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I. ENJAMBRE

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¿Orugas? Fácil, piensa Katya. Incluso estas orugas, concentradas en un racimo espeso, que oscurecen el árbol desde el tronco hasta la cima y agitan sus cabellos anaranjados. Con tales orugas se puede lidiar.

Aun así, este árbol retorciéndose es un espectáculo extraño: un árbol mortificado. Particularmente aquí, donde el césped impecable desciende hacia la espléndida casa blanca, entre macizos de flores podados y llenos de motas rosas y azules. A un costado, justo en la visión que abarca el rabillo del ojo, un jardinero está recortando los bordes del pasto; su mirada se posa en Katya y el chico, y no en las cuchillas de su tijera. Al fondo de la escena se eleva Constantiaberg. Es un día de otoño, fresco pero luminoso. Las montañas exhiben la edad que tienen: se ven rugosas, erosionadas y enmudecidas por el cielo estentóreo. Es una tarde estupenda para una fiesta al aire libre.

Sin embargo, en el centro de la imagen hay una abominación. Este único árbol envuelto en una costra de materia invertebrada del color del azúcar quemado, con cuerpos rollizos y provistos de púas. Es posible imaginar que el árbol entero ha sido corroído y reemplazado por un tosco facsímil hecho de carne de oruga.

–Toby, guantes –dice Katya en tanto hace crujir sus dedos y los extiende, rígidos.

Su sobrino, exasperado, pone los ojos en blanco –gesto particularmente eficaz; esos ojos son esferas enormes y pálidas, verdes y con las partes blancas limpias en torno a los iris–, pero se inclina desde su estatura, superior a la de ella, para hundirle una bola arrugada de látex en la palma de la mano.

Los guantes son importantes. Katya no es en absoluto remilgada cuando se trata de cosas implacables y flácidas, pero algunas orugas poseen espinas irritantes. Los guantes gruesos usados en la jardinería, son demasiado incómodos para una labor tan fina y, además, Katya prefiere el tacto del látex: disminuye la sensibilidad, pero al comprimir los estímulos de fondo, también parece aislar sensaciones específicas. El paisaje áspero de la corteza, la tibieza de la piel sin su fricción. Los guantes forman parte del uniforme, a la par de las botas con puntera de acero y los overoles de tono estridente. El color característico de Katya: verde como de sapo venenoso, verde como de boomslang.1 Mientras Katya y Toby trabajan, sus uniformes los distinguen de los colores pastel del césped y las flores. Están enfrascados en la faena.

Katya sacude los guantes e intenta deslizarlos en sus manos.

–Necesitamos algo de talco. ¿No te pedí que consiguieras algo de talco?

Ojos en blanco, en señal de fastidio.

–Sí, sip –dice Toby, jugando con su cabello rubio aperlado, que lleva alisado hacia atrás y sujeto con una liga en un chongo burdo. Se lo ha dejado crecer desde que salió de la escuela, pocos meses atrás. Siempre está arrancándose la liga u oprimiéndola contra el cuero cabelludo al jalar los mechones, algo que hace que Katya experimente una punzada en las raíces de su propio pelo. Ambos, tía y sobrino, han apartado los mechones de sus rostros con pragmatismo, aunque, si uno los contempla con atención, tal impresión se diluye: las horquillas que sujetan el pelo son refulgentes, destinadas a niñas pequeñas. Toby las trajo y Katya se pregunta cuál es su procedencia. Se trata del tipo de cosas que usaría una adolescente para verse linda. Uno de los innumerables signos recientes de que su sobrino podría estar en contacto íntimo con jovencitas. ¿Cuántos años tiene ahora? ¿Diecisiete? La mitad de su propia edad: un cálculo que la desalienta. ¿Qué ha obtenido ella en el doble de tiempo?

–Vamos, pon todo en orden –dice Katya.

