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EL NIÑO, ¿UN SUEÑO PARA TODOS?

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El niño nunca tuvo hasta hoy un lugar tan importante en nuestra cultura. Es un claro desafío social, político y económico. Él hace presente una fuerza que mantiene vivo el vínculo familiar y representa en sí mismo un mensaje de amor y de esperanza. Funda la idea de la familia como estructura que lo acoge y lo cuida. Él es el producto de una pareja nueva, portadora de un deseo asumido. Si bien la idea de la pareja actual ya no se acompaña de los ideales de fidelidad y de eternidad, se ve reforzada la pareja de padres fieles a sus hijos. Estas nuevas familias son una invención de nuestra época. El niño es la causa de ello.

FAMILIA IDEAL, FAMILIA SÍNTOMA

Mi hipótesis es que la familia contemporánea es un síntoma. La familia freudiana, tradicional, ya no existe. El declive del padre es manifiesto, y su autoridad está en vías de extinción. La pareja heterosexual ya no constituye la base. La familia cobra formas nuevas: monoparentales, recompuestas, homoparentales, etc. Las familias no dejan de sorprender por su diversidad. Antes se definían a partir de las leyes del parentesco y de la función paterna que ordenaba la ley del deseo. El complejo de Edipo verificaba la posición del niño en la pareja parental y condicionaba una elección sexuada por medio de la identificación con el padre del mismo sexo: o niña o niño.

Esta lógica no está por otra parte totalmente superada; los efectos del Edipo son todavía identificables en numerosos casos. Pero los avances de la ciencia ofrecen en estos momentos nuevos medios para convertirse en padres. Intervienen sobre todo en la fecundación, en la verificación genética, fabricando así problemáticas inéditas. ¿Quién es el padre? ¿El progenitor o bien aquel que educa al niño? Otras cuestiones similares se plantean más adelante, también para la madre. Todos estos cambios radicales —que comportan implicaciones jurídicas complejas— remueven los cimientos de las referencias simbólicas tradicionales.

Sostengo la idea de que la familia —incluida en estas nuevas versiones contemporáneas— es un significante amo del psicoanálisis. Este significante encarna la historia del sujeto, la historia como efecto del inconsciente, del que la repetición y las identificaciones son los pilares. En este sentido, se puede decir que la familia fue y sigue siendo uno de los síntomas del psicoanálisis, su ombligo, su vía de investigación. Desde que no se sostiene ya esta hipótesis de la familia como nudo de significaciones, se deteriora una cierta concepción de la libertad del sujeto en tanto que actúan en connivencia con la palabra.

El ataque que se desplegó contra el psicoanálisis en el momento de la publicación del informe del INSERM,1 más tarde con el Libro negro del psicoanálisis,2 me sorprendió. Aunque en la prensa, los conductistas atacaban al psicoanálisis y los estudios supuestamente serios cuestionaban su método y su eficacia en los tratamientos, me parecía que no había ninguna razón para no abordar al niño freudiano. Este niño, al que he calificado como «freudiano», es, en efecto, el niño del deseo erigido como ideal, el niño del que el psicoanálisis hizo un sujeto de pleno derecho, atribuyéndole el poder de pensar, de sufrir, de amar y de ser escuchado como tal.

Este niño freudiano creció con esta ideología de la palabra, una ideología que hoy molesta. De la misma manera que los síntomas tienden en estos momentos a ser reducidos a comportamientos negativos, como si no fueran más que malos hábitos, el niño es objeto de una nueva lectura, que se pretendería científica por el hecho de que opera a partir de los progresos de la imaginería cerebral. Los exámenes por IRM o por escáner permiten saber muchas cosas sobre la actividad cerebral, pero no detectan para nada la causa de los síntomas. El psicoanálisis busca, en cambio, elucidar la causalidad inconsciente implicada en su formación. En efecto, los síntomas tienen un sentido particular y, más aún, una función: conciernen al sujeto que se queja de ellos y están regidos por leyes precisas.

