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Maurice Ajzensztejn
Biografía
1898 Nacimiento de Mielich Ajzensztejn, padre de Maurice, en Zaklików (hoy en día, voivodato de los Bajos Cárpatos, Polonia).
1924 Una vez llegado a Francia, Mielich/Michel se establece en Sedan (Ardenas), donde ya viven algunas personas oriundas de su pueblo. Toma un puesto de venta en las ferias de los alrededores.
1929 En poco tiempo logra establecer su negocio en la ciudad. Su tienda se llamará “Bonneterie troyenne”.1 Hace venir a Frajda Kipersztock, originaria de Janów Lubelski (voivodato de Lublin), a unos 30 kilómetros al este de Zaklików. Mielich/Michel y Frajda se casan y establecen su vivienda en el piso de arriba de la tienda de Michel, en el número 5 de la rue de l’Horloge.
1932 8 de septiembre: nace Bernard, hermano de Maurice.
1938 Mielich compra un Citroën tracción delantera.
22 de junio: nace Maurice.
1940 Mayo: las autoridades ordenan a los habitantes de Sedan que abandonen la ciudad y se dirijan hacia el sudoeste. Mielich y su mujer toman las joyas y todo el dinero que han ahorrado y la familia emprende el Éxodo. Mielich elige establecerse en la ciudad de Niort (Deux-Sèvres), en el número 5 de la rue du Soleil.
La familia Ajzensztejn se acostumbra a su nueva vida. Mielich se siente cómodo en Niort, mientras que su mujer está cada vez más preocupada.
1942 9 de octubre: se produce una redada en el departamento de Deux-Sèvres, dirigida por la policía francesa.2 Al alba, dos gendarmes traen orden de arresto para los padres de Maurice. Frajda consigue salir al patio y alertar a sus vecinos. Maxime y Edmée Rousseau, que atienden la droguería que se encuentra en el contrafrente, se precipitan para llevar a los niños a su casa.
El doctor Suire, médico y amigo de Mielich, provee a la pareja Ajzensztejn un certificado médico que les debería evitar la deportación. Mielich es llevado al hospital de Niort; pero Frajda, sumida en la locura, debe ser internada en el hospital psiquiátrico de la ciudad. Nunca recobrará la razón.
Los Rousseau crían a Bernard y a Maurice como si fueran sus propios hijos. Edmée los enviará a menudo a pasar el día a Sainte-Pezenne, a casa de unos parientes, los Chiron, dueños de una chacra.
1943 Septiembre: Mielich es trasladado del hospital de Niort al campo (de concentración, porque allí se concentra a los judíos arrestados) de la ruta de Limoges, en Poitiers (Vienne).
1944 31 de enero: Bernard y Maurice están en casa de los Chiron cuando un sobrino de estos, gendarme, les anuncia que por la noche habrá una redada. La Sra. Chiron manda a los niños de vuelta a Niort y le pide a Bernard que transmita la advertencia a Maxime Rousseau. Sucede que este, que tiene buenas relaciones tanto en la municipalidad como en la comisaría, no toma en consideración el aviso. A medianoche, sin embargo, dos oficiales golpean a la puerta y, pese a las quejas y a los ruegos de los Rousseau, conducen a los niños al centro de reagrupamiento.
El 1o de febrero, un gendarme informa a los Rousseau dónde están los niños. Una vez in situ, Edmée y Maxime reconocen en la multitud al doctor Épagneul, que ha sido nombrado jefe del control sanitario en el centro de reagrupamiento. El médico firma un certificado que declara que los dos hermanos Ajzensztejn y tres otros muchachos judíos presentan riesgos de contagio; le ordena a un oficial que los lleve al hospital.
De febrero a principios de abril, los cinco niños permanecen hospitalizados en el departamento de asistencia pública del hospital de Niort, constantemente vigilados por la policía.
22 de marzo: ante el creciente riesgo de deportación de niños, los Rousseau recurren a la autorización que les ha dado Mielich y bautizan a Bernard y a Maurice en la capilla del hospital.
A principios de abril, los niños son trasladados al orfanato de la ciudad.
29 de abril: el doctor P., nuevo en la institución, redacta la siguiente declaración: “Se ha observado que los niños Bernard y Maurice Ajzensztejn hoy serían aptos para ser transportados”.
6 de mayo: Mielich es trasladado al campo de tránsito de Drancy (hoy en día, Seine-Saint-Denis).
15 de mayo: Mielich es deportado por el convoy número 73. Nadie sabrá jamás si murió en el Fuerte de Kaunas, en Lituania, o en la prisión de Reval, en Estonia.
20 de mayo: Maurice y su hermano son conducidos al campo de Poitiers, sobre la ruta de Limoges.
13 de junio: se produce un bombardeo británico sobre la estación ferroviaria de Poitiers. Los nazis huyen. Los internados del campo son liberados.
16 de junio: luego de algunos días de incertidumbre, los niños son hallados y recuperados por la familia Rousseau, con la cual seguirán viviendo hasta 1946.
1946 Buscados por su tío, Bernard y Maurice deben despedirse de Maxime y Edmée Rousseau para ir a vivir con sus familiares en Sedan. Regresarán a menudo a visitar a su “familia de la guerra”.
1956 Maurice, quien reprobó el bachillerato, viaja a Bolivia, donde un tío paterno radicado en La Paz lo recibe y le da trabajo.
1957 Abril: tras quedarse varios meses en Bolivia, decide retomar los estudios y parte a Buenos Aires, donde lo recibe un tío materno.
Junio: conoce a Telma. Maurice se queda a vivir en Buenos Aires, donde se inscribe en la Facultad de Arquitectura.
1964 Maurice obtiene su diploma de arquitecto.
Junio: se casa con Telma, recibida de odontóloga. Tendrán dos hijas, Marianne y Lorraine.
Maurice monta un estudio de arquitectura y luego una empresa de construcción de pisos especiales para la instalación de los primeros centros de computación.
La única relación que mantiene con la comunidad judía es por medio de la familia de su madre y en ocasión de las fiestas judías.
1986 Frajda, la madre de Maurice, fallece en el hospital psiquiátrico de Nancy.
1997 Nacimiento de Marco, hijo de Lorraine y único nieto de Maurice, del cual se ocupará mucho.
2002 3 de marzo: Edmée y Maxime Rousseau son reconocidos Guardianes de la Vida durante una ceremonia en la Municipalidad de Niort, título otorgado por la Asociación Francesa para el Homenaje de la Comunidad Judía a los Guardianes de la Vida, bajo los auspicios del Consistorio Central de Francia.
2009 10 de febrero: fallece Maurice.
Marco es el destinatario principal de su testimonio.
Mañana serán grandes…
Diálogos
La historia del convoy número 733 ya pronto dejará de ser narrada en primera persona, dado que sólo 23 hombres han sobrevivido al trágico destino que les estaba reservado a los casi 900 judíos de ese transporte que partió de Bobigny-Drancy el 15 de mayo de 1944. De esos 23 sobrevivientes, pocos deben de estar aún con vida…4 También son cada vez menos numerosos los hijos de esos 878 deportados, quienes se han dado la misión de no dejar que semejante iniquidad caiga en el olvido.
Maurice Ajzensztejn era uno de ellos. Y acaba de dejarnos.
Para honrar su memoria, le dedicamos el primer capítulo de testimonios de este libro.
Fue a través de Maurice que nos enteramos de la singular historia de aquel convoy que nunca llegó a Auschwitz. No se sabe dónde ni por qué ese tren fue escindido en dos, ni por qué 600 de los 878 deportados fueron afectados al Fuerte IX de Kaunas, en Lituania, mientras que los otros 300 fueron enviados a la cárcel de Reval, en Tallinn (Estonia).5 Los propios detenidos ignoraban que no eran más de 600 al llegar a Kaunas, puesto que uno de ellos grabó en un muro del Fuerte: “Somos 900 franceses”.
De esos 878 judíos de Francia que habían puesto sus esperanzas en el país de los derechos humanos, nadie más oyó hablar.6
***
Maurice: Mi padre se sentía francés. ¡Ay! Si no se hubiera sentido tan francés…
Había nacido en Zaklików, Polonia, al igual que su padre y su abuelo. La mayoría de los hombres de la familia se dedicaba a la compra y venta de caballos, lo cual no impedía que varios de ellos también fueran rabinos. Hasta la investigación que realizó mi primo Charles sobre nuestro apellido, pensábamos que éramos judíos de Polonia desde siempre. Pero según los diferentes archivos que Charles consultó, parece que el nombre Ajzensztejn proviene de Eisenstadt, nombre de una pequeña ciudad de Austria, y que tenemos el privilegio de llevar ese nombre desde 1723, fecha en la cual la ciudad le concedió esa prerrogativa a nuestro antepasado, el rabino Meir Ben Isak, estimado por su sabiduría tanto por judíos como por no judíos. En adelante, ese ancestro mío, quien había nacido en Lituania, fue conocido como rabino Meir Eisenstadt, y ese apellido pasó, con sus diversas variantes, a toda su descendencia.
