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SIMON (COMENTARIO)

CAPÍTULO III

HECHO Y VALOR EN LA TOMA DE DECISIONES

La primera mitad del Capítulo III se ocupa de la distinción lógica fundamental entre el “ser” y el “deber ser”; la segunda mitad, principalmente de las implicancias que esta distinción tiene para la organización y la operación de gobiernos democráticos. Por esta razón, el capítulo probablemente resulte de gran interés a los lectores conectados con la administración pública, donde el debate sobre la relación entre la política y la administración tiene una larga historia en la que la distinción entre el “ser” y el “deber ser” juega un rol central.

Sin embargo, la cuestión fundamental de quién debe establecer los objetivos básicos –los “deber ser” básicos– de una organización surge en todo tipo de organizaciones, tanto privadas y sin fines de lucro como públicas. En la administración pública, la discusión sobre fijación de objetivos se concentra en la responsabilidad del administrador hacia las legislaturas y el electorado; en la administración de empresas, se concentra en la responsabilidad de los empleados y los ejecutivos hacia los accionistas; en la administración de organizaciones sin fines de lucro, se concentra en el rol del consejo de administración en sus relaciones con la gerencia y los clientes (por ejemplo, instituciones educativas, estudiantes, graduados, benefactores).

“SER” Y “DEBER SER”

La referencia que hice en el segundo párrafo del Capítulo III al positivismo lógico en cuanto a que brinda el fundamento filosófico para tratar el “ser” y el “deber ser” resultó una pista falsa que ha traído confusión en algunas reseñas. Hoy día se considera al positivismo lógico como una postura filosófica ampliamente desacreditada, y ahora su nombre se aplica más a menudo como epíteto ofensivo que como término descriptivo. No tengo deseos de defender el positivismo lógico, sino que solo pretendo observar que la totalidad de la argumentación del capítulo procede igualmente bien si reemplazamos “positivismo lógico” por “empirismo”, o si simplemente nos abstenemos de ponerle una etiqueta al argumento en cuanto a su pertenencia a una escuela filosófica determinada.

El punto fundamental es que no se puede obtener un “deber ser”, por ningún tipo de razonamiento escrupuloso, solamente a partir de un conjunto de puros “ser”. Para alcanzar un “deber ser” en las conclusiones, deberá haber como mínimo algún “deber ser” oculto en las premisas iniciales. Ningún cúmulo de conocimientos sobre cómo es el mundo en realidad puede, enteramente por sí mismo, decirnos cómo debería ser. Para esto último, debemos estar dispuestos a decir qué tipo de mundo querríamos tener; debemos plantear algunos valores que vayan más allá de los hechos.

Cuando iniciamos una línea de pensamiento con un “deber ser”, digamos, un fin u objetivo organizacional, entonces ese “deber ser” infecta todas las conclusiones derivadas, las que se convierten, según palabras del Capítulo III, en “afirmaciones éticas con elementos fácticos entremezclados”. Asimismo, el “deber ser” que constituye un objetivo organizacional ya está, por lo general, totalmente mezclado con elementos fácticos. “Deberíamos introducir una nueva línea de productos, más económica” supuestamente significa que “de hecho” existe un buen mercado para tal línea, y que si la introducimos, aumentaremos nuestra ganancia (el objetivo organizacional).

Cuando se cuestiona un objetivo, se lo defiende indicando algún objetivo más importante hacia el cual está orientado, y la creencia (un “hecho” supuesto que puede ser válido o no) de que cumplir el primer objetivo contribuirá a alcanzar el segundo. El departamento de bomberos combate el fuego “para” reducir las pérdidas que ocasiona (combatir el fuego reduce de hecho las pérdidas), “para” conservar activos valiosos (los edificios son valiosos y útiles), y así sucesivamente –y la cadena termina, tal vez, con valores finales, como virtud, verdad y belleza.

Espero que estos breves comentarios disipen cualquier confusión restante con respecto a la distinción entre el “ser” y el “deber ser” y disminuyan el grado de controversia.

“FÁCTICO” NO SIGNIFICA NECESARIAMENTE “VERDADERO”

La expresión “premisa fáctica” no significa una afirmación empíricamente correcta, sino una creencia, lo cual es una aseveración de hecho. Esta aseveración puede estar sustentada o no por pruebas, y las pruebas que existan pueden tener una mayor o menor validez. La toma de decisiones humana utiliza creencias que pueden o no describir cómo es realmente el mundo. A tales creencias, sean verdaderas o falsas, las llamamos “premisas fácticas”.

TECNOLOGÍA Y TECNOCRACIA

El rápido crecimiento, durante el siglo pasado, del papel que juega la tecnología en nuestro mundo, ha hecho cada vez más difícil para Juan Pérez –la persona común de la calle– juzgar correctamente las cuestiones técnicas que ocupan un lugar central en muchas, si no en la mayoría, de las decisiones importantes. Uno puede tomar ejemplos, casi al azar, de la prensa diaria: ¿Cuáles son los efectos sobre la salud de los distintos niveles de óxido de nitrógeno en la atmósfera, y cuál es el costo de reducir esos niveles?

