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III. GRIETAS

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La llamada se presenta una mañana, días más tarde, mientras Katya se frota el pelo después del baño y observa a Derek por la ventana del piso superior. Derek se encuentra en la acera opuesta, de espaldas a ella, entretejiendo algo –un pedazo de cinta adhesiva o un lazo– en los orificios de la valla que rodea el perímetro de construcción. La imagen es fascinante y el teléfono la sobresalta.

La voz en el auricular es pomposa. Katya casi puede oler el almizcle en el aliento de la mujer y percibir la textura de su lápiz labial. Ventas por teléfono, piensa, o alguien realizando el seguimiento de una factura impagada.

–¿Señorita Grubbs?

–¿Quién habla?

–¿Reubicación Indolora de Plagas?

Katya rectifica su tono.

–Así es. ¿En qué podemos servirle?

–Espere un momento, por favor. Hablará con usted el señor Brand.

Silencio y un tecleo furtivo.

–¡Grubbs!

Rememora su voz, aunque ahora ya no es gutural, ya no arrastra las palabras por obra del alcohol. Se mira a sí misma –está envuelta en una toalla– y se toma unos instantes para deslizarse mentalmente dentro del overol y abotonarlo.

–Así me llaman.

–Entonces yo te llamaré de la misma manera. Creo que nos conocimos en nuestra recepción en el jardín. ¿Lo recuerdas, quizás? Usabas un color verde bastante atractivo.

Su voz es tersa como el mármol, maciza pero pulida. Le sugiere esas esferas colosales de piedra que uno ve rodando en torno a su eje en torrentes de agua, en las explanadas de oficinas corporativas. Podría transmitir confianza si no fuera por su tono un poco cáustico.

–Camisa blanca –dice Katya–. Demasiada bebida.

–Y hubo más antes de que concluyera el día; muchísimo, me temo.

En la calle, Derek ha continuado su camino. El lazo que dejó atrás configura un circuito zigzagueante en la alambrada, como redes que harían las arañas en un viaje de ácido.

–La cuestión es que ahora –prosigue la voz del señor Brand– tengo un problema, un problema persistente, y quisiera contratar tus servicios. Si estás disponible.

–Depende –apunta Katya–. ¿De qué clase de trabajo estamos hablando?

–¿Qué clase de trabajo? Combatir a las orugas, por supuesto. ¿De qué otra cosa podría tratarse?

Después de colgar la bocina, Katya se sienta en calma durante unos minutos, cavilando. Afuera, una colegiala –camisa blanca, pantalones grises, zapatillas– deambula y pasa junto a la manualidad de Derek sin reparar en ella. Probablemente pertenezca a la familia que acaba de mudarse a la misma calle. En su trayecto, la niña pizca con indiferencia el extremo del lazo y, conforme avanza, el zigzag se desenreda, dando latigazos contra el alambre hasta que la cerca vuelve a estar vacía. El lazo ondea detrás de ella como una cola.

Una pluma cae en el hombro de Katya mientras algún ave bate las alas en lo alto. Ella mira hacia arriba, hacia la tubería: un puente peatonal ennegrecido. Le parece un buen augurio: las bestias están aquí. Palomas de ciudad en el sitio apropiado.

Siempre le han gustado los estacionamientos, su sentido de intervalo. Poco importa cuán lustrosos sean los centros comerciales que yacen por encima o por debajo, los estacionamientos siempre asemejan rudimentarias mazmorras de hormigón crudo. No son espacios agrestes, pero tampoco civilizados. Las esquinas y fisuras umbrías logran que se agucen sus sensores de plagas urbanas. Aquí uno obtiene sus ratas, en ocasiones sus palomas. No se trata de una fauna enormemente diversa, pero sí de animales tenaces, adaptados a la oscuridad.

Este estacionamiento no posee nada peculiar, sino el habitual concreto sucio y columnas inacabadas. La vieja camioneta de RIP se ve polvorienta y descastada entre los BMW y Mercedes. Mientras se pasea en dirección a la escalera, Katya desliza las yemas de los dedos sobre los flancos brillantes de los automóviles –conchas metálicas, similares a caparazones de escarabajos gigantes.

Un breve tramo de escalera y luego una puerta batiente transforman la atmósfera de manera abrupta. Hay un lobby alfombrado y bien iluminado, y un custodio de uniforme color canela que anota su nombre y le toma una fotografía con una cámara web idéntica a una diminuta Estrella de la Muerte de La guerra de las galaxias. A continuación, debe presionar el pulgar contra una pantalla de cristal que irradia una luz azulada. El custodio y Katya no intercambian palabra. Él le señala algo detrás de su hombro derecho, en silencio, como si la expulsara del Edén con un gesto, y ella se da vuelta y divisa gran panel informativo que contiene nombres y números de pisos.

“Propiedades Brand”, se lee en el panel: decimoquinto piso.

–Gracias –murmura Katya.

Cuando el ascensor alcanza el segundo piso, se le une un hombre joven y guapo, de piel satinada, que viste un elegante traje negro; en el cuarto piso se introduce una mujer escuálida con una bandeja de samosas. Nadie habla ni establece contacto visual. Katya, sin embargo, intenta emprender una breve escaramuza, un flirteo con el joven a través del metal bruñido de la pared. Trata de cruzar la mirada con él, pero el tipo es muy sagaz: no consigue descifrarlo. El sujeto tiene los ojos fijos en un rincón; no mira a nadie, ni siquiera a sí mismo. Eso parece antinatural pero también una habilidad: ¿quién, rodeado de espejos, puede no fisgar nada? Se retira en el octavo piso y la dama de las samosas en el décimo. Katya asciende sola. Imagina que es una cosmonauta en su traje de vuelo verde, recluida en una cápsula espacial. Si el artefacto continúa subiendo, podría acceder a la gravedad cero.