Él le sonríe para apaciguarla. La sonrisa de Toby posee algo que le confiere comicidad: sus dientes, pequeños y separados, casi semejan dientes de leche. Encías rosadas e intactas, como las de un cachorro. Con la boca abierta, parece mucho más joven de lo que es. A menudo, Katya quiere pedirle que se relaje. Cuando está en reposo y piensa que nadie lo observa, en su cara se perfilan bellas líneas sombrías; igual que a su madre, la melancolía sutil le sienta bien.

El uniforme le queda mejor a Toby que a ella. No hacen uniformes de tamaño adecuado para mujeres de baja estatura y senos grandes. El de Katya está enrollado en las piernas y ceñido en el busto. Es posible adquirir uniformes chinos, confeccionados para gente más menuda, aunque no para gente con pechos. Pero Toby, esbelto y alto, se ajusta en el suyo como un albañil, un cavador de zanjas. Como alguien designado para vestirlo.

En esencia, la tarea de Toby consiste en levantar los objetos más pesados; hay una fuerza sorprendente en esos miembros flacos, similares a los de una araña. Katya lo examina mientras él coloca en su sitio la primera caja de triplay y el vertedero de estaño, lo cual ejecuta de acuerdo con sus cuidadosas especificaciones. Una vez que todo está en su lugar, Toby retrocede y sostiene uno de sus brazos por la espalda, a la altura del codo, en tanto mira hacia arriba, al árbol. La postura resulta difícil de mantener con músculos excesivos en el torso. O con senos. Es una pose que Katya ha visto que adoptan ciertos peones delgados de granjas, en el campo. Como ellos, Toby sabe de qué manera conservar su energía.

De hecho, se trata de la misma actitud corporal del jardinero desgarbado que está de pie, cuesta abajo. Sus brazos y su pierna curvada remedan la postura de Toby; su overol de color azul desvaído contrasta con el de Toby –verde brillante–; y su piel oscura subraya la palidez de Toby. Es como si esperaran representar alguna suerte de danza simétrica.

Tiempo de ponerse en acción. Primero, Katya evalúa el enjambre; camina alrededor del árbol y echa un vistazo hacia arriba y hacia abajo, conjeturando números. Después se encorva y fisga, a unos centímetros, el vello dorsal de las criaturas en la corteza. Es necesario hallar a la oruga líder, al general del ejército. (Un general y no una reina. Para Katya, que decide ignorar los postulados de la biología, todas las orugas son masculinas: soldados rasos. Quizá por sus pequeñas cabezas con yelmos.) Con una mano alcanza el interior, quebranta el flujo y selecciona a un individuo robusto, uno que se ve gordo y jugoso y resuelto, y dotado de una gola particularmente fina de pelaje anaranjado.

Lo mejor es que la cliente esté allí para atestiguar dicho ritual y comprobar la pericia que se requiere, pero en este caso la mujer siente tanta repulsión que observa desde una distancia de cien metros. Katya puede vislumbrarla ahí abajo, en un vestido azul, con las manos sobre sus anchas caderas, atisbando la escena mientras los camareros y los sirvientes se mueven con premura detrás de ella. La música comienza a sonar. Una fiesta con clase: han contratado un cuarteto de cuerdas. Hay una hilera de mesas de caballete con manteles blancos y proveedores de banquetes disponiendo platos y vasos. Pronto se presentarán los invitados.

Katya sitúa el galardón que supone su larva sinuosa en el borde del conducto de escaño, en posición descendente, instigándolo a continuar su camino con ligeros pinchazos. Después, el truco es lograr que se acople el siguiente de la fila, y luego el siguiente, tras los numerosos y blandos talones de su hermano. Una vez que se encuentran en el vertedero, que se va estrechando, les resulta arduo tomar la dirección contraria, de regreso a la corriente. Así está diseñado el sistema. Una vez que se consigue cierto movimiento, todo se vuelve más fácil: las orugas, como los ñus migratorios, poseen un fuerte impulso gregario. Perciben una incitación, comienzan a activarse. Acaso sientan una ansiedad tenue e invertebrada, acaso crean que el enjambre aún no se ha consumado, que este no es el árbol apropiado, que les aguarda un árbol mejor, que quedarán rezagados. Hasta aquí ha llegado Katya en su estudio de la psicología de las orugas.

