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CAPÍTULO CUATRO

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Como sombra de carcajada o un suspiro,

fina envoltura de angustia fúnebre…

Sabía que iría de negro. Era una mujer europea, vienesa, y de la generación de Chanel, ¿cómo iba a verse arreglada de verdad con cualquier otro color? Esta vez llevaba un vestido de crepé mate, ingeniosamente entallado en la cintura y que caía con gracia sobre los esbeltos pies enfundados en medias negras, finas como sombras, y ligerísimas sandalias de tacón alto. Ni mangas ni tirantes interrumpían la tersa línea de aquellos hombros blancos. No lucía joyas ni en el cuello ni en el pelo, pero algo en la postura de su cabeza sugería un destello de alhajas, el fantasma de unos antepasados que hubieran llevado corona. Tenía el pelo un poco más corto que la última vez, peinado hacia atrás por encima de las orejas. Bajo las oscuras y lustrosas ondas, su rostro brotaba pálido y delicado como una flor blanca. Los ojos le brillaban con un suave resplandor, más luminosos que relucientes.

Le cogió ambas manos.

—Gisela… —En ese momento no fue capaz de decir nada más.

Alegría y ternura confluyeron en la sonrisa de ella. Una alegría mansa que le trajo recuerdos de Europa y del mundo anterior a la guerra. Otra guerra más, pensó con amargura, y no quedará nadie que pueda sonreír así. Por un instante, la vio como un fragmento a la deriva de una civilización perdida, rota y aun así adorable como una estatua mutilada del Ática o de Lidia.

Luego estaba sentado a su lado en el banco tapizado de la pared y el camarero les servía dos Martinis fríos con bíter en la mesa que tenían enfrente.

La mirada de Gisela se detuvo en su corbata blanca, algo amarillenta después de seis años en el cajón de una cómoda.

—Sin uniforme… ¿Por mucho tiempo?

—¡Para siempre si Dios quiere! —exclamó él fervientemente a modo de brindis—. Por eso he elegido este sitio para vernos hoy. —Miró a su alrededor, a la estridente discordancia de colores metálicos que era la última moda en decoración—. No hay nada menos castrense que el club Crane.

—Bueno… —Gisela volvió a sonreír—. Ese bar de la Primera Avenida al que solíamos ir no era lo que se dice muy militar.

—¿Te acuerdas de aquello?

—¿Creías que lo iba a olvidar?

El resto se lo dijeron con los ojos. Luego Basil se echó a reír.

—Mi bar preferido, lo admito. Allí todos parecían personajes de Dickens o de Saroyan. Pero no es el mejor lugar para celebrar mi regreso de entre los muertos. Estoy haciendo cuanto puedo por recuperar el pasado. He vuelto a mi antiguo empleo como asesor médico para la Fiscalía, aunque el cargo de fiscal lo ocupa ahora otra persona y también hay un nuevo alcalde. Mi puesto como director del departamento de Psiquiatría en el hospital Knickerbocker se lo dieron a un amigo mío, Dunbar, un compañero al que vi por última vez en Escocia, pero he conseguido la misma posición en un hospital mejor, el Murray Hill. Los inquilinos a los que había subarrendado mi casa durante este tiempo han vuelto a Chicago. Juniper y yo nos mudamos ayer. Si consigo convencerlo de que no es necesario redecorarla, por descuidado que parezca todo, empezaré a sentirme de verdad en casa otra vez. Solo me falta una cosa.

—¿El qué?

—Tú.

Un ligero rubor tiñó las pálidas mejillas de Gisela.

—¿Por qué estás dando clases en Brereton? —siguió luego Basil en un tono casi acusador.

—Una tiene que vivir, tanto si los demás entienden esa necesidad como si no.

—Ese no es tu sitio. ¿Estás obligada por contrato?

—Hasta junio.

—Y estamos en noviembre. Pues rescíndelo.

—¡Querido, qué cosas tienes! ¿Eso es una broma?

—Nunca he hablado tan en serio. Brereton no es sano para ti. Ni siquiera es seguro.

—¿A qué te refieres?

—Has tenido demasiado trato con esa tal… ¿Cómo se llamaba? Faustina Crayle.

—¡Ah, la carta! —Gisela se rio—. Se me había olvidado por completo. No la mencionaste cuando hablamos por teléfono y quedamos en vernos esta noche. Ahora que estoy aquí contigo, ni siquiera me parece real.

—Pero te lo parecerá luego, cuando vuelvas.

—Ya ha pasado todo.

—Claro, porque Faustina se ha ido.

—¿No lo crees?

—Las personas que la han echado siguen allí.

El camarero les sirvió unas mollejas. Cuando los dejó otra vez solos, Basil se inclinó hacia delante.