Cuando las puertas lanzan un suspiro y se abren en el decimoquinto piso, se descubre en un corredor blanco, sobre una alfombra verde azulada con estampado de diamantes. Cada pocos metros dispositivos de iluminación en forma de discos, hechos de cristal ahumado, análogos a platillos voladores, penden del techo. Katya camina por el pasillo. Sólo se escucha el zumbido de algún sistema eléctrico (aire acondicionado, iluminación...). No hay ventanas; resulta imposible saber cuán lejos se halla del aire auténtico y de la luz del sol. Este panal de abejas guarda poca relación con la monolítica manzana de oficinas por la que dio vueltas previamente, buscando la entrada del estacionamiento.

Cuenta los números de las puertas. Observa oficinas a derecha e izquierda, pero no hay rastro ostensible de sus ocupantes. ¿Es posible que los negocios vayan tan mal? Algunas muestran signos de actividad reciente y éxodo presuroso. A través de puertas entornadas columbra tarjetas postales humorísticas clavadas en pizarras de corcho, una torre de documentos impresos que se derrumbó y desperdigó en el suelo, una taza con cisuras abandonada en el fregadero de una minúscula cocineta. Es como si estuviera en el bergantín Marie Céleste.

Al fondo del corredor, donde este se bifurca en una esquina, por fin hay una ventana. Desde allí se ven los techos de otros edificios. La banda costera: territorio usurpado al mar. Las azoteas se utilizan de diversos modos. Katya contempla jardines, sillas de plástico apiladas, montículos de chatarra metálica e incluso, en una de ellas, una glorieta y lo que parece ser un estanque. Puede distinguir peces koi en forma de gruesos torpedos, circulando por ahí, del tamaño de granos de arroz pero inconfundibles en virtud de su silueta. No tenía idea de que todo aquello ocurría en las alturas, de que todo aquello se suspendía sobre su realidad cotidiana. No obstante, la mayoría de las azoteas son cutres, emplazamientos que no deben ser vistos, como la parte superior de un refrigerador en el hogar de una mujer bajita.

En el extremo opuesto del pasillo, justo antes de que se ramifique a partir de otra intersección, una encargada de limpieza se inclina sobre su sigilosa aspiradora y mira a través de una ventana similar. Katya se pregunta qué representan las calles de la ciudad para esta mujer, qué vestigios de humillaciones, curiosidades y placeres percibe en ellas. Ambas, únicas sobrevivientes de cualquiera que sea la plaga misteriosa que ha expulsado a todos del decimoquinto piso, otean la sórdida cúspide de la urbe.

La mujer le echa un vistazo rápido y anodino, y se concentra en acelerar su aspiradora. Se trata de un recordatorio. No está aquí merodeando; está haciendo su labor. Katya también se encuentra en plena faena. Pasa junto a ella sin importunarla con otra mirada.

En lo que se aproxima a la siguiente esquina, descubre indicios de vida. No es el señor Brand, sino otra figura sólida y potente, lóbrega en contraste con la luminosidad del corredor. Se dirige a ella con la mano extendida y una sonrisa centelleante.

La mujer tiene aspecto esmerilado y es algo rolliza y fragante, cual un confite navideño. Usa un lápiz labial color manzana acaramelada y un escote profundo pero elevado. Sus piernas, al parecer carentes de rodillas, se estrechan con suavidad desde los muslos, envueltos en nailon, hasta los tacones de aguja. Su corte de pelo ovalado fulgura como seda negra y –presume Katya– posee refinadas extensiones de cabello.

Katya la reconoce de inmediato: a ella pertenecía la voz tersa en el teléfono. En raras ocasiones, una voz concuerda tanto con la persona física que la emite. Sus labios son extravagantes, en forma de moño, perfectamente redondeados, y revelan dientes blancos y húmedos. No hay nada seco o frío o brusco en esta dama. Es todo arcos y curvas, un contorno esbozado con bolígrafo para caligrafía y relleno de intensos colores. Ofrece una mano, y Katya siente que las puntas de sus uñas esmaltadas le rozan la palma de la mano.

–¿Señorita Grubbs? Soy Zintle.

De pronto, Katya se convierte en una niña con las rodillas raspadas en carne viva, y ranas en los bolsillos. Con rabos de cachorros. No debió haberse puesto el uniforme: sus poderes son limitados en determinados escenarios y con determinada gente. Por si fuera poco, Zintle es alta. Vivir a escasa distancia del suelo tiene sus ventajas en lo que concierne a su oficio (agilidad, destreza para penetrar en espacios pequeños), pero ahora se siente inhibida ante esta mujer sustanciosa. Extraña la presencia de Toby, aunque el chico sea maleable y quebradizo.

–Señorita Grubbs –dice Zintle, hallando honduras resonantes en el nombre, que Katya no sabía que existían–. Estamos muy contentos de que haya venido. El señor Brand está muy entusiasmado con su labor.

Los ojos de Zintle, dispuestos en marcos forjados de manera delicada con sombra cobriza, se ensartan en el semblante de Katya, al acecho de datos. Sujeta su brazo y la conduce hacia una oficina: una escolta gentil y a la vez acuciante.

–Ya ha trabajado antes para el señor Brand, según entiendo.

–Sí –Katya desea hablar más, incluso inventar algo. La mujer parece tan solícita...