Charles Ajenstat, que vive en París, está intentando descubrir ahora las razones por las cuales los Ajzensztejn abandonaron Austria para ir a Polonia, donde vivieron durante al menos seis generaciones, para volver a emigrar a finales del siglo xix hacia Francia unos y hacia América del Sur, Estados Unidos y Sudáfrica los demás.
Mi periplo familiar (de Polonia a Argentina, pasando por Francia y Bolivia) comienza con mi padre en 1898.
Papá fue el primero de su familia en irse de Polonia. Llegado a Francia en 1924, a los 26 años de edad, decide establecerse en Sedan, región de Ardenas. Supongo que había llegado con algo de dinero, pues muy rápidamente pudo comprar algunos lotes de mercancías y, asociándose con amigos que habían llegado a Francia al mismo tiempo que él, comenzó a vender en las ferias ambulantes de la región.
Hélène: ¿Sabes por qué tu padre eligió establecerse en Sedan?
Maurice: Porque, de las veinte familias judías que estaban allí radicadas, varias eran oriundas de Zaklików.7
Aparentemente, los judíos se sentían a gusto en Sedan, puesto que tras la Liberación, varios sobrevivientes regresaron a la ciudad, el padre de Charles, Jankiel Ajzensztadt, y su familia, entre otros.
A finales de 1929 y luego de trabajar en las ferias de los alrededores durante cuatro años, papá estableció su negocio en la ciudad bajo el nombre Bonneterie Troyenne. Su negocio funcionó bien desde el inicio y unos meses después, considerando que estaba en condiciones de fundar una familia, hizo venir a Frajda, la muchacha a quien le había prometido matrimonio cinco años antes. Se casaron en Sedan e instalaron su vivienda en el número 5 de la rue de l’Horloge, arriba de la tienda de papá. Fue allí donde nacimos mi hermano y yo: Bernard en 1932 y yo en 1938.
En 1938, cuando nací, hacía catorce años que mi padre vivía en Sedan. Le había ido bien en la vida; era propietario de su tienda y de un stock de mercancías bastante considerable, valuado en 100.000 francos de aquella época. Su última adquisición: ¡un coche de tracción delantera! Tenía una linda familia, muchos amigos. En Sedan, se sentía en su casa, estaba feliz de haber hecho esa elección: Francia era su país.
Orden de evacuación: es preciso abandonar Sedan
Pero estalla la guerra.
Los alemanes invaden Francia.
En mayo de 1940, dado que por su cercanía con la frontera alemana la región iba a ser la primera en sufrir las consecuencias de la invasión, los habitantes de Sedan reciben la orden de abandonar la ciudad y refugiarse en la región del sudoeste. Mi padre escoge ir a Niort, en el departamento de Deux-Sèvres, mientras que su primo hermano, Jankiel, se dirige con su familia hacia Les Sables-d’Olonne.
Cabe aclarar que la orden de evacuación de las poblaciones de la comarca concernía a todo el mundo, judíos y no judíos, y que los refugiados no tenían la opción de ir adonde quisieran. A cada prefectura le correspondía un lugar de repliegue bien preciso; para Sedan era el sudoeste, pero nunca supe por qué una parte de la familia había elegido la ciudad de Niort y la otra, Les Sables-d’Olonne. Aquellos que esperaban instalarse en alguna ciudad costera, como mis tíos, tuvieron la desagradable sorpresa de descubrir que una franja de 30 kilómetros de ancho, a lo largo de toda la costa francesa, les estaba vedada; por ende, fueron forzados a irse apenas veinticuatro horas después de haber llegado.8
Tan pronto como se enteran de que habrá que irse de Sedan, mis padres se apresuran en reunir las alhajas de mi madre, así como todo el dinero del que disponen. Esconden todo en el auto, encima apilan toda la mercancía posible y así emprendemos el camino del Éxodo mi padre, mi madre, mi hermano y yo. ¡Diez millones de civiles que se lanzan al mismo tiempo sobre las rutas de Francia!
El viaje duró más de dos días. Me acuerdo de las paradas obligadas para “hacer al aire libre” o para comer, sentados en el pasto, al lado del coche. Tenía cuatro años. En una de nuestras paradas recuerdo haberme quedado solo en el auto un momento, haber aprovechado esta suerte para soltar el freno de mano y… morirme de miedo al verme solo en un vehículo que comenzaba a andar por un sendero en pendiente. Por suerte, mi padre corría rápido; pudo salvar la situación a tiempo.
[Mielich (Michel en francés) Ajzensztejn y su mujer Frajda, de soltera Kipersztock,9 así como sus dos hijos, Bernard y Maurice, figuran como refugiados del departamento de Ardenas recibidos en 1940 en el departamento de Deux-Sèvres.10]
Maurice: Niort era una pequeña ciudad agradable, y sus habitantes eran por demás acogedores. Cuando llegamos, nos sentimos cómodos enseguida, en particular, mi padre.
Menos de un mes después del inicio del Éxodo, como la situación parecía haberse calmado, la mayoría de los franceses volvieron a tomar la ruta, esta vez en sentido inverso. Papá, en cambio, optó por quedarse en Niort, sin saber que unas semanas más tarde Francia sería dividida en zona “libre” y zona ocupada, y que Niort (y el departamento de Deux-Sèvres) quedaría en esta última. Tenía su auto, un poco de mercancía, hacía algunas changas y sus ahorros le permitían no preocuparse demasiado. Así que comenzamos una nueva vida en Niort, donde éramos “uno del montón”.
Hélène: ¿Qué recuerdos personales has conservado de tu infancia en Niort, Maurice?
Maurice: Tengo pocos recuerdos, sólo dos o tres imágenes. Primero, la de mi padre llevándome por primera vez al jardín de infantes. Sentado en el asientito trasero que él había instalado en su bicicleta, yo lloraba con todo mi ser, pues no quería separarme de mi madre. Todavía la veo, de pie bajo el umbral de la puerta, suplicándole a papá que me dejara en casa… Grabados en mi cabeza, también están, para siempre, el torreón de Niort y la vieja picota ubicada en lo alto de la loma, al igual que el recuerdo de mi madre dándome el pecho en las siestas del número 5 de la rue du Soleil, donde residíamos…
Hélène: ¿Te acuerdas de eso?
Maurice: Sí, pero son sólo flashes, debía de tener tres años y pico y… ¡todavía tomaba el pecho! Lo que sí quedó muy nítido en mi memoria es el recuerdo de la casa donde vivíamos. Veo perfectamente el cuarto de mis padres, la cocina, que también servía de comedor, y la disposición de la pieza que mi hermano y yo compartíamos. Mi cama, cerca de la ventana; la suya, colocada en diagonal del otro lado…
¡La vida que llevamos en Niort era una buena vida! Una vida casi normal, e inclusive agradable. ¡Hasta la redada de octubre de 1942!
[Las redadas de 1942 marcaron un antes y un después en la vida de los judíos de Francia, incluso de aquellos que se encontraban en la zona “libre”. Se empezaba a entender que la guerra recién comenzaba y que se estaba librando una segunda guerra, una guerra dentro de la guerra, una guerra no declarada, que los nazis no hacían para ganar territorios ni para ocupar zonas estratégicas. Tampoco era una guerra ideológica, término demasiado noble para definir semejante monstruosidad. Era una guerra contra nosotros, contra los judíos, un pueblo sin armas ni país. Las discriminaciones se tornaban cada vez más evidentes; las persecuciones, más virulentas; la presión aumentaba día a día, en la zona ocupada pero también en la zona “libre”.11]
Maurice: Para la mayoría de los judíos, se hacía cada día más claro que había que esconderse o, mejor aún, irse de Francia, e incluso de Europa. No había más tiempo que perder, el peligro estaba ahí, delante de nuestras puertas…
Pero papá no lo veía de ese modo…
Ni sus primos hermanos, ni los pocos amigos judíos que habían hecho el éxodo de Sedan a Niort al mismo tiempo que nosotros y habían decidido, algunos de ellos, intentar pasar a Suiza y, los demás, partir a Argentina, lograron convencerlo de abandonar Francia. ¡Mi padre no intuía la amenaza! Había elegido Francia para construir su vida porque era el país de la Igualdad y de la Fraternidad. Y esa Fraternidad él la vivía a diario, en uno u otro de los cafés de la ciudad, cuando por la tarde iba a jugar una partida de naipes con sus amigos. Los franceses eran sus amigos. ¿Los peligros que anunciaban los otros? Puro cuento… Además, con todo el tiempo que llevaba viviendo en Francia, ¿acaso no era él un auténtico francés?