Se sugiere a veces que transfiramos las decisiones a los “expertos” que conocen realmente los hechos y que pueden calcular sus implicancias. Por supuesto, la falacia de esta solución tecnocrática es obvia. Debido a que la mayoría de las premisas decisorias entremezclan hechos y valores, no es posible traspasar por completo las decisiones a los expertos sin delegarles la elección de los valores, como también el cálculo de las consecuencias. El Capítulo III presenta este problema, especialmente en lo que respecta a su aplicación a las organizaciones públicas. (27) Haré aquí algunos comentarios adicionales sobre la cuestión en cuanto a su aplicación a las organizaciones privadas, con o sin fines de lucro. En capítulos posteriores y sus comentarios respectivos, se ampliará este aspecto.

LA AUTONOMÍA DE LAS ORGANIZACIONES PRIVADAS

La distinción entre hecho y valor hace surgir dos preguntas para las organizaciones privadas: primero, ¿quién elegirá los valores básicos a los cuales apuntará la organización y de qué modo el que decida hará cumplir la elección?; segundo, ¿cómo mantener la compatibilidad entre los objetivos que elige y persigue una organización privada y los objetivos que puede desear la sociedad en la cual opera?

La respuesta habitual a la primera pregunta es que, dentro de los límites establecidos por la ley, los propietarios eligen los valores básicos de las organizaciones con fines de lucro, y en el caso de ser sin fines de lucro, lo hacen los miembros de la junta directiva. Esto hace surgir una nueva pregunta: ¿de qué modo hacen cumplir sus elecciones los propietarios y los miembros del directorio? Una bibliografía copiosa examina en qué medida los accionistas realmente pueden y logran controlar las políticas corporativas de cara a la tentación que pueden sentir los gerentes de cosechar ventajas personales a partir de los puestos que ocupan. La misma pregunta surge en el caso de las organizaciones sin fines de lucro, pero es probable que no haya sido investigado tan cabalmente. Más allá de reconocer que estas cuestiones son importantes, una discusión extensa al respecto se encuentra fuera del alcance de este libro. (28)

La economía neoclásica contesta la segunda pregunta, compatibilidad de los objetivos de organizaciones privadas y los objetivos de la sociedad en la que están insertas, con la afirmación de que, en un entorno de mercados libres y competitivos, la organización que desea maximizar sus ganancias, o incluso sobrevivir, no tiene otra opción que producir, de la manera más eficiente posible, aquellos bienes y servicios que los consumidores de esa sociedad eligen comprar. Los mercados libres y la competencia perfecta obligan a una sensibilidad ante los valores sociales de la forma que se manifiestan en el comportamiento de los consumidores, ponderado por el poder adquisitivo de cada uno de ellos. Dejan a la organización privada un escaso margen para la elección de valores.

Incluso si dejamos de lado las cuestiones sobre la distribución del ingreso, y las diferencias que dan como resultado el poder adquisitivo individual, en una sociedad real esta respuesta requiere un considerable tratamiento. Cualquier desvío con respecto a una competencia perfecta deja lugar para que la organización elija entre distintos valores, y coloca una cuña entre la maximización de ganancias y el logro de los valores que se expresan en el mercado. Igualmente grave, la presencia de “externalidades” –consecuencias de las actividades organizacionales que no se reflejan en los precios de mercado– también fomenta actividades que contribuyen a las ganancias, en detrimento de otros valores sociales. El clásico caso de una externalidad negativa es el humo que una fábrica disemina sobre sus alrededores. De igual modo, el mecanismo de mercado desalienta las actividades que producen “externalidades positivas” –beneficios que se confieren a la comunidad pero no se reflejan en los precios de mercado.

Por supuesto que, mediante la legislación, es posible prohibir aquellas actividades que producen externalidades negativas, o se las puede gravar o regular de alguna otra manera (y subsidiar aquellas que producen externalidades positivas), pero la presencia de las externalidades socava la simplicidad de los mercados como un medio universal de control social de la actividad organizacional privada. Continúa siendo un hecho, sin embargo, que la capacidad de las organizaciones, con o sin fines de lucro, para ejercer poder sobre la sociedad o poner sus propios valores en lugar de los de otros, se ve severamente restringida cuando deben depender de sus propios resultados financieros –si solo pueden gastar los fondos que adquieran por ofrecer sus bienes y servicios a los miembros de la sociedad y, al hacerlo, deben competir con otras organizaciones en la misma posición.

La presencia de imperfecciones en un sistema mixto de competencia y monopolio, junto con las complicaciones creadas por las externalidades negativas y positivas, garantizan que una sociedad moderna sea un sistema compuesto que incluye mercados, organizaciones grandes y pequeñas y una amplia variedad de normativas e intervenciones legales y estatales. La posibilidad de tales intervenciones crea, a su vez, nuevos problemas típicos: por ejemplo, se puede librar a la organización de las consecuencias de su propia falta de previsión mediante subsidios y ayuda financiera. Está claro que no se trata de un peligro imaginario cuando recordamos, en nuestra propia sociedad, el rescate de la Chrysler Corporation y de las asociaciones constructoras y de préstamos, y los subsidios de larga data para la agricultura. La organización social no es una ciencia exacta ni sencilla.

27. He tratado este tema un poco más profundamente en el Capítulo 3 de Reasons in Human Affairs (Stanford University Press, 1983).

28. Una referencia clásica es A.A. Berle, Jr. y Gardner C. Means, The Modern Corporation and Private Property (New York: MacMillan, 1934). Para discusiones más recientes, ver H. Demsetz y K. Lehn, “The Structure of Corporate Ownership: Causes and Consequences”, Journal of Political Economy, 93: 1155-1177 (1985) y O.E. Williamson, The Economic Institutions of Capitalism (New York: The Free Press, 1985).

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