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II. DESPRENDIMIENTO

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Resulta extraño lo que le repugna a la gente. ¿Quién desdeñaría la amistad de un gecko, por ejemplo? Un gecko de ojos dorados, piel traslúcida y dedos extendidos en el muro de una granja. ¿Quién podría resentirse ante una araña de patas largas que teje su entramado de plata en el ángulo de una habitación? Pero las personas lo hacen: pagarán para que los maten, los envenenen, los destruyan.

Katya no destruye. Ese es su talento y su campo de acción. De manera que reubicará un nido de avispas, desviará una invasión de orugas, despejará un tejado repleto de palomas que anidan en sus rincones, batallará con un tropel de gatos sarnosos. No respinga cuando debe hacer frente a infestaciones de cucarachas, cúmulos de ratones, migraciones anómalas de abejas y puercoespines. Ha lidiado con babuinos, aunque dicha labor es inusualmente ardua. Por lo general, prefiere las bestias más pequeñas. Alienta a las arañas y es amiga de las palomas, a quienes otros llaman, sin piedad, ratas del aire. Su filosofía consiste en respetar a cualquier criatura que se las arregle para subsistir en la ciudad: criaturas que realizan todo tipo de actividades clandestinas, roban bocados de comida y día tras día negocian nuevos armisticios con los humanos entre los cuales viven. Sobrevivientes, ocupantes ilegales e invasores. Seres díscolos y tenaces. Ellos tienen su lugar.

En su mayoría, no hacen ningún daño real. Son objetables sólo porque han errado el camino y se han apartado de las zonas a las que pertenecen, o porque les provocan escalofríos a los humanos. Pero Katya no se estremece. Nunca. Es capaz de colgarse una serpiente alrededor del cuello, cual si fuera una bufanda, y sentir las escamas áridas, fluidas como el agua, en sus palmas envueltas en látex: no hay problema.

Tal es su tarea: auxiliar a esos pequeños residentes temporales en una tierra ajena. Llevar la naturaleza de regreso a la naturaleza, mantener amansada a la mansedumbre. Patrullar las fronteras. En ocasiones, una parte de sí misma quisiera revertir la circulación, enmarañarla. Tomar esta caja de orugas, por ejemplo, y vaciarla en aquel palacio de Constantia que acaban de abandonar, aun cuando eso signifique caos, alaridos, vestidos arruinados y cuerpos esponjosos estrujados contra el césped.

Pero he ahí la voz de su padre. Su sentido del humor iracundo.

Len Grubbs: hombre dedicado a la fumigación de plagas durante toda su vida. Un exterminador. Jamás se molestó demasiado en hacer las cosas de forma correcta o en volver a situar las cosas en el lugar debido.

Trampas y veneno: sólo sabía de eso. Con frecuencia recibía mordeduras. Una vez lo mordió una víbora bufadora. E incluso mientras padecía esa agonía, se aseguró de moler a palos a la bestia hasta matarla. Un combate cuerpo a cuerpo: así es como Len Grubbs desempeñaba su oficio.

En contraste, el trabajo de Katya se funda en un procedimiento relativamente amable, centrado en el rescate y la limpieza. Con todo, saca a la luz su temple malicioso, inicuo. Quizá por la clase de animales a los que tiene que enfrentarse, y que su padre enfrentó antes que ella: los indeseados. Los indeseables.

En el Bosque de Newlands, Katya y Toby ascienden a través de los pinos y transportan las cajas hasta un sector de árboles autóctonos. Ella está contenta de recorrer este tramo desolado en compañía de Toby. Internarse sola en el bosque puede resultar angustiante, aunque le gusta pensar que una mujer con una caja de aborrecibles orugas presionada contra su pecho se encuentra a salvo de la mayoría de los posibles embates.

Se hallan en una zona distante del itinerario habitual, en un territorio que Katya no visita a menudo. Ha sido idea de Toby. El chico divisó un árbol que parece inmejorable para las orugas. Ella advierte, con interés, otro aspecto de su sobrino que desconocía: su predisposición a vagar por los bosques.

Toby se quitó los zapatos en la camioneta y sus enormes pies, que han tomado la delantera, franquean con confianza el lecho de agujas de pino. En tanto Katya lo observa moviéndose contra las ramas –algunas resplandecen, blanquecinas, en la incipiente oscuridad del aire–, piensa de nuevo que es como un joven árbol. Pese a su complexión delgada, su cabello liso y frágil, y sus ojos líquidos, Toby no es un chico mustio. De hecho, posee una suerte de resistencia elástica, semejante a la de la madera recién cortada. Y he ahí el verdor vegetal que corre por sus venas, bajo la piel, y el aroma de su cuerpo, ligeramente parecido al de la savia. “Ahora soy vegano”, le contó hace poco. Quizá por eso esté creciendo con tanta rapidez: fotosíntesis.