Estaba a mil leguas de imaginar lo que pronto iban a perpetrar los soldados alemanes, esos mismos soldados a quienes él les daba ánimo, mitad en ídish, mitad en alemán, cuando se los cruzaba en la plaza de la Brêche, convencido de que la guerra no duraría y de que aquellos muchachos pronto regresarían a su casa.
Y si por casualidad las hostilidades se prolongaban más tiempo de lo previsto, pues él tenía ahorros que nos permitirían quedar al resguardo del hambre. De todos modos, todo volvería en breve a su curso normal, ¡de eso estaba seguro!
Mamá, en cambio, vivía inmersa en la angustia. El desamparo se leía en su rostro. Pensaba que había que irse, ¿pero a dónde? El doctor Suire,12 que atendía a mi padre a raíz de una deficiencia cardíaca y se había hecho amigo suyo, le daba la razón a mi madre, y a él le repetía sin cesar: “Michel, deberías irte, ¡agarra a tu familia y vete!”. Mi padre invariablemente le contestaba: “¡Soy francés y me siento muy bien aquí!”.
Una vez más, yo sólo tenía 4 años, mis recuerdos son muy vagos, pero a mi hermano, que tiene 6 años más que yo, lo marcó la ceguera de nuestro padre, ¡la negación que hacía de la realidad!
[Sin duda fue por eso que Maurice exclamó: “¡A eso había que animarse!”, en referencia a la decisión tomada por el padre de Catherine Stad,13 quien en octubre de 1941, luego de esconder su dinero y las mejores joyas de su negocio en el doble fondo de un maletín y amontonar a toda su familia en su gran coche, atravesó Francia y cruzó la frontera española antes de que fuera demasiado tarde. “¡A eso había que animarse!”, repitió Maurice en varias oportunidades a medida que oía el testimonio de Catherine. “Arriesgarse a irse siendo una familia de ocho personas, el padre, la madre, la abuela y los cinco hijos, apretujados como sardinas en el auto, tener el valor de intentar cruzar los Pirineos y conseguirlo… ¡A eso había que animarse!”
La historia de Catherine, que para la mayoría de nosotros parecía no ser más que una “pequeña historia”, cobró a ojos de Maurice una dimensión superlativa. La determinación de Henri Stad despertó en él una admiración que de buenas a primeras me costó comprender. Con un poco de distancia, creo percibir ahora en las exclamaciones de Maurice un reproche velado a su propio padre. Sesenta y seis años después, tal vez aún le recriminara haber sido demasiado crédulo, cuando su situación económica y social era bastante semejante a la del padre de Catherine. “¡A eso había que animarse!”, no pudo evitar decir una vez más Maurice cuando Catherine hubo terminado de contar la odisea de la familia Stad. Maurice probablemente pensaba en su fuero íntimo, sin jamás haber querido reconocérselo a sí mismo, que en última instancia Michel Ajzensztejn había sido el responsable de su propia deportación y de la “muerte en vida” de su esposa.]
La redada
Maurice: Las redadas se extienden por todos los rincones de Francia, y el 9 de octubre de 1942 ocurrió aquella que iba a cambiar nuestra vida para siempre.
[“La mañana del 9 de octubre de 1942 —podemos leer en el libro de Jean-Marie Pouplain14—, tuvo lugar una segunda redada en el departamento de Deux-Sèvres. En la ciudad de Niort, el operativo fue conducido por la policía francesa, de madrugada, mientras que en las zonas rurales la redada llevada a cabo por la gendarmería tuvo lugar en plena noche. Era la primera vez que las autoridades policiales de ese departamento tenían la responsabilidad de ese tipo de intervención. Aquella mañana, las detenciones se desenvolvieron como estaba previsto, con su cortejo de llantos, pánico y gritos.
A eso de las 7, el Sr. y la Sra. Rousseau oyeron ruegos que provenían del patio de la casa que se encontraba en su contrafrente, en la rue du Soleil.”]
Maurice: Fue una llamada de auxilio que hizo mi madre a Maxime y a Edmée Rousseau, suplicándoles que se hicieran cargo de nosotros.
Los Rousseau, que atendían la droguería del 33 de la rue Victor-Hugo, llegaron a casa de inmediato. “¿Pueden quedarse con los niños?”, les preguntó mi padre; Maxime y Edmée no dudaron un instante. Otros vecinos, que también se habían acercado raudamente, los ayudaron a llevar nuestros colchones y algunas pertenencias. Con discreción, mi padre deslizó en la mano de Maxime una bolsita donde había colocado las alhajas de mi madre y dinero. Luego le señaló un gran bolso donde había apilado mercancías que los Rousseau podrían vender para satisfacer nuestras necesidades.
¡Y entonces…!
El doctor Suire, a quien seguramente alguien había prevenido, llegó y se interpuso: exhibió el documento médico que afirmaba que Michel Ajzensztejn estaba enfermo del corazón. Ese certificado le permitió a mi padre no ser deportado, al menos… no en seguida.
Al ver la orden de arresto que le mostraba uno de los agentes, mi madre tambaleó; el mundo se le desplomaba. Y eso que el doctor Suire había redactado un certificado de enfermedad para ella también. Podría haberse salvado, pero hubo que internarla en el hospital psiquiátrico de Niort, donde permaneció hasta la Liberación. Su conciencia había sufrido un bloqueo irremediable que ni la trepanación efectuada en 1946 ni el hecho de haberse reincorporado luego al medio donde había vivido antes de la guerra le permitieron vencer.
El presente y el futuro ya no existían para ella, sólo algunos puntos de referencia del pasado podían hacerla salir de su mutismo. Había vuelto al polaco, su lengua primera, y sólo utilizaba el francés si hablaba de sus hijos. Cuando la íbamos a visitar, éramos el Bernard y el Maurice de antes de 1942: nos preguntaba dónde estaba papá, cómo iba el negocio…
Unos años después de la guerra, cuando los médicos nos hicieron entender que ya no se podía hacer más nada para curarla, la familia tomó la resolución de internarla en el hospital psiquiátrico de Nancy, donde murió en 1986.
Micheline: ¿Sin jamás recobrar la razón?
Maurice: ¡Jamás! Uno de sus hermanos, que había emigrado a Argentina mucho antes de la guerra, fue a visitarla en la década de 1950. Le pidió que redactara una notita en ídish, que yo aún conservo. La memoria de su infancia estaba intacta, pero el resorte de su reloj de vida se había roto… Algunos viejos amigos de la comunidad de Sedan iban a visitarla cada tanto, y nosotros íbamos dos veces al año a Nancy para verla. Ya sólo era el fantasma de sí misma.
Hélène: ¡Qué dolor!
Maurice: Tengo que reconocer que su muerte me alivió. Me apaciguó, porque por fin la sentí liberada del deterioro en el que había caído. Es horrible de decir, pero a menudo he pensado que hubiera sido preferible que la deportaran junto con mi padre, eso le habría evitado vivir cuarenta y cuatro años como una muerta en vida.
[Los nazis perdieron la guerra, pero su derrota no ha puesto punto final a la destrucción que habían planificado. El mal que han sembrado ha hecho estragos durante largos años y todavía lo hace. Se fue filtrando como un monstruo reptante por el cuerpo y el alma de los sobrevivientes, provocando en ellos múltiples dolencias físicas y psíquicas. Son muchos los hijos y nietos de deportados y de sobrevivientes que han recibido el sufrimiento, la angustia y la enfermedad en legado. Hay corazones que se marchitaron, espíritus que se amargaron. Hay gente que se casó para “reconstruirse”, niños que nacieron para honrar la vida y otros, tristemente, para “reemplazar” a otros hijos, los hijos “de antes”… El Mal siguió actuando largos años después del fracaso del nazismo, y todavía está activo. Según Dominique Frischer, ¡esa es la victoria de Hitler más allá de su derrota!15]
Maurice: El certificado que el doctor Suire redactó para papá permitió que lo “hospitalizaran” y ganara algunos meses de vida. En cada una de sus visitas, el médico intentaba convencerlo repitiéndole: “Michel, te quedan tus hijos, ¡agárralos y vete!”. Papá siguió haciendo oídos sordos. Y eso que le hubiera sido fácil irse, pues nadie realmente lo vigilaba. Durante su “internación”, su vida había vuelto a su curso normal; era libre de ir y venir sin pedirle nada a nadie. Por ejemplo, cuando mis padres adoptivos me llevaron al hospital porque me había contagiado difteria, él fue quien se acercó a recibirme y, sin pedirles permiso a las enfermeras, me agarró en sus brazos para llevarme a la habitación donde iba a quedarme internado. Todo el tiempo que duró mi enfermedad, vino a verme tan seguido como quiso, y nadie nunca le dijo lo más mínimo.
