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DESEO DE NIÑO

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En nuestra cultura, el niño es ese objeto esencial y maravilloso capaz de derrotar a esos pesimistas convencidos de que las mujeres empiezan a refunfuñar cuando asumen el dominio de sus óvulos, es decir, cuando quieren dar a luz. Pues bien, parece que el fenómeno de la maternidad ha ganado en dignidad desde mayo del 68, y que hasta el momento las mujeres la escogen como una referencia necesaria para su plenitud. «No tener más niños que los que deseemos», afirman ellas desde entonces. Esta postura supone una victoria sobre la época en la que las mujeres sentían que el miedo a la maternidad era una desgracia ligada a su sexo, transmitido en el decurso de los siglos, e inherente a la condición misma de mujer. La sexualidad sufría las consecuencias de todo esto, porque era la causa principal de los embarazos vividos como faltas o como riesgos de la vida sexual femenina. Un buen número de nacimientos eran entonces «accidentes» y, de un cierto modo, la maternidad, una maldición ordinaria.

Hoy, esa funesta norma se ha modificado. Tener un niño se vive como una elección, un deseo singular, una aventura que uno decide emprender, habitualmente entre dos. Es a la vez lo que funda la pareja y lo que le profiere su consistencia. El niño es el elemento suplementario que convierte la pareja en una familia. De algún modo, la produce. El niño es ahí un objeto particular para el padre y la madre, de quienes él desciende. Ocupa un lugar y tiene una función que le llevará a ser, en palabras de Lacan, un síntoma de la pareja parental.

MATERNIDADES

Sexualidad y maternidad son dos cosas distintas, que tienen consecuencias importantes para la familia. Lacan fue el primero en establecer esta disyunción entre la mujer y la madre. Allí donde Freud había concluido su cuestionamiento en cuanto a la feminidad a partir del falocentrismo de la niña y su prolongación en la maternidad, Lacan introdujo la clínica de la privación fálica y del goce femenino que se caracteriza por estar más allá del falo.

La cuestión sexual en adelante ha tenido mayor protagonismo en el discurso de las mujeres. Ellas ya no se contentan amando o siendo amadas, ahora quieren también conocer el goce sexual. La maternidad no se superpone a la cuestión del goce femenino, que hoy forma parte de sus aspiraciones.

Las mujeres reivindican cada vez más ampliamente el derecho a la felicidad. Quieren trabajar y compartir la carga de la vida familiar con el hombre que acepte implicarse en sus elecciones comunes. Un gran número de divorcios están relacionados con esta dificultad para las mujeres de mantenerse en su posición de mujer responsable, con sus elecciones y sus expectativas. Y si antes las mujeres se contentaban con ser madres recluidas en sus hogares, las cosas para los hombres eran más sencillas. Ellos no veían en sus mujeres más que a las madres de sus hijos, ocupadas en educarlos y en esperarles en casa. Este esquema clásico ni mucho menos se ha superado completamente y se mantiene todavía el modelo que muchos adultos conocieron en su infancia. Sin embargo, se ha producido una verdadera modificación en el reparto de los roles femenino y masculino, que obliga a salir de este esquema tradicional y a inventar su propia posición en la pareja. Un buen número de padres ya no buscan ausentarse del día a día de sus hijos, incluso en el caso de los más pequeños. La presencia del padre constituye uno de los cambios más importantes de nuestra cultura. La paternidad ha pasado de ser una función simbólica —el padre que transmite, da su nombre a su hijo— a ser una función de presencia y de proximidad. Esto origina un nuevo tipo de vínculo en la tríada padre-madre-hijo, flexible y vivo, más creativo y generoso. Sin embargo, sucede que la redistribución igualitaria pero no diferenciada de las funciones parentales, incluso la inversión de los roles tradicionales, crea rivalidades entre los dos progenitores.