A lo largo de los años, Katya ha visto su transformación de un niño robusto y rubio en un adolescente espigado. No es guapo. Su rostro es demasiado amplio a la altura de la frente y puntiagudo en el mentón; la nariz, prolongada en exceso. Pero tiene esos ojos luminosos en las profundidades, tras extensas pestañas, y la delgadez de los labios se compensa en virtud de su encanto, del modo en que los junta y los presiona entre cada sonrisa, mientras reprime pensamientos indefinidos. ¿No es cierto que las chicas desearían algo así? Además, una vez que haya ganado volumen, tendrá la estatura a su favor. Hombros anchos. Piernas interminables. Dedos estilizados, idóneos para rasgar las cuerdas de una guitarra en torno a fogatas. Sin duda, alto como su padre, piensa Katya. Al contrario que nosotros. El pelo también atestigua la herencia de ese hombre: el padre lívido a quien ella jamás conoció, pero que parece revelarse a sí mismo, en diversas etapas, a través del cuerpo de su hijo, a partir de desplegar las extremidades del adolescente, de flexionar sus dedos esbeltos, disímiles a los de los Grubbs.

Los Grubbs son bajos pero con músculos bien desarrollados, de piernas cortas y brazos demasiado largos. Gente análoga a los monos. Rostros simiescos, narices chatas. A su hermana Alma, de cabello largo y claro, dichos rasgos la hacen verse bonita. Katya siempre usó el pelo corto y es más oscuro, como el de papá. Todos tienen el mismo porte: se conducen con celeridad y la espalda recta.

Las orejas de Katya, misteriosamente pequeñas, deben provenir de su madre, igual que sus senos grandes. Pero en todos los demás aspectos, la influencia de Sylvie, como su memoria, es difusa y va atenuándose de manera paulatina. Hay muchas otras partes del cuerpo en las que Katya puede identificar, sin asomo de duda, la vigorosa estirpe de su padre. Las manos, por ejemplo. En los viejos tiempos, cuando solían comer juntos, se descubría analizando los dedos ínfimos de Len, unidos a unas palmas cuadrangulares, útiles. Al dirigir la mirada hacia la mesa, ahí estaban las mismas manos, si bien más pequeñas y en una versión menos deteriorada, asidas a sus propios cuchillo y tenedor. Siempre temió desarrollar los nudillos protuberantes de Len, nudillos que hacía restallar en los oídos de sus hijas para despertarlas cada mañana.

Alma también había heredado esas manos, aunque ella las usaba con delicadeza, manipulando los cubiertos con precisión neurótica. Las puntas de sus dedos índices oprimían el acero de modo inofensivo, en tanto diseccionaba la comida en bocados más y más diminutos. En respuesta, Katya emitía ruidos al comer y masticaba con la boca abierta –igual que papá–, mostrándole a Alma sus dientes y su desprecio.

Katya se pregunta cómo habrá cambiado Len con la edad. Acaso esté calvo. La última vez que lo vio, su cabello empezaba a volverse ralo. Su semblante parecía menos simétrico, las facciones más acentuadas; los ojos y la nariz destacaban en la cabeza pequeña y redonda. No obstante, su expresión, en esencia, seguía siendo la misma: imperturbable, despectivamente risueña. Con frecuencia atisba esa expresión, pese a que no se ha encontrado con su padre en años. La percibe en el espejo casi todas las mañanas.

Toby se detiene, de súbito, en un pequeño claro bajo un árbol ensortijado. Alrededor de la base del tronco hay algunas tablas y rocas homogéneas, dispuestas en círculo. Sobre las rocas, cera derretida de velas.

–¿Cómo hallaste este lugar, sea lo que sea?

Él se encoge de hombros: un movimiento desorbitado, dada su incipiente amplitud.

–A veces vengo aquí con amigos –dice.

–¿Eh? –se desconcierta Katya– Vaya, pues.

Se trata, sin discusión, de un sitio al que uno acudiría para fumar mariguana; ella también fue adolescente en alguna época. Otra cosa que ignoraba acerca de Toby.