En breve, una modesta caravana de bestias peludas marchan por el conducto. Una fila de conga. Una vez que ocurre, es hermoso, en cierto modo: un río de carne de oruga mana del árbol, se separa de él y deja las ramas desnudas y agraviadas. Una vez que el cabecilla se desprende del conducto y cae en la caja, ya no hay vuelta atrás, no hay escapatoria.

–¡Yija! –dice Toby. Se menea de un lado a otro, excitado ante la lenta estampida de los gusanos.

Las orugas son fáciles.

El enjambre es muy vasto: sólo ha invadido un árbol, pero se trata de una infestación densa y exhaustiva. Deben emplearse dos cajas. Son contenedores de aduana, con agujeros perforados en las tapas de madera para permitir que los prisioneros respiren. Katya cierra las cajas y las asegura herméticamente con los pestillos; a continuación las apila una sobre otra. Es asombroso lo pesadas que son, oscilan un poco. Katya acerca el oído a la tapa y puede escuchar cómo se desplazan: un sonido húmedo y no el seco trajín escurridizo de los individuos conchudos. Estas pequeñas criaturas son fuertes cuando trabajan juntas. Por separado, uno las destroza con facilidad, aplastándolas con el talón, pero si actúan en conjunto... Katya las imagina alzándola por la fuerza, y a Toby también.

–Muy bien, Tobes –dice Katya–. Misión cumplida. Saquemos a estas preciosuras de aquí.

Toby emplaza sus largos brazos alrededor de las cajas y las levanta. Luego las balancea sobre su cabeza, una mano en cada costado, y desciende sin prisa a lo largo del césped, cantando feliz para sí mismo. La melodía suena a “I Shot the Sheriff”.

No puede evitarlo: Toby es un chico de carácter adorable. Tiene un resplandor que transmite sagacidad, gozo y una disposición de saludar al mundo y darle el beneficio de la duda. Katya siente una efímera vergüenza por desear que él fuera mayor, más escéptico, por imaginar que los años de la juventud de Toby se van fugando.

El jardinero, que en su andar sin rumbo se aproxima, la mira y ella le sonríe. Katya es más afable con este hombre de lo que lo sería si no portara su uniforme.

–¿Cómo las va a matar? –pregunta él.

–No lo hacemos.

–¿Entonces qué?

–Las liberamos en la naturaleza –responde–. Tenemos la estricta norma de no matar.

Este es el punto en el que la mayoría de la gente se echa a reír o frunce el rostro con repugnancia. Pero el jardinero sólo asiente de manera cortés, en tanto cierra, con un clic, la mandíbula de su podadera.

Mientras se acercan a la casa, Katya puede ver que los invitados han comenzado a llegar. Hombres de mediana edad con camisas y pantalones en tonos pastel, mujeres con vestidos de verano. Ella y Toby no están ataviados para mimetizarse en este contexto, tal como indican sus overoles verde rutilante –de la empresa Reubicación Indolora de Plagas (RIP)– y sus palpitantes cajas de captura.

Ahora, Katya divisa nuevamente abajo, en dirección a la piscina, la figura de su empleadora, la señora Brand, dirigiéndose a ellos con ademanes que expresan severidad. Sacudidas de cabeza, gestos que significan que hay que ahuyentar a los intrusos. La señora Brand se siente avergonzada por el problema de las orugas. Las criaturas se han transformado en un enjambre de la noche a la mañana, causándole un disgusto; no puede permitirles que lleven a cabo su congregación a la vista de los quisquillosos invitados.

Katya no desea mezclarse con los asistentes de la fiesta, pero la insolencia de la mujer despierta una voz en su interior que afirma: “Váyase a la mierda, señora”. Katya sonríe y sigue caminando.

Toby la mira con detenimiento, entre las cajas.

–Sólo sigue adelante –dice Katya.

Deciden transitar hacia la entrada principal. Unos cuantos invitados están ubicados junto a la piscina armónicamente curva, tragos en mano; cuando el equipo de trabajo de RIP se torna visible, los invitados se dispersan de modo instintivo. Para ellos, Katya y Toby usan trajes de material peligroso y su botín emite vibraciones radiactivas. Si Katya pudiera producir el ruido de una serpiente de cascabel, lo haría.