El niño no constituye ya el objeto-causa en los desacuerdos de la pareja, incluso si se lo instrumentaliza en la separación de los padres. El niño sigue siendo el objeto amado de su padre y de su madre cuando la pareja atraviesa un divorcio, permanece todavía en el corazón de la pareja parental. Los compromisos del padre y el de la madre se mantienen. Encontramos toda una clínica de estas nuevas construcciones, que muestra por otra parte cómo el niño sigue siendo el objeto de mayores atenciones para los dos progenitores que lo educan. La familia descompuesta no está exenta de vínculos, todo lo contrario. De este modo, el niño se convierte en la razón de esos vínculos. Él es el objetocausa, el vector de un vínculo indefectible.

Hay una clínica de este anudamiento que muestra cómo, en cada situación, las funciones de padre y de madre se apoyan en nuevas formas de familia, en nuevas maneras de ser padres.

La elección amorosa no está ya considerada como el compromiso para toda la vida. Las parejas jóvenes saben que hay riesgos de que su vida conjunta se vea un día estancada, y que en ese momento la separación aparezca como la solución inevitable.

«La familia conyugal», según el término de Émile Durkheim que Lacan retoma en sus «complejos familiares...»,1 no está, sin embargo, finiquitada. Al contrario, tiene un éxito que muestra que los vínculos entre hombres y mujeres encuentran su fin, se encarnan en el matrimonio.

A pesar de las heridas provocadas a esta institución, queda de ella la estructura que sostiene la idea de la familia. Mantiene, entonces, esa función.

Lo que motiva las reivindicaciones relativas al matrimonio homosexual es el ideal. Esta expectativa pone de relieve que la vida en pareja no está fundada en la diferencia de los sexos. Desde el momento en que el deseo y el amor se establecen ahí, el concepto de pareja responde a la norma familiar. Con el reconocimiento del «matrimonio para todos»,2 las relaciones de pareja se fundarán en la elección de partenaire liberada de las trabas del modelo heterosexual. El hijo de padres homosexuales será aceptado en tanto que hijo de una pareja que se ama. La ley reconocerá, así, que «madre» y «padre» son conceptos relativos. El concepto «pareja» se separará de su connotación heterosexual.

Aunque todavía no hemos llegado a ese momento, este más allá del Edipo fue teorizado por Lacan, quien dio una interpretación visionaria de los nuevos modos de vida de los hombres y de las mujeres. Esa interpretación sitúa en el seno de la pareja, no una diferencia, sino tanto el malentendido como la soledad de cada uno, ya sea hombre o mujer. En ese momento ella abre una clínica del síntoma separado de las normas, para hacer que el sujeto consienta a aquello que liga su ser y su goce.

En cuanto a la familia monoparental, aparece las más de las veces de forma accidental, ligada al divorcio o al fallecimiento del cónyuge. No obstante, la demanda de un niño excede la función de la pareja, y algunos sujetos deciden reproducirse sin mantener una relación con una pareja. Esto hace surgir formas inéditas de vínculo parental. Es suficiente el deseo de tener un hijo, independientemente de una vida en pareja. En efecto, la dificultad de encontrar la persona, que sería el compañero ideal, ya no es un impedimento para satisfacer un deseo de hijo. Se puede tener un niño por medio de la adopción o de técnicas de fecundación.

Así, la maternidad puede mantenerse fuera de la vida de pareja. No está ya, entonces, sujeta a la sexualidad. El niño es de este modo el resultado, no de una unión entre un hombre y una mujer, sino de un medio obtenido por la madre para dar a luz. La ciencia se sitúa a veces al servicio del deseo de hijo de una mujer. Haciéndolo posible, cumple la función de partenaire de esa mujer —lo que no impide situar ahí un partenaire en el plano imaginario (a menudo una expareja), o incluso a su propio padre en el plano inconsciente.