Katya toca un tegumento duro y velloso. Le pertenece a un almendro salvaje, la especie que Jan van Riebeeck utilizó en su famoso seto vivo, destinado a mantener a los khoisan fuera del antiguo asentamiento holandés. ¿Podría ser este uno de los árboles originales?

Seguro papá me enseñó eso, reflexiona.

Las ramas gruñen y tiemblan. Toby está en las alturas, por encima de su cabeza; sus grandes pies se aferran al tronco.

–Oye, baja de ahí. No hay tiempo para travesuras.

El chico cae al suelo, a su lado, en medio de un alboroto de vástagos que se dispersan.

Niño insolente. Niño de caricatura. Siempre ha experimentado instantes repentinos de energía y extenuación. Retoza durante un minuto y al siguiente se desmorona y toma una siesta, esté donde esté. Galopa u holgazanea o se pasea sin rumbo; baila, zumba y da brincos. Katya lo imagina levantándose de la cama durante una bella mañana y saltando con ambas piernas para introducirse en sus jeans. Cuando descansa, yace inerte; en estado de vigilia, se ve naturalmente alerta, radiante y perspicaz. No existe una fase de transición. Katya jamás ha vislumbrado turbiedad o apatía en sus ojos.

Toby se acuclilla junto a las cajas y la mira, expectante.

–Hazlo, Tobes. Tú sabes cómo.

Katya lo escudriña mientras descorre el pestillo de una de las tapas, saca una oruga con sus largos dedos y la coloca en la corteza del árbol. Toby ha adquirido confianza en su labor. Ella lo sabe por la manera en que suele acariciar o alzar en brazos a algún pequeño y triste viajero. Cierto gato sarnoso o cierta cucaracha desventurada. El toque familiar.

–¿No es esto genial? –susurra al tiempo que las criaturas reanudan su marcha.

Arrodillados uno junto al otro, Katya y Toby contemplan la tortuosa urdimbre de cuerpos de oruga. Él ha elegido bien el árbol; las bestias lo aprueban.

–Ya está hecho –dice; su voz se ha suavizado y es más honda en el crepúsculo.

Una visión memoriosa surge, de modo inexacto, a partir de la escena. Seguro fue aquí o cerca de aquí, años atrás y al anochecer... Katya había emprendido una caminata... No. Eso no es certero. Era una niña y no andaba por cuenta propia. Iban ambos. Ella y papá. Katya podía oler su tabaco liado. Habían tomado una senda durante el ocaso, cuando ya casi oscurecía. Los árboles se cerraban en un túnel sobre ellos. Estaban trabajando.

Presta atención. Papá se hallaba agachado, resuelto; su cuerpo entero se dirigía hacia un punto en el terreno. Ella se postró junto a él, cautelosa y taciturna. Orgullosa de sus pasos sutiles, de sus acercamientos sigilosos.

Una silueta negra se crispaba en la arena. Al principio, pensó que se trataba de cierto tipo de insecto, de una mariposa aletargada batiendo sus alas. Pero, al apoyarse en el suelo, vio que era un mamífero: una musaraña, del tamaño de la coyuntura de su dedo pulgar, absorta en alguna actividad vehemente. Tan absorta que hizo caso omiso de quienes la investigaban, aun cuando Katya aproximó el rostro. Su pelaje era algo más oscuro que el color de la hojarasca; sus garras, delicadas y virulentas. Katya comprendió por primera vez por qué las musarañas son emblemas de ferocidad: esta minúscula criatura estaba sumida en una carnicería. Sujetaba a una lombriz de tierra que intentaba huir hacia un hoyo. Arrastraba el cuerpo baboso, rosado y grisáceo fuera del suelo, con una mano sobre la otra –como un marinero que maniobra una soga gruesa–, y simultáneamente lo embutía entre sus fauces, abiertas de par en par a fin de dar cabida al tubo convulsionado. Un espectáculo ridículo, obsceno, imponente.

Estuvieron allí sentados durante largo rato, curioseando aquel salvajismo en miniatura, hasta que la luz se desvaneció. Su padre se puso de pie sin necesidad de impulsarse con las manos. Ella admiraba su fuerza nervuda, su entendimiento instintivo del bosque. Imitó su movimiento, tambaleándose un poco para mantener el equilibrio. En otro momento, él habría concluido la aventura con un aullido o, peor aún, con un zapateo. Pero esa noche guardó silencio. No muy a menudo permanecía tan estático.