Pero Zintle la compele a darse prisa, de manera abrupta.

–Estupendo –dice, mientras gira sobre uno de sus tacones, bate una puerta y cautelosamente introduce a Katya en el interior. Sus movimientos se asemejan a una coreografía.

En la oficina todo es luz y cielo. Al fondo hay un muro de cristal. Más allá, Katya puede ver la fragosa ladera de Signal Hill, las mezquitas y la frente de la montaña. El cielo se presenta inmaculado pero teñido de ese gris triste, plomizo, que se percibe a través de las ventanas de doble acristalamiento.

–Tome asiento –dice Zintle, instalándola con pericia en un sofá de cuero. Ella también se sienta y cruza una pierna aterciopelada sobre la otra.

–Y bien, ¿conoce el esquema del proyecto?

–Bueno, en realidad no. No sé mucho sobre el tema. Acaso el señor Brand...

–Está en Singapur. Aparentemente –Zintle se reclina y pasa la mano por su cabello, cuya forma se restablece a cabalidad.

El cuero del sofá es rígido y resbaloso, y Katya siente que sus nalgas, enfundadas en el overol, se deslizan hacia el borde. Descubre que cruzar las piernas no sólo es signo de feminidad, sino que también ayuda a mantener la posición.

–Usted se dedica... Se dedica a la exterminación, ¿no es cierto? –Zintle entrecierra los ojos y sonríe con mordacidad.

Katya aprecia el estilo de la mujer. Tiene una manera de hablar lúdica, teatral, como si ambas estuvieran interpretando cierto papel en una obra un poco insinuante. Katya comete pifias en las líneas del libreto que corresponden, pero eso parece ser parte del juego. Zintle aún no le ha guiñado el ojo; no obstante, hay una suerte de oscilación, de parpadeo de mariposa en cada sílaba.

Aun así, las respuestas de Katya siguen siendo entrecortadas. ¿De qué otro modo podría conversar con una persona tal, que no sea jugando a ser la piedra para su papel, la roca para las cuchillas plateadas de su tijera?

–Así es –contesta–. Bueno, de hecho se trata de reubicación.

–Precisamente. Entonces... –Zintle se inclina hacia delante; su postura indica que va a exponer información confidencial–. Tenemos un proyecto residencial que ha experimentado algunos problemas.

–¿Qué tipo de problemas?

–Diversos. No muy agradables, para ser honesta.

–¿Cucarachas, ratas, ácaros?

–Bueno... Digamos que es una situación de plagas integral.

Zintle está de pie otra vez. Es veloz cuando camina. Señala con la mano:

–Aquí nos encontramos.

Hay algo desplegado sobre una mesa, junto a una pared, bajo un reflector. Se trata de un modelo arquitectónico de varios edificios y sus inmediaciones. Todo es blanco, excepto los prototipos de vértices y sombras.

En un principio, resulta difícil decodificar la escala. Katya observa un complejo de cuatro o cinco edificios de techo plano, escalonados –como zigurats– y distribuidos en diferentes ángulos alrededor de una plaza central. Se conectan mediante intrincadas vías peatonales y arcos y patios. Marañas de lo que supone que son plantas ornamentales tapizan los bordes de los techos llanos. Hacen pensar en mechones de cabello blanco extraídos de un cepillo. En el núcleo de la plaza se erige una fuente rodeada de bancos diminutos. Una larga senda para vehículos, decorada con dos hileras de palmeras en miniatura, se extiende hasta el margen del modelo, y el conjunto está circundado por muros.

–Esto es Nínive.

Los oscuros dedos de Zintle, con sus puntas color escarlata, se desplazan, vivaces, por la maqueta. Una giganta espléndida asoma desde las nubes.

–¿Nínive?

Zintle se encoge de hombros.

–Sólo es un nombre –dice–. Una especie de eje temático. Uno de los primeros inversionistas era de Medio Oriente, creo.

Katya se toma un momento para gozar la apacibilidad de la escena en miniatura. Contempla personas hechas a escala, también incoloras, congeladas en actitudes de incontrovertible placer: pasean a lo largo de un andador o están sentadas en torno a una mesa al aire libre. Una pareja se apoya en la barandilla de un balcón. Sin embargo, el modelo no incluye el sitio hacia el cual el dúo dirige la mirada. El suelo se desvanece más allá de los confines establecidos por el muro, como si un cataclismo de otra dimensión hubiese arrasado con un segmento de la realidad. Los muñequitos del arquitecto tienen la vista puesta en el vacío, en lo que se observa a través de la auténtica ventana, en el panorama de la auténtica ciudad: una ciudad llena de color, difuminada, colosal. Tienen la vista puesta en el abismo con una expresión indiscernible.

–Se ve muy grande –comenta Katya. Nunca ha trabajado en una urbanización entera.

Zintle da un golpecito con la uña sobre el techo de una de las unidades. Un edificio más pequeño que el resto, ubicado casi en el límite del modelo, junto al muro.

–Tendrás acceso a estas, mmm... dependencias para la servidumbre. O mejor podríamos llamarlas “alojamiento para los conserjes”. Son dos unidades destinadas al personal de mantenimiento. Los demás edificios están clausurados.

–¿Jamás les han dado uso?