Esta figura del niño deseado es, pues, también una consecuencia de los progresos de la ciencia. Esta ha permitido grandes avances en lo que respecta a la reproducción. Inicialmente, con la anticoncepción, que borró la idea del niño como «accidente». Después, por el manejo de los óvulos y espermatozoides, que ofrece nuevas modalidades para concebir. La madre de alquiler, finalmente —incluso si está actualmente prohibido en Francia—, es una forma de intercambio inédito que muestra cómo el cuerpo de una mujer puede servir para concebir y después para dar su hijo a una pareja o a alguien cercano (a menudo, una hermana o una hija estéril). Sin embargo, alquilar el propio cuerpo a otras personas acostumbra a estar condicionado y motivado por dificultades económicas.

EL NIÑO REMEDIO

Así pues, el niño está en el centro de muchos proyectos, de muchas esperanzas. Aparece incluso como lo que queda cuando el amor fracasa. Es el niño como salvavidas, el niño como consuelo, el niño como regalo que uno se hace así mismo, el niño remedio.

En nuestra época, un niño insufla una energía formidable. Referencia omnipresente en nuestro mundo, sirve también para toda una industria que se dedica a inventar nuevos productos para alimentarlo, vestirlo, divertirlo, cuidarlo, transportarlo... Sirve incluso para convertir en deseables una gran cantidad de objetos de consumo solo por el hecho de que despiertan el interés del niño. Es un guiño a su poder y a su capacidad de influir en las elecciones de sus padres, pero también es un guiño a su capacidad de incrementar o disminuir nuestro goce. El arte, el espectáculo, la moda, la música, la industria hotelera y todo el turismo de masas ponen en juego este concepto de niño, con el fin de formalizar un ideal familiar centrado en su presencia, en su bienestar. Esto da a la familia un carácter trascendente como nunca antes lo tuvo. En realidad, la familia nunca estuvo tan idealizada y nunca sirvió tanto a intereses económicos.

En pocas palabras, ¡que el niño tiene mucho futuro! Mi experiencia como psicoanalista con niños me ha enseñado hasta qué punto no hay solución ideal para educar a un niño. Tener padres de sexos diferentes no asegura el éxito, aunque la ausencia de uno de ellos hace la vida del sujeto más difícil.

Si bien ya no basamos la idea de pareja en el modelo heterosexual, la idea del heteros —aquello que no conocemos, que es diferente, a partir de lo cual el deseo y el goce se vuelven enigma— resuena siempre como síntoma de apertura al otro. En efecto, para el psicoanálisis lacaniano, la elección de partenaire sexual es siempre traumática y la relación sexual siempre fracasa. Desde este punto de vida, Lacan fue muy avanzado a nuestra época con su no hay relación sexual.3 Esta fórmula dice que no hay relación en el sentido de una proporción matemática, escrita, entre el hombre y la mujer. Sean cuales sean sus elecciones sexuadas, ellos no se completan. Ante este traumatismo de lo sexual, el sujeto debe siempre inventar la respuesta que no existe. Es en esto que las nuevas modalidades de formar pareja, que conciben formas exigentes en el plano de la relación, participan a menudo de un deseo innovador respecto a la relación de los partenaires entre sí. Ellos sitúan la palabra en un primer plano de la relación con el niño y le dan así una oportunidad suplementaria de realizarse.

Sin embargo, la idea extendida de que el amor es una garantía para conseguir educar al niño y que crezca sin demasiadas complicaciones no es la más justa. El amor, en efecto, no protege de todo. Puede incluso causar los más severos estragos.

El niño tiene ciertamente necesidad de ser amado y de sentirse seguro para poder crecer. Sin embargo, demasiado amor asfixia, demasiadas pruebas de amor obligan a alejarse, llevan al rechazo. Hay ahí una paradoja descubierta por el psicoanálisis. El amor puede revelarse patógeno si no hay nada que le ponga un límite. No es así en lo que respecta a la falta de amor, que puede tener destinos diversos. Las madres-todas son, por ejemplo, las que buscan tener un niño perfecto, una especie de imagen ideal que quieren obtener por todos los medios. El niño podrá entonces rechazar el vínculo desconectándose del Otro, o bien pervirtiéndolo y utilizándolo para su goce propio.