El silencio de aquella noche lejana, los troncos de los árboles, ennegrecidos en oposición al cielo fulgurante... En su memoria, la escena entraña un sentimiento místico. ¿Es posible que Len la haya tomado de la mano para conducirla a través de los árboles? Seguro que no.

–Ey –dice Toby–. No está funcionando.

La luz es lánguida bajo el árbol en el que liberó a las orugas. Algunas se adhirieron a la corteza, otras cayeron a la tierra y otras más deambulan por la maleza. La disciplina militar se ha roto; el general ha perdido su dominio.

–No se arremolinan en un enjambre, como lo hicieron antes.

Katya se encoge de hombros. Es verdad. Se siente cansada.

–Lo intentamos, Tobes. No podemos complacer a todas.

Él se ve tan abatido que es mejor no añadir que pájaros, nutrias y serpientes devorarán a la mayoría. En la montaña se libran incontables y minúsculas batallas de esa índole. Es un territorio en disputa, de luchas yuxtapuestas, tridimensional, patrullado con fervor. Posee millones de reinos en miniatura, del tamaño de la palma de su mano, de la huella que deja su pisada, de su uña.

Katya se incorpora y se sacude de las rodillas los restos de un mantillo de hojas.

–Vámonos de aquí, Tobes. Estoy totalmente extraviada.

En realidad no es posible perderse aquí en el bosque, con la montaña de un lado y la ciudad del otro.

Toby indica la senda y emprende la marcha; sus piernas largas se desplazan sobre leños y se abren camino entre helechos secos. No es la dirección que ella hubiera elegido. Cierta cosa pequeña se escabulle, escapando de ellos, invisible en los matorrales. Se escucha un gorjeo, un murmullo, un aleteo. Katya imagina que las orugas descubren su rastro y se deslizan despacio tras ellos, hasta llegar a casa.

Cuando salen de la frondosa arboleda, ambos suspenden el trayecto durante unos instantes, extasiados ante paisajes más vastos. El sendero zigzagueante establece aquí una pausa, en un arcén despojado, permitiéndoles gozar de una vista panorámica: hacia arriba, la faz expuesta de la montaña; hacia abajo, la perspectiva de la ciudad. Katya ha residido y trabajado en Ciudad del Cabo toda su vida; aun así, hay lugares de la urbe que jamás ha visitado. Trata, en vano, de columbrar su hogar entre determinados puntos de referencia, sitios familiares. Se estremece.

–Vayamos a casa, Tobes. Antes de que oscurezca.

Mientras se dirige a casa después de dejar a Toby en el domicilio de su madre, en Claremont, Katya se siente agotada y virtuosa. No siempre tiene tanto brío. En ocasiones, tan sólo ha descargado criaturas a un costado de la ruta o ha vertido a las de sangre fría en el Canal de Liesbeek. Sin embargo, eso le genera remordimiento. Los peces son un asunto peliagudo. Cuando era más joven, a veces iba a nadar a un lugar de la carretera Tafelberg donde los arroyos de la montaña se congregan en profundos tanques de concreto, antes de pasar bajo la ruta. Un día, alguien liberó sus carpas doradas en una de esas piscinas: se reprodujeron hasta el delirio y llenaron el agua de destellos estridentes. Los peces silvestres no duraron mucho; sin duda se comieron todos los renacuajos disponibles y luego murieron de hambre. Katya revisó el tanque en otra oportunidad y estaba desprovisto de cualquier forma de vida. No encontró peces ni anfibios. Un experimento de reubicación que había salido horriblemente mal.

Enfrente de su casa solía existir un parque con juegos infantiles, pequeño pero muy arbolado, donde liberaba a las bestias cuando sentía pereza. A lo largo de los seis años transcurridos desde el inicio de su negocio, el parque asimiló, sin efectos nocivos, una cantidad asombrosa de bichos y amenazas menores, absorbiéndolos como una esponja. Durante cierto periodo, el acontecimiento se volvió objeto de una fascinación algo enfermiza: ¿cuánta biomasa podía contener aquel exiguo entorno? Era un pañuelo de mago, que envolvía y hacía desaparecer mil conejos. ¿Los animales se dedicaron a comerse unos a otros? Sin duda hubo alguna fuga, alguna filtración de ratones y jejenes que se precipitaron hacia las calles y los drenajes circundantes, pero ella no puede afirmar que lo haya notado, y los moradores humanos del parque –los cinco o seis vagabundos que vivían detrás de los baños públicos, es decir, Derek y sus amigos– nunca se quejaron.