—En la carta no dabas detalles. Me gustaría que me contases cuándo notaste algo raro en la señorita Crayle por primera vez y qué fue.

—Faustina no tenía nada raro en sí misma —protestó Gisela—. Lo extraño era la forma en que los demás reaccionaban delante de ella.

—Es lo mismo. ¿Cuándo empezó?

—A los pocos días de que llegara. —Estaba sorprendida de que se lo tomase tan en serio.

—¿Y el primer incidente?

—No me acuerdo —repuso con cierto pesar—. Hay muchas cosas que hacer cuando empiezas en un trabajo nuevo y también era mi primer trimestre. Llevaría yo allí como una semana, más o menos, cuando fui dándome cuenta de que Faustina era impopular. La hostilidad parecía haberse iniciado entre el personal de servicio y luego se extendió a las alumnas y por último a las demás profesoras, hasta que se convirtió en una persecución. Luego la despidieron.

—¿Eso fue todo?

—Hubo algunos percances más después de que te escribiera.

—Cuéntame.

Gisela le dio todos los detalles.

—¿Por qué las demás profesoras evitaban a la señorita Crayle? —inquirió Basil—. ¿No se te ocurre ninguna razón?

Gisela vaciló.

—Me daba la extraña impresión de que le tenían miedo. Y claro, uno odia lo que teme.

—¿Qué podían temer?

—¡No lo sé! Era todo muy… misterioso. El espíritu gregario, supongo. Y además tengo una sensación rarísima, como si conociera o hubiera leído algo parecido en algún sitio hace mucho tiempo.

—Es posible. En cuanto terminé de leer tu carta, llamé a Brentano’s para pedir un ejemplar de las Memorias de Goethe en la edición francesa traducida por madame Carlowitz.

—Yo releí el primer volumen cuando Faustina me lo devolvió, pero no encontré nada que me recordase a su situación.

—Porque no sabías lo que estabas buscando —observó Basil—. Incluso ahora desconoces cuál es la verdadera situación de Faustina.

Una orquesta de baile irrumpió con la última aberración musical del momento. Gisela suspiró.

—¿Cómo podemos hablar de algo tan intangible en un sitio así?

—Pues vámonos a otra parte —contestó él sin pensárselo—. Esto no te gusta demasiado, ¿verdad?

—No, pero…

Para entonces, Basil ya había llamado a un atónito camarero para pagar la cuenta de una cena que no habían probado.

Y así fue como los habituales de un bar de barrio en la Primera Avenida se sorprendieron aquella noche con la súbita intrusión de una exótica pareja, forasteros de la Quinta o de Park. La mujer con un abrigo largo de terciopelo negro y solapas de seda color fuego. El hombre con sombrero de copa y uno de esos pañuelos blancos, como salido de una película. Más educados que los de la Quinta o Park, en la Primera Avenida no se les quedaron mirando ni murmuraron. La Primera es ante todo tolerante. Toleraría incluso a los ricos que no se lo merecen si se comportan como es debido y no arman escándalo.

—Deberíamos haber venido aquí desde el principio. —Basil observó con nostalgia las paredes oscurecidas por el tiempo, el humo y el hollín de la ciudad—. No ha cambiado nada.

—La gramola es nueva —objetó Gisela.

Ambos miraron con fastidio aquel monstruo iluminado que los deslumbraba a través de una neblina de humo de cigarrillos.

—Parece uno de esos peces fosforescentes del fondo del mar —murmuró luego. Entonces cedió al espíritu del local—. ¿Tienes alguna moneda?

—Solo si prometes no poner eso de los renos.

Entretanto, Basil pidió lo de siempre: sándwiches de queso tostados y esa cerveza que era casi tipo Pilsen. Gisela volvió a la mesa radiante porque había encontrado el «Vals del zapato de cristal», de la suite La Cenicienta, compuesta por el abuelo de Basil, Vassily Krasnoy.

—Sincopado, desde luego, pero aun así es maravilloso. No sé cómo habrá acabado ahí, todo lo demás son melosidades.

Nadie más escuchaba. En la mesa de al lado, dos vagabundos se repartían un vaso de cerveza y escudriñaban un tabloide que alguien había desechado, serios y absortos como eruditos descifrando un manuscrito medieval. Demacrados, hambrientos, sucios… ¿Qué habían encontrado en las noticias del día para distraerlos por completo de sus propios problemas?

Entonces, uno de ellos habló:

—Te lo digo yo, no hay cura para la caspa. La ciencia no se lo explica.

—Pero aquí pone… —El otro empezó a leer en voz alta con dificultad—: «Primero, lavar meticulosamente la cabeza…».