–Aún no –Zintle hace repiquetear su lengua contra el paladar, súbitamente exasperada–. Es una lástima. Accesorios hermosos, todo equipado y listo para habitarse. ¡Departamentos espectaculares! El complejo se construyó hace más de un año, ¿sabe? Se pensó que ahora mismo estaría lleno de residentes. Residentes de alto nivel. Pero hubo una sucesión de desastres. Para empezar, se robaron todo el hilo de cobre. La mitad del área reutilizada colapsó en el maldito pantano. Discúlpeme por mi lenguaje. Este desastre, aquel otro desastre. El diseño de jardines no funcionó; los bichos se comieron todo. Una plaga de esas... cosas. Creímos que habían desaparecido; el tipo anterior nos aseguró que... En fin –la mujer separa las palmas de sus manos en un gesto que parece enunciar: “No toquemos ese asunto”–. Ahora el personal de seguridad nos dice que han regresado. No podemos permitir que nadie se mude hasta que haya orden. Se están perdiendo cantidades astronómicas de di-nero. ¿Comprende?

–¿Bichos?

–Muerden. Como le dije, trajimos a alguien para que los eliminara pero, aquí entre usted y yo, el sujeto fue un inútil. De hecho, empeoró las cosas. Un individuo viejo y espeluznante –Zintle arruga la nariz, evocando un sentimiento de aversión, como si estuviera oliendo algo fétido–. Tuvimos que deshacernos de él.

–Bueno, sí. Algunas de esas compañías más antiguas son obsoletas. Yo tengo un enfoque distinto.

–Eso espero.

–¿Podría ser más específica en lo que se refiere a esos... bichos? ¿Los ha visto?

Zintle le muestra una mano y ondula sus dedos, sugiriendo patas escurridizas y artrópodas.

–Un asco.

–Bueno... ¿Son orugas?

–No, no. Mire, son algo así... –Zintle coge una pluma y un bloc del escritorio y garabatea unas cuantas líneas precisas. Un bicho caricaturesco. El cuerpo en forma de botón, con piernas larguiruchas y endebles sobresaliendo en todas direcciones –tres de un lado y cuatro del otro, advierte Katya–, y un racimo de antenas similares a bigotes de gato. Le sorprende que Zintle no haya incluido un par de ojos saltones, como globos.

–¿Un escarabajo? ¿Vuela? ¿Pulula en enjambres?

–Hace enjambres. Roe las cortinas, defeca en las alfombras. Pesadillesco.

–Entiendo.

De pronto, Zintle adopta un talante perentorio.

–En fin. Queda poco tiempo. Debo entregarle este dossier –le da una lustrosa carpeta archivadora–. ¿Quizá desee leer los documentos con detenimiento y brindarnos un presupuesto? La situación es urgente.

–Muy bien. Y, por supuesto, tengo que ir al lugar, revisarlo.

Ahora Zintle está de pie. Alisa su traje, reacomoda su cabello en una curva homogénea, toma a Katya del brazo y la guía hacia la salida. Es diestra, muy profesional, ejecutando esta maniobra. Antes de darse cuenta, Katya ya está dentro del elevador. Las puertas se cierran a sus espaldas y desciende nuevamente a la tierra.

Toby aguarda en la acera opuesta a la casa de Katya, husmeando a través de la valla y oprimiendo las mejillas contra el alambre diamantino. Inspecciona la zona de demolición. Es la primera vez que la visita desde que las excavadoras concluyeron su tarea.

–Puta madre –dice con rencor–. ¿Cómo pudieron hacer eso?

El sitio también significa algo para él, reflexiona Katya. Siente, por unos instantes, que sus historias personales –la de Toby y la suya– se entrelazan, que están ancladas al mismo paraje.

–Lo que hoy ves, mañana se habrá esfumado –apunta Katya–. Nada es eterno, muchacho. ¿Qué estás haciendo aquí?

–Mamá dijo. Tus canaletas.

–¿Canaletas? Ah, bien, supongo.

Alma siempre hace lo mismo: preocuparse por las condiciones en las que vive Katya. Fue Alma, por ejemplo, quien le explicó cómo debía pasar la aspiradora y pintar las paredes. Fue quien la persuadió, desde un inicio, para que colocara una maldita puerta en la cochera. Cuando Toby tenía apenas diez u once años, comenzó a dejarlo en la casa de Katya para que realizara las inusitadas tareas que ella jamás habría sospechado que debían resolverse. En la actualidad, Toby viene por su cuenta, usualmente en un taxi que recorre Main Road, con un destornillador en el bolsillo y una sonrisa aletargada, ávido de perder el tiempo arreglando un piso de duela que cruje de tan ruinoso o de moldear el techo del baño. Katya intuye que no es muy bueno para esta clase de manualidad, pero siempre está dispuesto a deslomarse.

Una silueta que se mece llama su atención. Una chica está recostada en el muro divisorio del jardín del vecino, con una rodilla en alto y las manos plegadas sobre el estómago. Viste pantalones grises, del uniforme escolar. La rodilla se balancea de un lado a otro. Tiene los ojos cerrados –parece soñar– y los oídos enlazados a los filamentos, delgados y blancos, de un iPod. La niña se alimenta de cables, recarga energía. ¿Quince, dieciséis años? Tan joven, tan exhausta. ¿Qué podría fatigar de ese modo a una criatura que recién estrena su existencia?

Toby observa a la adolescente, apoyado en el hombro derecho de Katya. La intensidad de su mirada se traduce en la presión física que ejerce sobre ella.

La chica se incorpora de manera abrupta; despierta de un profundo sueño musical. Se desprende los auriculares y examina a Katya y a Toby con displicencia, con la cabeza inclinada hacia atrás. Luego se columpia para bajar a la acera y estira los brazos sujetándolos por la espalda, sacando el pecho como una paloma que expone sus alas al sol. Es linda. Ahora Katya la reconoce. Se trata de la niña que acaba de mudarse a la misma calle, la que desbarató la telaraña de Derek.