Ahora, el parque es una zona vedada. A decir verdad, apenas perdura: lo han derribado. La demolición finalizó hace una semana, pero Katya aún no se acostumbra al cambio. Maneja el vehículo de RIP, dobla en la esquina de su casa y su corazón da un vuelco al ver la calle tan desfigurada. Tiene un aspecto inestable, como si la vía entera se inclinara, no hacia su hogar, sino hacia el hueco perturbador hendido del otro lado. Hay más cielo que antes. Incluso puede otear un fragmento de la montaña por encima de los techos, fragmento que hoy es azul pizarra y viste una caperuza de nubes.

Estaciona la camioneta en la entrada de su cochera y cruza la calle para observar la excavación. La valla está tan fría como lo indica su apariencia; extrae el calor de su mano y lo incorpora al enrejado metálico. Mientras Katya se desplaza, sus dedos chocan, entran y salen de los orificios de la alambrada, sujetan los filamentos y se desembarazan de ellos. Los segmentos laterales de la plaza cercada forman patrones delicados como la seda, que se contraponen en una trayectoria circular, resplandecen y se alinean.

Rastros de gruesos neumáticos trazan una curva que desemboca en la calzada; la curva pasa bajo la puerta de la valla, cerrada con candado, y a través del borde de la acera. Se ha cavado una zanja; yacen expuestos viejos cimientos, estratos de concreto y tuberías metálicas retorcidas. Pozos de agua turbia en el fondo de la excavación. El agua estancada huele a monedas enterradas durante mucho tiempo. Apoyada en la cerca de alambre, Katya escruta el agua color peltre y mira los bosquejos oscilantes de edificios y farolas, una ciudad sumergida que quizá aún podría erigirse, intacta. Pero la superficie del agua es opaca, y ella, un reflejo borroso en la leche sucia.

Por supuesto, la destrucción del parque no representa ninguna sorpresa. Katya ha atestiguado el deterioro desde una ventana del piso superior de su casa, paso a paso. Primero el pasamanos, los toboganes, el tiovivo, los columpios y el subibaja: arrancados de raíz y tumbados, revueltos como los juguetes de un bebé gigante y vil. Ahora la estructura para trepar está de cabeza en un rincón de la parcela: pintura despostillada, pies zambos de hormigón en el aire. La demolición trajo consigo una cantidad sorprendente de algarabía y polvo, considerando que, por principio de cuentas, allí no había prácticamente nada: algunos árboles; unos cuantos bancos de diseño urbano ordinario; baños públicos construidos con ladrillos amarillos. Casa de la mierda hecha de ladrillos, solía decirse Katya a sí misma por las mañanas, cuando vislumbraba los baños desde la ventana del piso superior. Le gustaba el sonido de tales palabras en su mente. Ahora el ínfimo chiste carece de sentido. Un eucalipto azul elevado, escultural y de piel demacrada; una belleza demodé e inclinada, en cuyas ramas cantaron e hicieron nido multitudes de aves: ahora constituye una pérdida. Una brigada de hombres con motosierras lo descuartizó y se llevó a rastras los fragmentos como si fueran trozos de carne.

Cierto día, un grupo de guardias uniformados expulsó, también, a los habitantes humanos del parque. Derek y su pandilla salieron confundidos, dando traspiés y parpadeando, como viejos soldados a quienes se saca de las trincheras a punta de pistola. Sus carritos de supermercado tirados en el pavimento; sus mantas y colchones, semejantes a hongos deformes que alguien extirpara del suelo. Y luego ingresaron las máquinas, metiendo sus hocicos en la tierra. Cada etapa trajo sus propios gemidos de dolor e indignación. Ahora las fieras excavadoras se han puesto una mordaza en las fauces, y sus mentones, barbados con mantillo, descansan sobre el terreno. Algo nuevo se alzará aquí muy pronto.

Esto es lo que ocurre cuando no estás atenta, piensa Katya. Las cosas cambian; las piezas se mueven sin cesar. No le agrada un ápice. Los cambios la conflictúan. La presencia de Toby, por ejemplo. Fue imposible rechazar a su propio sobrino cuando vino a pedirle trabajo. No, se siente contenta de tenerlo. Sin embargo, ha vivido y trabajado sola durante mucho tiempo y la distrae el hecho de que alguien la siga a todas partes. Su ímpetu le resulta inquietante, la premura de su crecimiento. Es una nueva planta que irrumpe de la tierra y la empuja a un costado: sus propias raíces son tan superficiales...