El descubrimiento del inconsciente muestra el impacto de los primeros años de la vida en la construcción de un sujeto. El niño es el objeto mismo de esta invención. Es la prueba lógica de ello, su marca estructural. Freud lo señaló en su teoría de la represión. Mostró que los síntomas histéricos tenían su fuente en escenas infantiles olvidadas. Planteó la increíble hipótesis de que hay una correspondencia, una relación causal, entre el síntoma que sufre un sujeto y el recuerdo traumático que se le asocia. Yendo al encuentro de este recuerdo olvidado, descubrió que el hecho de hablar de sí mismo conducía al analizante a hablar de su infancia, de sus padres y de sus primeras experiencias infantiles. Ahí se desveló el origen de un conflicto psíquico que ponía en juego al niño en sus recuerdos, a veces completamente desconectados de su realidad actual, incluso en situaciones de la vida consideradas como banales y que, sin embargo, contenían una verdad olvidada. El inconsciente esclareció el hecho de que la infancia es el receptáculo de experiencias decisivas que marcan el psiquismo del sujeto.

Nunca antes se habían depositado en el niño tantas esperanzas. Él encarna en sí mismo una prueba de la felicidad de la que todo el mundo tiene derecho. No es sorprendente que este niño portador de goce no esté siempre a la altura de la satisfacción esperada. El niño está a menudo sobreinvestido y conminado a responder al ideal que él simboliza. Cuando pierde este lugar, se vuelve un síntoma familiar.

Para alcanzar esta perfección, el niño debe responder a normas cada vez más codificadas. Debe adaptarse a las situaciones más complejas de su existencia, sin manifestaciones sintomáticas. Si fracasa en ser «normal», entra entonces en el triste mundo del trastorno psíquico y de sus evaluaciones.

TRANSPARENCIA ENGAÑOSA

Encubierto de «transparencia» y de prevención, el niño es entonces encasillado, identificado, medido, comparado. Pero ¿para qué sirve secretamente la llamada transparencia, este cuidado en no esconder ni ocultar nada, sino para preservar a aquel que tendría el saber? Algunos médicos se tomaron el asunto en serio y respondieron a esta obligación de revelar y de predecir los efectos de los tratamientos, así como los pronósticos en términos de vida, de muerte y de discapacidad. Hemos pasado de una posición médica que velaba por el sujeto y tenía en cuenta su palabra, a una posición de objetivación absoluta por parte del saber médico, que crea un impasse en la palabra del sujeto. De golpe, existe un deber de nombrar la enfermedad, de enunciar un saber que vale como verdad absoluta y de prescribir el tratamiento definido como única respuesta posible a la enfermedad constatada. Así, uno se evita el riesgo de que le acusen de haber disimulado un diagnóstico y, de ese modo, haber engañado a pacientes y padres.

La transparencia sostiene así la idea de clasificación. En efecto, esta concepción identifica grupos de personas bajo un significante que los nombra por sus síntomas; los toxicómanos, los bulímicos, los depresivos, etc., inscriben su singularidad en nombre de una diferencia llamada «trastorno» o «hándicap». Encuentran su lugar en la sociedad, que les empuja a existir y les otorga sus derechos en tanto que enfermos. La transparencia es el nombre de un nuevo modo de saber que trata el sufrimiento humano por medio del reconocimiento del síntoma, que funda la discapacidad.

En cambio, el psicoanálisis cuestiona y busca con los padres cómo responder al síntoma en tanto que él es una particularidad del niño. El psicoanálisis les ofrece también un lugar donde decir su propio sufrimiento, su propia angustia, frente a las consecuencias ligadas a la patología de su hijo. La búsqueda de la causalidad psíquica ha dado ciertamente lugar a una culpabilización de las madres, que retorna hoy en forma de odio hacia el psicoanálisis. Ahora bien, la cuestión no es acusar, sino entender y tratar. No es raro, en efecto, que frente a su hijo que no evoluciona normalmente, los padres busquen ellos mismos cómo entender el porqué. No dudan en explicar cómo actuaron, cómo un acontecimiento imprevisto les obligó a separarse de su hijo, o bien cómo se desbordaron por la angustia o el miedo de hacerlo mal.