¡Es increíble que jamás haya admitido que podía ser deportado! Hasta el último momento, se negó a ver la realidad que tenía enfrente. Su terquedad causó su desgracia. Hasta su traslado del hospital de Niort al campo de la ruta de Limoges, en Poitiers, le pareció un contratiempo pasajero, nos dijo más adelante un testigo. Estaba convencido de que rápidamente sería liberado. Aquel día, el doctor Suire llegó a casa de mis padres adoptivos con el reloj y la licencia de conducir de papá envueltos en un pañuelo. “Los alemanes vinieron a arrestarlo, nos dijo con una voz entrecortada. Se negó a seguirlos, diciéndoles y repitiéndoles, tal vez cien veces: “Soy francés, oigan, ¡soy francés!”. Se lo llevaron, por supuesto…, pese a sus protestas.
Me he preguntado muchas veces si mi padre conservó su optimismo hasta el último momento… El 6 de mayo de 1944, se lo llevaron de nuevo, esta vez a Drancy, donde sólo permaneció nueve días, y el 15 de mayo de 1944, el convoy número 73 arrancaba hacia un destino que no fue Auschwitz. Mi padre era uno de los 878 hombres que ese día partían hacia la muerte.
Nunca sabremos si murió en el tren o en el Fuerte de Kaunas, en Lituania, o bien en la cárcel de Reval, en Estonia.
Papá no tiene tumba…
[Maurice, como la mayoría de los sobrevivientes que nacieron entre 1938 y 1943, sólo tiene escasos recuerdos de los años de la guerra. Para evocar esos momentos traumáticos de su infancia y para respetar la exactitud histórica, prefiere recurrir a la información que Jean-Marie Pouplain brinda respecto de su familia en Les Enfants cachés de la Résistance.
Ese día, somos quince personas escuchándolo. Maurice no nos puede engañar al atrincherarse detrás de la narración de Pouplain. Es cierto que no tiene todos los detalles en mente, pero, más que ayudar a su memoria, este recurso le permite involucrarse menos y no sufrir tanto. Pese a ese ardid, el esfuerzo que acaba de hacer es absolutamente ostensible, por más que intente disimular su tristeza detrás de su aire de eterno pilluelo francés.
Ese intenso trabajo sobre sí mismo lo hizo por nuestro grupo. Para que su historia y la de su familia queden inscritas en la larga cadena de la historia de la Shoá. Para que su testimonio sea un eslabón más y una advertencia al mundo, pero también, y ante todo, con el fin de que sus hijas, sus allegados y sus amigos aquí, en Argentina, sepan que una familia francesa, no judía, supo infringir una ley injusta para dar refugio a dos niños judíos, pese a los peligros que corrían por ello. Lo hizo para que aquellos que no vivieron esa época atroz entiendan el alcance —y los riesgos— de semejante decisión.
Desde el momento mismo en que lo conocí, Maurice siempre me dio la sensación de ser “el más francés de nuestro grupo de franceses”. Su relato me permite comprender por qué.
¿Pero acaso era más francés que judío? ¿Judío? Lo era a su manera, él, que de niño decía —y así siguió diciéndolo hasta el fin de su vida, pues así lo sentía— que era un “judío católico”. ¿Y francés? ¡Lo era hasta la punta del dedo gordo! Era tan profundamente francés que llamó a sus hijas, inconscientemente dicen en su familia…, ¡Marianne y Lorraine16!
Su testimonio, recogido apenas unos meses antes de su muerte, hoy parece la expresión de su última voluntad. Es como un mensaje que deja a sus hijas, una exhortación solapada: que tomen el ejemplo de la familia de sus “padres adoptivos de la guerra” (con esas palabras se refería Maurice a Maxime y Edmée Rousseau), una gran familia de gente sencilla y profundamente justa, que vivía en armonía y compartía un mismo código de dignidad y compromiso para con el otro. Y que sus hijas también sepan distinguir lo primordial de lo trivial, que comprendan que la apertura mental, la indulgencia, la escucha son las bases de toda construcción humana…
Pero si Maurice nos contó su infancia a pesar de lo doloroso que le resultaba, si tan a menudo insistió en la obligación moral que había asumido de llamar por teléfono todos los sábados a “su tío y a su tía” hasta el día de su muerte, tal vez fue más aún para dejarle un “mandamiento” a su nieto, Marco, e inculcarle los fundamentos mismos de la vida: el respeto del otro, la generosidad, el altruismo. Maurice siempre se involucró mucho para que Marco, un eslabón de nuestra tercera generación, pudiera convertirse en un adulto respetuoso de los valores que él mismo había recibido de sus salvadores.
Así, a través de estas páginas, delega a ese niño el deber de nunca olvidar y de obrar por el entendimiento y la tolerancia.
“Papá no tiene tumba…”
Ningún lugar sagrado adonde Maurice pudiera ir a recogerse, o decir una oración en recuerdo de su padre… Lo que Maurice nos transmitió aquel día, él, que no era practicante, cobró la fuerza de un kaddish17 en memoria de sus padres, mientras que en nuestro corazón es en donde ha depositado las piedritas del recuerdo.]
Mis padres de la guerra
Maurice: 9 de octubre de 1942. Arrestado… ¡Mi padre arrestado! ¡Y mi madre que pierde la razón! Sin entender bien lo que acaba de ocurrir, Bernard y yo seguimos al Sr. y la Sra. Rousseau. Maxime y Edmée se habían comprometido ante nuestros padres a llevarnos a su casa. ¡Hicieron mucho más que eso! Nos albergaron, nos protegieron, nos dieron cariño y muy rápidamente se convirtieron en verdaderos padres para nosotros, satisfaciendo todas nuestras necesidades, tanto materiales como afectivas. Nos mandaban a menudo al campo, a lo de los padres de la Sra. Rousseau, o bien a la casa de los Chiron, unos amigos que vivían a 6 kilómetros de Niort, dueños de una chacra, donde siempre éramos bien recibidos y bien alimentados. Esa gran “familia adoptiva de la guerra” fue mi familia durante mi niñez y todavía lo es.
Hélène: ¿Cuánto tiempo se quedaron escondidos en lo de la familia Rousseau?
Maurice: Vivíamos con ellos, ¡no estábamos escondidos! Sí estábamos “marcados”. Me enteré de eso gracias al libro de mi amigo Pouplain: éramos “niños marcados” o, para emplear el término utilizado por la policía francesa, “niños fichados”.
Micheline: ¿Eso significa que la administración sabía que estaban allí?
Maurice: ¡Sí! En aquella época, los judíos naturalizados franceses o nacidos en Francia aún no estaban afectados por las medidas de interpelación, por ende, Bernardo y yo no figurábamos en las listas de judíos pasibles de ser arrestados. Pero las autoridades sabían que estábamos allí… Estábamos “fichados”.
Si no hubiera sido por el dolor de la ausencia de nuestros padres, cada día más claramente definitiva, Bernard y yo habríamos tenido una infancia muy feliz. Éramos los hijos que Tonton y Tata18 no habían tenido.
No sólo no nos impedían que saliéramos a la calle, sino que nos insistían para que fuéramos a jugar con los niños del barrio. Nos cuidaban, nos malcriaban, pero también nos enseñaban el respeto hacia el otro, la rectitud, el Bien.
Con ellos, nos sentíamos al resguardo de toda desgracia. Gracias a ellos, éramos unos “francesitos” como todo hijo de vecino, iguales a los pibes con quienes jugábamos.
Qué felicidad cuando Tata nos enviaba a pasar un día o dos a Sainte-Pezenne, a casa de los Chiron! Nos reencontrábamos con nuestros amigos. Fue allí que conocí a Jean-Marie Pouplain. Era un sitio ideal para varones, la casa de las carcajadas… Hacíamos unas travesuras tremendas, ¡cosas imposibles! Este hombre, don Chiron, tenía una gran propiedad. Estaba orgulloso de su granero y de su huerto, pero sobre todo de su viña, que trepaba hasta arriba de un cerro y llegaba a metros de la puerta de una casita de piedra, tal vez una antigua cabaña de pastor donde jugábamos sin cansarnos nunca. Cuando la abuela Chiron nos llamaba para cenar, siempre nos faltaba “sólo una cosita más, por favor, ¡sólo un minutito!”. Un día que tardábamos más que de costumbre en responder a la llamada de la noche, don Chiron se envolvió con una sábana blanca y se ató varias cadenas alrededor de la cintura y los tobillos. Así, disfrazado, subió hasta la cabaña. ¡Ay! Ante la visión del fantasma, bajamos la colina a toda velocidad y, sin que doña Chiron tuviera necesidad de repetir su llamada, en un abrir y cerrar de ojos, los cinco chicos que estábamos ese día en la granja estábamos sentados como unos santos alrededor de la gran mesa de la cocina.