—¡Una página de Saroyan! —susurró Gisela—. El club Crane no puede superar esto.

Era tan fácil charlar allí y tenían tanto que contarse que no volvieron a hablar de Faustina hasta que Gisela empezó a mirar intranquila el reloj que había sobre la barra.

—Detesto pensar que tienes que volver a ese sitio. —Basil bajó la vista y la clavó en su tercer vaso de cerveza—. La señora Lightfoot no arruinaría la carrera de esa chica a menos que fuera responsable de algún modo de lo que ha ocurrido.

—¿Quieres decir que la propia Faustina va por ahí jugando malas pasadas a la gente? Pero ¿cómo? ¿Y por qué?

—Cuando la señorita Crayle te preguntó si habías oído rumores sobre ella, le dijiste que no. ¿Por qué?

—Sé que la gente hablaba de ella, pero no lo que decían. E incluso si lo hubiera sabido… Una no le repite los chismorreos a la víctima si se trata de una amiga. Es una de esas cosas que, sencillamente, no se hacen. Una ley no escrita. Como contarle a un hombre que su esposa le es infiel.

—¿Ni siquiera si la víctima te lo pide?

—¡Sobre todo si la víctima te lo pide! Nadie quiere verse de verdad como lo ven los demás. Cuando alguien pregunta algo así, lo que quiere en realidad es sentirse reafirmado. Igual que no hay artista ni escritor que desee jamás una auténtica crítica de la obra que muestra. Solo alabanzas. Los reyes persas solían matar al mensajero que les llevaba malas noticias. A todos nos gustaría hacer eso.

—Me pregunto si de verdad te callaste por ese motivo —insistió Basil—. Podría ser que ni tú misma te fíes de la señorita Crayle.

—¡No! —exclamó Gisela—. Siempre he confiado en ella. Haría lo que estuviese en mi mano por ayudarla.

—¿Seguro?

—Sí.

—Entonces, consigue que acceda a que yo la represente. Mañana iré a Brereton y pediré explicaciones a la señora Lightfoot. Como psiquiatra, me interesan esos asombrosos efectos de las habladurías en Brereton.

—¡Bobadas! Solo intentas evitarme problemas.

—¡Qué egoísta por mi parte! Aunque yo no utilizaría la palabra «problemas», diría más bien «peligros».

—¿Por qué?

—Hay algo malicioso en todo este asunto. A Faustina Crayle le ha costado el empleo. La malicia, oculta y triunfante, resulta terrible. Podría buscar una nueva víctima.

—Faustina está en Nueva York, de momento. En el Fontainebleau. —Gisela sacó una tarjeta de visita de su bolso bordado con cuentas—. Si tienes un lápiz o una pluma, le escribiré una nota aquí mismo.

Basil pidió prestada una estilográfica al camarero.

—Y ahora te llevaré a la estación. Si es que de verdad tienes que coger ese tren de las once y diez.

—Mañana por la tarde hay una fiesta en Brereton, ¿te apetece venir?

—Estaré testificando en una vista por demencia. Iré a Brereton por la mañana.

—¡Y por la mañana yo tengo clase! —Gisela esbozó una mueca.

—¿Estás libre para cenar el viernes por la noche?

—Me parece perfecto. El sábado no hay clases, así que no tendré que volver corriendo a la escuela.

El coche se detuvo en un stop entre la Primera y la Segunda Avenida. El cruce estaba desierto y oscuro, pues los almacenes de ambos lados tenían los postigos bajados y la única farola de la calle quedaba lejos, en la esquina. En ese momento no había ningún peatón. Sin decir palabra, se volvieron el uno hacia el otro y sus labios se encontraron.

Al cabo, Gisela se movió y Basil la liberó de su abrazo.

—He viajado diez mil kilómetros para esto —le dijo—. Querían que me quedase en Japón otro año más, o dos.

—Me alegro de que no lo hicieras —contestó ella temblorosa.

—¿De verdad? ¡Entonces rompe ese contrato con Brereton!

—Es que… No lo sé.

—¿El qué no sabes?

—Esta noche, cualquier mujer que no fuese una lunática o una tarada te parecería adorable. Mañana… —Se encogió de hombros—. No hace falta que vayas más lejos, la estación está solo a dos manzanas.

Sin contestar, Basil soltó el embrague. El coche se deslizó hacia las luces oropeladas de la avenida Lexington. En Grand Central, inclinó la cabeza para besarle la mano.

—Iré a Brereton mañana por la mañana.

—¿Por la mañana? ¡Pero tendrás que ver a Faustina primero!

—A la señorita Crayle la veré esta noche.

Un reflejo velado en el cristal

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