El psicoanálisis ha puesto especialmente de relieve que el vínculo madre-hijo no era inmanente, que podía tardar en darse, pero que podía también resultar obstaculizado por todo tipo de miedos, angustias y sufrimientos vinculados a su historia. El psicoanálisis ha ayudado a verbalizar estas cuestiones secretas y vergonzosas; a elucidar, en gran medida, las causas de su sufrimiento, de su inhibición o de su fracaso, y a dejarlas atrás. Ha acompañado los cambios acaecidos en la familia, y ha hecho especial hincapié en la cuestión de la separación de las parejas. El lugar y la función paterna se han visto modificados. La situación de las mujeres ha sufrido cambios importantes y la posición del niño ha sido sacudida por las nuevas elecciones de vida de los padres. El psicoanálisis ha sido ciertamente impotente para curarlo todo, pero no ha sucumbido nunca a la imposición de un ideal de adaptación loco.

RETORNO DE LA ZANAHORIA Y EL BASTÓN

Desde Estados Unidos o desde Canadá nos llegan sin cesar nuevos métodos para abordar la educación de nuestros hijos: programas para detectar infradotados, así como superdotados, fóbicos, disléxicos y revoltosos, a los que se les diagnostica hiperactividad... incluso futuros delincuentes, por lo que será tan importante detectarlos lo antes posible, como si la hiperactividad fuera el índice de un síntoma ya conocido que conduce a la delincuencia.

Estos enfoques son simplistas y conservadores, a pesar de que utilizan un vocabulario que se pretende científico pero que enmascara mal la inconsistencia conceptual que los promueve. Como su nombre indica, el conductismo parte de lo que se muestra, de lo que se ve, sobrepasa o molesta. Busca hacer desaparecer rápidamente el comportamiento que se juzga inadecuado. Su método parece reducirlo todo a una falta, a un defecto que haría falta corregir. Reducir el síntoma a un comportamiento, excluyendo el hecho de que se trata de una formación del inconsciente, decretarlo inútil y no válido, sin preguntarse acerca de su utilidad y de su función —y después hacer todo lo posible para vencerlo—, es un método de condicionamiento. No es creativo, se apoya, en el mejor de los casos, en la buena voluntad del sujeto o, la mayor parte de las veces, en un forzamiento, siempre recompensado, siempre valorizado, como si los progresos estuviesen exclusivamente ligados a la voluntad y a la fuerza mental del yo consciente.

Desgraciadamente, vemos cómo el conductismo ha causado furor justamente en este periodo en el que la familia se ha debilitado, se ha recompuesto, y que la función paterna se ha mostrado ausente. Este hecho tiene una cierta lógica: la familia patriarcal ya no existe. El conductismo encuentra ahí su atalaya. No se interroga ni sobre los vínculos familiares de los sujetos ni sobre su historia, sino que trata al paciente como un robot cuyos actos hay que programar convenientemente. Cuando fracasa, se le reprograma para que consiga finalmente aquello en lo que falló. Inspirado en un modelo informático, al trastorno se lo supone arraigado en las neuronas y las zonas del cerebro. Ningún rastro de historia, nada que decir sobre la educación, ninguna reflexión sobre la transmisión, nada sobre fenómenos de interpretación. Los sujetos no están ahí considerados como insertos en una cadena significante inconsciente que organizaría la condición de unos vinculados con los otros. Se procede como si existieran individualmente, de manera absolutamente autónoma, y sobre todo como si no tuvieran nada que decir.

LUGARES PARA LA PALABRA

El psicoanálisis pretende aliviar a las personas que sufren de su infancia —ya se trate de maltrato, de una tristeza indeterminada o incluso de malestares aparentemente ordinarios— y especialmente de aquello que no ha podido decirse. La lista de perjuicios sería demasiado larga. Sin embargo, basta con pensar en las enfermedades, en los suicidios, en los niños que nacieron muertos, o incluso en los dramas familiares como el alcoholismo; y ustedes se podrán hacer una idea de lo que puede suceder y llegar a ser silenciado en una familia considerada «completamente normal». Pues el miedo de hacer daño está a menudo en el horizonte del silencio promovido. En efecto, ¿cómo decir a su maravilloso hijo que, antes que él, uno tuvo otro hijo que murió asfixiado en su cama? ¿Cómo anunciar a su hijo de tres años que su padre tiene cáncer y que su vida está en riesgo? ¿Cómo hacer saber a una hija de seis años que uno no pudo continuar con sus estudios porque tenía entonces dificultades de aprendizaje?