A finales de enero de 1944, en una de esas ocasiones en que habíamos ido a pasar el día a Sainte-Pezenne, la abuela Chiron llevó a mi hermano aparte y le dijo: “Escúchame bien, Bernard, ¿te acuerdas de mi sobrino que es gendarme? Vino hace un rato a decirme que esta noche, a las doce, va a haber una redada. Todos los judíos que aún estén en la región van a ser arrestados. Incluso los niños”.
Bernard tragó saliva…
“¿Qué hacemos entonces?”
“Toma a tu hermano contigo, regresa a Niort y avísale a Maxime.”
Mi hermano me agarró de la mano para recorrer tan rápido como me lo permitían mis piernitas, los 6 kilómetros que nos separaban de Niort.
Hélène: ¿Qué edad tenían?
Maurice: Yo tenía 6 años y Bernard, apenas 12. Cuando llegamos a la droguería Christol, donde nuestro tío era gerente, mi hermano fue directo hacia él y le dijo muy bajito: “Tonton, la abuela Chiron nos dijo que volviéramos y te dijéramos que esta noche va a haber una redada”.
“Alguien me lo hubiera advertido, chiquito mío. Es imposible, ¡no te preocupes!”
Maxime, muy conocido en la ciudad, era querido por todos, tanto en la municipalidad como en la comisaría. Confiaba en quienes en teoría debían estar al tanto de ese tipo de cosas. Así que no le dio ninguna importancia al aviso de la abuela Chiron.
El reloj de la picota estaba dando las doce cuando unos golpes en la puerta nos despertaron sobresaltados.
¡Cuántas veces recordará más adelante la tía el shock que provocaron en ella el sonido de las campanas y el martilleo de los golpes a la puerta, todo junto, en aquella noche oscura y tan fría!
Se llevan a los niños
Medianoche en punto… ¡Los gendarmes vienen a arrestarnos!
Maxime no podía creer lo que estaba viendo. Eran hombres de la zona, los conocía. Conversó con ellos y les suplicó: “Digan que los niños no estaban, me los llevo de inmediato al campo”.
¡No logró convencerlos! Los gendarmes nos llevaron con ellos.
Era 31 de enero, hacía mucho frío. La tía nos hizo ponernos dos o tres suéteres, uno sobre otro, y un abrigo y guantes. Nos preparó un café con leche a toda prisa y, para ayudarnos a soportar mejor la separación, nos dio de comer un trozo de pan con manteca antes de subir al autobús. Ella, que no era judía, en ese momento de angustia ¡fue la más ídish de todas las idishe mames!
Muerto de miedo, ¡vomité en el bus todo lo que me había hecho comer!
Tal como nos lo había dicho abu Chiron, la redada apuntaba a todos los judíos que aún no habían sido deportados. ¡Inclusive aquellos nacidos en Francia! Uno tras otro, los cinco autobuses depositaron su carga humana en un inmenso galpón situado muy cerca de la estación de tren de Niort, que hacía las veces de centro de reagrupamiento.
[¡Cruel sensación de culpa debió de sentir Maxime Rousseau por desoír la advertencia de doña Chiron! ¿Y si a los niños los deportaban?]
Maurice: El tío tenía buenas relaciones en Niort. ¡No todos eran como los dos gendarmes que habían venido por nosotros! Al día siguiente, temprano por la mañana, lo fue a ver otro policía para decirle dónde estábamos. Edmée y Maxime vinieron a vernos. La suerte quiso que, apenas traspasada la reja de entrada, se toparan con nuestro pediatra, el doctor Épagneul, nombrado jefe de control sanitario en el centro de reagrupamiento. Luego de intercambiar algunas palabras con mis padres adoptivos, el doctor hizo lo necesario para que nos separaran del grupo a Bernard, a mí y a tres chicos judíos más. Y después de redactar para cada uno de nosotros un certificado declarando que presentábamos riesgos de contagio, le ordenó a un gendarme que nos condujera al hospital de Niort.
Myriam K.: Si de algo tenían miedo los alemanes, era de las enfermedades transmisibles…
Maurice: Sí. Y de la locura. Fue por eso que no se llevaron a mi madre.
Nos conducen al hospital donde, sin otro trámite, nos ubican en una misma habitación a Bernard, a mí y a los otros tres muchachos. La religiosa que nos recibe nos conduce a toda prisa hacia las camas: “¡A la cama enseguida! ¡Dense prisa, se quitarán la ropa más tarde!”. Apenas hubo terminado de taparnos con la frazada hasta el cuello y de marcar algunas líneas de fiebre en las pizarras que se hallaban al pie de cada cama, se abrió la puerta. Por el resquicio apareció la cara de un oficial alemán. Había venido a comprobar que los cinco niños “contagiosos” estaban allí. Miró, ¡pero no entró!
La imagen de la puerta entreabierta, del cuello estirándose y de los ojos que nos examinaban a la distancia todavía me hace doler la panza.
Hélène: Te creo… ¡Pero cuánta buena gente también hubo en tu camino, Maurice! Es cierto que los gendarmes que los detuvieron eran franceses, ¡pero cuántos otros franceses, diametralmente opuestos a aquellos, los ayudaron! El doctor Suire, el sobrino de la Sra. Chiron, los Chiron, los Rousseau, el agente de policía que fue a decirle a Maxime dónde estaban ustedes, el doctor Épagneul, las religiosas… ¡Todos franceses! ¡Un eslabón, cada uno de ellos, de la larga cadena de salvadores franceses!19
[El caso de Maurice confirma lo que a menudo hemos debatido en el transcurso de nuestras reuniones: durante la Ocupación era prácticamente imposible que un judío pudiera sobrevivir por sus propios medios, sin ayuda exterior.20 Máxime tratándose de niños. Para evitar caer en las redes nazis, había que vivir escondido o con una falsa identidad. En una palabra, había que volverse “invisible”, y eso no era posible sino con la ayuda de al menos una persona. Para la mayoría de los sobrevivientes, sobrevivir implicó el apoyo de varias personas, lo cual podríamos definir como un encadenamiento de apoyos, por más que el “salvado” no siempre se diera cuenta de ello (como veremos, en particular, en el testimonio de Lily y Jean Ventura21).
La mayoría de nosotros, si sobrevivimos, fue gracias a toda una red, compuesta por un “salvador principal”, el que corrió los mayores riesgos, y uno o varios “salvadores secundarios”, gente que a menudo permaneció en las sombras, como el amigo de un amigo que recomendó un posible escondite, un desconocido que aconsejó no aventurarse a tal lugar, funcionarios que hicieron caso omiso de las órdenes recibidas o confeccionaron falsos documentos de identidad o de alimentación, vecinos que “sabían” y desviaron la mirada, otros que sencillamente fueron a llevar un mensaje o ayudaron a superar un obstáculo…]
Maurice: Nos quedamos cuatro meses en el departamento de asistencia pública del hospital de Niort, vigilados noche y día por policías o por el personal hospitalario. Nos traían la comida al cuarto, pues no teníamos permiso de salir. Eso era lo más difícil de soportar para nosotros. ¡Imaginen a cinco chicos, unas veces deprimidos, otras veces sobreexcitados, obligados a vivir entre las cuatro paredes de una habitación durante cuatro meses! No teníamos distracción alguna más allá de la mesa y las sillas que utilizábamos para hacer toda suerte de saltos “mortales”, ya que nos entrenábamos para la eventualidad de tener que saltar de un tren en marcha. Nos entreteníamos como podíamos… Todos los meses, un médico debía venir a examinarnos y firmar un papel certificando que todavía no éramos aptos para la deportación. Los tres primeros meses, el doctor Épagneul estuvo a cargo de ese control, así que todo salió bien, pero todos éramos conscientes de que el cerco podía cerrarse de un momento a otro.