Su cuerpo es compacto y sus extremidades elásticas: una figura concebida para hacer saltos mortales y paradas de manos. Piel cobriza, pelo corto alisado detrás de las orejas, facciones planas y pómulos marcados, de relieves armoniosos. Un piercing en forma de diamante en la aleta izquierda de la nariz. Un pequeño lunar en la mejilla derecha. Ojos oscuros, más avizores que hostiles. Probablemente sea tímida y no ladina: resulta difícil sacar una conclusión.

–¿Qué hay? –dice la adolescente.

He ahí que no es tímida.

–Hola.

Katya dirige su atención a la puerta de la cochera. Mejor dejar que los jóvenes interactúen entre sí.

–¿Viste lo que hicieron en la calle? –pregunta la colegiala.

–Uy, sí. Imposible omitirlo –Toby ríe y la mira embobado, con dulzura. ¡Es incorregible!

Sin embargo, la chica lo examina sin animadversión.

–Oye, ¿ustedes tienen crack?

–¿Crack? –dice Toby.3

–Grietas, grietas en las paredes. Debido a las vibraciones. Debido a las máquinas.

Toby la observa, intranquilo.

La niña alza una ceja curvilínea.

–Mira –señala el muro en cuyo borde reposaba hasta hace unos minutos. Sin duda hay una grieta diagonal que hiende el alquitrán. ¿Acaso no ha estado siempre allí?

–Y mira, mira, se extiende a lo largo de la calle. Yo sé lo que te digo –la adolescente salta sobre el pavimento (salta en verdad, como una chiquilla) y muestra el alquitrán, que en efecto se ve ominosamente resquebrajado entre sus pies. Subraya la longitud de la grieta con la punta del zapato; suspende las manos en el aire para mantener el equilibrio. Los pantalones grises, remangados, exhiben sus tobillos, angostos en comparación con las pantorrillas –firmes y parabólicas– y envueltos en exiguos calcetines blancos.

¿Será más joven de lo que Katya creyó? ¿Será mayor? Posee uno de esos rostros acentuados, donde los huesos se afianzan desde temprano y permanecen en su sitio durante décadas.

–¿Vives por aquí? –pregunta Toby.

La chica asiente, moviendo la cabeza de soslayo.

–Por ahí. ¿Y tú?

¡Por favor!

Katya continúa manipulando la puerta de la cochera hasta darse por vencida. En realidad es imposible abrirla sin el picaporte. La niña curiosea la escena con los brazos cruzados a la altura del pecho. Toby se ha ubicado a su lado en una postura análoga, también con los brazos cruzados. Copiones.

–Toby, ¿necesitas una escalera o qué? –inquiere Katya.

–No, está bien, puedo subir a través del techo de la cochera. Es fácil.

Katya advierte que la adolescente despliega las piernas, con mayor amplitud, sobre la grieta en el alquitrán, revelando pantorrillas inesperadamente largas. La sonrisa de Toby se agranda tanto que parece a punto de rasgarse.

–¿Lo harás en este momento? –dice Katya, con un tono más agrio de lo que desearía.

–Justo en este momento.

–Ten cuidado.

Una vez dentro de la casa, Katya va dejando huellas de fango color caqui –traído de la calle– en la alfombra. Busca la escoba y la cubeta en un rincón de la cocina, donde una nueva grieta negra serpentea hacia la parte superior del muro.

La longeva casa se edificó sobre cimientos arenosos que han ido zozobrando durante décadas, y Katya está acostumbrada a los extraños declives y rajaduras, a que el revoque se asemeje a una pantimedia deshilachada. Como ocurre con las tenues líneas de su propio semblante, no logra recordar el instante en que surgió o se propagó cada grieta, pero conoce sus formas, sus largos sesgos trazados en itálicas, sus sismogramas. No obstante, nunca había estudiado esta grieta en particular. Renegrida, afilada, atrozmente oblicua. Parece insurrecta. Su primer pensamiento –irracional– es que la chica está, de alguna manera, detrás de esto, jugándole una broma.

¿Es posible que la fisura haya horadado la tierra a dentelladas, partiendo del área de demolición y cruzando la calzada? ¿Qué tan profunda es? ¿Correrá por toda la casa, desde el suelo hasta la cima? La imagina recta y fina como un haz de rayo láser; imagina que escinde sus paredes, sus cimientos, el terreno hondo bajo el pavimento, efectuando cortes transversales en los densos estratos de tierra, grava, arena y alquitrán. De nuevo coloca la escoba en el rincón, pese a que no puede ocultar la falla.

El teléfono suena de modo tan estentóreo que parecería que va a expandir aún más las grietas. Lo toma, en un arrebato, antes de que pueda producir un daño mayor.

– RIP.

La pausa, del otro lado de la línea, es irónica.

–Soy yo, Kat.

Katya distiende la mano y baja la voz.

–Perdón. Hola. Tu hijo está en mi techo, si es que quieres hablar con él.

Tal suele ser el motivo de las llamadas de Alma.

Katya asocia a su hermana, de manera inexorable, con los teléfonos. Y, ciertamente, por estos días las llamadas telefónicas –o, más a menudo, los mensajes de voz– constituyen su principal modo de comunicación. Pero dicho hábito se remonta en el tiempo.

