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CAPÍTULO UNO

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Tienes el rostro que a una mujer conviene

como celosía de su alma,

la clase de belleza que en el infierno

llaman humana, Faustina.

La señora Lightfoot estaba de pie junto a la ventana mirador.

—Siéntese, señorita Crayle. Me temo que tengo malas noticias.

Los labios de Faustina mantuvieron su acostumbrada sonrisa afable, pero un atisbo de recelo asomó a sus ojos. Solo un instante. Luego los párpados cayeron. Ese momento, sin embargo, fue desconcertante, como si un vagabundo se hubiese asomado de pronto por la ventana del piso de arriba de una casa en apariencia vacía y protegida contra las intrusiones.

—¿Sí, señora Lightfoot?

Hablaba en voz baja y clara, el tono refinado que se esperaba de todas las profesoras de Brereton. Era alta para su sexo y delgada hasta el extremo de la fragilidad, con muñecas y tobillos delicados y manos y pies estrechos. Todo en ella sugería candor y dulzura: el alargado óvalo de su rostro, cetrino y serio; los ojos azules, empañados, atentos y un poco miopes; el cabello sin adornos, leve halo castaño claro que se agitaba con suavidad cada vez que movía la cabeza. Parecía ya bastante serena mientras cruzaba el despacho hacia un sillón.

La serenidad de la señora Lightfoot igualaba a la de Faustina. Hacía mucho tiempo que había aprendido a reprimir las señales externas del azoramiento. En ese momento su orondo semblante se mostraba imperturbable, con cierto aire a la reina Victoria en el puchero malhumorado del labio inferior y los ojos claros y redondos algo saltones entre las blancas pestañas. En cuanto a indumentaria, se inclinaba por los tonos cuáqueros —el clásico marrón grisáceo apagado que las modistas llamaban «topo» en los años treinta y «anguila» en los cuarenta— y tejidos bastos de tweed o grueso terciopelo, sedas fuertes o gasas vaporosas según la estación y las circunstancias, que por las noches combinaba con las perlas buenas de su madre y encajes antiguos. Incluso su abrigo de invierno era de piel de topo, la única con esa misma mezcla de gris paloma y marrón ciruela. Esta constante preferencia por un color tan recatado le daba un aire de moderación que siempre impresionaba a los padres de sus alumnas.

—No espero malas noticias —continuó Faustina. Luego esbozó una modesta sonrisa—. En fin, no tengo familia cercana.

—No es nada de eso —replicó la señora Lightfoot—. Para no andarme con rodeos, señorita Crayle, debo pedirle que abandone Brereton. Con seis meses de sueldo, por supuesto. Su contrato así lo estipula. Pero debe marcharse de inmediato. Mañana, como muy tarde.

Faustina entreabrió los exangües labios.

—¿A mitad del trimestre? Señora Lightfoot, eso es… ¡inaudito!

—Lo lamento, pero tiene que irse.

—¿Por qué?

—No puedo decírselo.

La señora Lightfoot se sentó tras su escritorio, una espineta colonial de palisandro reconvertida. Junto al vade malva, había adornos de cobre y un cuenco de porcelana rojo sangre lleno de dulces y oscuros caramelos de violeta.

—¡Y yo que pensaba que todo iba tan bien! —A Faustina se le quebró la voz—. ¿Es por algo que haya hecho?

—No es nada de lo que sea usted directamente responsable. —La señora Lightfoot alzó de nuevo los ojos, brillantes y transparentes como el cristal. Igual que el cristal, parecían brillar por reflexión, como si no tuvieran una sola chispa de luz propia—. Digamos que no termina de ajustarse a la esencia del espíritu de Brereton.

—Disculpe, pero debo pedirle que sea más específica —se aventuró Faustina—. Tiene que tratarse de algo terminante o no me pediría que me fuese a mitad del trimestre. ¿Está relacionado con mi carácter? ¿O con mi competencia como profesora?

—Ninguna de las dos cosas se ha puesto en cuestión. Es solo que… En fin, no encaja en el modelo de Brereton. Ya sabe que hay ciertos colores que desentonan entre sí, el rojo tomate con el rojo vino, por ejemplo. Pues es lo mismo, señorita Crayle. Su sitio no está aquí. Pero no debe desanimarse: aún puede resultar útil y ser feliz en otro tipo de escuela. En esta no encontrará su lugar.

—¿Cómo puede estar tan segura si solo llevo cinco semanas aquí?

—Los conflictos emocionales se desarrollan rápido en la atmósfera de un internado femenino. —La resistencia siempre hacía que la señora Lightfoot hablara en un tono más cortante y aquella era una resistencia inesperada de alguien que siempre había parecido tímido y sumiso—. Es una cuestión tan sutil que apenas puedo expresarlo con palabras, pero debo pedirle que se marche por el bien del colegio.

Faustina se había levantado, sacudida por la vana furia de la impotencia.

—¿Se da cuenta de cómo afectará esto a mi futuro? ¡La gente pensará que he hecho algo terrible! ¡Que soy cleptómana o lesbiana!

—Créame, señorita Crayle, esos son asuntos de los que no se habla en Brereton.

—¡Se hablará si le pide a una profesora que se marche en mitad del primer trimestre sin explicarle por qué! Hace solo unos días dijo que mi clase era «de lo más satisfactoria». Esas fueron sus palabras exactas. Y ahora… Alguien debe de estar contando mentiras sobre mí. ¿Quién es? ¿Qué le ha dicho? ¡Tengo derecho a saberlo si me va a costar el empleo!

Algo que podría haber sido compasión asomó a los ojos de la señora Lightfoot.