“Hagan todo lo que sea necesario para salvarlos”, le había dicho mi padre a los Rousseau antes de ser detenido. En marzo de 1944, la situación había cobrado un cariz tan amenazante que el tío y la tía jugaron la carta que habían evitado hasta entonces: ¡el bautismo! Bernard y yo fuimos bautizados en la capilla del hospital, el 22 de marzo, en presencia de la madre superiora, del Sr. y la Sra. Rousseau y de Madeleine Béguier, prima de Maxime, quien mediante su presencia aportaba a los tíos el apoyo de toda su familia.22
Unos días después, nos trasladaron al orfanato, cuyas religiosas también hicieron todo lo que estuvo a su alcance para quedarse con nosotros, hasta el día en que un médico, el doctor P., oficialmente enviado por el prefecto de Deux-Sèvres, quien estaba bajo las órdenes de la Gestapo y estimaba que había demasiados enfermos en el hospital de Niort, fue a efectuar una visita de control. Ese doctor tenía la misión de detectar entre los internados aquellos que tenían certificados de complacencia. El 29 de abril de 1944, el doctor P., que sin embargo gozaba de la estima de la mayoría de los habitantes de Niort, redactó la siguiente declaración: “Se ha observado que los niños Bernard y Maurice Ajzensztejn hoy serían aptos para ser transportados”.
Hélène: Es decir… ¡“Estaban en condiciones para la deportación”!
Maurice: ¡Exactamente! Con lo cual, tres semanas después de la emisión de ese certificado, la gendarmería, que había recibido la orden de expedir a los últimos judíos de Niort al campo de la ruta de Limoges, en Poitiers, vino a buscarnos. Bernard y yo, respectivamente con 12 y 6 años, ¡prisioneros! Aquel día, el 20 de mayo de 1944, fuimos conducidos al campo de Poitiers, donde mi padre había estado detenido durante más de once meses, para finalmente ser trasladado a Drancy con el tren del 6 de mayo, es decir, ¡tan sólo catorce días antes de que llegáramos nosotros! El dolor de no habernos cruzado por tan poco se volvió aún más intenso cuando, más tarde, entendimos que ese tren del 6 de mayo había sido el último en partir de la estación de Poitiers, ya que nueve días más tarde, esta fue bombardeada por los aliados.
El tío y la tía hicieron cuanto pudieron para ayudarnos. Vinieron a traernos paquetes en varias oportunidades, pero las visitas estaban casi siempre prohibidas y muchas veces se toparon con la mala voluntad de los guardias, que sólo les permitían vernos de lejos, a través de las rejas o por arriba de los alambres de púa. Un día, el tío se puso nervioso con un soldado y le gritó: “¡Pero por favor, déjelos acercarse a nosotros! ¡Están solos, son niños!”. El guardia, apoyando la pistola en la sien de Maxime, le respondió fríamente: “Mañana serán grandes…”. Un cinismo imposible de olvidar.
Micheline: Las dos Francias, la de la solidaridad activa y la de la ignominia…
Maurice: Sólo una vez durante nuestros tres meses y medio de internación se les permitió acercarse a nosotros, pero ¡“no más de diez minutos”! Al ver nuestro estado, la tía no pudo contener las lágrimas. Y eso que no estábamos completamente abandonados a nuestra suerte, ya que una señora judía que trabajaba en una pensión en La Rochelle y estaba allí con su nieta nos cuidaba. Nosotros, a cambio, le dábamos un poco de lo que recibíamos de Edmée y Maxime: chocolates y galletas hechas por la tía.
La gran suerte que tuvimos, que no tuvieron ni mi padre ni los cientos de miles de judíos deportados antes del mes de mayo de 1944, fue el desembarco aliado.
Por fin la cosa empezaba a moverse, oíamos hablar de sabotajes por todas partes, principalmente en las vías férreas. No por ello había llegado nuestra reclusión a su fin, pero al menos sabíamos que la deportación ya no se iba a hacer tan fácilmente como antes.
Hélène: Seguramente no estarías aquí con nosotros, Maurice, si el doctor P. hubiera firmado el “aptos para ser transportados” un mes o, inclusive, quince días antes de lo que lo hizo… ¡A veces, un sólo día signa la diferencia entre la vida y la muerte!
Maurice: Así es. A veces la vida depende de un minuto.
13 de junio de 1944
Rugidos de motores, aviones que pasan por encima del campo, se alejan y regresan. “¡Los ingleses!”, oímos que exclaman por todas partes. “¡Los ingleses!” Gritos de alegría, observamos, nos escondemos… ¡Un alboroto! Las bombas caen, enormes. Y ahí están aquellos hombres que hasta un instante atrás nos miraban, orgullosos y cínicos; que ahora corren de aquí para allá; abren las rejas, cargan sus camiones, se suben a ellos de un salto, ponen en marcha los motores y arrancan en medio de un bochinche infernal.
El infierno se aleja.
¡Somos libres!
Apenas han recorrido unos cientos de metros, que comienzan a arrojar paquetes sobre la ruta: grandes bolsas caen, cajas, bultos… ¡Parece que han sobrecargado sus camiones y ahora tienen que abandonar buena parte de su botín!
Habíamos vivido en tal angustia estos últimos meses, que nos habíamos olvidado lo que era reír, pero hete aquí que vemos a nuestros carcelarios que tiran los tesoros que se querían llevar y… explotan las carcajadas de quienes, hasta una hora antes, ni osábamos mirarlos. ¡Burda payasada! Los cartones de cigarrillos caen sobre la calzada, las latas de foie gras vuelan por los aires y rebotan, las cajas de coñac y de licor pasan por encima de las barandillas, así como las bolsas repletas de quesos. Los prisioneros, que diez minutos atrás aún mantenían una prudente distancia con sus ahora exguardias, se ponen a perseguirlos. Todo lo que cae sobre la ruta vale la pena ser levantado. Mi hermano se hace de dos botellas de coñac Camus, todavía me pregunto cómo, al tiempo que recoge balas de ametralladora. Yo atrapo un paquete de cepillos de dientes de todos los colores. Preciosos eran, ¡pero Bernard había dado con algo mejor!
Myriam K.: Era la debacle…
Maurice: ¡La debacle alemana! Los camiones desaparecen a lo lejos. Regresa la calma. Ahora todo es silencio. Nos miramos los unos a los otros, incrédulos.
Se forma una larga columna, tomamos la ruta. ¡Libres pero sin saber a dónde ir! Nadie sabe cómo hacer para retornar a su hogar. Bernard y yo avanzamos con otras personas por un camino rural donde los escasos carteles que vemos no nos significan nada. Ya era el atardecer cuando nos cruzamos con unos monjes que tras enterarse de dónde veníamos y qué nos había sucedido nos llevan a su monasterio. Recuerdo un lugar maravilloso, casi irreal, en el corazón del bosque. Nos aseamos. Los religiosos nos cuidan, nos dan de comer, nos reconfortan. Los niños corren al aire libre. Dormimos…
No sé exacto cuánto tiempo pasamos allí, habrán sido dos días, tres días tal vez…
Hélène: ¿Y vuestros padres adoptivos no fueron a buscarlos?
Maurice: Sí, por supuesto, tan pronto como se enteraron de la liberación del campo y de la huida de los alemanes, fueron hacia allí. ¡Pero nosotros ya nos habíamos ido! “Probablemente, han sido recogidos por alguna persona de bien, pensaron. No deben de estar muy lejos, ¿pero cómo hacemos para encontrarlos?”
Maxime, que había sido conductor de ómnibus en su juventud, fue a consultar a su exjefe, el Sr. Landry Brivin, con quien mantenía muy buenas relaciones. Este le propuso enviar su coche y a su chofer personal, el Sr. Guignard, en nuestra búsqueda. Ese hombre, cuyos tres hijos habían pasado a la Resistencia, había tenido la desgracia poco tiempo antes de perder a su hijo menor en una emboscada. Acaso fue por eso que encontrarnos y llevarnos sin demora de vuelta a Niort se convirtió para él en una cuestión de honor.
Sentados en el asiento trasero del imponente coche del Sr. Brivin, mi hermano y yo mirábamos con asombro a la gente que a lo largo de la avenida Victor-Hugo se detenía para saludar a los dos niños judíos… Nunca olvidaré el momento en que entramos a la droguería Christol. Pese a todos mis piojos [la voz de Maurice devela su emoción],
mi “madre adoptiva de la guerra” me abrazaba y me seguía abrazando. “¡Están aquí —repetía—, están aquí!” Me pasé toda la tarde acurrucado contra ella.
Myriam K.: ¡Es una historia maravillosa!
Maurice: Nos habíamos reencontrado con “nuestra familia”. Pocos días después, empezaba el inicio del año escolar y, por primera vez, tomé el camino de la escuela.
Bernard y yo estábamos tan felices de haber vuelto con Tonton y Tata, que nos habíamos olvidado de que ellos no eran nuestros verdaderos padres; si alguien nos hubiera preguntado en aquel entonces si deseábamos quedarnos a vivir con ellos, no hubiéramos entendido la pregunta de lo obvia que resultaba la respuesta.
Martial Béguier, el dueño de la droguería Christol, que tampoco tenía hijos, propuso adoptarnos, pero los tíos no querían saber nada de eso.