Cuando Alma tenía trece años y Katya diez, la primera comenzó a fugarse. En ocasiones se esfumaba durante días, en otras durante semanas. Y un día lo hizo de forma definitiva: a los diecisiete, Alma se fue para no regresar. Pero Katya siguió recibiendo noticias suyas. Alma llamaba a horas inopinadas, desde cabinas telefónicas, desde destinos ignotos, a través de inmensas distancias. De pronto, la comunicación se interrumpía por lapsos prolongados. Esto sucedió antes de que existieran los celulares y, con los traslados de papá, no siempre resultaba sencillo que las hermanas se localizaran. Sin embargo, urdieron un plan con la tía Laura, prima distante de Len, que residía invariablemente en Pinelands. Cada vez que Katya contaba con un número telefónico válido, le informaba a Laura y obtenía a cambio el número actual de Alma. Para tales efectos, debía rehusarse a que la tía le sonsacara pormenores de trágicos chismes familiares.

De alguna u otra forma, cada pocos meses Katya escuchaba el susurro seco de su hermana en el extremo opuesto de la línea, o a veces tan sólo un silencio breve e inequívoco: una estática plateada y crepitante. La imagen de Alma comenzó a desvanecerse en la memoria de Katya. Sólo lograba entrever cierta figura minúscula y delicada flotando en una nube, en algún lugar muy elevado y gélido. Una princesa de hielo, casi ilusoria, girando, ingrávida, en torno al punto fijo de la bocina que las conectaba. “¿Dónde estás?”, preguntaba Katya, “¿A dónde has ido?”

“Oh, Kat”, suspiraba Alma, y su respiración trascendía los diminutos orificios de la bocina, formando cristales de hielo en los oídos de su hermana menor. Cada vez que Alma finalizaba la conversación, Katya estaba segura de que se había diluido por completo, como la escarcha en la mañana.

Tres años después volvió a ver a Alma. Toby era un recién nacido, un bebé pálido de origen misterioso. Para ese entonces, Alma había empezado a teñirse el cabello con peróxido. ¿Lo hacía para establecer una similitud con el del niño? Su piel lívida hacía pensar que en verdad había estado todo aquel tiempo en un mundo albino y glacial.

–¿Sabes, Al? Es tan raro... –Katya se descubre comentando–. Mi camino se cruza con el de papá. Está trabajando de nuevo.

–¿Cómo lo sabes?

–Alguien me contrató para una labor. Al parecer emplearon antes a papá y creyeron que yo era de la misma empresa. Él estuvo ahí algún tiempo, el año pasado.

–Dios. Así que el viejo muchacho sigue vivo. ¿Cuándo lo viste por última vez?

–Hace siete años. ¿Y tú?

–Menos. Quizá tres. Fui a verlo a esa casa hogar, ¿recuerdas aquel sitio espantoso donde estuvo una época con los borrachos? Me pidió dinero.

–¿En serio?

–Pareces sorprendida. ¿Sabes? He hecho mi pequeña parte por él a lo largo de los años.

–Sí, lo sé.

–He hecho más de lo que me correspondía –la voz de Alma comienza a elevarse.

La voz cotidiana de Alma es distante; siempre amenaza con titilar y apagarse por cansancio o falta de interés. Una voz desidiosa. Sonaba de ese modo desde la infancia. Sin embargo, cuando Alma se exalta, sube su registro vocal y se asemeja a una niña a punto de estallar en llanto: una niña indignada, atónita ante la vehemencia de sus propios sentimientos. Katya jamás ha visto sollozar a su hermana –sólo en una ocasión la vio casi aullando de dolor– y no puede tolerar siquiera imaginarlo.

–En cualquier caso, resulta escalofriante –espeta Katya–. Estar en sus zapatos, como quien dice.

–Bah. Te viene bien trabajar en el mismo negocio asqueroso.

–No es el mismo negocio.

–Ja, ja, reubicación y no exterminación. Ya lo he oído. Hazme un favor, ¿sí? Piensa en lo que le pasó a mamá. En lo que ese negocio le provocó.

Katya calla. No consigue formular la cruda interrogante: ¿qué le pasó, en efecto, a mamá? El desvanecimiento de Sylvie siempre fue descabellado en exceso, demasiado preponderante para abordarlo como si se tratara de un episodio más. Cierto día, cuando Katya tenía tres años, Sylvie arribó a un hospital y nunca regresó. Katya sabe que eso significa que murió, pero jamás se tocó el tema. Sin duda hubo un accidente, algo que supuso una mutilación, algo tan traumático que en un instante desterraron a Sylvie de la vida de sus hijas y no logró reaparecer. No hay escasez de posibilidades. Cualquier día, en compañía de Len –en especial un Len más joven, en el apogeo de sus caóticos poderes–, pudo haber ocurrido un deceso truculento.

Pero fue imposible preguntarle a su padre por Sylvie y, en el presente, un orgullo inescrutable le impide indagar el asunto con Alma. De cualquier forma, siempre comprendió que la pérdida de Sylvie le pertenecía fundamentalmente a Alma. En lo que concierne a su madre, Katya no posee ninguna autoridad. Alma le lleva tres años, tres años más de existencia con mamá. Así ha sido y así será. Katya sólo atesora sombras: recuerdos de una silueta desplazándose en alguna cocina, bajo una luz amarillenta; un sabor en la boca. Tales espectros no son prueba de nada, y tampoco armas para desenfundar en una discusión.

De manera que Katya sólo anuncia:

–Le diré a Tobes que te llame.

Alma emite un chasquido con la lengua y cuelga el teléfono. Katya no está segura de lo que eso significa. No sabe si su hermana truncó la conversación o si fue al revés.