—Le aseguro que lo siento por usted, señorita Crayle, pero lo único que no puedo ofrecerle es una explicación. Me temo que no lo había considerado desde su punto de vista hasta ahora. Verá, Brereton significa muchísimo para mí. Cuando me hice cargo de la escuela, tras el fallecimiento de la señora Brereton, el colegio se moría también. Yo le insuflé vida. Ahora nuestras chicas vienen de todos los estados de la Unión, incluso de Europa desde la guerra. No somos solo otra ridícula escuela privada para señoritas. Tenemos una tradición académica. Se dice que la educación es lo que recuerdas cuando ya has olvidado tu formación. Las graduadas en Brereton recuerdan más que las muchachas de otras escuelas. Dos jóvenes de Brereton que se encuentran fuera de aquí, sin haberse visto nunca, a menudo se reconocen por la forma de pensar y de hablar de nuestra institución. Desde la muerte de mi esposo, esta escuela ha ocupado su lugar en mi vida. No acostumbro a ser una persona cruel, pero si me enfrento a la posibilidad de que arruine usted Brereton, puedo ser absolutamente despiadada.

—¿Arruinar Brereton? —repitió Faustina con un hilo de voz—. ¿Cómo iba yo a arruinar Brereton?

—Digamos que por el ambiente que crea.

—No sé a qué se refiere.

La mirada de la señora Lightfoot se perdió en la ventana abierta. Fuera crecía la hiedra y las sombras de las hojas moteaban el ancho alféizar. Más allá, el sol del atardecer bañaba la descolorida hierba otoñal con una luz diluida y clara. El crepúsculo del día y el crepúsculo del año parecían confluir en una mutua despedida del calor y la luminosidad.

La señora Lightfoot exhaló un hondo suspiro.

—Señorita Crayle, ¿está segura de que no puede imaginárselo?

Tras una pausa momentánea, Faustina recuperó impulso.

—Por supuesto que estoy segura. ¿No podría decírmelo, por favor?

—No era mi intención llegar hasta donde he llegado. No diré nada más.

Faustina reconoció el tono concluyente y siguió con voz lenta y derrotada, como una anciana.

—No creo que consiga otro trabajo de profesora con el curso tan avanzado, pero si optase a algún puesto el año que viene, ¿podría remitirlos a usted? ¿Estaría dispuesta a decirle a la directora de otra escuela que soy una profesora de arte competente, que en realidad no ha sido culpa mía tener que abandonar Brereton de forma tan repentina?

Los ojos de la señora Lightfoot se tornaron fríos y firmes, la mirada de un cirujano o un verdugo.

—Lo lamento, pero de ningún modo puedo recomendarla como profesora a nadie más.

Todo lo que había de infantil en Faustina salió a la superficie. Sus claras pestañas se anegaron de lágrimas. Los desvalidos labios le temblaban. Pero no protestó más.

—Mañana es martes —añadió enseguida la señora Lightfoot—. Por la mañana solo tiene una clase, debería darle tiempo a hacer el equipaje. Y creo que por la tarde se reúne con el comité para la obra de teatro griega, a las cuatro. Si se marcha nada más terminar, podrá coger el tren de las seis y veinticinco para Nueva York. A esa hora, su partida llamará poco la atención. Las muchachas estarán vistiéndose para cenar. A la mañana siguiente, en la asamblea, anunciaré que se ha ido y que las circunstancias hacen imposible su regreso, muy a mi pesar. No tiene por qué haber habladurías. Será lo mejor para la escuela y para usted.

—De acuerdo.

Medio cegada por el llanto, Faustina se dirigió a trompicones hacia la puerta.

Fuera, en el amplio pasillo, un rayo de sol caía en oblicuo desde la ventana de la escalera. Dos chiquillas de catorce años bajaban también, Meg Vining y Beth Chase. La severidad varonil del uniforme de Brereton no hacía sino realzar la belleza femenina de Meg: piel sonrosada, rizos corlados, ojos de un brillo neblinoso como zafiros estrella; pero ese mismo uniforme sacaba a relucir los rasgos poco atractivos de Beth: pelo desmochado y parduzco como un ratón, rostro pálido y afilado y un cómico y caprichoso jaspeado de pecas.

Al ver a Faustina, las dos caritas se volvieron insulsas como agua de arroz mientras dos agudas vocecillas entonaban a coro: «¡Buenas tardes, señorita Crayle!».

Faustina asintió en silencio, como si no confiara en su propia voz. Dos pares de ojos la siguieron de soslayo mientras subía al siguiente rellano. Ojos abiertos como platos, pero no inocentes. Más bien curiosos y suspicaces.

Faustina apretó el paso y llegó arriba jadeando. Allí se paró a escuchar. Por el hueco de la escalera subía una diminuta risita, atiplada como la de unos duendecillos histéricos o como si fueran ratones.

Faustina se alejó de aquel sonido casi a la carrera por el pasillo del segundo piso. A su derecha se abrió una puerta. Una doncella, con cofia y delantal, salió y miró por la ventana que había al fondo del corredor. Su cabello rubio reflejó el último rayo de sol con un destello como de latón deslustrado.

Faustina logró serenar sus temblorosos labios.

—Arlene, me gustaría hablar contigo.

La muchacha dio un violento respingo y giró en redondo, sobresaltada y hostil.

—¡Ahora no, señorita, tengo que trabajar!

—Ah… Está bien. Más tarde, entonces.

Cuando Faustina pasó por su lado, Arlene retrocedió y se pegó a la pared. Las dos niñas la habían mirado con picardía, con sentimientos encontrados, pero aquel rostro de cutis irregular estaba marcado por una emoción dominante: el terror.

Un reflejo velado en el cristal

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