Katya se aleja de la alambrada haciéndola vibrar y da la media vuelta para ir a su casa. Detrás de ella, el agua chapotea en su agujero: una lengua de barro percutiendo en una boca gélida.

Las cinco casas de la hilera son victorianas y de dos pisos, prominentes pero angostas, hermosas pero decrépitas, con un muro bajo frente a lo que en otro tiempo debieron haber sido cinco jardines delanteros pequeños e idénticos: hoy están cubiertos de cemento. Katya no conoce realmente a sus vecinos. Hay una pareja de ancianos en la esquina y una familia con una adolescente que acaba de mudarse unos metros más abajo. Las otras dos casas se utilizan como residencias para estudiantes. Katya vive al final de la hilera. Su cochera está ubicada justo al lado de un callejón. Busca sus llaves mientras cruza la calzada.

Detesta la puerta de su cochera por varios motivos: el revestimiento de madera descascarado; el perverso filo del picaporte de acero que le muerde hasta las falanges; el plañido, similar al de un cerdo, que emite cuando por fin decide abrirse. Siempre se aproxima a ella como un luchador a punto de entablar una pelea reñida, haciendo crujir sus nudillos.

Irascible, Katya acciona el picaporte herrumbroso. La madera se ha inflamado y la puerta está más atascada que nunca. Con el corazón lleno de encono se apoya en la superficie para girar con violencia el pestillo, usando todo el peso de su cuerpo. Esta vez, el metal sale disparado de la madera podrida y la puerta rasga sus nudillos. Katya se tambalea hacia atrás, empuñando el picaporte suelto.

–¡Carajo!

Examina su mano, que tiene una mancha de madera podrida y de óxido –parece mierda–, y sí, sangre: la piel se ha desgarrado. Las astillas mojadas en su palma, la contusión en su hombro, el lío que supone todo aquello... Arroja el picaporte a los contenedores de basura municipales, negros y con ruedas, dispuestos en fila en la boca del callejón. El objeto rebota débilmente en la tapa más cercana y resbala por detrás.

–¡Ey! –brama una voz ronca.

–Joder, ¿y ahora qué pasa?

Katya husmea la esquina y se asoma a la oscuridad del callejón. Hay un par de figuras grises guarecidas en el extremo opuesto. Distingue un colchón, un revoltijo de mantas y una radio negra de plástico cuyas piezas se mantienen unidas con cinta adhesiva. Una de las figuras levanta una mano harapienta y ella reconoce el vendaje colgante.

–¡Derek! Dios mío, perdón, hombre. Perdón.

Se oye un gruñido en la penumbra.

–¿Tienes algo de tabaco?

–Hoy nada. Lo lamento.

–Uy, te hiciste daño, chica –señala Derek.

La sangre gotea de los nudillos de Katya.

–Un arañazo. Sobreviviré.

Ella se seca la sangre en el overol y le dice adiós con la mano herida.

–Buenas noches.

Al diablo con la cochera. Si alguien quiere la camioneta esta noche, bienvenido sea.

Una vez en su casa, se quita los zapatos a puntapiés y atraviesa la pequeña sala para llegar al área de la cocina, que carece de divisiones interiores. El desplazamiento de pared a pared le toma unos seis pasos: la casa es chica; apenas tiene espacio para unas pocas bocanadas de aire húmedo y sofocante. La alfombra se siente áspera bajo los pies. Katya deja correr agua sobre el rasguño. La inmundicia del hoyo cavado se mezcló con el óxido de la puerta de la cochera y ambos han contaminado su sangre. Tétanos, trismo. Un baño, eso es lo que necesita. Sube por las estrechas escaleras. ¡Son tan escarpadas! Hoy, en mayor medida que otros días, siente que las escaleras se han incrustado, como con un calzador, entre los muros.

Preparar el baño es un ritual menor. Le gusta muy caliente y siempre usa una gran cantidad de burbujas o de aceite caliginoso: mejor no ver su propia piel a través del cristal de agua. Sólo las pálidas curvas de sus senos sobresalen en la superficie. Se hunde en la espuma perfumada, cierra los ojos y repasa el día, vaciando sus bolsillos mentales, ordenando en diferentes acervos lo que ha cambiado. Pero el foso hondo del perímetro de construcción sigue inmiscuyéndose en sus pensamientos. Sus flancos viscosos, su base llena de líquido. El lodo, semejante a carne sudorosa. Al fin y al cabo, las raíces de la ciudad no son muy profundas. Unos cuantos metros hacia abajo y ahí se encuentra todo: la tierra cruda, lo elemental.