Su empleadora es una dama inflexible, guapa, de cabello corto y esmerilado. Su vestido –la cintura constreñida entre las anchas caderas y el pecho– combina con unos ojos tan azules que casi parecen ciegos. Dichos ojos están fijos en Toby y Katya con abierta hostilidad, como si sospechara que en verdad romperán las cajas y esparcirán gusanos por todos lados.

–Se suponía que terminarían alrededor de las tres –sisea la mujer.

Katya enfrenta su mirada inmóvil con otra ausente.

–Lo lamento. Hacemos lo necesario.

Este trabajo saca a relucir esa clase de cosas en ella.

En específico, se trata del uniforme. Cuando Katya se pone su atuendo verde, algo cambia. Se vuelve más arrogante, más agresiva, si bien con la pasividad de un sirviente. También se vuelve más artificial en sus movimientos y palabras: interpreta el papel de un hombre de trabajo. Resulta embriagador. Pero basta despojarla de su overol para que de nuevo sea afectuosa, un cordero, una niña.

La casa posee un área de estacionamiento amplia, al final de la ruta umbría que se extiende desde el portón de entrada. El sitio ha comenzado a saturarse de automóviles de lujo. Katya abre la parte posterior de su camioneta, su orgullo y deleite. El vehículo no es precisamente nuevo, pero le gusta que esté vapuleado y abollado y arenoso, provisto de huellas de su dueño anterior. Uno podría adivinar que lo condujo, casi hasta la muerte, algún canalla viejo y miserable con el culo huesudo: el asiento del conductor se halla tan ahuecado que Katya necesita dos cojines para poder ver por encima del volante. Ha acondicionado la camioneta con barrotes, transformando el sector trasero en una jaula, como la de un perrero, y la ha pintado de verde fulgurante. Ahora ostenta la leyenda: “Reubicación Indolora de Plagas” e ilustraciones de trazo pulcro, diseñadas por ella misma: una rata, una paloma y una araña.

Mientras Toby carga los recipientes portátiles en la parte posterior, Katya toma de la guantera una cajetilla de cigarros de madera e introduce cuatro o cinco orugas.

–¿Qué es eso que tienes ahí?

Ella cierra la cajetilla con un crujido y se da vuelta. La voz proviene del macizo de flores; no, es un jardín rocoso, con una glorieta cubierta de hiedra al fondo, en una pequeña ladera. Katya distingue una figura sentada en sus profundidades sombrías, bebiendo. Él levanta su vaso en un saludo alegre; después le hace señas para que se aproxime.

–Dame un segundo –le dice a Toby.

Una senda pavimentada concluye en la gruta. Más de cerca, Katya advierte que es un hombre alto, sentado en un banco de hierro forjado similar a un trono, con reposabrazos en forma de cabezas de dragones. Sus piernas se despliegan delante de él y un zarcillo de hiedra le hace cosquillas en la frente. El cuello de la camisa desabrochado, un vaso de whisky oblicuo en su puño.

Está parada frente a él, aguardando. Este es otro de los efectos que logra el uniforme. Del mismo modo en que facilitó su interacción con el jardinero, ahora también le ayuda a emprender negocios con quien es, a todas luces, un sujeto al mando. Por lo común, ante alguien así –evidentemente un hombre rico, poderoso, maduro–, Katya se sentiría incómoda. Dudaría dónde ubicarse, qué hacer con las manos, qué decir. Pero aquí, en este momento, su postura y su rol son claros. Él puede hablarle, si lo desea. O ella puede retirarse. Todo es parte del oficio.

Además, la manifiesta embriaguez del hombre la distiende. Parece un borracho benevolente. Entorna los ojos y la atisba tras la hiedra.