Habitualmente, las madres sienten los límites de su amor por sus hijos. Se dan cuenta de que este pequeño ser que les fascina puede también irritarlas y ponerlas en situaciones duras. La maternidad no llega a colmar su falta de manera eficaz. Su deseo está dividido, es decir, no está dirigido por completo hacia el niño. Entonces pueden sentirse culpables de no amarlo tanto como ellas lo habrían imaginado. Es por ello que es malintencionado decir que los psicoanalistas han culpabilizado a las madres de los niños con dificultades. Si hay culpabilidad, esta proviene siempre del sujeto mismo: cualquier madre experimenta en un momento dado este sentimiento de no haber estado a la altura de su tarea; es algo habitual. El amor no es un recipiente que funcione con un pitorro. Tampoco el niño es una planta. La culpabilidad de la madre puede ser fuente de malentendidos suplementarios entre ella y el niño. Es importante que la culpabilidad no arrastre al niño y a sus padres al sufrimiento que produce una espiral de reproches.

UN LUGAR EN LA HISTORIA FAMILIAR

Desde su nacimiento, el niño está tomado por los significantes de lo que será su historia, es decir, que existe ya un cierto lugar en el discurso de sus padres. Todo lo que dicen estos sobre el niño que nacerá constituye ya un discurso articulado, que va a influir en el niño. Pero hay también lo que no se dice, o lo que no ha podido ser escuchado en las generaciones precedentes y de lo que nosotros somos más o menos prisioneros. La historia de un sujeto no empieza con su llegada al mundo. Él se inscribe en una continuidad con relación al saber inconsciente.

Ser niño es también recibir un nombre y un apellido. El nacimiento es, de entrada, un acontecimiento biológico que tiene una implicación social. El recién nacido entra en el mundo y debe ser declarado como nuevo ser viviente. La declaración de nacimiento constituye la marca irreversible de su existencia. Este acto es también simbólico, puesto que inscribe a este niño en un linaje determinado por sus padres. Lleva el apellido de uno de ellos o de los dos. Desde el momento en que se le priva de un apellido (porque su madre, por ejemplo, quedó embarazada sin padre reconocido), el niño corre el riesgo de no poder nunca inscribirse en la relación con el Otro, o muy difícilmente.

El acontecimiento que produce en cada familia el nacimiento de un bebé permite también a cada uno situarse de nuevo en la genealogía de la historia de su familia. El nacimiento de un niño convierte a la hija en madre —y al hijo en padre—, pero transforma también sus propios padres en abuelos. Cuando ese nacimiento se sustentaba en una función de transmisión del nombre dando al recién nacido el de algún abuelo o abuela, así como el del padre o la madre, el hecho de dar nombre al niño determinaba una continuidad simbólica entre las generaciones. El abandono de este uso indica la dispersión de los vínculos y el rechazo de las determinaciones simbólicas. Esta referencia al Nombre del Padre se siente cada vez menos como una necesidad. Actualmente también se puede percibir una tendencia a diferenciarse de la propia procedencia familiar. El sentimiento de deuda y de deber hacia la familia ha disminuido bastante. Nuestra cultura está presa por el instante y el goce inmediato, que rechaza la espera y prefiere disponer de la vida como si no hubiese ni un antes ni un después. Es una fuerte creencia en ser-en-sí-mismo, una creencia que pretendería librarse de las complicaciones que comporta la transmisión. La elección de los nombres de los niños se refiere entonces a los héroes de las serias americanas o a los ídolos de los padres —una manera de inventarse otra filiación fuera de su familia.

