herida en el ego de la nación que se asumía como la más desarrollada tecnológicamente.

Unos meses después, los soviéticos mandaron a la perrita Laika al espacio en el Sputnik 2, y en 1961 Yuri Gagarin se convirtió en el primer hombre en mirar la Tierra desde el espacio exterior. En febrero de 1958, los estadounidenses lograron hacer orbitar el Explorer 1. Al comienzo de los sesenta, John. F. Kennedy anunció los planes de enviar astronautas a la Luna antes de finalizar la década alucinante. Y hoy celebramos.

Cierto, la motivación de la conquista de la Luna no fue la noble curiosidad intelectual de los científicos ni las ansias de conocimiento. No había ninguna necesidad de hacerlo, pero los complejos avatares culturales y políticos impulsaron la carrera espacial y apresuraron la conquista de nuestro satélite. El verdadero móvil fue la rivalidad entre dos potencias, y el temor a quedar rezagadas en el desarrollo tecnológico y con el orgullo herido. La lectura subyacente es que un triunfo en la conquista de la Luna permitiría vislumbrar que el poderío tecnológico era la representación simbólica de una superioridad ideológica, en tiempos de inocencia perdida y de superioridad bélica, en caso de que se diera una conflagración real.

Sin embargo, los efectos colaterales de la carrera por conquistar la Luna fueron imprevistos y altamente beneficiosos para la humanidad. No solo en ciencias espaciales, también en tecnología y ciencias básicas. El esfuerzo de cada nación significó la formación de científicos en ingeniería, intercambios, transferencia de tecnologías, desarrollo de computadoras… Además, los programas educativos se modernizaron. Solamente el programa Apolo desarrolló más de cincuenta experimentos, algunos de los cuales aún continúan, y la NASA habla de unos dos mil productos comerciales relacionados.

La comprensión de la Luna como un astro con microcráteres a diversas escalas (sin campo magnético, sin atmósfera, con materiales similares a los de la Tierra), y el análisis detallado de más de 400 kilos de rocas lunares en distintas misiones revolucionaron las ciencias planetarias y nos hablaron de orígenes, de nacimientos de planetas, de choques, de violentos volcanes en erupción. También nos brindaron una visión del sistema solar temprano. La Luna nos habla de nuestro suburbio.

Los espejos reflectores puestos por la tripulación del Apolo 11 y por otras dos misiones posteriores nos permiten conocer la distancia entre la Tierra y la Luna con la exquisita precisión de unos cuantos milímetros. La medición tan exacta nos informa que la Luna se aleja de la Tierra algo menos de 4 centímetros al año, precisamente a causa de las fuerzas de marea. También nos permite verificar delicadas predicciones de la relatividad general. De nuevo la Luna nos habla del universo.

No resulta descabellado afirmar que la moderna era tecnológica con su enjambre de satélites artificiales y complejas redes de comunicación, incluyendo internet y GPS, estuvo prefigurada desde el instante en el que una nave se posó apaciblemente en el Mar de la Tranquilidad.

Una ignorante luna, sin su Virgilio y sin su Galileo.

Jorge Luis Borges

Cuando Galileo enfocó su pequeño telescopio hacia la Luna presagió el momento en el que alguien habría de dar un pequeño salto en su superficie, que significaría un gran salto para la humanidad. La Luna contribuyó decididamente a edificar la ciencia moderna y aprendimos a saber de ella lo necesario para construir teorías y para conquistarla.

¿En verdad hay conspiranoicos que piensan que todo fue un gigantesco montaje urdido por la cámara implacable de Kubrick? A ellos hay que preservarlos como evidencia de que aún existe la inocencia en el universo.

La carrera es un instante paradigmático en la historia de la humanidad porque trazó la silueta del mundo contemporáneo, y con ello aprendimos más de nosotros mismos y de cómo funciona el universo, sin morir en el intento.


Astronomía al aire III

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