Se coloca de cara al suelo y flota con los ojos y la boca sumergidos. Una postura antinatural, una leve sensación de riesgo: cualquiera puede ahogarse en cinco centímetros de agua. Nuevamente evoca la conciencia de abismo –de espacio subterráneo– que el agujero hediondo, del otro lado de la calzada, ha abierto en su interior. Honduras que la ciudad oculta en virtud del ajetreo en su epidermis. Uno olvida lo que existe debajo. Surge una visión repentina de las profundidades de la urbe, orgánicas, con millones de gusanos y objetos sepultados.

Bajo el agua, Katya es capaz de oír ruidos que franquean la pared, indistintos pero febriles y sonoros. ¿Es posible que se trate de Derek y su pandilla en el callejón, que envían señales a través de las tuberías?

El pobre y viejo Derek. Siempre habitó los baños públicos del parque –antes de su destrucción– en compañía de un excéntrico clan de figuras con diversos grados de quebranto y abandono. En su mayoría eran pacientes ambulatorios o sobrevivientes aturdidos del psiquiátrico que se erigía en una dirección o del Hospital Groote Schuur, que se alzaba en la otra: pacientes que no lograron hallar el camino de regreso a casa. Katya los conoció a todos de vista y a varios también por su nombre. El hombre alto y ciego a quien su camarada –bajito, regordete y de mirada inquisitiva– conducía por las calles a gran velocidad. La mujer delgada cuyos rasgos alguna vez fueron delicados y que siempre vestía ropas limpias y de calidad, prendas que cambiaban día tras día. No obstante, sus ojos inyectados de sangre y su mendicidad famélica disipaban con rapidez, tan pronto como uno se acercaba, cualquier aire de elegancia. Flora y Johan y su bebé desaparecido/reaparecido. Mzi el vociferante, que llevaba rastas en el pelo. Una cuadrilla predominantemente benévola. Aquí no solemos ver a chicos de la calle, más astutos y fieros; ellos se mueven en otros ámbitos de la ciudad. El único incordio fueron las estrafalarias sesiones nocturnas de canto y rencillas. El nido de colchones y mantas y lonas impermeables siempre se escondía con disimulo en los arbustos, detrás de los baños. A veces había una pequeña fogata. El campamento era, de alguna forma, una escena reconfortante, casi pastoril. Después de todo, nadie iba a ese parque: habría resultado extraño que auténticas madres trajeran a sus auténticos hijos a jugar.

La tasa de rotación de personas fue muy alta. Los residentes del parque fueron y vinieron, siguieron adelante o murieron, para ser sustituidos por otros. Todos menos Derek. Derek, cuya cabeza y miembros siempre están envueltos, de manera asimétrica, en andrajos estampados. Derek, que deja pequeñas e intrincadas esculturas, confeccionadas con palillos y cajetillas de cigarros, sobre la acera, junto a la puerta de entrada de Katya. Su rostro no posee demasiadas arrugas: más bien exhibe una coraza de láminas de piel curtidas por el clima. Derek ha sobrevivido a todos. Su edad es indefinida pero a todas luces avanzada.

Katya piensa vestirse, reunir mantas y comida, preparar café... Jamás, desde que vive en esta casa, lo ha hecho. Jamás le ha llevado nada a Derek y sus amigos, jamás ha intentado hablar con ellos, jamás les ha dado más que una botella de Coca-Cola vacía y retornable. Sus vidas son áridas. Se trata de personajes que arañan su ventana como ramas.

Emerge, salpicando agua, en la orilla de la tina. Enardecida, así se siente. Con dolor de cabeza y ligera náusea, nerviosa, fuera de toda sincronía, incapaz de serenarse en consonancia con el anochecer. ¿Será el hoyo pestilente allá fuera, la sensación de que las cosas se reorganizan en torno suyo? ¿O será la alusión a su padre, el hecho de que el viejo irrumpiera sin advertencia después de tanto tiempo? Siete años sin rastro de Len y ahora se presenta de nuevo y orina en su territorio.

Quizá sólo sea la maldita puerta de la cochera lo que la está exaltando. La decadencia y la rotura, la podredumbre y la desintegración, la pavorosa entropía de las cosas construidas.