El niño hace entrar a la pareja parental en la responsabilidad. Un nuevo significante apareció en los años 1990: «la parentalidad», que designa esta implicación, sobre todo en la práctica educativa con los niños. Con este concepto, los significantes «hombre» y «mujer» desaparecen, y la diferencia de las funciones «padre» y «madre» se borran. Es la radicalización de una idea que consiste en no designar ya la sexuación en la función parental. Este concepto define la igualdad de los derechos entre el padre y la madre frente a sus hijos. Pero la igualdad no significa la equivalencia de las funciones. La maternidad y la paternidad no son experiencias intercambiables. La función «padre» y la función «madre» no se solapan para el hijo, y es importante mantener esta diferencia.

El niño será entonces implícitamente deseado como aquel que servirá al vínculo familiar. Él mismo proviene de este deseo de familia. Aunque no esté enunciado así, está presente igualmente esta idea de perpetuar un modelo familiar, de llevarlo a cabo, de fortificarlo. Las identificaciones con los significantes «padre» y «madre» se mantienen muy presentes. Convertirse en padres es una elección que procede de estas identificaciones fundamentales, sean cuales sean, por otra parte, del padre y la madre que se hayan tenido. En tanto que padres, uno puede situarse «contra», «mejor que», «al lado de», o «idéntico a» sus padres. Inventar una nueva manera de asumir el ser padre o madre es, muy a menudo, una solución para intentar superar los traumatismos de la propia infancia.

UNA DEPENDENCIA VITAL

La dependencia del niño es un hecho biológico, clínico y social. La existencia del niño está sujeta a un Otro, que se encarna a menudo en las funciones de padre y de madre. La extrema fragilidad del niño en su nacimiento, su prematuridad, su imposibilidad de hacer frente a sus necesidades más fundamentales, caracterizan al ser humano. Para vivir y crecer, el niño debe recibir el amor y los cuidados sin los que no podría sobrevivir. Es decir, si los vínculos que se crean entre el niño y aquel o aquella que se ocupa de él tienen implicaciones inmensas en su devenir. Los estudios múltiples sobre la carencia de cuidados —lo que el psicólogo René Spitz describió en el siglo pasado con el término de «hospitalismo»— mostraron los daños irreversibles producidos en los niños que pasaron los primeros meses de su vida en los orfanatos.4

Si bien la dependencia del recién nacido necesita una respuesta en términos de cuidados, de nutrición y de higiene, más allá de la necesidad se manifiesta la demanda de amor. Esta se satisface no con la comida, sino con el anudamiento que se produce en la relación entre dar y recibir. El niño, cuando recibe el alimento, se alimenta también del amor que está presente en aquel que le da de comer. «Amar es dar lo que no se tiene»,5 decía Lacan. Es una manera de nombrar el más allá de la respuesta a la demanda. Esto define el amor como algo que no puede faltar, tan necesario como la satisfacción oral en la alimentación. El niño que recibe su biberón únicamente como lo que servirá para cubrir su necesidad de ser alimentado estará potencialmente en peligro de quedarse fijado a esta dependencia oral, separada del Otro en tanto que deseante.

La dependencia concierne también al niño en la relación con el Otro social durante todos los años de vida hasta su mayoría legal, y a menudo mucho más allá. Hoy en día, muchos jóvenes adultos dependen mucho, afectiva y financieramente, de sus padres. Es una paradoja de nuestra modernidad, la de producir niños que se convierten muy pronto en adolescentes —desde los diez u once años, salen de la infancia para convertirse en adolescentes con sus códigos de indumentaria, sus objetos, sus placeres...— y a la vez retrasar el momento de independizarse. La prolongación de los estudios superiores indica sobre todo la dificultad para dar el paso hacia la autonomía. Es también una manera de engañar al tiempo, de posponer la caótica y difícil búsqueda de empleo. Existe también un tipo de fantasma de igualdad de los derechos que se ha insertado en los vínculos familiares. Los lugares de «padre», «madre» y «niño» son a veces muy confusos, están mal diferenciados; la pareja parental fracasa entonces al significar una barrera generacional. Los niños ya no son tratados como tales, sino como adultos o más bien grandes adolescentes a los que se continúa sirviendo. No es raro que ellos tengan el poder y abusen de él. Este contrasentido en la situación familiar causa bastantes sufrimientos. Un desarreglo tal provoca formas de ruptura en las funciones parentales y filiales e impide que el hijo tome la distancia necesaria para construir su propia vida adulta.