Por encima de su cabeza el estaño rechina, mientras Toby da pasos firmes en el techo. Katya experimenta el estrépito en su propia dentadura. Muerde el tejido de la cicatriz que tiene en el pulgar. El pulgar continúa desgarrándose cada vez que fuerza la puerta de la cochera. Ese es el motivo por el cual Katya y Alma hablan poco. Sus charlas tienden a retorcerse sobre sí mismas y a morder como serpientes.

Frente a ella, sobre la mesa de la cocina, se encuentra el dossier de Zintle. Lo arrastra y abre la envoltura de la carpeta archivadora. En el interior hay un fajo de papeles engrapados: un folleto publicitario, números telefónicos, mapas, direcciones. También la fotocopia de un recorte de prensa. Katya distribuye los papeles sobre la mesa. La nota periodística, con fecha de junio del año pasado, aborda el fenómeno de un enjambre de insectos que proliferó en la península del sur. El texto no brinda mucha información: los jardines de alguna gente padecieron el ataque y un par de automovilistas se quejaron de tener que dar frenazos ante un aluvión de esos bichos atravesando la carretera. Un niño pequeño sufrió una mordedura en la mejilla. La embestida terminó en menos de una semana. Cierto zoólogo de la Universidad de Ciudad del Cabo concedió una entrevista y enfatizó que se trataba de un incidente natural; no había razones para alarmarse. Este escarabajo en particular, una “especie de la familia de los cerambícidos metálicos”, configura enjambres cada pocos años, a intervalos impredecibles, aunque en tiempos recientes quizá lo haya hecho de modo más flagrante que antes. No existe peligro alguno –afirmó–, pero los individuos inexpertos no deben intentar cazar a las criaturas, “aun cuando sean especímenes atractivos”.

Una borrosa fotografía en blanco y negro exhibe un único e insípido escarabajo en el fondo de un matraz de laboratorio.

El folleto publicitario es mucho más sugestivo. La portada muestra una representación artística de un destellante edificio de marfil, escalonado y rodeado, en la base, de césped de estilo impresionista. El cielo es exultante; las nubes, pinceladas exquisitas. Hay una línea azul oscuro en el horizonte: ¿el mar? “Nínive le da la bienvenida”, se lee en letras cursivas engalanadas. No reconoce la dirección, que incluye el nombre de un suburbio ignoto. Tendrá que investigarlo.

Apoya la imagen contra la tetera: un fragmento de color en el margen de su monótona cocina. Tiene el aroma de un lugar lejano, en otro país, que no pertenece al aquí o al ahora. Desearía encogerse, reducir su tamaño y descansar en una de esas terrazas en miniatura, disfrutar los rayos de un sol pequeño pero potente o, mejor aún, escabullirse en alguna habitación diminuta e inmaculada y cerrar la puerta tras de sí.

Es hora de empezar a escribir en un nuevo cuaderno. Elige uno flamante del cúmulo que se apila en el cajón inferior del casillero para guardar archivos. Se trata de un fino artículo de papelería, confeccionado a la vieja usanza, formato A5, con tapas duras color negro y lomo de tela roja. En los cajones medios y superiores del casillero conserva los cuadernos antiguos, repletos de apuntes de trabajo. Los agota con asombrosa rapidez: comienza uno nuevo cada tres o cuatro meses. En realidad no comprende para qué los preserva. Quizá algún día escriba sus memorias: Una vida entre plagas.

Len jamás garabateó una sola nota; la totalidad de las historias que protagonizó estaba en su mente. Pero a Katya le gusta hacerlo. Elaborar registros es una manera de mantener las cosas en orden.

Toma el lápiz que suele utilizar para esta faena –los lápices son mucho más prácticos que los bolígrafos cuando se trata de trabajar en el lugar de los hechos– y traza un encabezado pulcro: “NÍNIVE”.

Katya negocia sus honorarios con Zintle a fin de emprender una excursión de reconocimiento en Nínive. El señor Brand, al parecer, espera que ella se hospede dentro de la propiedad, en las “dependencias destinadas a los conserjes”. Normalmente, Katya no accedería, pero dada la magnitud del proyecto –y el generoso pago prometido–, decide hacer una excepción. Un par de jornadas deberá bastar para evaluar el tipo de procedimiento que aplicará.

Un día antes de la travesía, Katya empaca su equipaje. Se para sobre una silla para extraer la maleta de la parte superior del armario que se alza en su dormitorio. Han pasado siglos desde la última vez que viajó a algún lado, y ese vejestorio monumental está enterrado bajo un montículo de mantas de reserva y pedazos de una silla rota. La maleta es una de las pocas cosas que Len le dio alguna vez o, mejor dicho, que dejó a su paso.

Por aquel entonces, Katya tenía veinte años. Trabajó con su padre como auxiliar de tiempo completo, durante tres o cuatro años, después de abandonar la escuela. Se alojaban en un hotel de Durban verdaderamente calamitoso (con un retrete cascado, que goteaba, y materia reseca –acaso sangre– en las paredes). Una mañana Len desapareció, dejándola con la cuenta sin pagar y con un peculiar sentimiento de gratitud: Katya no habría podido escapar de su yugo de otro modo. Más tarde, su empleador tocó la puerta de la habitación y ella entendió por qué su padre había huido. Faltaban ciertas herramientas eléctricas, muy costosas. Len tenía la costumbre –o quizá el principio– de marcharse con más aparejos de los que había traído.

