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Nota del autor
ОглавлениеEra el 1 de enero del año 1970. Discurría media mañana de aquel inolvidable y bendecido día.
Un tal don Dionisio Flores, el anciano curandero huesero, fue protagonista sigiloso de un hecho sin precedente. El susodicho residía enfrente de la capilla del camposanto del barrio LLojlla en el exótico y hospitalario pueblo de Caniasbamba.
El curandero fue visto descendiendo por el sendero del atajo que cruza los sembradíos del paraje de Yuraj Rumi, al pie de la plaza del pueblo. Ante la sigilosa mirada del vecindario, el huesero se llegó a la casa de doña Clementina Ocaña Durand, reconocida oraculista del barrio Shogushrajra. El hombre se andaba con un serio asunto que le tenía preocupado en sumo grado.
—Verá usted —dijo el huesero cuando apenas se hubo sentado delante de la oraculista—. Hoy por la mañana fue a mi casa una tal doña Thriny, aquella devota de Dios que vive en el fundo Puná Hamá, en la hacienda Balcón. Fue acompañada de una pequeña perrita. Doña Thriny llevó un tierno becerro rojo que adolece de fracturas en las patitas delanteras y en la cabeza, parte en la que el accidente es muy grave. Para chequear el estado del becerro, lo puse sobre una mesa y teniéndole allí, palpé las patitas, y finalmente la cabeza. Ahí fue todo el problema. El becerro dio un lastimoso quejido de dolor, y de repente voló por el aire cayendo de golpe en el suelo del patio. Allí quedó patitieso e inconsciente. Así como estaba el animalito, la anciana lo envolvió en su manta y lo cargó. Luego, precedida de la pequeña perrita, abandonó mi casa, tras prevenirme que recurriría al juez don Pancho Bernabé, si el becerro no reaccionase. He venido a usted para que mediante el oráculo vea si ese becerro reaccionará aún, o ya está muerto.
La oraculista tenía un hermano de sangre, muy querido. Aquel era el ilustre don Epifanio Ocaña Durand. Dos cualidades sobresalientes le distinguían a don Epifanio: era un eximio relator de historias quechuas y dominaba el arte de mascada de la coca. Siempre que alguien recurría a la consulta del oráculo, y doña Clementina entreveía de difícil solución, solía acudir a su hermano para la mascada de la coca. Así, la oraculista llevó al huesero a la casa de su hermano.
Don Epifanio hizo la mascada de la coca. Y este fue el resultado:
—El becerro se encuentra grave, pero se recuperará —aseguró don Epifanio con tal convicción que no admitía dudas—. Ese becerro tiene un aura, una estrella, y se hará muy famoso.
Y en seguida doña Clementina procedió a la lectura del oráculo, luego de previa consulta que el huesero hizo con el huayruro. Y la lectura del Libro de Sibila, dio esta consigna:
“Tu pregunta es respondida con la verdad. No temas. La criatura por lo cual tu mente se halla inquieta, vive hoy y aún en el futuro vivirá”. Fue la respuesta a la consulta del huesero.
Escuchando la respuesta del oráculo, el huesero se sintió mejor de ánimo y tranquilo. Don Epifanio se había tomado tal vivo interés de la situación del becerro rojo. Así, pidió al huesero que les hiciera saber alguna novedad que supiera durante el día.
—Así lo haré don Epifanio —aseguró el huesero, en tanto se despedía—. Les mandaré avisar.
Y don Dionisio se volvió a su casa.
Cerrada la noche, don Epifanio fue a casa de su hermana con objeto de averiguar por si había novedad de parte del huesero. Pero doña Clementina no sabía nada. Sentados en amena conversación se hallaban los dos hermanos en el corredor de aquella casa, a la luz de una linterna a kerosene.