LA NOVELA FAMILIAR

La novela familiar6 es el nombre que Freud dio a una construcción fantasmática común para un buen número de sujetos y que abre una brecha en la relación con sus propios padres. Freud habla de una diferencia entre la realidad familiar y la que el niño puede explicarse a sí mismo. Esta construcción fantasmática tiene lugar al salir del complejo de Edipo, en el momento precisamente en que el niño adquiere un cierto saber sobre sus padres y puede, sin demasiada inquietud, soñar en otros más satisfactorios.

El psicoanálisis en adultos ha verificado el impacto que esta novela familiar tiene en el psiquismo de los sujetos. Muchos son los adultos que se sienten culpables de haber tenido pensamientos imaginarios en los que hacían que sus padres muriesen para reemplazarlos por otros mejores. El interés de esta construcción reside en abstraerse de su propia historia para soñar con otra en la que él pueda aparecer, por ejemplo, bajo la máscara de un niño original, o de un niño adoptado. Este tema equivale a un fantasma de un niño que provendría de otro lugar, de un lugar fuera de los vínculos conocidos. Introduce el mundo exterior en su imaginario.

Se trata de la dificultad para un niño de admitir que él proviene de una relación sexual entre su padre y su madre. Este descubrimiento puede en efecto producir un sentimiento de horror. Imaginarse ser adoptado libera entonces del peso de la sexualidad de los padres y permite velar el goce femenino en la madre, y el deseo del hombre en el padre.

El psicoanálisis se funda, más que en los hechos de la realidad supuestamente objetiva, en la realidad subjetiva del analizante. Las trazas de la novela familiar indican la capacidad de un sujeto para proyectarse en otra escena, para soñar, para imaginarse otro. La vía imaginaria es una protección contra la angustia. Si los libros de cuentos son tan atractivos es porque vehiculizan escenarios familiares en los que la violencia aparece bajo formas crueles (actos de devorar, asesinato, abandono, pérdida). Así, los libros ofrecen a los niños soportes imaginarios a sus propios miedos. Nombran esos miedos y los hacen entrar en escena para producir su realización. De golpe, la angustia puede cobrar un marco. Los videojuegos toman a menudo el relevo de los libros: algunos plantean, por ejemplo, ataques y crímenes inspirándose en fantasmas de asesinato del padre por los hijos y de mundos en los que se transgredió la ley del padre.

Por otra parte, la idea de nacer en otra familia permite luchar contra el sentimiento, en ocasiones pesado, de ser el objeto exclusivo de sus propios padres y de estar en deuda con ellos. Provenir de otro lugar es una versión atractiva que permite soñar la vida de uno bajo la forma de una novela en la que uno podría deshacerse de sus padres e inventarse una familia según el propio deseo.

Se trata, pues, de algo que ha sido así desde que el mundo es mundo: nadie elige a su familia. Nos viene dada, nos sobrepasa, y siempre podemos reprochar a nuestros padres que nos hayan hecho tal y como somos —este tema es efectivamente enunciado a menudo en momentos de disputa—. No se elige a los padres que se tiene. De la misma manera que no se elige nacer. Para el niño o el adolescente, este reproche dirigido a los padres cuestiona la responsabilidad paterna. Los padres sirven a esta cuestión. Ser padre es consentir a la filiación y asumir sus consecuencias.

La novela familiar permite también soñar y creer en el niño como objeto de deseo de la madre y objeto de la protección del padre. Aparece entonces como un medio para ignorar todo lo que contraría esta doble función de padre y madre, del amor y de la protección, excluyendo la relación sexual, que orienta de manera diferente sus respectivas elecciones y deja entrever otros intereses. Desde el momento en que se percibe la dimensión real, el niño se ve desplazado de un lugar en el que se creía el único.