De no haber sido por la ausencia de nuestros padres biológicos, que nos provocaba no pocos momentos de angustia a Bernard y a mí, nuestra infancia habría sido extraordinaria en el seno de esa gran familia de la buena vieja Francia, esa Francia de las pequeñas ciudades del interior, de la tradición, del trabajo, de los valores humanos. Conocimos la campiña de los potreros y prados separados por hileras de álamos. Sembramos, cosechamos y participamos en las trillas, pues la mayoría de los parientes de los tíos eran agricultores. Ayudábamos, y luego era de rigor ir a la casa de la hermana y el cuñado de Edmée, en la localidad de Le Bouchet, a tomar la merienda. ¡Cómo disfrutábamos las tostadas de pan de campo con manteca que nos servían!23
Poco a poco, la vida en Francia retoma su ritmo. Varias familias judías de Sedan que han sobrevivido a la guerra, ya sea porque se han escondido en algún sitio en Francia, ya sea porque han podido pasar clandestinamente a Suiza, deciden regresar. Entre ellas, la familia del primo hermano de mi padre. La colectividad se reagrupa, la vida comunitaria renace paso a paso.
Pero hay vecinos que no reaparecen. La gente comienza a inquietarse por la suerte de Mielich Ajzensztejn y de Frajda. ¿Y sus hijos? En 1946, Jacques Ajzensztadt, el primo de mi padre, emprende la búsqueda de los sobrevivientes de la familia por intermedio de la Cruz Roja. Luego de varios trámites, se entera de la deportación de Michel y de la internación de Frajda en el hospital psiquiátrico de Niort. Asimismo, le hacen saber que los hijos de Mielich y Frajda viven en lo del Sr. y la Sra. Rousseau, en Niort.
Los miembros de la comunidad judía de Sedan, personas ciertamente muy bien intencionadas, se unen en torno a un deber muy judío: recuperar a los huérfanos para reinsertarlos en el seno de su comunidad.
Recuperar a los huérfanos: ¡un deber judío!24
Un día, el cartero nos trae una carta de Sedan. Es del primo de papá. Nos anuncia que gracias a la Cruz Roja se ha enterado de que estamos con vida y que estamos viviendo con los Rousseau. Agrega que quiere vernos. Mis “padres adoptivos de la guerra” comprenden de inmediato que no se trata de una mera visita.
Su visita fue un momento muy cruel para todos —para Tonton y Tata, tal vez aún más que para Bernard y para mí—. Edmée deseaba quedarse con nosotros a cualquier precio. Maxime, en cambio, entendía que la ley estaba del lado de nuestra familia legítima y que oponerse a esa restitución no serviría para nada. Nos esperaba una nueva separación. Bernard y yo íbamos a tener “nuevos padres”, una tercera familia.
Mi hermano se lo tomó muy mal. Yo, un poco mejor, porque mi primo tenía un hijo de mi edad que muy pronto fue como un hermano para mí.
La despedida fue desgarradora. Los tíos nos hicieron prometerles que regresaríamos para todas las vacaciones de verano y Navidad.
[Mi historia es bastante distinta de la de Maurice, pero yo también tuve un “Tonton” y una “Tata”,25 y el amor que sentí por ellos me acerca mucho a él. Cuando hablamos de Tonton y Tata, ambos aludimos a personas que nos han mimado como si fuésemos sus propios hijos, que nos han cuidado y dado un maravilloso ejemplo de vida, personas a quienes hemos querido mucho y a quienes siempre recordamos con agradecimiento y muchísimo respeto.
Yo, con apenas 9 o 10 años, también regresaba a su casa cada vez que tenía vacaciones escolares. Iba sola, tomaba el metro hasta Église de Pantin, luego un autobús que me dejaba en la plaza Thiers, en Le Raincy, por último otro ómnibus que paraba frente al hospital de Montfermeil. Luego había que bajar la pendiente de Montfermeil a pie o en bicicleta hasta Les Coudreaux.
Tonton y Tata… Esa expresión casi infantil traduce, pese a la edad que hoy tenemos, el sentimiento que anidaba, y aún anida, en nuestro corazón, por nuestros respectivos salvadores: una mezcla de afecto, sensación de protección y cariño, de agradecimiento infinito.]
Maurice: Estábamos a punto de irnos. Habíamos puesto nuestro equipaje en el gran automóvil familiar que el Sr. y la Sra. Katap, peleteros de Sedan y amigos de nuestros padres, le habían prestado a nuestro primo para que viniera a buscarnos; ropa, libros, recuerdos. El momento más difícil estaba a dos minutos de suceder. Había lágrimas en los ojos, sonrisas veladas, tristeza en los gestos… De golpe, Maxime, a quien yo había visto bajar al sótano un instante antes, reaparece con un pote en la mano. ¿Mermelada? No, era un gran frasco y estaba sellado. Lo abrió delante de nosotros y sacó de él, una a una, las alhajas que mi padre le había entregado a escondidas en el momento de su detención. ¡Tonton y Tata no habían vendido nada ni se habían quedado con nada para ellos! Nos devolvían las joyas —acompañadas por el inventario que habían elaborado—, así como el dinero que nuestros padres les habían dado para satisfacer nuestras necesidades durante un tiempo. En lugar de utilizar esos fondos, Maxime los había colocado en dos cajas de ahorro, una a nombre de Bernard, la otra a mi nombre.
Régine: El banco no daba demasiado interés en aquella época.
Maurice: ¡Así y todo, con eso pude comprar 300 dólares cuando preparaba mi viaje a Bolivia! El tío y la tía nos habían cuidado sin jamás tocar lo que mis padres les habían encomendado.
Hélène: ¡Tus padres adoptivos merecían el título de Justos entre las Naciones de verdad, Maurice!
Maurice: Ya habían aceptado, aunque a regañadientes, ser nombrados Guardianes de la Vida. Si les hubiéramos propuesto recibir otra distinción, nos habríamos topado con un no rotundo.
Régine: Nos dijiste que el dinero que tu padre había dejado a los Rousseau te había permitido hacer el viaje a Bolivia. ¿En qué año fue eso?
Maurice: En 1956.
Mariette: ¿Podemos saber por qué viniste a América del Sur, Maurice?
Maurice: Para conocer el Nuevo Mundo… Había reprobado el bachillerato y no tenía demasiadas ganas de seguir estudiando, al menos en aquel momento. Además, la vida en el interior de Francia era bastante monótona en la década de 1950, y eso comenzaba a pesarme; necesitaba moverme.
Recordé que tenía unos tíos en América del Sur. Entonces le pedí a mi tía que me contara lo que sabía de ellos. “Hay un hermano de tu padre en Bolivia y un hermano de tu madre en Argentina”, me explicó. El tío de Bolivia, el hermano menor de papá, se había ido de Polonia muy joven, en los años treinta. Antes de viajar, le había escrito a papá para decirle que su barco haría escala en Le Havre. Papá había hecho el viaje especialmente para verlo e intuyendo que los primeros tiempos en Bolivia no le resultarían fáciles le había llevado algo de dinero.
Como yo no sabía escribir en ídish, mi tía lo hizo por mí y le explicó que yo vivía con ellos desde hacía algunos años, que había terminado mis estudios y que tenía ganas de conocer a mi familia de Bolivia (¡en verdad, lo que yo quería era sobre todo viajar!). Mi tío respondió de inmediato y, seis meses después —acaso como testimonio de agradecimiento por lo que papá había hecho por él—, recibí un sobre con un pasaje de barco Génova-Buenos Aires y un pasaje de avión Buenos Aires-La Paz. Mi tío había adjuntado también algunos formularios para completar, uno de ellos para presentar en la Embajada de Bolivia a fin de obtener una visa. Poco tiempo antes, yo había terminado de leer un libro escrito por la mujer de un diplomático francés que había pasado algunos años en Bolivia y que se deshacía en elogios sobre las maravillas naturales de ese país. De allí mi deseo de conocer Bolivia y… navegar un día por el lago Titicaca.
El Nuevo Mundo
Micheline: ¿Y no te decepcionó?