En un tiesto de arcilla puesto delante, doña Clementina atizaba con un fierrito carbones encendidos de los que se elevaba un humo azulino, formando diversas y extrañas figuras en el aire. Aquello era un habitual entretenimiento de la oraculista, cada noche, hasta que le sobreviniera el sueño. Las mascotas de la oraculista, Dido el pequeño canino y Azrrael, el minino engreído, dormían cerca del tiesto de arcilla. En tanto, sentado al costado de su hermana, don Epifanio a la vez que mascaba coca, fumaba un puro natural, cigarro artesanal, libre de tabaco, elaborado de distintos insumos de hojas secas de plantas y algo más. Cuando… en eso.
Dido se levantó y fue hasta el pie del pilar de madera; apostado allí olfateó el aire y se puso a dar ladridos. Y un de repente…
—¡Doña Clementina, doña Clementina! —Se oyó la voz bajita de un muchacho, el cual se anunció—: Tengo un encargo que avisarle.
—¿Quién es usted y qué desea? —Preguntó a su vez en voz bajita la oraculista, y previno—. Estoy con visita. No puedo salir y atenderlo. Diga por lo que viene, pero diga solo lo bueno. De lo contrario, váyase ya.
—Soy nieto de don Dionisio —respondió la voz desde la oscuridad—. Una persona que venía desde el paraje de Culantrillo, se encontró cerca del río Champará con doña Thriny, la cual, iba cargando un becerro rojo vivo. Mi abuelo les agradece a usted y a don Epifanio.
—Gracias hijo. Ahora ve en paz —fue la respuesta de la oraculista.
La oraculista y don Epifanio quedaron más que alegres por la buena noticia.
Desde entonces y por varios meses no se supo nada de doña Thriny y por ende, del becerro bermejo. Pero un día…
Discurría el apacible atardecer del último viernes del mes de junio. La sombra del mirador de Pargai ya cubría el paraje de Horno Patak, cuando se avistó una sugestiva caravana procedente de la puna.
La caravana hizo su recorrido por el camino del barrio Maraipampa en su trayecto hacia el barrio Shogushrajra, su punto de llegada. Precedía, pues, a la caravana un hermoso canino de pelambre color negro mezcla con chocolate, mientras rastreaba el suelo y daba ladridos de rato en rato. Seguía al canino un pollino Azulejo de carga, de cuya arretranca, atado de su cuerno a una soga iba un brioso carnero. Detrás del carnero se desplazaba doña Thriny, quien cargaba a la espalda una abultada manta de flores silvestres. A unos pasos detrás le seguía un pequeño becerro color bermejo, hermoso y elegante, al cual le seguía un gracioso y juguetón cerdito gris.
El recorrido de la caravana fue visto por don Epifanio y doña Clementina, los cuales, se admiraron sobremanera del hermoso becerro bermejo.
Cuando el que esto escribe frisaba entre siete y doce años de edad, en los cuales cursó la educación primaria en el pueblo de Caniasbamba, se hospedaba en la casa de don Epifanio y doña Magna, sus abuelos maternos. Los días viernes después de la merienda don Epifanio solía reposar recostado en el tronco de la Flordemora, un frondoso, colorido y emblemático árbol que crecía en el patio. Entonces el abuelo le invitaba al nieto para participar en una amena plática literaria. Así le refirió una serie de interesantes historias en la lengua quechua, bajo la premisa de:
—“Hijo te cuento esta historia para que escribas un libro”.
Respecto de la presente historia, solamente le refirió una parte de ella, hasta donde le había puesto al tanto la misma doña Thriny.
—El resto averígualo por ti mismo, hijo—le dijo el abuelo, en tono serio y tajante—, así dispondrás de la historia completa y podrás escribir un libro.
Ensartando cual perlas de gran valor, la parte de la historia que le refiriera el abuelo materno, y el resto que llegó providencialmente a su conocimiento, es lo que dio el argumento de esta historia.
El Toro Bermejo, es un genuino tesoro de historia. Es un legado digno de memoria para las futuras generaciones de lectores, ya sean niños, adultos o ancianos. Su ameno argumento o contexto va dirigido para figurar con honor en los estantes de las bibliotecas; valijas de los viajeros, mochilas de los estudiantes, y alforjas de los labriegos en lenguas y naciones, donde el hombre aún cultive la lectura sana y culta.
Y me complace, invitarte a leerlo.
Vale.