Katya no sabía mucho acerca de casas antes de llegar a este sitio. Es culpa de su padre. Tras la pérdida de su madre, cuando Alma tenía seis años y ella escasos tres, nunca habitaron una casa, o al menos no durante un lapso prolongado. Len hacía que se mudaran continuamente; iba de empleo en empleo y de lugar en lugar. Pasaban delante de los vecinos de cada barrio con el desdén inmanente a los nómadas. Una decena de escuelas. Innumerables noches en la parte trasera de la vetusta camioneta pickup, que apestaba a mierda de pájaro, pesticida y, en ocasiones, a sangre. Jamás se irguieron sobre tierra firme. Pero Katya siempre imaginó que, una vez arraigada, una vez que poseyera un montón de ladrillos y argamasa, el suelo bajo sus pies se volvería consistente. No se había percatado de que los ladrillos y la argamasa son trepidantes, y de que se requiere un enorme esfuerzo para evitar que colapsen, se desvíen o disgreguen en la dirección errónea.

Esta casa, por ejemplo, la rentó amueblada –¿de qué otro modo podría haberlo hecho?–, y desde entonces no la ha transformado en absoluto; apenas ha agregado o sustraído ciertos artículos. Ni siquiera ha movido los muebles de su ubicación, pese a que algunos la sacan de quicio. Por ejemplo, hay un viejo casillero para guardar archivos que bloquea el paso entre la cocina y el hueco de la escalera. La cama matrimonial es, por lejos, demasiado grande para el pequeño dormitorio, y excede sus necesidades. Pero si empezara a cambiar de sitio libreros y camas, tendría la sensación de que la casa entera podría averiarse, tan sólo dejaría de funcionar y se vería obligada a tratar de reensamblar un complejo artilugio que desmanteló de forma atropellada. Lo haría todo con desatino. Y, por lo demás, le gusta el hecho de que estos muebles posean una historia: un nombre rayado en el envés de la mesa, la calcomanía de un arcoíris –que formaba parte de la iconografía de los años setenta– adherida a la ventana del dormitorio. Tales elementos hacen que su propia existencia aquí se antoje más plausible: otra persona, en algún momento, se las arregló para edificar una vida en este mismo espacio.

Resulta desalentador, entonces, advertir que una desatención respetuosa no es suficiente. Lograr que las cosas permanezcan justo como están requiere un mantenimiento arduo, del mismo modo que el césped debe cortarse o el cuerpo nutrirse de alimento. Se trata de la labor incesante que es imperioso emprender para apuntalar al mundo.

–Qué no daría... –dice Katya en voz alta–. Qué no daría por...

¿Por qué? Por un poco, no precisamente de opulencia, sino de holgura, de inmutabilidad. Transitar sin fatiga de una acción a la siguiente, como imagina que hace cierta gente: la tierra discurriendo por debajo igual que una cinta transportadora, el mundo auspiciando la travesía.

El hombre que conoció hoy... El tipo vive en un mundo semejante. Prados bien recortados serpentean bajo sus onerosos zapatos. Recuerda el aroma de su whisky. La dimensión de su cuerpo. Su apretón de manos. Ella es, prácticamente, una experta en apretones de manos masculinos, y aquel fue pertinente: seco, no como el de alguien que quiebra los huesos y tampoco el de quien ofrece un manojo endeble de falanges.

En general, a Katya no le gusta que la toquen, pero cuando alguien lo hace, debe proceder con firmeza. Las manos del hombre la remitieron a aquellas que aparecían en los viejos anuncios publicitarios de cigarros Rothmans, presentes en las revistas de su infancia: pertenecían a pilotos de aviación, a almirantes... Eran sólidas, francas y generaban tranquilidad. Esas muñecas angulosas asomando de las mangas de uniformes navales, con uñas impecables y un tenue rocío de vello en el dorso de las manos, le extendían una cajetilla de cigarros al espectador.

Katya saca un brazo empapado de la tina y extrae del bolsillo superior de su overol la tarjeta del hombre. Una tarjeta sofisticada, con relieves, color crema. La da vuelta. “Martin Brand, Propiedades Brand”, se lee bajo el logotipo, un dibujo de bloques de construcción. Cuando hablaron por teléfono, la señora Brand pronunció su apellido en inglés; Katya prefiere su significado en lengua afrikáans. Le gusta el modo en que el sonido rotundo del vocablo encierra una conflagración secreta. Palpa el filo de la tarjeta y se la lleva a los labios.

Detecta una grieta nueva y escabrosa que atraviesa el revoque del techo del baño. Tiene una forma acusatoria: de devastación, de relámpago. El tipo de cosas que se envían desde arriba como castigo por algún crimen perspicuo. El tipo de cosas que uno invoca para sí mismo.

Nínive

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