Ahora bien, los progresos de la ciencia llegan hoy a tocar los fantasmas de los orígenes. Los padres pueden verificar su paternidad real como si la palabra de una mujer no fuera suficiente ya para nombrar simbólicamente su función. La paternidad no fue nunca cierta pero el acto de reconocimiento del niño como propio venía a garantizar un acto del padre, que está contradicho desde hace algún tiempo por el saber científico. El padre genético desaloja al padre simbólico, y esto tiene repercusiones en la construcción misma de los vínculos familiares. La ciencia llega a hacer un corte en el reconocimiento paterno. Es intrusiva ahí, y en ocasiones destruye. Verifica entonces una duda, una mentira, una herida, y constituye la paternidad como un vínculo de sangre y no de nominación. Subrayemos que todo niño, sea o no genéticamente propio, es «adoptado» tanto por su padre como por su madre. Se trata de asumir el compromiso de responsabilizarse de él, de convertirse en sus padres.

SUJETO DE DERECHO, OBJETO DE MEDIDAS

Otros discursos se apiñan en torno al niño. Son los discursos educativos, pedagógicos, psicológicos, el discurso médico y el de la justicia. Todos ellos asumen funciones cruciales en la aprehensión de situaciones complejas, y también ordenan posiciones que influyen en el concepto mismo del niño, en su protección, su salud y su educación.

En la segunda mitad del siglo XX, el niño apareció como un sujeto de derecho. El legislador notificó los deberes que se tienen con respecto a él y crea lugares en los que se reflexiona acerca de su propio ser, sus necesidades, lo que debe recibir para crecer y convertirse en un ciudadano capaz de ser feliz y de responder a las exigencias morales y cívicas. Esto ha modificado radicalmente el estatus del niño.

Actualmente, la cuestión de la protección de los menores en lo referente a abusos sexuales ha permitido levantar uno de los tabúes esenciales concernientes a la sexualidad de los mayores con los niños, sobre todo la pedofilia y el incesto. Es notable que esta cuestión pudiera formularse en el momento en que se descubrió la incidencia de la prostitución infantil en los países pobres. Para admitir lo que uno no quiere saber sobre sí mismo, se debe pasar por lo que sucede en los otros.

En cuanto al enfoque evolucionista, asistimos a una recuperación del éxito que tuvo en otro momento entre educadores y padres. Encaja bien con nuestra época, en la que se pretende cifrarlo todo y asegurarse de ello con métodos y test que lo evalúen todo al menor indicio de desviación.

Los test sirven para asentar una psicología de la normalidad y del éxito escolar. Sin embargo, la experiencia demuestra que un niño con una capacidad intelectual normal no necesariamente está a salvo del fracaso escolar. En la mayor parte de los casos, el fracaso escolar es un síntoma que no se puede descifrar si no se analiza la relación particular del sujeto con el Otro del saber. A partir de esta no relación directa entre el fracaso escolar y el CI se construyó una clínica del niño operando a partir del discurso psicoanalítico. Aquí se considera que el niño «mal alumno» es algo más que un mal estudiante, es un niño con dificultades psicológicas al cual se le puede ayudar y tratar mediante la palabra.

Es interesante señalar cómo el entusiasmo que trajo el CI hizo nacer una nueva patología, la de los niños superdotados. Cuando un niño más inteligente que la mayoría fracasa, se le supone «superdotado». Su inteligencia superior le permitiría comprender más rápidamente que los demás, y es lo que provocaría su aburrimiento en clase. Se desadaptaría progresivamente de los aprendizajes, se evadiría de todo lo que sería para él demasiado fácil y dejaría sus apetitos intelectuales sin respuesta. El fracaso escolar está entonces considerado como el síntoma de una mala adaptación de la enseñanza a ese caso particular. La cosa ha llegado tan lejos que se han creado clases de superdotados en función de los resultados obtenidos en los test. Entretanto, se produce una segregación en espejo, la que señala a los niños potenciales reducidos y los excluye del aprendizaje normal. Así, estos planes educativos se fundamentan en el CI del alumno, y a menudo no tienen en cuenta las causas y las consecuencias del propio proceder educativo; sobre todo, se ignora el hecho de que sobrevalorar el éxito escolar puede producir un desmoronamiento, principalmente al abandonar la adolescencia.