El rechazo a responder a estas preguntas es muy frecuente. Se dice que el niño no comprende, que es demasiado pequeño. Se piensa en ello y después uno quiere olvidarse de ello. El olvido es una forma de silencio que se impone, pero lo que queda olvidado mantiene siempre una huella ya enunciada, un dicho que dejó consigo una marca. En todo esto, la palabra es una fuerza inimaginable de la que todo sujeto en análisis puede dar fe.

Los síntomas de los pequeños tienen esta particularidad, que son manifiestos y aparecen siempre a plena luz. No están velados ni por el ideal ni por la consistencia moral ni por el «superyó», esa instancia elaborada por Freud que vigila y prohíbe, por la simple razón de que no están considerados en el psiquismo de los más pequeños. Estos no experimentan ni el bien ni el mal, sino nada más que el placer y el displacer. Es por ello que es un ser frágil y que demanda tantos cuidados. Sus síntomas no son habitualmente más que medios para manifestar su angustia o responder a la de sus padres, y quizá también para protegerse de las expectativas de un padre demasiado impaciente, demasiado ansioso o exigente.

Resulta crucial que existan lugares en los que este encuentro con el psicoanálisis permanezca vivo. Son refugios para aquellos que han sufrido algún perjuicio, una pérdida —a esto lo llamamos traumatismo—. Para hacer algo con ello y no ser roído o engullido por este trauma, un sujeto debe poder dirigirse a aquel que él mismo se construyó desde su particularidad —es decir, con su síntoma— y que llamamos «psicoanalista». Ir a hablarle de su sufrimiento implica poder separarse de ello concibiéndolo de otra manera. Así, el sujeto construye él mismo un nuevo saber.

La clínica se lleva a cabo sobre la base del sufrimiento del paciente. Esta evidencia está al inicio de todo trabajo a partir de la palabra, llámese psicoterapia o psicoanálisis. Al mostrar lo que es este trabajo cotidiano acompañando a familias y a niños con dificultades, pretendo sobre todo demostrar el efecto de alivio, de apaciguamiento y de elucidación que permite el tratamiento psicoanalítico; pretendo exponer los efectos de desanudamiento operados por la palabra dirigida a aquel que sabe cómo uno se enreda con las palabras de sus allegados, con las palabras de su Otro, y por supuesto con sus propias palabras. El concepto de gran Otro de Lacan define un lugar, el de los significantes,3 pero también el de una relación que inaugura ahí esa posibilidad.

El deseo del Otro es uno de los nombres del deseo parental que inágtroduce al niño en la particularidad de un deseo tal. El psicoanálisis permite tratar el vínculo entre el sujeto y su Otro. Le permite situarse en su responsabilidad con respecto a lo que le hace sufrir y donde él aloja su goce secreto.

A partir de la estructura de lenguaje de su inconsciente, el niño en análisis se concibe como un sujeto en relación con su padre, su madre y la historia de su familia. Este es el hilo conductor, auténtico, verificable, que se mantiene en cada encuentro con un paciente como el testimonio más esclarecedor del deseo que ahí se aloja. La determinación de los síntomas como nudos de saber y de goce constituye una referencia indefectible para entender de qué modo se vincularon, se fijaron, para satisfacer al sujeto. Un análisis le permite sacar en claro lo que determinó su existencia y le ofrece la posibilidad de hacer nuevas elecciones con mejor conocimiento de causa. Así, el psicoanálisis defiende y promueve una cierta concepción de la libertad. Está claro que el ataque frontal del que es objeto pone en evidencia la llegada de una ideología que deja menos lugar a la singularidad.

La práctica clínica que deseo mostrar aquí no es la de la consulta del psicoanalista, sino la que se desarrolla en una institución sanitaria, plural en su concepción de la ayuda y donde el psicoanálisis ha sabido encontrar su lugar. Esta práctica clínica se inscribe en un trabajo conjunto, y da cuenta del impacto de las políticas de salud mental que sitúan al niño y a su familia en el centro de sus preocupaciones.

Querría decirles a ustedes hasta qué punto mi orientación, la que toma una posición de transferencia con respecto al psicoanálisis lacaniano, me permite exponer las impresiones del encuentro del niño y de sus padres con un analista.

El inconsciente del niño

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