A Katya las personas ebrias no le resultan difíciles de tratar. Excepto que se muestren amenazantes o bulliciosas, pueden ser una compañía bastante apaciguadora. Se siente menos observada y hay algo conmovedor en la manera en que permiten que se les contemple en ese estado bobo, casi infantil. Y pese a que se hallan, en cierto sentido, nubladas por el licor, a la vez es como si se les pelara una capa, como si se desobstruyera una oclusión.

En este instante, Katya se siente libre de recorrer con la mirada el traje del hombre, su reloj, su cabello, sus accesorios y adornos. El individuo es sólido, fornido. Su boca y su nariz son pronunciadas, lo suficientemente amplias para equilibrar un rostro ancho, pero delineado con delicadeza. El rostro de un emperador romano. Sus años de plenitud han pasado y tiene varias copas encima. Cuando sonríe expone un canino gris, del mismo color que su pelo. Quizá tenga unos cincuenta y tantos.

–Echémosle un vistazo a la mercancía –dice.

Katya abre la tapa de la cajetilla de cigarros y la inclina para enseñarle las orugas parduscas. La mayoría de la gente retrocedería asqueada, o al menos chillaría. Pero en la cara de este individuo no hay nada: no hay aversión, tampoco interés. Le da un sorbo a su trago y luego, con un giro rápido y fortuito de la muñeca, arroja unas gotas de licor en la cajetilla.

Katya se la arrebata.

–¿Para qué hace eso?

Él se encoge de hombros.

–Seguramente no pueden sentir mucho, ¿no? Esta sustancia es nutritiva.

Katya frunce el entrecejo y cierra con cuidado la caja sobre las criaturas retorcidas.

–Entonces –dice el hombre–, una batalla contra las orugas. Buen trabajo para una chica. ¿Qué más eres capaz de hacer?

Su voz es agradable, más suave y musical de lo que sugeriría su corpulencia.

–Orugas, serpientes, ranas, babosas, cucarachas, babuinos, ratas, ratones, caracoles, palomas, garrapatas, geckos, moscas, pulgas, cucarachas –Katya escudriña su rostro en busca de una reacción. Los hombres suelen ser más melindrosos cuando se trata de estas cosas–. Murciélagos. Y arañas.

Él ríe –una risa semejante al ladrido de un perro de proporciones considerables– y zarandea su bebida en círculos, como si la recitación lo hiciera feliz y le confirmara algo.

–Entiendo. La pandilla entera. Los indeseables. ¡Los indeseados!

No está tan borracho como ella pensó. Sus diferentes capas se transforman: se están empañando y plegando. Una de ellas acaba de descorrerse para delatar algo duro y notorio. El whisky salpica otra vez el vaso y exhibe el hielo.

–¿Desea una tarjeta de presentación? –indaga Katya.

La situación lo divierte en extremo y da una palmada sobre su muslo extendido.

–Claro, ¿por qué no? Las tarjetas son buenas. Una tarjeta sería algo fantástico.

Lleva un anillo de oro grabado en la mano derecha. La mira con los ojos entrecerrados bajo el último sol del atardecer; pozos de líquido gris centellean entre sus párpados. Tras de sí, Katya percibe a Toby, que juega nervioso con las llaves de la camioneta. Las sombras se alargan.

–En mi bolsillo superior –señala Katya, inclinándose hacia el hombre. Normalmente, dicho movimiento evidenciaría el escote, pero como usa un atuendo verde rana abotonado hasta el cuello y sostiene una caja de orugas contra su pecho, se trata, más bien, de un gesto agresivo. Lo que logra con eso es abrir la puntita del bolsillo del pecho, lo suficiente como para que él vea un paquete de tarjetas de presentación. El hombre no vacila. Mientras sigue sonriendo con los ojos rasgados, de ese modo que revela tan poco, estira el brazo y arranca, como con pinzas, una sola tarjeta del bolsillo. Sus manos son gruesas, las uñas toscas pero muy cuidadas. Hace repiquetear la tarjeta en torno a la boca desnuda de su vaso y la examina con seriedad.