Para la medicina, finalmente, la psicoterapia es el nombre genérico utilizado para decir que hay que ayudar al niño y que para ello se disponen de diferentes técnicas. Según esta concepción taxonómica, la psicoterapia analítica es una de las rúbricas de este catálogo y significa «tratamiento mediante el psicoanálisis».

En nuestros días, la indicación de un tratamiento se recomienda a menudo a partir de uno o de varios elementos sintomáticos inscritos en las categorías definidas en el DSM-IV-R,7 sin tener en cuenta la opinión del sujeto ni el sentido que la intervención podría tener para él. Esta nueva psiquiatría prescribe la psicoterapia ignorando totalmente el concepto de inconsciente. La decisión se sustenta básicamente en una representación del niño como un todo cerebral y psicológico del que la medicina hace inventario, poniendo de relieve ciertos déficits. Una vez todo esto ha sido catalogado, se convoca el arsenal de las diferentes terapias con el objetivo de restablecer un equilibrio, redinamizar los trastornos de desarrollo o rellenar las lagunas que puedan existir. Estas respuestas, planteadas como tratamientos reeducativos, tienen una apariencia científica y tranquilizan a los padres. En las consultas hospitalarias, se favorecen los «balances» y las evaluaciones que se supone darán una imagen totalizadora del niño, como si fuera una foto de su estado mental. Después viene el tratamiento.

Esta pendiente evaluadora pone en evidencia el giro de 180 grados que se produjo en el discurso médico, después de la época en la que el psicoanálisis, dentro del ámbito hospitalario, tuvo una función de investigación clínica —recordemos, por ejemplo, la memorable consulta gratuita de Françoise Dolto en el Hospital Trousseau—. El psicoanálisis no se funda ni en una utilización reeducativa de la conducta, ni en una concepción puramente adaptativa del niño; no se construye en un saber médico-educativo, sino en una respuesta sobre el deseo de acoger la palabra y la singularidad del caso.

Los nuevos detractores del psicoanálisis buscan negar el alcance del sujeto del inconsciente; prefieren para él una dimensión fundada en la estadística y la norma obtenida a partir de las cifras. Lo opuesto a atender a la singularidad del caso se halla en este muestreo que instaura una medida que sirve de norma. Desde la guardería hasta la residencia de ancianos, el sujeto está constantemente evaluado y clasificado, y por ello se le inscribe en programas que nos recuerdan demasiado a menudo que no somos más que números. Los números de una pasión por la cuantificación y la estadística.

Antes de que esta era salvaje nos engulla, déjenme decirles cuál ha sido la función de los centros (consultas padres-niños, CMP,8 CMPP,9 consultas hospitalarias o asociativas, SESSAD,10 hospitales de día, etc.) que fundaron su trabajo en los efectos de la palabra y el vínculo de transferencia. Estos lugares permanecen abiertos a la apuesta psicoanalítica, es decir, creen que hay que buscar la etiología de los síntomas en el inconsciente. En estos servicios, la experiencia del psicoanálisis depende de los practicantes, y más específicamente de los médicos psiquiatras y psicólogos que allí ejercen. Y mediante ese ejercicio, el psicoanálisis se construye y se desarrolla. Y lo ha logrado no sin dificultades, ni conflictos ni dolor, pero es un hecho que el método psicoanalítico es eficaz en la clínica con niños y adolescentes.

El inconsciente del niño

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