No obstante, tal vez sólo resolvió que era hora de partir. Katya sospechaba que Len se sentía hastiado de trabajar con ella, ahora que había crecido. Katya ya no estaba tan ansiosa por complacerlo, aunque tampoco se afanaba demasiado en discutir con él. Comenzaba a percatarse de su propio aburrimiento, y de la fatiga que le depararían los años que tenía por delante, trajinando con Len en el asiento del conductor. Len cada día más empapado en whisky, sus viajes cada día más azarosos y accidentados. En determinado momento, le empezó a repeler el tufo a matanza que impregnaba a ambos. Quería limpiarse. Y quería inmovilidad: un sitio al cual pertenecer, y que le perteneciera.

Además de la maleta, Katya heredó un par de redes, trampas y cosas por el estilo, cosas que conservó. Y dos calzoncillos de Len, que no conservó. Frunce la nariz ante el recuerdo acre.

Zintle hizo el mismo gesto cuando rememoró a Len Grubbs, el exterminador, y Katya empatiza con ella. Es la fragancia de la familia, Eau de Grubbs. Se creó a partir de la vida en las carreteras, del trabajo con animales y químicos. No es necesariamente un olor desagradable. ¿A eso huele Katya? (¿Y podría Zintle olfatearla?) Seguro que sí. Aunque, por supuesto, es bien sabido que tal es el atributo que uno suele ignorar acerca de sí mismo.

Alma también lo tiene, a pesar de su popurrí, sus talcos y cremas. En ella, el aroma parece traducirse en una suerte de señal erótica. Desde los once años, más o menos, los chicos la olisqueaban y de inmediato la seguían por todas partes. Sin perder jamás la compostura, Alma usó ese poder para apartarse de su familia y salir al mundo. Paso a paso. Se aferraba a los cuerpos de chicos y de hombres, se sujetaba como una niña a punto de ahogarse, desesperada por ser rescatada, impoluta, de la ciénaga. Y funcionó. Quienquiera que haya sido el muchacho sin rostro con el que concibió a Toby, logró que el retorno de Alma fuera imposible. Después de eso, perdió el entusiasmo por acostarse con uno y con otro: ya no había necesidad. Y ahora que está casada con Kevin, un tipo sólido, Alma puede consagrarse, de tiempo completo, a erradicar los inquietantes olores de su vida anterior.

Se trata de una cuestión demasiado íntima y vergonzosa como para afrontarla, pero Katya sabe que su hermana aún se siente terriblemente cohibida por el efluvio. Cuando era niña, Alma se restregaba y restregaba, toda vez que se hallaban próximos a un baño. En la actualidad, posee tres baños en la pulcra casa que comparte con su marido, sus hijos pequeños –gemelos: un niño y una niña– y Toby. Es un sitio donde cada objeto ha sido escogido con cuidado y ubicado en un punto inapelable. En los baños y dormitorios hay decenas de botellas de perfumes caros, sprays corporales y desodorantes. Sin embargo, según afirman, el cuerpo tiene una signatura molecular que no cambia. Bajo su perfume, Alma todavía despide el vaho familiar.

El olor de Sylvie era diferente. Se trata de uno de los pocos datos irrefutables que Katya posee acerca de su madre: su aroma a almizcle, a talco, ha persistido en su memoria con mayor contundencia que cualquier recuerdo visual. Al revisar las cosas que su padre abandonó aquella vez, cuando ella tenía veinte años, Katya encontró una foto desvaída de un Len increíblemente joven y sonriente, con el pelo hasta los hombros y el brazo alrededor de una voluptuosa mujer castaña. No reconoció ningún rasgo de la mujer –excepto, quizá, sus propios senos pletóricos y un atisbo de los ojos distantes de Alma–, pero aceptó la evidencia de que se trataba de Sylvie, su madre, recién llegada de Inglaterra y recién casada. A continuación sintió el apremio de dar vuelta a la imagen y no observarla nunca más.

Durante sus veintitantos, Katya se asió a escasos elementos materiales. Sus pertenencias eran tan pocas que cabían dentro de las de Len: dentro de su maleta y de una de las vetustas cajas-trampa de madera –desprovista de resortes, inservible–, que ella colmó de ropa y llevó a rastras de domicilio en domicilio. Cada vez que se mudaba, desechaba algún lastre más de su engorroso pasado. Pero atesoró la fotografía. Hoy está escondida en el fondo del casillero destinado a guardar archivos. En ocasiones, transcurrido cierto periodo –unos dos años–, se arma de valor con un trago de whisky y le echa un vistazo furtivo. Con el tiempo, el semblante de la mujer le transmite menos y menos cosas. Por el contrario, el joven Len parece adquirir mayor vitalidad cada año que pasa en la oscuridad del casillero. Jamás le ha mostrado la imagen a Alma. Es su propio fragmento culposo de Sylvie, que preserva sólo para ella.

La maleta se precipita desde lo alto del armario y cae sobre su cabeza, trayendo consigo la pata de una silla, un pececillo de plata y el olor característico de los objetos de Len. De pronto él está aquí, emergiendo del polvo y aproximándose a ella. Su figura es lobreguez que repta guiada por los cuerpos flotantes de sus ojos –ojos que ha cegado la luz del sol. Emana un fuerte olor a hogueras, naftalina, lejía y tabaco. Extrae algo de la oreja de Katya y lo sostiene con firmeza: el truco de un prestidigitador. Sonríe, extiende la palma de su mano y ella ve un objeto dorado, algo espléndido y centelleante y vivo. Una libélula.

–¡Hermosa! –profiere Len.

La finalidad del ardid era que sus hijas rieran o se retrajeran del susto. Katya nunca supo por cuál opción inclinarse. A veces su padre dejaba ir a la criatura, otras no. Y en ocasiones no había absolutamente nada en su puño. Y otras veces sólo era un puño.

Nínive

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