Katya se siente orgullosa de la tarjeta, en la que se lee: “ RIP: Reubicación Indolora de Plagas”. Fuente tipográfica sencilla. Nada ornamental, sólo los datos. Rata, paloma, araña. Dibujos de trazos simples, precisos. Le molesta un poco que no hayan sido delineados a escala, pero no es posible lograr mucho más en una tarjeta de presentación. Por debajo, su nombre: “Katya Grubbs.”

–Grubbs –enuncia el hombre, y ella aguarda su risa. La mayoría de la gente ensaya algún comentario o dice algo sobre la manera en que el nombre concuerda con el trabajo, etcétera.2 Pero él lo contempla con una mueca de contrariedad que sostiene durante demasiado tiempo.

–Esta no eres tú.

–Sí, soy yo.

El hombre la mira, ahora de forma incisiva.

–Creí haberle dicho a mi esposa que no contratara a los de tu especie.

–¿Señor?

–Grubbs, jamás olvidaría ese nombre. Fue el año pasado. Nínive.

¿Nínive? Katya sacude la cabeza, perpleja.

–Grubbs, Grubbs... –el hombre chasquea los dedos–. Len Grubbs.

Katya aprieta y rechina los dientes.

–Ese es mi padre.

–La misma pandilla, ¿no?

–No, yo soy diferente: empresa diferente, enfoque diferente.

–¿Cómo?

–Yo doy un trato humano, compasivo. Indoloro. Diferente.

Él golpetea los nudillos de sus dedos con el filo de la tarjeta.

–Bah. Bueno, más te vale que lo seas. Porque tu papá me estafó de modo espectacular, ¿lo sabías? Len Grubbs. Tomó mi dinero, anduvo jodiendo por ahí y se fue a la verga. Puedes contarle que dije eso.

Katya siente que está de pie en una posición extraña, inerte y tensa. La magia del uniforme comienza a fallar. Se encoge de hombros impasiblemente, con aire forzado.

–No tengo nada que ver con eso. No he visto a mi padre en años.

Él la mira, asiente e introduce la tarjeta en el bolsillo de la camisa. El aspecto de su camisa es terso pese al clima caluroso: algodón fino, sin duda alguna. Está transpirando la bebida alcohólica, pero sus prendas resisten. Y ahora se presenta la anfitriona, similar a un jacinto silvestre, en la esquina de la casa, gesticulando con su vaso. El rostro del hombre denota irritación en su momentánea parálisis, pero se levanta y aún sonríe de modo cordial. Sus movimientos son más contundentes y enérgicos de los que, por derecho, ejecutaría cualquier borracho.

–Bueno, te vamos a dar una oportunidad, supongo. Quizá pronto haya algo más de trabajo.

A continuación se inclina hacia delante y desliza su propia tarjeta –que aparece como por arte de magia en su palma: un truco– en el bolsillo de Katya. Ella percibe el cartón resbalando a través de la tela.

–En verdad creo que prefiero a mis combatientes de orugas. Sin embargo, ah... –la observa de arriba abajo; esboza un guiño– tratamiento indoloro.

En tanto la camioneta de RIP brega para subir por el escarpado sendero que conduce hacia la entrada, Toby se halla inusitadamente inmóvil. Posee una caja llena de orugas en el regazo, sus dedos largos descansan sobre la cubierta y cada cierto tiempo tamborilea en la madera con el índice y el dedo medio: un ritmo íntimo, que genera sosiego. Pobres criaturas, arrancadas a la fuerza, negándoseles su peregrinaje.

–¿Qué fue eso? –inquiere Toby con bastante acritud–. Ese tipo.

–Nada. Sólo el patrón.

Katya cambia a primera velocidad para eludir una conversación más pormenorizada. No obstante, alrededor de la curva del sendero se estaciona a un costado, saca la cajetilla de cigarros y la destapa despacio.

–¿Para qué son esos bichos?

Ella gira la manivela de la ventana y arroja las orugas entre los arbustos.

–Alguna garantía. Nos da un motivo para volver una vez más.

–¡Tía Katya! –ríe Toby– ¡Malvada! ¿Dónde lo aprendiste?

Se toma un segundo para responder.

–Mi papá –dice–. Mi papá me enseñó esa artimaña.

Nínive

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