Maurice: Al principio todo era magnífico, todo atraía mi curiosidad. Era joven, mi tío tenía un buen pasar, me invitaban a los encuentros de la comunidad francesa, jugaba al ajedrez en los clubes más distinguidos… Al cabo de varias semanas de esa vida de lujo, tomé la decisión de aprender español y le propuse a mi tío ayudarlo en su fábrica de productos cosméticos (uno de ellos muy en boga en aquel entonces, era la crema de lechuga). Me ocupaba de la facturación, pero no era la mejor manera de perfeccionar el idioma. Mi tío lo entendió y me recomendó como vendedor en una tienda de artículos importados, cuyo propietario era amigo suyo. No se había equivocado: atender a los clientes me obligó a hablar, aunque también me mandé alguna que otra macana, como el día en que le ofrecí un corpiño a una joven boliviana que estaba buscando anteojos de sol…
Unos meses después, mi tío me preguntó qué pensaba hacer de mi vida. En realidad, yo ya no estaba tan entusiasmado con Bolivia y estaba contemplando la posibilidad de regresar a Francia. Él lo había adivinado. Intentó retenerme, ofreciéndome su ayuda para crear mi propio negocio en caso de decidir quedarme. En esa eventualidad, me aconsejaba el barrio indio. “Será un poco duro para ti al principio, pero allí es donde harás los mejores negocios”, me dijo. “No obstante, te aconsejo que mejor retomes tus estudios. Mira, Maurice, cuando uno tiene un diploma de ingeniero o de médico, siempre puede abrir un comercio. Pero si empiezas siendo comerciante, jamás podrás ejercer una profesión liberal.”
Esa frase me marcó y reorientó mi vida.
Me explicó que en aquella época Brasil y Argentina eran los únicos países de América del Sur que tenían buenas universidades y me prometió que, si estudiaba, él me abonaría una mensualidad hasta que me recibiera.
En Brasil no tenía ni familia ni amigos, y tampoco tenía demasiadas ganas de aprender un nuevo idioma cuando recién comenzaba a defenderme en español. Además, tenía un tío en Buenos Aires, un hermano de mi madre.
Curioso de lo que allí me esperaba, pero en absoluto seguro de querer quedarme, llegué a Argentina en abril de 1957. Mi tío y su familia me recibieron con los brazos abiertos y Buenos Aires me conquistó. A los pocos días ya estaba prendido de ese París de América del Sur. En julio de ese año, además, conocí a Telma. Me enamoré…
Hélène: ¡Y te quedaste!
[Maurice Ajzensztejn se quedó en Argentina. Un nuevo país, una nueva vida. Se recibió de arquitecto, se casó con Telma y tuvo dos hijas, Marianne y Lorraine. Intentó reprimir su pasado, olvidar las pérdidas y el dolor, pero jamás pudo perdonarle completamente a su padre la fe ciega que tenía en Francia y en su lema, esa confianza ingenua que finalmente lo condujo a él al convoy número 73 —y a la muerte en el Fuerte de Kaunas o, quién sabe, en la prisión de Reval— y a su mujer, a la locura.
Maurice no es el único de nuestro grupo en haber sufrido la deportación de uno de sus padres, o de ambos…]
***
En la madrugada de una noche nevada del mes de febrero de 1943, Myriam Dawidowicz vio a su padre partir hacia la deportación, vestido con su uniforme gris azulado de la Gran Guerra y custodiado por dos gendarmes franceses. Una inmensa ternura en la mirada fue todo el amor que pudo manifestarle en su adiós. Atontada, Myriam siguió a los tres hombres con la vista, hasta el momento en el que la curva de la calle que sube hacia la iglesia le sustrajo a su papá…
No fue sino varios años después que recibió la confirmación de su deportación y sólo entonces comprendió que jamás lo volvería a ver.
1 Bonneterie: tejidos de puntos, géneros. Troyenne: de la ciudad de Troyes, en la región Champagne-Ardenas, al nordeste de Francia. Troyes es conocida por sus textiles, mercería, sombrerería y también por sus industrias metalúrgicas.
2 El departamento es la principal división administrativa en Francia. En total hay 95 departamentos, cada uno administrado por un Consejo General y un Préfet (prefecto), representante del Estado.
3 Véanse los volúmenes editados bajo la dirección de Éve Line Blum-Cherchevsky, Nous sommes 900 français. À la mémoire des déportés du convoy n° 73 ayant quitté Drancy le 15 mai 1944, Besançon, 1999-2000. Véase también, disponible en línea: <http://www.convoy73.fr/index.php?option=com_con-tent&view=section&layout=blog&id=1&Itemid=12&lang=fr>. [N. del RC.]
4 Desde hace una década, sólo está vivo Henri Zajdenwergier. [N. de SK.]
5 Hoy se sabe que fue por una necesidad de mano de obra. [N. de KH.]
6 En realidad, en 1993 tuvo lugar el primer peregrinaje a Estonia y Lituania con colocación de placas conmemorativas por Serge Klarsfeld y la asociación de Hijos e Hijas de Deportados Judíos de Francia (ffdjf, por su sigla en francés), y la asociación de familiares y amigos del convoy número 73 publicó varios libros y organizó peregrinajes. [N. de SK.]
7 Después de la Gran Guerra, los Lipka, oriundos de Europa del Este, fueron los primeros judíos en instalarse en Sedan. Progresaron rápidamente. Las familias que llegaron después de ellos provenían, en su mayoría, de la región de Zaklików. La elección de Sedan no es fruto del azar: esa ciudad de Ardenas es un exprincipado protestante, incorporado a Francia en 1648 por una donación del mariscal de Turenne a Luis XIV, una localidad abierta desde siempre a las tres grandes religiones. Ya en el siglo xvi había familias judías en Sedan que trabajaban en la industria textil. El señor Troller, uno de los miembros influyentes de la comunidad, ayudaba a los recién llegados, “judíos del Este”, la mayoría, a regularizar su situación administrativa. Electo alcalde de la ciudad en 1936, ocupó esa función hasta el comienzo de la guerra. Esas viejas familias judías que eran francesas desde hacía tanto tiempo fueron casi todas víctimas de la Shoá pese a la confianza ciega que tenían en “su país”.
8 Agradecemos a la señora Pouplain, viuda del historiador Jean Marie Pouplain, por esta información.
9 Frajda, al igual que el primo Jankiel, era oriunda de Janów Lubelski, una bonita localidad de la época del Renacimiento, situada a 30 kilómetros al este de Zaklików.
10 Jean-Marie Pouplain (1932-2006), corresponsal del Institut d’Histoire du Temps Présent del Centre national de la recherche scientifique (ihtp-cnrs), autor de Les Enfants cachés de la Résistance, La Crèche, Geste Éditions, 1998.
11 Las grandes redadas en la zona “libre” comenzaron en agosto de 1942, un mes después de la gran redada (la muy nombrada “grande rafle”) que tuvo lugar en la zona ocupada.
12 Paulette Marquois, amiga de infancia de Maurice, nos hizo saber que el doctor Suire, cirujano, se involucró mucho en la Resistencia y fue arrestado por la Gestapo en 1944. Liberado al final de la guerra, regresó a vivir a Niort.
13 Léase el testimonio de Catherine Stad en el segundo volumen de Querido país de mi infancia, cap. 12.
14 Jean-Marie Pouplain, Les Enfants cachés de la Résistance, op. cit.
15 En Les Enfants du silence et de la reconstruction. La Shoah en partage. Trois générations, trois pays: France, Etats-Unis, Israël, París, Grasset, 2008, Dominique Frischer estudia cómo los sobrevivientes transmitieron los traumas de la Shoá a sus hijos y nietos.
16 La Marianne, un bello busto de mujer es la figura que simbólicamente representa a la República Francesa. Lorraine es una región histórica y cultural del noreste de Francia; es también nombre de mujer, Lorena en español [N. de la T.]
17 Plegaria en memoria de un difunto. Las piedritas: entre los judíos, es costumbre, cuando uno va al cementerio, dejar una piedrita sobre la tumba de sus seres queridos.
18 En el lenguaje familiar y cariñoso, tío y tía.
19 El doctor Suire, deportado en 1944, regresó a Niort después de la guerra. El doctor Épagneul y su mujer fueron detenidos por declaraciones antialemanas y enviados, ella al campo de Poitiers, él a la cárcel de Compiègne, de donde fueron liberados al final de la guerra. Véase, de este último, Dans les geôles allemandes : Niort, Poitiers, Compiègne, Niort, Impr. F. Soulisse-Martin, 1945.
20 Esto no es cierto. En París hubo familias judías que pudieron vivir llevando la estrella amarilla sin ser detenidas. [N. de SK.]
21 El testimonio de Lily y Jean Ventura será editado en el segundo volumen de Querido país de mi infancia, cap. 7.
22 Información brindada por la Sra. Pouplain.
23 “¡Y las tostadas con queso blanco!”, agregó Bernard en alguna de las correspondencias que mantuvimos tras el fallecimiento de Maurice.
24 En 1945, se pensaba que tres mil niños judíos estaban dispersos por las zonas rurales. Véase Katy Hazan, Les Orphelins de la Shoah. Les maisons de l’espoir (1944-1960), París, Éd. Les Belles lettres, 2000, pp. 79-100.
25 Henri Joseph y Marie-Alice Degrémont, reconocidos Justos entre las Naciones en 2009.